Prólogo a La Comedia humana / Honoré de Balzac

Al dar a una obra emprendida hace casi trece años el título de La Comedia humana es necesario expresar su espíritu, contar su origen, explicar brevemente su plan, intentando hablar de estas cosas como si yo no estuviera interesado en ellas. Esto no es tan difícil como el público podría pensar. Pocas obras procuran mucho amor propio; mucho trabajo procura infinita modestia.  Esta observación  da cuenta de los exámenes que Corneille, Moliere y otros grandes autores hacían de sus obras: si es imposible igualarlos en sus bellas concepciones, querer parecerse a ellos en ese sentimiento es posible.

La primera idea de La Comedia humana se me presentó al principio como un sueño, como uno de esos proyectos imposibles que se acarician y se dejan escapar; una quimera que sonríe, que muestra su rostro de mujer y que despliega de inmediato sus alas remontándose a un cielo fantástico. Pero la quimera, como muchas quimeras, se vuelve realidad, tiene sus exigencias y su tiranía, a las cuales hay que ceder.

Esta idea surgió de una.comparación entre la Humanidad y la Animalidad.

Sería un error creer que el gran debate que, en los últimos tiempos, se produjo entre Cuvier y Geoffroi Saint-Hilaire, se fundaba en una innovación científica. La unidad de composición ocupaba ya bajo otros términos las mentes de los dos siglos precedentes. Releyendo las obras tan extraordinarias de los escritores místicos que se han ocupado de las ciencias en sus relaciones con lo infinito, tales como Swedenborg,  Saint-Martín, etc., y los escritos de los mayores genios en historia natural, tales como Leibniz, Buffon, Charles Bonnet, etc., se encuentran en las mónadas de Leibniz, en las  moléculas orgánicas de Buffon, en la fuerza vegetatriz de Needham, en las encajaduras de las partes similares de Charles Bonnet, que se atrevió a escribir en 1760: «El animal vegeta como la planta»; se encuentran, repito, los rudimentos de la bella ley del sí para sí sobre la que reposa la unidad de composición. No hay más que un animal. El creador sólo ha utilizado un único y mismo patrón para todos los seres organizados. El animal es un principio que toma su forma exterior o, para hablar con mayor exactitud, las diferencias  de  su forma, en los medios en que está llamado a desarrollarse. Las Especies Zoológicas resultan de esas diferencias. La proclamación y el sostenimiento de este sistema,  en armonía,  por otra parte, con las ideas que tenemos del poder divino, serán el honor eterno de Geoffroi Saint-Hilaire, el vencedor de Cuvier en este punto de la alta ciencia, cuyo triunfo ha sido celebrado por el último artículo que escribió el gran Goethe.

