William Blake, Profeta (1757-1827) / Julian Green

Como un demonio escondido en una nube.

WILLIAM BLAKE

 

Después de haber hablado de Johnson, resulta bastante difícil hablar de Blake, y estos dos nombres, uno cerca del otro, tienen algo de desconcertante.  Si Johnson era un hombre, ¿cómo definir a Blake?  El lenguaje es muy pobre y las palabras que nos ofrece han servido para demasiada gente.  Por eso estamos tentados de hablar de Blake de una manera simbólica y decir de él que era un demonio o un ángel o una especie de divinidad.  Casi creeríamos que no era hombre más que por error, ya que tan poco se parecía al resto de la humanidad.

Como todo verdadero mísitico, Blake jamás se dejó engañar por lo que es apariencia en este mundo.  Un ser se presentaba a él bajo dos aspectos, y él sabía que de los dos el aspecto humano es el menos importante; el importante era el otro, el eterno, el aspecto que dicho ser reviste en el espíritu de su creador.  Por tanto si nos hubiera contado su vida hubiese sin duda empezado por decirnos quién era, no a los ojos de los londinenses ignorantes que vivieron a su alrededor, sino según el conocimiento perfecto que Dios tiene de toda criatura.  Y pienso que nos hubiese dado un retrato de sí mismo desnudo, radiante el rostro, el cuerpo bañado por una luz misteriosa.  Es muy probable que descuidase las futilidades biográficas que de ordinario se anotan con tanto celo: la fecha de nacimiento y las casas que habitara.

Pero si a cualquier costo tuviésemos que hacer el relato de los años que pasó sobre la tierra, convendría mejor al tema la manera larga y generosa de las viejas leyendas: érase una vez un gigante de mirada terrible, con voz de trueno, y se llamaba Blake, William Blake.

Fue un muchachito creativo y visionario.  En esta época el suburbio londinense le parecía la obra más bella de la Creación, puesto que en ella descubrió los rasgos de un profundo simbolismo; y si, más tarde y por una especie de abjuración, declaró que la Naturaleza era de origen satánico, no es plausible que matase jamás en sí mismo ese amor de la hierba y de las flores que nos dio  El libro de Thel y los Cantos de Inocencia.

De niño vio un árbol cargado de ángeles.  Maravillas de este género le parecían normales y las refería con sencillez, ya que en modo alguno se sentía turbado por su comercio con el mundo sobrenatural y porque sus relaciones con los seres invisibles conservaron hasta el fin de su vida una especie de familiaridad ingenua.  Otra vez informó a su madre de que había visto al profeta Ezequiel sentado en un prado; lo cual le valió un cachete.  En fin, estando un día en su cuarto, pensó morir de terror al ver a Dios asomarse a la ventana.

Nos ha confiado que más tarde jamás leía la Biblia sin que un ángel caído, por lo demás muy culto, viniese ex profeso del Infierno para explicarle el texto santo.  Dante y Moisés congeniaban también con Blake, sin que se admirasen de ello ni los unos ni el otro.  Milton usaba la misma libertad, a veces se hacía inoportuno y había que despedirlo.  Las conversaciones entre el poeta muerto y el poeta vivo tomaban a la vez un giro literario y religioso.  Milton insistía en que Blake corrigiese ciertos errores teológicos que se habían deslizado en El Paraíso Perdido.  Blake así lo prometía y siempre lo demoraba; por fin declaró con brusquedad que tenía otras cosas que hacer.  Era frecuente que se adentrasen en discusiones.

«He visto a Milton ayer, declaró Blake.  Él me ha dicho tal cosa.  He intentado demostrarle que estaba equivocado.  Imposible.»

«¿A quién saluda usted?»  Preguntó a Blake un amigo en el curso de un paseo, puesto que nadie había pasado.

«Al apóstol Pablo», dijo Blake.

«Es fatigoso -confió un día a alguien-, pero Eduardo I interrumpe siempre mis conversaciones con sir William Wallace.»

Cantidad de espíritus anónimos dictaban rapsodias proféticas que no escribía en ocasiones sino muy a su pesar.  Así compuso Jerusalén.  Lo que resulta en él asombroso es menos la elección de sus amigos que la desenvoltura con que les recibía.  Nada evocaba en él al convulsivo o a el espiritista, y era un hombre jovial que cantaba sus poemas no importa dónde y sobre aires improvisados.  Tenía la mirada un poco arisca y con frecuencia se dejaba llevar por una extremada vehemencia, pero su cólera cedía pronto y estaba siempre sorprendido de que no se le quisiese bien.

