En Moulmein, en la Baja Birmania, fui objeto de odio por parte de un gran número de personas. Ha sido la única vez en toda mi vida en que he sido tan importante como para que me sucediera una cosa así. Yo era el oficial de policía de la subdivisión responsable de la localidad, donde, aunque de un modo difuso y mezquino, eran entonces muy agrios los sentimientos contrarios a los europeos. Nadie tenía agallas suficientes para rebelarse abiertamente, pero si una mujer europea iba sola a pasear por los bazares, lo más probable era que alguien le lanzara un escupitajo de jugo de betel ensuciándole el vestido. Como oficial de policía, yo era un blanco evidente de ese odio y, siempre que no hubiera riesgo para el provocador, víctima de un constante hostigamiento. Cuando un ágil birmano me zancadilleó en el campo de fútbol y el árbitro (otro birmano) miró hacia otro lado, el gentío que presenciaba el partido prorrumpió en repugnantes carcajadas. Esto me sucedió en más de una ocasión. Al final, las caras burlonas y aceitunadas de los jóvenes que me salían al paso en cualquier parte, los insultos con que me increpaban cuando estaban a una distancia segura, terminaron por atacarme los nervios muy seriamente. Los jóvenes monjes budistas eran de largo los peores. Eran varios miles los que había en la ciudad y ninguno parecía tener otra cosa que hacer, aparte de plantarse en las esquinas a mofarse de los europeos.
Todo esto era para mí motivo tanto de perplejidad como de irritación. Por aquel entonces, yo había llegado ya a la conclusión de que el imperialismo era una mala cosa y de que, cuanto antes renunciara a mi empleo y me largara de allí, tanto mejor. Teóricamente —y en secreto, claro está—, estaba a favor de los birmanos y en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con más amargura que la que posiblemente sabré expresar con claridad. En un empleo como ese, uno ve muy de cerca el trabajo sucio del imperio. Los desdichados prisioneros que se hacinaban en las apestosas jaulas de las cárceles, las caras grises y acobardadas de los presos con largas condenas, las nalgas destrozadas de quienes habían sido azotados con cañas de bambú, todo ello me causaba una opresión redoblada por un intolerable sentimiento de culpa. Pero no era capaz de poner nada en su justa perspectiva. Yo era joven, carecía de una educación apropiada y había tenido que resolver mis problemas en el completo silencio que se impone sobre cada inglés en Oriente. Por no saber, ni siquiera sabía que el Imperio británico se está muriendo, y menos aún que es bastante mejor que los jóvenes imperios que vienen a suplantarlo. Todo cuanto alcanzaba a saber con claridad era que estaba atrapado entre mi odio contra el imperio a cuyo servicio trabajaba y mi ira contra el espíritu malvado de las bestezuelas que trataban de hacerme la vida imposible. Por una parte, consideraba que el Raj británico era una tiranía de la que era imposible huir, algo cerrado a cal y canto, in saecula saeculorum, impuesto sobre la voluntad de los pueblos postrados; por otra, pensaba que la mayor alegría del mundo sería seguramente clavarle una bayoneta en las entrañas a un monje budista. Ese tipo de sentimientos son una consecuencia normal del imperialismo; pregúnteselo el lector a cualquier funcionario anglo-indio, si logra encontrarlo cuando no esté de servicio.