Compenetrado con este sistema mucho antes de los debates a que ha dado lugar, vi que, desde esta perspectiva, la Sociedad se parecía a la Naturaleza. ¿Acaso la Sociedad no hace del hombre, según los medios en que su acción se despliega, tantos hombres diferentes como variedades existen en zoología? Las diferencias entre un soldado, un obrero, un administrador, un abogado, un ocioso, un sabio, un hombre de estado, un comerciante, un marino, un poeta, un pobre, un sacerdote, son, aunque más difíciles de abarcar, tan considerables como las que distinguen al lobo, al león, al asno, al cuervo, al tiburón, a la foca, a la oveja, etc. Han existido y existirán siempre, por tanto, Especies Sociales, del mismo modo en que hay Especies Zoológicas. Si Buffon ha hecho un trabajo magnífico tratando de representar en un libro el conjunto de la zoología, ¿no  debía hacerse una obra de ese tipo para la Sociedad? Pero la Naturaleza ha fijado, para las variedades animales, límites dentro de los cuales la Sociedad no debía  mantenerse. Cuando Buffon describía al león, concluía con la leona en pocas frases,  mientras  que en la Sociedad la mujer no siempre resulta ser la hembra del macho. Puede haber dos seres perfectamente desiguales en una pareja. La mujer de un comerciante a veces es digna de un príncipe, y con frecuencia la de un príncipe vale menos que la de un artista. El Estado Social tiene albures que no se permite la Naturaleza, pues es la Naturaleza más la Sociedad. La descripción de las Especies Sociales era, entonces, por lo menos doble respecto de la de las Especies Animales, con sólo tener en cuenta los dos sexos. Por último, entre los animales, hay pocos dramas, la confusión no interviene entre  ellos; corren unos tras otros, eso es todo. Los hombres también corren unos tras otros, pero su mayor o menor inteligencia vuelve el combate más complicado. Aunque algunos  sabios no admitan todavía que la Animalidad se transborda en la Humanidad por una inmensa corriente de vida, no por eso el almacenero deja de convertirse en par de Francia, ni el noble deja a veces de descender al último grado social. Además, Buffon  ha encontrado que la vida de los animales es excesivamente simple. El animal tiene poco mobiliario, no tiene artes ni ciencias, mientras que el hombre, por una ley que habría que investigar, tiende a representar sus costumbres, su pensamiento y su vida en todo lo que adecúa a sus necesidades. Aunque Leuwnhoec, Swammerdam, Spallanzani, Réaumur, Charles Bonnet, Muller, Haller y otros pacientes zoógrafos hayan demostrado cuán interesantes eran las costumbres de los animales, los hábitos de cada animal son, al menos para nosotros, constantemente parecidos a lo largo del tiempo; mientras que los hábitos, la ropa, las palabras, las viviendas de un príncipe, de un banquero, de un artista, de un burgués, de un sacerdote y de un pobre son completamente distintas y cambian según el curso de la civilización.

De este modo, la obra por hacer debía tener una forma triple: los hombres, las mujeres y las cosas; es decir, las personas y la representación material que dan de su pensamiento; por último, el hombre y la vida, puesto que la vida es nuestra vestimenta.

Al leer las secas y desagradables nomenclaturas de los hechos llamadas historias, quién no se ha dado cuenta de que los escritores olvidaron, en todas las épocas,  en Egipto, en Persia, en Grecia, en Roma, darnos la historia de las costumbres. El fragmento de Petronio sobre la vida privada de los romanos más que satisfacer, irrita nuestra curiosidad. Después de haber señalado esta inmensa laguna en el campo de la historia, el abate Barthélemy dedicó su vida a escribir las costumbres griegas en Anacarsis.