Sólo se le conoce un gran amor que duró toda su vida.  Comenzó de manera harto particular.  En el curso de un paseo con la hija de un jardinero, Blake le confió las penas sentimentales que tenía que padecer.  Ella le escuchó en silencio.  Luego, conmovida por su malestar, le dijo que lamentaba mucho que no fuese feliz.

«¿De veras? -dijo Blake rápidamente-. Pues bien, os amo.»

La muchacha reflexionó unos minutos y respondió por fin reposadamente:

«También yo os amo.»

Se llamaba Catherine Boucher y, no sabiendo escribir, firmó con una cruz en el documento matrimonial.  Hacia ella se volvió Blake, en su lecho de muerte, justamente cuando había terminado el extraordinario dibujo en el que se ve a Dios midiendo los cielos con un compás.

«Es preciso que dibuje un ángel -le dijo-.  Tú has sido mi ángel.» Y la dibujó.

Se le ha dado la vuelta en vano a la cuestión de si estaba loco o no lo estaba.  Los ingleses le llamaban mad Blake, pero algunos, para aligerar dicho epíteto, añadían que su locura era una locura trascendente, y si yo entiendo bien el término, equivale éste a un cumplido.  Otros han afirmado que su locura no era nada extraordinaria y que, entre otros, llevaba en sí el signo de la manía persecutoria.  Nada hay que retener de estas triviales discusiones.  En absoluto se conoce la locura y tampoco se sabe a dónde va, y es todopoderosa la razón que domina el universo de Blake, pero una razón de mística que la razón humana no puede juzgar a su medida.

Las excentricidades de Blake son famosas.  En general parece que se deben al cuidado por conformarse estrechamente a las reglas de las Escrituras, del Antiguo Testamento sobre todo.  De ahí apenas hay un paso a respetar como leyes las costumbres que estos libros refieren, y no es preciso estar loco para hacerlo.  Esta manera de interpretar la Biblia le valió los sarcasmos de Inglaterra , que difícilmente perdona las faltas contra la decencia. Un hombre leal es un hombre decente.  Una muerte gloriosa es una muerte decente.  Lo que no es decente es infame.  Se había visto a Blake sentado en el suelo, desnudo, leyendo a Milton con su mujer, obediente e igualmente desnuda.

«Entre usted -le había dicho al visitante azorado-.  No somos más que Adán y Eva.»

Era indecente.  Se le llamó mad, naked Blake.  ¿Pero no tenía a su favor el testimonio de las escrituras, la desnudez del Paraíso terrestre?  Quizá creyese que los vestidos tenían un poder maléfico.

El escándalo fue más explosivo cuando anunció que, al modo de Abraham, iba a tomar una segunda esposa; pero Sara, en la especie de Catherine Boucher, protestó con tal firmeza que hubo de renunciar a ello.  Y, sin embargo, semejante cosa se había visto en el Pentateuco, no era nueva, no hubiese debido sorprender.  Con todo, se inclinó, aunque fuese testarudo, conmovido sin duda por las lágrimas que hacía derramar.

No era grande y sus miembros eran delgados, pero no en balde tenía un padre irlandés.  Se peleaba con quien fuese, sin asustarse ante una estatura alta o una voz gruesa.  Durante los años de la Revolución Francesa, enarboló un gorro frigio.  Un soldado con uniforme rojo, un dragón, que llegó como por casualidad a su jardín, le llevó violentamente aparte.  Era 1803 y a los sospechosos se les acosaba.  Pero Blake no tuvo miedo.  Se lanzó sobre el soldado y, cogiéndole por los codos, le empujó hasta la calle.

Su intolereancia todo lo sobrepasaba.  Un día que trabajaba en Westminster, un estudiante chusco creyó ingenioso interrumpirle.  De un puñetazo, Blake le precipitó desde el andamio en el que los dos estaban.  Desde entonces se prohibió a los estudiantes de Westminster que se paseasen por la catedral a las horas en que trabajaban en ella los artistas.

