Jorge Barón Biza: El desierto y su semilla / Sofía González Bonorino

Hay novelas autobiográficas. Las que vuelan alto, dejando atrás las limitadas formas que toma una vida, alcanzan la amplitud de un destino que en cierto modo es el de todos. El pasado se expande y adquiere la dimensión que verdaderamente tiene. El pasado- materia viva en un tiempo que siempre nos alcanza y se mezcla a nuestra respiración- es lo único que tenemos. Hacemos pie en el borde mismo de los días que apenas se levantan, se desprenden de nosotros, como  flores que caen desde sus tallos al suelo.

El pasado: fuerza de gravedad que nos permite anclar en el presente.

Anclar, o flotar, o caminar sobre las aguas de las horas que se nos escabullen de las manos  y solo se harán reales al convertirse en pasado.

Hay novelas que son biografías. Pero a mí me gustan esas obras en las que el escritor construye el pasado, y al hacerlo, se inventa como humano, sujeto múltiple y único.

Existir mediante la escritura, construirse un destino.

¿Deberíamos vivir para otra cosa?

Se puede decir que la escritura de un pasado es la oportunidad de estar vivo, de haber tenido una vida.

Los recuerdos están muertos, aislados de todo lo que les daba cuerpo, volumen, realidad.

Es la escritura la que dota de músculos, sangre y esqueleto a formas rígidas, agobiadas de un sentido anquilosado por el paso de los años y por la repetición con que el recuerdo va horadando y fijando nuestro saber de nosotros mismos.

Barón Biza en esa impactante novela que es El desierto y su semilla, nos revela los movimientos de un pasado que está haciéndose, un carácter, un nombre vivo  que se gesta en la escritura misma.

Hay un existir que nos inserta en lo vivido y que sólo se hace real en la escritura.

Memoria: espíritu que se dilata, se expande, tiempo vital donde crear la monstruosa extensión de la experiencia.

Barón Biza nos muestra el acto de escritura como máxima demostración de la libertad del artista. Una salida de la esclavitud del personaje dominado por los hechos de un presente que desconoce y que lo envuelve, lo sofoca, lo aniquila.

Mientras la mayoría de las personas buscamos aturdirnos, hundidos hasta el cuello en un desconocerse que calma- por un breve instante de locura-  la angustia de estar vivos, pero que, paradójicamente, nos mata, en los grandes escritores hay una decisión vital de saber. A costa de renunciar a  lo que sea.

La escritura surge en Barón Biza como auténtico poder de decisión, de invención del propio y verdadero destino.

El narrador se ve asaltado por una exterioridad que nunca puede hacer propia. De ahí ese sufrimiento callado, tortuoso, carnal, que lo silencia a lo largo de toda la novela. Porque aunque trata de decirlo todo, de no renunciar a la búsqueda de la letra que da  forma a lo informe, cada ínfimo movimiento de la inevitable caída lo arrastra al sin sentido, dando lugar a una ruptura del lenguaje, en eso que tiene de más propio.

Y ahí, en esa desesperada percepción de lo imposible, me encuentro interpelada, rota, otra para siempre.

La vida nos acosa, nos deja un escaso margen de libertad. El narrador, al igual que nosotros,  se ve constreñido por fuerzas ajenas, muchas veces puro estereotipo. Lo sabe, lo denuncia, lo grita, por si acaso nos obstinamos en hacernos  los distraídos.

Es tan fuerte y tan inmenso el amor a la verdad  del narrador, su decisión inquebrantable de ver sin mentiras ni atenuaciones, que su lenguaje está en carne viva, y su lectura nos conmueve como cuando después de un arduo trabajo de deseo pudiésemos mirarnos, pobres y desnudos,  por primera vez.

Barón Biza muestra una sociedad formada por personas llenas de certezas. Saben qué decir, qué pensar, cómo actuar en un mundo estéril y aburrido que ofrece duración y garantías en un espacio que se les da ya hecho, y en el cual se mueven como si la realidad fuese una, y al mismo tiempo estuviese hecha a la medida de todos.

Barón Biza se aparta de sus semejantes. Crea sus propios problemas. Le da la espalda a esa clase de preguntas que ya tiene implícita una respuesta. Preguntas creadas con un objetivo: dar cabida a esa respuesta ya escrita de antemano. Así funcionamos, así  nos tranquilizamos.

Los problemas que Barón Biza inventa son a su medida, dan al vacío, a un universo inmenso, desconocido. Están pensados en un acto de divina autonomía. No nacen necesariamente de la madre, ni del padre, ni de la bebida, ni de esa sociedad pequeña, mezquina e hipócrita del mundo del hospital.

Barón Biza es un enorme ojo.

Un ojo que sangra, que habla, que escribe.

Insomnes sus pupilas, luz fija y altísima como la de un faro que lo orienta hacia sus verdaderas y nauseabundas orillas.

La escritura lo convierte en un sujeto que está afuera de todo lo que es orden convencional, todo lo que pertenece a un mundo de archivo.

Las condiciones exteriores que acosan al personaje desde el principio y que van marcando el derrotero de la novela, no son suyos. Son los de todos. Es él, quien apelando al poder de la escritura, las atraviesa, las deja atrás, y se hace, se inventa, se adueña de las voces que lo acosan desde afuera como un viento enloquecedor venido del infierno. Un infierno de seres alienados, de zombis, de burócratas.

Desde él surgen entonces sus verdaderos problemas. Quedan planteados.

No hay respuestas ni soluciones.

El desierto y su semilla es una novela de una valentía insoportable.

Barón Biza se escribe, consciente a cada momento de lo que está haciendo. Sin engaños, no responde más que a las exigencias de su escritura. No testimonia ni está narrando su historia. La  va creando, va dando forma a sus problemas, en un tiempo que lleva implícita la espera. Barón Biza sabe darse tiempo, esperarse. Eso se siente en la lectura. Ese lujo. El fluir de una escritura en movimiento.

Su tiempo no es el de los demás. Es una lentitud que arrasa.

En Barón Biza la fijeza es muerte. En la quietud, en cambio, se produce el mayor acto creativo: la vida en su ebullición.  Las ciudades interiores se construyen, se levantan en espacios formados por la masa del pasado en busca de un nombre que lo singularice.

El desierto y su semilla es un milagro orgánico.

Un cuerpo que respira, hecho de escritura.

Una novela que me va a acompañar toda mi vida.

Su violencia, la gratuidad del mal, la injusticia radical de haber nacido.

Al leerla, reconozco El desierto y su semilla  como mía. Pero no dejo que Barón Biza trabaje para mí. Lo reconozco otro, intento trabajar a la par. En la lectura, yo también escribo el libro, entro en un tiempo de desgarramiento, de arrolladoras velocidades detenidas.  Me convierto, como él,  en una gran escritora. No por casualidad, Barón Biza fue traductor de Proust.

Luis Thonis decía que la gente no lee porque no quiere angustiarse.

Tal vez haya algo de esto en el hecho de que el nombre de Jorge Barón Biza sea ignorado. Peor para nosotros. Sin embargo, El desierto y su semilla fue reeditada y está al alcance de todos. Por suerte, porque su lectura nos abre a la angustia. Y sin atravesar la angustia, ya lo sabemos, no pasa nada, absolutamente nada.

Sofía González Bonorino / 2018