Pero, ¿cómo volver interesante el drama de tres o cuatro mil personajes que presenta una Sociedad? ¿Cómo agradar a la vez al poeta, al filósofo y a las masas que quieren poesía y filosofía con imágenes emocionantes? Si concebía la importancia y la poesía de esta historia del corazón humano, no veía ningún medio de ejecución; porque, hasta nuestra época, los más célebres narradores habían agotado su talento en crear uno o dos personajes típicos, en pintar una faceta de la vida. Fue con esta idea que leí las obras de Walter Scott. Walter Scott, ese inventor (trovador)* moderno, imprimía entonces un sesgo gigantesco a una forma de composición injustamente llamada secundaria. ¿No es por cierto más difícil competir en el Estado Civil con Dafne y Cloe, Roland, Amadís, Panurgio, Don Quijote, Manon Lescaut, Clarisse, Lovelace, Robinson Crusoe, Gil Blas, Ossian, Julie d’Étanges, mi tío Tobie, Werther, René, Corinne, Adolphe, Paul y Virginie, Jeanie Dean, Claverhouse, Ivanhoe, Manfred, Mignon, que poner en orden casi los mismos hechos en todas las naciones, ir en busca del espíritu de leyes caídas en desuso, redactar teorías que confunden a los pueblos, o como ciertos metafísicos, explicar lo que es? En principio, casi todos estos personajes, cuya existencia resulta más larga, más auténtica que la de las generaciones en medio de las cuales se los hace nacer, no viven sino bajo la condición de ser una gran imagen  del presente.  Concebidos en las entrañas de su siglo, el corazón humano se agita bajo su envoltorio, en el cual se oculta a menudo toda una filosofía. Walter Scott elevaba, pues, la novela al valor filosófico de la historia; esa literatura que, de siglo a siglo, incrusta inmortales diamantes  en la  corona  poética de los países donde se cultivan  las letras.  Ponía en ella el  espíritu  de los tiempos antiguos, reunía a la vez el drama, el diálogo, el retrato, el paisaje y la descripción; hacía entrar lo maravilloso y lo verdadero, esos elementos de la epopeya; volvía cercana la poesía por la familiaridad de los lenguajes más humildes. Pero habiendo más bien que inventado un sistema, encontrado su forma en la fogosidad del trabajo o por la lógica de este mismo trabajo, no había pensado en unir sus composiciones una con otra, de modo de coordinar una historia completa, de la cual cada capítulo habría sido una novela y cada novela una época.  Al  notar este defecto  de  unión que, por   otra  parte,  no  hace  al escocés  menos grande, vi a la vez el sistema favorable para la ejecución de mi obra y la posibilidad de ejecutarla. Aunque, por así decir, deslumbrado por la fecundidad sorprendente de Walter Scott, siempre parecido a sí mismo y siempre original, no desesperé, ya que encontré la razón de ese talento en la infinita variedad de la naturaleza humana. El albur es el novelista más grande del mundo: para ser fecundo, sólo hay que estudiarlo. La Sociedad francesa sería el historiador, yo no debía ser más que su secretario. Al establecer el inventario de los vicios y de las virtudes, al reunir los principales hechos de las pasiones, al pintar los caracteres, al elegir los acontecimientos principales de la Sociedad, al componer tipos por medio de la reunión de rasgos de varios caracteres homogéneos, tal vez podría llegar a escribir la historia olvidada por los historiadores, la de las costumbres. Con mucha paciencia y valor, habría de realizar, sobre Francia, en el siglo diecinueve,  ese libro que tanto nos hace falta, y que Roma, Atenas, Tiro, Memphis, Persia, India, lamentablemente no nos han dejado sobre sus civilizaciones, y que a instancias del abate Barthélemy, el valeroso y paciente Monteil había intentado escribir sobre la Edad. Media, pero bajo una forma poco atractiva.

Este trabajo aún no era nada. Ateniéndose a esa reproducción rigurosa, un escritor podía convertirse en un pintor de los tipos humanos más o menos fiel, más o menos feliz, paciente o valeroso; el narrador de los dramas de la vida íntima, el arqueólogo del mobiliario social, el nomenclador de las profesiones, el registrador del bien y del mal; pero, para merecer los elogios a los que debe ambicionar todo artista, ¿no debía acaso estudiar las razones o la razón de esos efectos sociales, sorprender el sentido  oculto en ese inmenso conjunto de figuras, pasiones y acontecimientos? Por último, después de haber buscado, no digo encontrado, esa razón, ese motor social, ¿no tenía que meditar sobre los principios naturales y ver en qué las Sociedades se apartan o se acercan a la regla eterna de lo verdadero, de lo bello? A pesar de la amplitud de las premisas, que podían por sí mismas consistir en una obra, el trabajo, para estar completo, requería una conclusión.

La ley del escritor, lo que lo convierte en tal, aquello que, no temo decirlo, lo vuelve igual y tal vez superior al hombre de estado, es una decisión, cualquiera que sea, sobre las cosas humanas, una entrega absoluta a los principios. Maquiavelo, Hobbes, Bossuet, Leibniz, Kant, Montesquieu, son la ciencia que los hombres de estado aplican. San Pedro y San Pablo fueron sistemas ejecutados por los papas. «Un escritor debe tener en moral y en política opiniones formadas, debe considerarse como un preceptor de los hombres; pues los hombres no necesitan maestros para dudar», dijo Bonald. Ya desde temprano he tomado por regla estas grandes palabras, que constituyen la ley del escritor monárquico tanto como del escritor democrático. De modo que, cuando quieran hacerme objeciones, será porque habrán interpretado mal alguna ironía, o bien volverán contra mí el discurso de alguno de mis personajes, maniobra particular de los calumniadores. En cuanto al sentido íntimo, al alma de esta obra, he aquí los principios que le sirven de  base.