Intelectualmente se parecía a ese personaje bíblico que no tenía ni padre, ni madre, ni genealogía.  Era un solitario.  En primer lugar, le complacía escribir a la manera del siglo de Isabel, pero ese gusto se le pasó y no quedaron de él muchas señales.  Desde su edad más joven se había alimentado de literatura hermética y siempre tuvo inclinación por lo tenebroso y lo sibilino.  Para él Swedenborg era  «el más fuerte de todos los hombres», pero supo resistir la tiranía de esta influencia y siguió fiel a sí mismo hasta el fin de su vida.  Seguía su genio libremente.  Nunca se había escrito como Blake una vez que éste hubo encontrado su camino, y seguramente tampoco se había pensado como él.  Nadie se ocupó de imitarle y no formó escuela.  Tal vez se temía lo ridículo que hubiese sido entregarse al ascendiente de un cerebro tan extraño.  Sus escasos lectores se sentían ofendidos por sus asperezas literarias, por sus ideas sobre el amor y sobre la religión, por la perpetua revuelta que bramaba siempre en él contra todos los principios reconocidos.  Imaginemos a Jane Austen leyendo los Proverbios del Infierno, o a María Edgeworth El Eterno Evangelio.  William Blake escribía cosas indecentes.

Pero, aunque hubiese escrito según el gusto del tiempo, poco hubiera con ello ganado su gloria, ya que se servía de un procedimiento nefasto para publicar sus libros.  Los imprimía él mismo según un método que juzgaba superior a cualquier otro y que su hermano muerto le había revelado en una visión.  Era un trabajo largo.  Nunca se podía tirar más que un pequeño número de ejemplares, y toda corrección tipográfica resultaba poco menos que imposible.  Además era preciso colorear a mano los frontis.  El resultado era admirable; sin embargo, si se piensa que de su libro más famoso, los Cantos de Inocencia y de Experiencia, no consiguió tirar más que veinte ejemplares, parecerá que más le hubiese valido dirigirse a cualquier editor menos inspirado que él, pero que fuese más de prisa en la brega.  Pero los editores no le eran simpáticos y es inexacto que alguna vez les ofreciera manuscritos suyos.  El mundo habrá perdido, a causa de esta altiva fantasía, numerosos manuscritos que esperaban a que su autor encontrase el tiempo de imprimirlos, y que se extraviaron, siendo algunos hechos pedazos.  Si hay que creerle, Blake había escrito «veinte tragedias más largas que Macbeth y cinco o seis poemas épicos largos como Homero.»  Pero todo ello fue «publicado en la eternidad» y el tiempo no llegará a conocerlo.  Hace años, el 11 de diciembre de 1923, Pickering y Chatto adquirieron un ejemplar de Milton, poema profético de Blake, que Blake había impreso y grabado él mismo.  Lo pagaron a treinta y cuatro mil libras.  Ni siquiera el poeta hubiese osado predecir una suma semejante.  Inútil añadir, pienso yo, que vivió y murió pobre.

El estudio de un borrador de Blake es de los más curiosos.  Volvía a tomar sin cesar su texto.  Cuando se trataba de un poema en verso, escribía primero una estrofa que era como el núcleo, y el resto del poema no hacía más que desarrollar esta estrofa inicial alrededor de la cual se agrupaban las estrofas complementarias.  A veces la primera estrofa, aunque incompleta, servía de punto de partida a muchos poemas.  «El tigre», de los Cantos de Experiencia, ofrece un buen ejemplo de esta arquitectura.

Gracias a estas lentitudes en el trabajo y sobre todo en la publicación, no tuvo Inglaterra que sonrojarse enseguida por las audacias de Blake, puesto que no las conocía; pero las generaciones siguientes se encargaron de ello, y fue preciso esperar a Swinburne, muchos años más tarde, para elevar el altar expiatorio a los manes, sin duda indiferentes, de uno de los más grandes poetas ingleses.

Los Cantos de Inocencia se publicaron, si es que así puede decirse, en 1794.  Parecería que este libro debiera dirigirse a los niños, y los padres de los jóvenes lectores no hubiesen podido descubrir nada heterodoxo en esos poemas en los que pastaban los corderitos. En revancha, los Cantos de Experiencia, publicados al mismo tiempo, destilaban vitriolo.  Se leían en ellos terribles invectivas contra los ministros de la religión cristiana y toda clase de cosas inconvenientes sobre el amor.

El Eterno Evangelio, robusta y escandalosa negación de la religión oficial, fue escrito hacia 1810.  En él se decía que Jesús no era humilde, que no era pacífico; se decía además que tampoco era necesariamente casto.  A los ojos del autor, nada justificaba en el Evangelio a ese Cristo convencional que predicaba un clero sentimentalizado.  Blake tenía del Cristo una concepción particular que necesariamente ponía en contra de él a toda la Inglaterra creyente.  Escribía:

La visión del Cristo que tu ves

es la enemiga más grande de mi visión.

