En la memoria guardás las estaciones
en las que fuiste vos por primera vez
como en una tela de araña microscópica.
La soledad era una vaca ciega en medio del campo.
Quizás porque los calendarios nunca sospechan los días
despertaste soñando que soñabas
que encontrabas un grano de merca en el mar.
El circo vendió leones, perros, gallinas,
caballos y una yunta de bueyes capados
a un rancho pobre en Oberá.
¿Tenías miedo de dejar de ser el que eras?
La temeraria iglesia siempre inmóvil y alrededor
miles de teléfonos autistas sonaban para nadie.
Unas gotas caían sobre una superficie
plana y parecía una canilla mal cerrada
que confundiste con la voz de tu padre
muerto desde hace una década infame
murmurando algo débilmente al ritmo
de unos golpes imprecisos como gotas
de lluvia que estallaran sucesivamente
contra el suelo de baldosas grises.
Si desconfiabas de la sinceridad tuerta
de los demás y de sus buenas intenciones,
de la idea de uno mismo como producto
social o incluso si la usura de los días
te resultaba grosera y evitabas a los que
alguna vez habían sabido cómo alegrarte
(lo que no es poco, porque ya querría
el titiritero aquel tener la gracia de su muñeco)
fue porque no querías estar en la escucha
de nadie. Porque además, pensabas,
no hay pared por silenciosa que sea
que pueda vivir la vida por nosotros.
Las paredes tienen la ventaja de no hablar.
Y si vos desconfiabas de las emociones fuertes,
de los nervios en el estómago, del desprecio
de los años y de las llamadas inesperadas
que no soñaban los teléfonos.
Y no porque necesitaras conversación
memoria o tiempo ajeno encapsulado.
A la noche cantó un grillo o unos chicos
lloraron cuando encendiste la llave del gas
para preparar café y espantar a un mosquito.
Las noticias del día anterior todavía flotaban
estúpidas en tus retinas entre miles de silencios
acusados de hipnosis y absortas de inanidad.
Los líderes políticos a la vinagreta
a esa hora maceraban sus venganzas
en las portadas de las revistas.
Picaba una guerra de nervios, sin embargo,
incluso, competitividad y confabulación
seguían siendo resabios de la vida moderna.
El tiempo es, decías, y había que aceptarlo.
Como cambiar de trabajo, las sábanas, de tema
o la radio, como los días y los planes de una vida
que no se puede cambiar de lugar en la memoria.
Sonreíste durante la cena y el universo conspiró a tu favor
entre noticias, ondas radiales y estados de ánimo
torrenciales. Llovía parejo y el aire acondicionado
transformaba la temperatura en frío artificial
con el repiqueteo de las gotas sobre el patio
tapado de hojas como un ritmo de fondo
y el perro que dormía entre paredes
cubiertas de imágenes mientras la lluvia
paralizaba el reflejo del día nublado
y sonaba tu respiración fuerte
y la de un zorro cazador de plumas
que ya casi no podía vivir.
Javier Fernández Paupy
ph/ Autorretrato, Pablo Suárez