El hombre no es bueno ni malo, nace con instintos y aptitudes; la Sociedad, lejos de depravarlo, como ha pretendido Rousseau, lo perfecciona, lo mejora, pero el interés desarrolla entonces en grado enorme sus malas inclinaciones. El cristianismo,  y sobre todo el catolicismo, es el mayor elemento de Orden Social, puesto que es, como lo he dicho en El médico rural, el sistema completo de represión de las tendencias depravadas del hombre.

Leyendo atentamente el cuadro de la Sociedad moldeada, por así decir, a partir de lo natural, con todo lo bueno y todo lo malo que tiene, se deriva la enseñanza siguiente: si el pensamiento, o la pasión, que comprende el pensamiento y el sentimiento, es el elemento social, también es el elemento destructor. En esto la vida social se parece a la vida humana. Sólo se da longevidad a los pueblos moderando su acción vital. La enseñanza, o mejor, la educación de las Corporaciones Religiosas es entonces el gran principio de existencia para los pueblos, el único medio de disminuir la cantidad de mal y de aumentar la cantidad de bien en toda la Sociedad. El pensamiento, principio de las cosas malas y buenas, no puede ser preparado, domado, dirigido sino por la religión. La única religión posible es el cristianismo (ver la carta escrita desde París,  en  Louis Lamber, donde el joven filósofo místico explica, a propósito de la doctrina de Swedenborg, cómo sólo hubo una religión desde el origen del mundo). El Cristianismo creó a los pueblos modernos y los conservará. De ahí sin duda la necesidad del principio monárquico. El Catolicismo y la Realeza son dos principios gemelos. En cuanto a los límites  en que  estos  dos  principios  deben  ser  contenidos  por las Instituciones  con el objetivo de no dejarlos desarrollarse absolutamente, pues todo absoluto  es  malo,  cada uno comprenderá que un prólogo tan sucinto como debe serlo éste, no podría convertirse en un tratado político. Por eso, no debo entrar en las disensiones religiosas ni en las disensiones políticas del momento. Escribo a la luz de dos Verdades eternas: la Religión, la Monarquía, dos necesidades que los acontecimientos contemporáneos  proclaman  y hacia las que todo escritor de sentido común debe tratar de conducir a nuestro país.  Sin ser enemigo de la Elección, principio excelente para constituir la ley, rechazo la Elección entendida  como único medio  social, y sobre  todo  tan   mal  organizada  como lo está hoy, porque no representa las ideas de las imponentes minorías en cuyo interés debe pensar un gobierno monárquico. La Elección aplicada a todo nos da el gobierno de las masas, el único que no es en absoluto responsable, y donde la tiranía no tiene límites, puesto que se llama ley. Por esto, considero a la Familia y no al Individuo como el verdadero elemento social. Bajo este aspecto, a riesgo de ser visto como un espíritu retrógado, me coloco al lado de Bossuet y de Bonald, en lugar de estar con los innovadores modernos. Como la Elección se ha convertido en el único medio social, si tuviera que recurrir a ella por mí mismo, no habría que inferir la menor contradicción entre mis actos y mi pensamiento. Un ingeniero anuncia que tal puente está a punto de derrumbarse, que es un peligro para todos atravesarlo, y él mismo pasa cuando el puente es el único camino para llegar a la ciudad. Napoleón había adaptado maravillosamente la Elección al genio de nuestro país. De este modo, los diputados menos importantes de su Cuerpo Legislativo han sido los oradores más célebres de las Cámaras durante la Restauración. Ninguna Cámara valió tanto como el Cuerpo Legislativo, al comparar hombre por hombre. El sistema electoral del Imperio, con las modificaciones necesarias por la diferencia de las épocas, es sin lugar a dudas el mejor. Ciertas personas podrán encontrar algo soberbio y ventajoso en esta declaración. Se querrá disputar al novelista su intención de convertirse en historiador; se le preguntará la razón de su política. Obedezco aquí a una obligación: esa es la respuesta. La obra que he emprendido tendrá la extensión de una historia; debía dar sus principios, su moral y su razón, hasta ahora oculta.

