
“Bartleby es la luz negra que nos ilumina, y lo es justamente porque es inalcanzable y porque todo lo que sabemos de él, o casi, es que “preferiría no” hacer lo que todos esperan de él; su evanescencia no hace más que desarrollarse a medida que su importancia crece a los ojos del lector.” Bernard Hɶpffner
“Afuera por la ventana de mi habitación no se veía otra cosa que una pared de piedra que más tarde me hizo pensar en “Bartleby, el escribiente” de Melville que tenía una vista parecida desde su ventana y solía decir : “Sé dónde estoy.” Jack Kerouac.
El narrador de Bartleby parte de una comprobación: no hay biografía posible. Todo lo que tiene es exiguo. Escribirá desde lo exiguo. Se limitará a lo que vio. Solo que escucha lo “que ve” con los ojos. Y escribiendo su no-copia, descubre el abismo de algunas pasiones. En este caso, la de Bartleby. Con ese hilo de voz que le llega desde el biombo, construirá esta historia que nos está dirigida. Es una carta a nadie o, tal vez, al que la encuentre. Nuestra lectura se hace y se deshace ahí, en esa cosa llamada Bartleby. Un hacedor de copias, un copista “exento de examinar el trabajo que hacía”. El narrador, entonces, escribirá un “vago rumor” que se repite cada vez que invita a Bartleby a revisar sus copias. Un copista que no revisa es muy perturbador. ¿Es portador de alguna seguridad? Todo Bartleby está en el recitativo del narrador sin nombre. Que tiene una ética de la escucha. Que intentará no alucinar. Pero que temblará cuando se descubra atrapado en los diversos tonos del verbo “preferir”, re-inventado por Bartleby. El descubrimiento del narrador es del orden de una poética: Bartleby trastornó la lengua, la afectó. De ahora en más, todos los tentados a desacato o a vagabundo, tienen su cita, tendrán ese “preferiría no hacerlo” o “Por el momento preferiría no ser un poco razonable”, para escapar al consenso, a la comunidad. Samuel Beckett tuvo a Oblomov para decidir si se abandonaba o no. Tenía una mujer, era más difícil, según sus palabras. Bartleby, no. Melville supo como pocos ser su propio cronista. Y un cronista del mal. De esos que saben del diablo. Y eso no es para cualquiera. En primer lugar, un cronista de sí mismo no borra los errores del pasado. No fabula relatos. No le sirve letra al poder. Además, Hermann Melville siempre fue consciente de que sus libros eran saboteados. Como también fueron saboteados los de Jack Kerouac. Hermann Melville y Jack Kerouac: escritores cuya obra llega con esa carga. Siempre bajo la vigilancia de los aduaneros de la literatura. Desvío a Gianfranco Sanguinetti, cuando dice “los aduaneros de la filosofía”. Su prólogo al libro de Giuseppe Renzi, Contra el trabajo, me ayudó a leer Bartleby. Melville era un hombre de mar. Del mar pasó a la Aduana. Ahí vio otra cara del mundo. La Aduana mira hacia el centro de la ciudad. Chequea los bolsillos del que llega. La impostura es que nadie la quiere, pero todos la cortejan. Como a la policía. De la amplificación de Moby Dick pasó al achicamiento de Bartleby. Su relato es tan exiguo como lo que se sabe de Bartleby. Los copistas aseguran la fidelidad de los documentos. O su falsificación. En el camino, pierden su épica. Si la tenían. Son el alimento del relato, del género. Pueden ayudar a que uno se haga pasar por lo que no es. Entonces todo parece muy simple. Bastaría con transcribir al copista. Copia de copia. Realismo. Y adornarlo con un relato. Más o menos lo que se hace. Lo que hacen los que se alquilan al servicio del Príncipe. Pero a Melville le tocó lidiar con otro sistema nervioso. Tuvo que enfrentar al diablo. Mostrar el negativo de lo que se vende, socialmente. El gesto ético, literario y político de Melville –lector y estudioso de Shakespeare– es que entendió, en cuanto empezó a escribir, que el relato se come el recitativo y termina fatalmente en la falsificación. Volvió a su país, pasó por la Aduana y, desde el vencido, se puso a escribir en esa democracia americana, supuestamente liberada de la aristocracia, el recitativo de los aventureros del mar. El narrador de Bartleby, que se define como un hombre fiable, sospecha que todos mienten en un punto. El mismo. Y, de alguna manera, es solidario con esa épica del “preferiría no hacerlo”. Escribe y desanda sus propias mentiras. Elige escuchar. Y descubre que Bartleby en ese “preferiría no hacerlo” abre un hueco para que alguien, uno solo, él, en este caso, pueda leer esa mentira. Toda la mentira contenida en la palabra trabajo. Las mentiras se leen de a uno. Lectura incompatible. Las mentiras del mundo llegan en forma de relato y se comen la voz propia. Bartleby y el narrador de esta aventura no quieren, cada uno a su manera, perder la voz. Un copista que perdió la épica le encarga a un abogado que escriba la aventura de su voz contenida en los matices del verbo preferir hecho frases. Es la historia achicada de dos hombres corrientes. Ordinarios. Todo el lenguaje es ordinario. Los dos están en la escena de la “democracia americana”. Y tratan de salvar la voz. Uno habla, el otro se calla, rumia ese hilo de frase, que apenas cambia, y muestra que el silencio forma parte del lenguaje. Bartleby es alguien que “decidió no escribir más”, no copiar más. Épica perdida y salvada por el narrador sin nombre. Bartleby no acompañará ningún proyecto colectivo. Solo dejará que ese sin nombre escriba lo que queda de su voz. El trabajo, el empleo de lo que sea, es un absurdo. No salva a nadie. Mostrado esto: se transforma en el inoportuno por excelencia. No se deja interpretar. No copia más. No trabaja más. No integra la caravana somnolienta. Bartleby se extravió en algún lugar. O tal vez se encontró. Queda abierto. Lo concreto es que no acompaña más. No hay causa que valga la pena. A Bartleby lo narra alguien con método, alguien que parecía un pasaporte al género. Pero resulta un narrador que se pierde en el camino. Que encuentra su épica inventando a Bartleby. No tiene leyes de género. Solo tiene la escritura. Piensa escribiendo. Melville, no hay que olvidarlo, fue considerado un loco. Vivía en una democracia irreprochable. Hoy, en un mundo mucho más “irreprochable”, con promesas de un futuro “irreprochable” perfecto, Bartleby sería condenado por vagancia o por no adherirse a alguna “vanidad revolucionaria” (Giuseppe Renzi). Bartleby es un vagabundo americano que encalló en Wall Street. No salió a la frontera. Tampoco tuvo perro. Así que le va anillo al dedo la sentencia de Néstor Sánchez: “La muerte es una ausencia ininterrumpida de perro”. Melville leyó el achicamiento de la revuelta. Y eligió la suya, única: negarse a trabajar. Solo escribir. Podría haber escrito en una pared: No trabajen nunca. Entiendo que el narrador, ese sin nombre, el único que no tiene nombre, hace un panegírico de Bartleby. En el sentido en que un verdadero “panegírico no contiene ni reprobación ni crítica.” El narrador, cronista de este episodio, y de sí mismo, en el paisaje de esa grisura, es un Tácito que nació para contar la parte oscura, el absurdo de todo trabajo, para vengar a Bartleby. De los pisotones de la Historia. Para contar esa insurrección.
Hugo Savino
[Texto publicado en el libro colectivo Derrotas y Dervas, Cruce, Madrid, 2018].
ph/ Roberto Aizenberg / Humberto Rivas, 1976, Argentina