El tuyo tiene una gran nariz ganchuda como tú,

el mío tiene una nariz respingona como yo.

Tu Cristo es el amigo de todo el género humano,

el mío habla en parábolas a los ciegos…

 

Veía en él a un hombre al que había faltado valor y perseverancia al permitir que le crucificasen.  Según él, la tarea del Salvador era continuar con vida y predicando a Dios; la aceptación de la muerte era una debilidad indigna, una necesidad cobarde de reposar antes de haber cumplido por entero su misión.  Por lo demás, Blake se daba cuenta de lo que estas singulares ideas tenían de intolerable para el público de su época, y terminaba su poema con estos dos melancólicos versos:

Estoy seguro de que Jesús no les hará el agosto

ni al inglés, ni al judío.

 

Pero la verdadera vocación de Blake era la profecía.  Profetizaba en cualquier ocasión; era una costumbre de su espíritu.  La ironía ha querido que su obra profética propiamente dicha sea la más inaccesible.  Ciertas partes de Milton y de Jerusalén resultan imposibles de descifrar, a no ser que se tenga una buena práctica de la filosofía de Blake; pero como en general repugna el esfuerzo, se desalienta la atención del lector, y así nadie ha tocado a esos libros sagrados.  Incluso la edición de Oxford, con su selección crítica y parsimoniosa, ofrece no pocas dificultades.  He aquí un pasaje sacado de Milton.  Se llama «La cáscara del mundo»:

«La cáscara del mundo es una tierra vasta, cóncava, una sombra inmensa, endurecida por todas las cosas de nuestra tierra, con la dimensión agrandada, deformada hasta el espacio indefinido, en veintisiete cielos y todos sus infiernos, con el caos y la noche antigua y el purgatorio.  Es una tierra cavernosa y de complicación laberíntica, con veintisiete pliegos de opacidad, y termina allí donde sube la alondra».

Es admirable esta concepción de dos mundos, uno que contiene al otro.  ¿Pero qué es eso de los veintisiete cielos y de los veintisiete pliegos de opacidad?  ¿Por qué esa jerga de astrónomo?  Seguro que esas cifras tienen un sentido, ya que es inadmisible que Blake tuviese la debilidad de simular profundidad por medio de un galimatías misterioso.  Más aún, quizá se trate de una literatura eléusica.  La respuesta está, yo creo, en que el libro más esotérico es interesante en la medida en que represente un aspecto del espíritu humano o, si se quiere, del espíritu humano en relación con el divino, El hombre por mucho que haga no dejará nunca de ser hombre y nada podrá cambiar todo el misticismo del mundo.

Pero por lo que yo llamaría a Blake pequeño profeta es por algo que nos toca mucho más de cerca: quiero decir profeta que se ocupa, no del hombre salido del espacio y del tiempo, sino de la suerte trivial y cotidiana de la sociedad.

Blake sentía un odio feroz que se podría comparar con Cervero, en el sentido de que también era triple y ladraba furiosamente.  Odiaba la «iglesia oscurantista».  Odiaba al «hombre de sangre».  Odiaba el «coche fúnebre del matrimonio».  A todo ello lo llamaba antigua maldición, carga de error que pesa sobre el género humano.

En primer lugar no gustaba de una religión natural y por Rousseau sentía horror.  La naturaleza le parecía por lo menos sospechosa, y en todo caso, incapaz de ayudar al hombre a alcanzar su salvación.  «¿Qué hay entre tú y yo?», le preguntaba; y se volvía hacia la religión revelada por la Biblia, revelada sobre todo a William Blake.  La quería fuertemente dosificada de teología, pero sin «el sacerdote atando con espinas las alegrías y los deseos del hombre», puesto que encontraba odioso que se procurase entorpecer la energía humana, haciéndola seguir las vías artificiales de la abstinencia.  Nadie como Blake ha acariciado sus deseos.  La vida del hombre es santa, decía, y es preciso que crezca y se dilate.  Como además es absolutamente inestimable, la guerra no es más que un sacrilegio sin nombre al mismo tiempo que una dilapidación monstruosa.  «El gemido del soldado desgraciado sangra sobre los muros de los palacios», escribía en 1794.

Por otro lado, si la vida encuentra en el amor su expresión perfecta, el amor no debe sufrir constreñimiento alguno, no debe ocultarse:

¿Siembra de noche el sembrador?