Al verme necesariamente forzado a suprimir los prólogos publicados porque responden a críticas en esencia pasajeras, soló quisiera conservar de ellos esta observación: Los escritores que tienen una meta, aun cuando ésta sea volver a los principios del pasado, precisamente porque son eternos, deben ante todo desbrozar el terreno. Ahora bien, cualquiera que aporte su piedra al dominio de las ideas, cualquiera que descubra un abuso, cualquiera que señale lo malo con una marca para apartarse de él, siempre queda como un inmoral. El reproche de inmoralidad del que nunca se vio libre el escritor valeroso es, por otra parte, el último que se le hace, cuando ya no hay nada que decir a un poeta. Si uno es verdadero en sus pinturas, si a fuerza de trabajar día y noche se consigue escribir la lengua más difícil del mundo, entonces le echan en cara a uno la palabra inmoral. Sócrates fue inmoral; Jesucristo fue inmoral; ambos fueron perseguidos en nombre de las sociedades que derrumbaban o que reformaban. Cuando se quiere matar a alguien se lo tacha de inmoral. Esa maniobra, familiar a los partidos, es la vergüenza de todos los que la emplean. Lutero y Calvino sabían bien lo que hacían al utilizar los intereses materiales heridos como un escudo. De ese modo vivieron toda su vida.

Al copiar toda la sociedad, abarcándola en la inmensidad de sus agitaciones, sucede lo que debía suceder: que ciertas composiciones ofrecían más mal que bien, que tal parte del fresco representaba un grupo culpable, y que la crítica gritaba contra la inmoralidad, sin hacer observar la moralidad de cualquier otra parte destinada a formar un perfecto contraste. Como la crítica ignoraba el plan general, yo la perdonaba con mayor razón aún porque no se puede impedir el ejercicio de la crítica, como no se puede impedir el ejercicio de la vista, del lenguaje y del juicio. Además, la época de la imparcialidad no ha llegado todavía para mí. Por otra parte, el autor que no sepa decidirse a afrontar el fuego de la crítica, no debe ponerse a escribir, como no debe ponerse en camino un viajero que cuente con un cielo siempre sereno. Sobre este punto, sólo me queda hacer observar que los moralistas más conscientes dudan, notoriamente, de que la sociedad pueda ofrecer tantas buenas acciones como malas; y en el cuadro que yo hago de ella, hay más personajes virtuosos que reprensibles. Las acciones censurables, las faltas, los crímenes, desde los más ligeros hasta los más  graves,  encuentran siempre su castigo humano o divino, público o secreto. Yo he trabajado mejor que el historiador, soy más libre. Cromwell no tuvo en la tierra más castigo que el que le infligía  el pensador. Acerca de esto hubo discusiones de escuela a escuela. El mismo Bossuet aduló a ese gran regicida. Guillaume d’Orange, el usurpador, Hugues Capet, ese otro usurpador, murieron llenos de vida sin haber sentido más desconfianza ni temores que Henri IV o que Charles I. La vida de Catherine II y la de Louis XVI, bien consideradas, fallarían contra toda especie de moral si las juzgamos desde el punto de vista que rige la de los particulares, pues para los Reyes y los Hombres de Estado hay, como ha dicho Napoleón, una moral grande y otra pequeña. Las Escenas de la vida política están basadas en esta gran reflexión. La historia no tiene por ley, como la novela, tender hacia la belleza ideal. La historia es o debería ser lo que fue, mientras que la novela debe  ser el mundo mejor, ha dicho Mme Necker, uno de los espíritus más distinguidos del siglo pasado. Pero la novela no sería nada si en medio de esta augusta mentira no fuese verdadera en los detalles. Obligado a estar de acuerdo con las ideas de un país esencialmente hipócrita, Walter Scott ha sido falso con la humanidad al retratar a la mujer, pues sus modelos eran cismáticos. La mujer protestante no tiene ideal. Puede ser casta, pura, virtuosa; pero su amor sin expansión siempre será sereno y mesurado como un deber cumplido. Parecería que la Virgen María hubiese enfriado el corazón de los sofistas, que la desterraron del cielo con sus tesoros de misericordia. En el protestantismo, no hay nada posible para la mujer después de la caída, mientras que en la Iglesia católica la esperanza del perdón la hace sublime. De ahí resulta que para el escritor protestante no hay más que una mujer, mientras que el escritor católico encuentra una mujer nueva en cada nueva situación. Si Walter Scott hubiera sido católico, si se hubiese impuesto por tarea la descripción verdadera de las diferentes Sociedades que se han sucedido en Escocia, tal vez el pintor  de Effie y de Alice (las dos figuras que, en sus últimos días, se reprochó haber diseñado) habría admitido las pasiones con sus faltas, con sus castigos y con las virtudes que el arrepentimiento les indica. La pasión es toda la humanidad. Sin ella, la religión, la historia, la novela, el arte, serían inútiles.