Un día sucedió algo que, de un modo indirecto, fue esclarecedor. En sí mismo fue un incidente mínimo, pero me permitió atisbar con más claridad que nunca la verdadera naturaleza del imperialismo, los motivos reales por los cuales los gobiernos despóticos actúan como lo hacen. A primera hora de la mañana, el subinspector de la comisaría de policía de la otra punta de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que un elefante había escapado y estaba causando graves estropicios en el bazar. ¿Tendría yo la amabilidad de acercarme y ver si se podía hacer algo? Yo no sabía qué podía hacer, pero me entraron ganas de ver lo que estaba ocurriendo, de modo que tomé un caballejo y me encaminé hacia allí. Me fui con mi fusil, un viejo Winchester del calibre 44, demasiado poca cosa para matar a un elefante, aunque sí pensé que el ruido de los disparos podría ser útil in terrorem. Varios birmanos me pararon por el camino y me hablaron de las fechorías del elefante. No era, obviamente, uno salvaje, sino domesticado, que se había vuelto majareta. Había sido encadenado, como sucede con los elefantes domesticados cuando se espera que les sobrevenga el consabido ataque de locura más o menos pasajera que por aquellas tierras llaman «must», pero la noche anterior había roto la cadena y se había escapado. Su mahout, la única persona capaz de lidiar con él cuando se hallaba en tal estado, había emprendido su persecución, pero siguió una dirección errónea y se encontraba a doce horas de camino. Por la mañana, el elefante había irrumpido en la localidad. Los birmanos de la población no disponían de armas, estaban desamparados ante el animal. Ya había destruido una choza de bambú, acabado con una vaca y saqueado algunos puestos de fruta, devorando cuanto había encontrado a su paso; también había tropezado con la camioneta municipal de recogida de basuras, y cuando el conductor saltó y puso pies en polvorosa, dio un vuelco a la furgoneta y prácticamente la destrozó.
El subinspector birmano y algunos policías indios me estaban esperando por el barrio donde se había visto al elefante. Era un barrio muy pobre, un laberinto de sórdidas chozas de bambú, con techumbre de hojas de palma, que se enroscaba por las empinadas cuestas de una ladera. Recuerdo que aquella mañana el calor era sofocante, al comienzo de la estación de las lluvias. Comenzamos a preguntarles a los transeúntes por dónde se había ido el elefante, lo cual, como de costumbre, no sirvió para obtener ninguna información concreta. Así sucede siempre en Oriente; un relato parece bastante claro a cierta distancia, pero cuando uno se acerca a la escena de los acontecimientos se va tornando más impreciso. Algunos dijeron que el elefante había ido hacia allá, otros indicaron la dirección contraria, y hubo aun otros que afirmaron no haber siquiera oído nada de ningún elefante. Casi había llegado a la conclusión de que todo era una simple sarta de mentiras cuando oímos chillidos a escasa distancia. Se oyó un grito a voz en cuello, un grito escandalizado: «¡Márchate, niño! ¡Largo de aquí ahora mismo!». Una anciana con un palo en la mano apareció a la vuelta de una choza, espantando con violencia a un enjambre de niños desnudos. La siguieron algunas mujeres más, que chasqueaban la lengua y exclamaban todas a la vez; era evidente que los niños habían visto algo que no deberían haber visto. Rodeé la choza y vi el cadáver de un hombre tendido en el barro. Era un indio, un culi negro, dravídico, casi desnudo. No podía llevar muerto muchos minutos. La gente decía que el elefante se había abalanzado sobre él a la vuelta de la choza, lo había sujetado con la trompa, le había puesto una pata encima de la espalda y lo había incrustado en la tierra. Estábamos, como digo, en la estación de las lluvias, por lo que el terreno estaba reblandecido. La cara del hombre había abierto un surco de dos palmos de profundidad y un metro de largo. Estaba tendido boca abajo con los brazos en cruz y la cabeza retorcida hacia un lado. Tenía la cara recubierta de barro, los ojos como platos, los dientes al aire y una expresión de insufrible agonía. (Que nunca me venga nadie, por cierto, con eso de que los muertos parecen estar en paz. La mayoría de los cadáveres que he visto parecían diabólicos). La fricción de la pata del enorme animal le había despellejado la espalda igual que se desuella a un conejo. Nada más ver al muerto, mandé un ordenanza a casa de un amigo, a pedirle prestado un rifle para elefantes. Ya había devuelto el caballejo, pues no tenía ganas de que le entrase un susto de muerte y diera conmigo por tierra si olfateaba al elefante.