¿Trabaja el que trabaja en lo oscuro?

 

Tal era la alarmante profesión de fe de William Blake.  Y, sin embargo, este hombre tan extravagantemente exagerado en sus opiniones, este mismo Blake tenía a veces accesos de dulzura bastante inesperados; se ponía entonces el caramillo en la boca y sacaba de él aires ingenuos; tenía el temperamento del parisino que suspira por la campiña de Argenteuil.

El arte de Blake forma el poderoso comentario a su obra escrita que puede que sea el único comentario que valga.  Está uno muy tentado de creer que los místicos carecen de claridad intelectual y que toman con facilidad una cosa por otra.  Este error se debe sin duda al simbolismo que utilizan y cae por su peso por poco que se quiera leer atentamente los escritos de los santos que tratan de visiones; porque si se sirven de símbolos, hay que advertir que una vez operada la transposición del mundo tangible al mundo simbólico, jamás mezclan las imágenes y guardan siempre las proporciones que hayan escogido.  ¿Por qué?  Porque esas imágenes son para ellos la representación exacta de la verdad que contemplan.  De hecho nadie es más preciso que un místico y el místico no es un soñador.

El arte de Blake aporta a esta idea el apoyo de una prueba nueva.  A veces es malo, contrahecho, difícil de apreciar, pero nunca es oscuro o confuso.  A una línea trazada por Blake se la sigue, sin que el ojo dude un segundo, desde el origen hasta su término.  Continúa sin debilitarse ni perderse, con una especie de infalibilidad.

Esta nitidez de visión es lo esencial en el dibujo de Blake.  Cada objeto se aísla a sus ojos por medio de unos perfiles cortantes y acerados, sin que jamás la sombra llegue a aportar sus modificaciones dulcificadoras a la «línea dura» que a Blake tanto le gustaba.  La sombra, en efecto, transforma las apariencias de las cosas hasta el punto de alterar el aspecto más elemental que es como la desnudez.  Es incompatible con la visión del místico, y no en vano la Iglesia la asimila a la mentira, puesto que deforma para dar nueva forma de manera artificial.  El místico no ama la sombra; ve el mundo en estado de depuración, seco y desnudo bajo los rayos rectos de una luz resplandeciente.

Si el místico considera a un hombre, lo ve desnudo, porque el vestido es una especie de mentira.  Igualmente penetra todos los sentimientos pasajeros que le agitan y descubre su verdadera naturaleza moral.  No busca en este hombre lo que parezca ser, lo que ha sido o lo que será, sino que es siempre en la eternidad.  Va más allá de las particularidades accidentales del cuerpo y del espíritu y descubre un ser que no cambia, cualquiera que sea la múltiple y profunda diversidad de las apariencias bajo las que se oculta, un ser que no se llama un hombre, sino el hombre.

Existe un arte que considera las apariencias de los objetos y que trabaja en su réplica tan exacta como sea posible; pero como las apariencias son de una duración infinitamente restringida, el arte que las representa no puede satisfacer al místico.

Pero es que existe otro, todo intuición y visión segunda, que descuida las apariencias y penetra hasta la escencia de las cosas que considera, y el mundo se le revela como un conjunto de seres y de objetos inmutables bajo el eterno movimiento de las apariencias; es el arte propio de la visión mística: nada cambia a los ojos del Creador, todo cambia a los ojos de los hombres, y el místico ve como ve Dios.

Cuando se trata de Blake, la palabra visión es la que viene a la pluma necesariamente.  sus dibujos hacen pensar en bocetos para un Juicio Final.  En ellos se encuentran con frecuencia el terror, la desesperación o una furiosa alegría; son más raros en cambio el reposo o todo lo que participa de un corazón tranquilo.  De todas las impresiones que dan, la más poderosa es la del relieve: los planos se precipitan desde el fondo del cuadro, los personajes se destacan y caminan hacia uno; en el ámbito del dibujo nada hay más cercano a la alucinación.  Añadiremos la extraña selección de los temas.  Sólo son monstruos, ancianos horribles, hombres y mujeres desnudos, con los cabellos erizados, por el espanto; todo ello entre nubes atravesadas por llamas, porque nada hay en Blake en calma, ni el hombre ni la naturaleza.  Una perpetua tormenta forma el fondo de todo lo que representa.