Viéndome amontonar tantos hechos y retratarlos como son, con la pasión por elemento, algunas personas han imaginado, erróneamente, que pertenecía a la escuela sensualista y materialista, dos aspectos de  un  mismo  hecho:  el  panteísmo.  Pero  tal  vez con ello han podido o debido engañarse. No comparto en absoluto la  creencia  en  un progreso indefinido, en cuanto a las Sociedades; creo en el progreso del hombre sobre sí mismo. Los que quieran ver en mi obra  la  intención  de  considerar  al  hombre  como criatura finita, se engañan de modo extraño. Séraphita, la doctrina en acción del Buda cristiano, me parece una respuesta suficiente  a  esa  acusación  demasiado  ligera  y anticipada.

En ciertos fragmentos de esta larga obra he intentado popularizar los hechos admirables, los prodigios de la electricidad que se metamorfosea en el hombre en potencia incalculable; pero ¿cómo los fenómenos cerebrales y nerviosos que demuestran la existencia de un nuevo mundo moral alteran las relaciones ciertas y necesarias entre  los mundos y Dios? ¿Cómo podrían con ello quebrantarse los dogmas católicos? Si por medio de hechos irrefutables, el pensamiento se clasifica algún día entre los fluidos que sólo se revelan por sus efectos, y cuya sustancia escapa a nuestros sentidos, aún aumentados por tantos medios mecánicos, sucederá con esto como con la esfericidad de la tierra observada por Cristóbal Colón, como con su rotación, demostrada por Galileo. Nuestro porvenir será el mismo. El magnetismo animal, con cuyos milagros me he familiarizado desde 1820; las hermosas investigaciones de Gall, continuador de Lavater, todos los que desde hace cincuenta años han trabajado el pensamiento, como los ópticos han trabajado la luz, dos cosas casi semejantes, han afirmado lo mismo para los místicos, esos discípulos del apóstol San Juan, como para todos los grandes pensadores que han establecido el mundo espiritual: que existe esa esfera en que se revelan las relaciones entre el hombre y Dios.

Comprendiendo bien el sentido de esta composición, se reconocerá que concedo a los hechos constantes, cotidianos, secretos o evidentes, a los actos de la vida individual, a sus causas y a sus principios tanta importancia como hasta ahora han concedido los historiadores a los acontecimientos de la vida pública de las naciones. La batalla desconocida que se libra en un valle del lndra entre Mme. de Mortsauf y la pasión, es acaso tan grande como la más ilustre de las batallas conocidas (El lirio del valle). En una se pone en juego la gloria de un conquistador, en la otra se trata del cielo. Los infortunios de los Birotteau, el cura y el perfumista, son para mí los de la humanidad. En la Fosseuse (El médico rural) y en Mme. Graslin (El cura de aldea) se encierra casi toda  la  mujer. Así sufrimos diariamente. Yo he tenido que hacer cien veces lo que Richardson no ha hecho más que una sola. Lovelace tiene mil formas, pues la corrupción social toma los colores de todos los medios en que se desenvuelve. Por el contrario, Clarisse, esa bella imagen de la virtud apasionada, tiene líneas de una pureza desesperante. Para crear muchas vírgenes hay que ser Rafael. En este sentido, la literatura está, quizás, por debajo de la pintura. Séame permitido, pues, hacer notar cuántas figuras irreprochables (en cuanto a virtud) se encuentran en las partes publicadas de esta obra: Petrille Larrain, Ursule Mirouet, Constance Birotteau, la Fosseuse, Eugénie Grandet, Marguerite Claes, Pauline de Villenoix, madame Jules, madame de La Chanterie, Eve Chardon, mademoiselle d’Esgrinon, madame Finniani, Agathe Rouget, Renée de Maucombe; por último, muchas figuras secundarias, que aunque de menos relieve, no dejan de ofrecer al lector la práctica de virtudes domésticas. Joseph Lebas, Genestas, Benassis, el cura Bonnet, el médico Minoret, Pillerault, David Séchard, los dos Birotteau, el  cura Chaperon, el juez Popinot, Bourgeat, los Sauviat, los Tascheron, y muchos otros, no resuelven, sin embargo, el difícil  problema  literario que consiste en hacer interesante  a un personaje virtuoso.

No resulta tarea pequeña retratar las dos o tres mil figuras sobresalientes de una época, pues tal es, en definitiva., la cantidad de tipos que cada generación presenta y que la Comedia Humana comprenderá. Este número de  figuras, de caracteres, esta multitud de existencias, exigían cuadros y, perdóneseme la expresión, hasta galerías. De ahí las divisiones tan naturales, ya conocidas, de mi obra en Escenas de la vida privada, en provincia, parisina, política, militar y rural. En esos seis libros están clasificados todos los Estudios de costumbres que forman la historia general de la sociedad, la colección de todos sus hechos y gestas, como dirían nuestros antepasados. Esos seis libros responden, por otra parte, a ideas generales. Cada uno de ellos tiene su sentido, su significado, y formula una época de la vida humana. Repetiré aquí, aunque sucintamente, lo que escribió, después de meditar mi proyecto, Félix Davín, aquel juvenil talento arrebatado a las letras por una muerte prematura. Las Escenas de la vida privada representan la infancia, la adolescencia y sus faltas, como las Escenas de la vida en provincias representan la edad de las pasiones, de los cálculos, de los intereses y de la ambición. Después, las Escenas de la vida parisina ofrecen el cuadro de los gustos, de los vicios y de todos los desenfrenos que excitan las costumbres propias de las capitales, donde se encuentran a la vez el extremo bien y el extremo mal. Cada una de estas tres partes tiene su color local. París y las provincias, esa antítesis social, han suministrado sus inmensos recursos. No sólo los hombres, sino también los principales acontecimientos de la vida están formulados por tipos. Hay situaciones que se presentan en todas las existencias, sus fases típicas, y ésta es una de las exactitudes que he procurado  alcanzar.  He tratado de dar una idea de las diferentes regiones de nuestro hermoso país. Mi obra tiene su geografía como su genealogía y sus familias, sus lugares y sus cosas, sus personas y sus hechos; del mismo modo que tiene sus blasones, sus nobles y sus burgueses,  sus artesanos y sus campesinos, sus políticos, sus dandys y su ejército; en fin, ¡todo un mundo!