Muchos de los dibujos de Blake están destinados a ilustrar sus poemas o toda su obra, antigua o moderna, en la que se tratase de la Muerte, del Cielo y del Infierno.  Puede que los más notables sean los que acompañan el Libro de Job.  Jamás fue más seguro el arte de Blake que cuando se propuso traducir en imágenes todo lo que de inquieto y doloroso hay en el viejo texto bíblico.  Quedamos confundidos ante tal dibujo que representa a los ángeles de Dios cantando de gozo entre los astros, o delante de ese otro que nos muestra a Dios hablando desde el seno del huracán a hombres postrados por el terror.  Y estamos tentados de preguntar, como aquel personaje de Jane Eyre:  «¿Quién le ha enseñado a dibujar el viento?».

En fin, Blake nos ha dejado un cierto número de dibujos de los que sabemos que fueron hechos directamente después de visiones.  Blake trabajaba en ellos sin prisa y sin fiebre: se le veía dibujar con cuidado, alzando los ojos de tiempo en tiempo hacia un punto en el espacio en el cual los demás no distinguían nada; a veces se interrumpía para decir: «Ah, ya se ha ido», y se ponía a hacer otra cosa de la manera más natural.

Muchos de estos dibujos son espantosos; hacen creer que Blake recibía la visita de los demonios.  Uno de ellos es demasiado singular para que yo no procure ahora dar una idea.  Se llama El Espectro de la Pulga.  En la sombra de una especie de corredor, el espectro se desliza con su constitución enorme y pesada.  Su cabeza es minúscula y la lanza hacia adelante con aire de curiosidad.  Está sacando la lengua.  Su cuello desaparece en sus poderosos hombros, y las vértebras, como una trenza de cabellos, brotan bajo la piel oscura de la nuca y la espalda.  Un pequeño puñal, de forma cruel, le brilla entre los dedos de la mano izquierda, mientras que la derecha sostiene un pote destinado a recoger la sangre.  Los pies se posan planos sobre el suelo y dan al andar del monstruo algo de irresistible.  El conjunto evoca el solapamiento y la fuerza en lo que puedan tener de más atroz.  Y así es como Blake veía la pulga, tal y como quizá la vea Dios.

De todos modos será difícil decir qué dibujos de Blake se deben a visiones.  Tal vez todos, pero en diferente medida.  Ha visto y dibujado a Eduardo el Confesor y arquitecto de las pirámides.  Nada impide creer que haya visto igualmente a Ariel o a José de Arimatea, incluso a los Ángeles del Juicio Final tal y como nos los ha representado.  A partir de ahí la vida de Blake se reviste de una grandeza extraña.  Algunos han deplorado la oscuridad en la que vivió hasta su muerte.  En efecto, le conocían pocos, ¿y cómo hubiese gustado a un mundo que iba con respecto a él con un retraso de casi un siglo?  Sin embargo, pobre y mal apreciado, ¿hay que tenerle lástima?  No se tiene lástima de un hombre que ve todos los días ángeles y genios, que les habla, y cuya casa está llena de todo lo que tierra y cielo poseen de más hermoso y de más fuerte.  Tendremos lástima de Johnson gastando suela en una calle glacial al no encontrar un rincón en el que posar su cabeza; pero no la tenemos de Blake, pese a los infortunios que tuviese que padecer.

«Me enfadaría tener la gloria terrestre  -escribió un día-,  ya que toda gloria material adquirida por el hombre disminuye proporcionalmente su gloria espiritual.  No quiero nada.  Soy muy feliz.»

Nos ha dicho que vino al mundo como un demonio escondido en una nube.  «Like a fiend hid in a cloud.»   Fiend es una palabra sajona terrible; significa «el que odia», es el Fiend germánico, es Blake.  Odiaba y amaba furiosamente, porque odiaba profundamente.  Esta pasión acabó por consumirle.  Le conocemos mal, porque no hay trazas de que jamás saliese de su nube, y no resulta fácil comprenderle.  Sería preciso adivinarle, como él adivinaba las cosas secretas por medio de una segunda visión a falta de una revelación seráfica.

Le sorprendió la muerte cantando a todo pulmón e interrumpiéndose para decir a su mujer:  «Querida mía, esos cantos no son míos».  Y así es como el cielo llenaba su cuerpo con su presencia y le gritaba al oído los cantos que él repetía con su potente voz.

 

Julien Green / Suite Inglesa, Retratos literarios / Editorial Ariel, La isla de Próspero

ph / Julian Green

Traducción de Jesús Aguirre