Después de haber retratado en estos tres libros la vida social, faltaba presentar las existencias excepcionales que resumen los intereses de muchos o de todos; y que en cierto modo se encuentran fuera de la ley común: de ahí las Escenas de la vida política. Una vez terminada esta vasta pintura de la sociedad, ¿no era necesario mostrarla en su estado más violento, saliéndose de ella, ya para defenderse, ya para conquistar? De esta consideración nacieron las Escenas de la vida militar, la parte todavía menos completa  de mi obra, pero cuyo puesto quedará reservado en esta edición, a fin de incluirla en ella cuando la haya terminado. Por último, las Escenas de la vida rural son en cierto modo la noche de tan largo día, si se me permite llamar así al drama social. En este libro se encuentran los caracteres más puros y la aplicación de los grandes principios de orden, de política y de moralidad.

Tal es la base, llena de figuras, llena de comedias y de tragedias, sobre la cual se elevan los Estudios filosóficos, segunda parte de la obra, en la que se encuentra demostrado el medio social de todos los efectos, donde se pintan los estragos del pensamiento, sentimiento por sentimiento; y cuya primera obra, La piel de Zapa, une en cierto modo los Estudios de costumbres a los Estudios filosóficos, por medio del anillo de una fantasía casi oriental, en que la Vida misma aparece pintada en lucha con el deseo, principio de toda pasión.

Además se encontrarán los Estudios analíticos, de los cuales no diré nada, pues sólo se ha publicado uno, La fisiología del matrimonio.

De aquí a algún tiempo, debo publicar otras dos obras de este género. Primero, La patología de la vida social; después, La anatomía de los cuerpos instructores y La monografía de la virtud.

Viendo  todo lo que me queda por hacer, tal vez se me diga lo que mis editores ya me han dicho: «¡Que Dios le ofrezca  una larga  vida!». Lo único  que deseo es  no verme atormentado por los hombres y por las cosas como lo estoy desde que comencé este tremendo trabajo. Tengo el beneficio, por lo que agradezco a Dios, de que los talentos más grandes de esta época, las personalidades más bellas, los amigos sinceros, tan  grandes unos en la vida privada como otros en la vida pública, me estrecharon la mano, diciéndome: »¡Valor!». ¿Por qué no confesar que estas amistades y que testimonios ofrecidos aquí y allí por desconocidos, me sostuvieron en mi carrera, contra mí mismo y contra ataques injustos, contra la calumnia que tan a menudo me ha perseguido, contra el desaliento y contra esa esperanza tan fervorosa cuyas palabras son tomadas por las de un amor propio excesivo? Había tomado la decisión de oponer a los ataques y a las injurias una impasibilidad estoica; pero en dos ocasiones, las calumnias cobardes obtuvieron su réplica necesaria. Si los partidarios del perdón de las injurias lamentan que yo haya mostrado mi saber en los hechos de esgrima literaria, muchos cristianos piensan que vivimos en una época en la que es bueno demostrar que el silencio posee generosidad.

A propósito de esto, debo aclarar que sólo reconozco como mías aquellas obras que llevan mi nombre. Además de La Comedia humana sólo he escrito los Cien cuentos droláticos, dos obras de teatro y artículos aislados que, por otra parte, están firmados. Utilizo aquí un derecho irrefutable. Esta observación, aunque afecte a las obras en que he colaborado, es imprescindible, no tanto para satisfacer el amor propio como  para atenerme a la verdad. Si continuasen atribuyéndome libros que, literariamente hablando, no reconozco como míos, pero cuya propiedad me fue confiada, los dejaré hablar por la misma razón por la que dejo el terreno libre a las calumnias.

La inmensidad de un plan que abarca a la vez la historia y la critica de  la Sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus principios, creo que me autoriza a dar a mi obra el título bajo el cual se presenta hoy: La Comedia humana. ¿Es ambicioso?

¿Acaso no es justo? Eso es algo que, una vez terminada la obra, el público decidirá.

 

Balzac / París, julio de 1842

 

 

*N de los T: En el original: ce trouveur (trouvere).

 

Traducido por Emilio Bernini y Valeria Castelló Joubert para la cátedra de Literatura del Siglo XIX. El texto original fue tomado de La Comédie humaine, edición revisada y anotada por Marcel Bouteron y Henri Longnon, París: Louis Conard, 1912.