Al cabo de unos minutos regresó el ordenanza, con el rifle y cinco cartuchos. Entretanto, llegaron algunos birmanos y nos dijeron que el elefante estaba en unos arrozales, a pocos centenares de metros de allí. Al emprender yo la marcha, prácticamente toda la población del barrio salió de sus casas y me siguió. Habían visto el rifle y todos gritaban excitados que iba a matar al elefante. No habían mostrado demasiado interés por el elefante mientras se dedicó a destrozar sus hogares, pero la cosa cambió en cuanto se supo que iba a ser sacrificado. Aquello era un entretenimiento evidente para todos ellos, como lo habría sido para una muchedumbre de ingleses, pero es que, además, querían la carne del animal. Eso me producía una vaga inquietud. Yo no tenía la intención de disparar contra el elefante; tan sólo había pedido que se me trajera el rifle para defenderme en caso de que fuera necesario, y resulta siempre desconcertante que a uno le siga una multitud. Bajé por la colina con toda la pinta y toda la sensación de ser un idiota, con el rifle al hombro y un creciente ejército de personas pegadas a mis talones. Abajo del todo, al alejarnos de las chozas, arrancaba un camino de gravilla, y más allá se extendía una planicie envuelta por la bruma de los espejismos, los arrozales, tal vez de cerca de un kilómetro de anchura, todavía sin arar, aunque ya encharcados por las primeras lluvias, y salpicados de hierbas bastas. El elefante se encontraba de pie a menos de diez metros del camino, dándonos el flanco izquierdo. No reparó en absoluto en la llegada del gentío. Arrancaba manojos de hierbas, que golpeaba contra las rodillas para limpiarlos antes de llevárselos a la boca.
Me había detenido en el camino. Tan pronto como vi al elefante, supe con total certeza que no debía dispararle. Es un asunto grave abrir fuego contra un elefante que aún puede servir de bestia de carga; es algo equiparable a destruir una máquina enorme y costosa. Era evidente que había que evitarlo a toda costa mientras fuera posible. A esa distancia, paciendo en paz, el elefante no parecía más peligroso que una vaca. Pensé entonces, y sigo pensándolo ahora, que el ataque de locura debía de estar ya remitiendo, en cuyo caso se limitaría a errar inofensivo hasta que llegara el mahout y se lo llevara. Por si fuera poco, de ninguna manera deseaba disparar al animal y matarlo. Decidí observarlo un rato para asegurarme de que no se volvería de nuevo agresivo, y después me iría a casa.
Pero en ese instante me volví a mirar al gentío que me había seguido. Era una muchedumbre inmensa, dos mil personas al menos, que crecía por momentos y que bloqueaba la carretera durante un trecho muy largo, a uno y otro lado. Contemplé aquel mar de rostros aceitunados que remataban las ropas de colores chillones, rostros todos ellos alegres y excitados ante aquella diversión inminente, todos convencidos de que el elefante iba a morir de un tiro. Me observaban como observarían a un mago a punto de obrar un truco de magia. No me tenían el menor aprecio, pero con el rifle mágico en las manos valía la pena mirarme durante unos momentos. Y de pronto caí en la cuenta de que tendría que matar pese a todo al elefante. Toda aquella gente esperaba que lo hiciera; tenía, por tanto, que hacerlo. Notaba la presión de sus dos mil voluntades empujándome de un modo irresistible. Y fue en ese momento, allí de pie con el rifle en las manos, cuando por vez primera capté la vacuidad, la futilidad del dominio del hombre blanco en Oriente. Allí estaba yo, el hombre blanco, de pie, al frente de un ejército de nativos inermes, cual actor protagonista de la escena, cuando en realidad no era más que una absurda marioneta manejada por la voluntad de aquellos rostros aceitunados que tenía a mis espaldas. Comprendí entonces que, cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad lo que destruye. Se convierte en una especie de muñeco sin vida, hueco, mera pose, la figura convencional del sahib. Y es que es condición de su mando dedicar su vida a impresionar por todos los medios a los «nativos», de modo que en cada crisis ha de hacer lo que los «nativos» esperan de él. Lleva puesta una máscara a la cual se amoldan sus facciones. Tenía que matar al elefante. Me había comprometido a hacerlo cuando mandé al ordenanza en busca del rifle. Un sahib tiene que actuar como un sahib, como si tuviera total resolución, como si no le cupiera duda, como si todo lo viese clarísimo. Haber ido hasta allí rifle en mano, con dos mil personas pegadas a mis talones, y ceder entonces a la flaqueza de marcharme sin hacer nada, era sencillamente imposible. El gentío se reiría de mí a la cara. Y toda mi vida, como la de cualquier hombre blanco en Oriente, no era sino una dilatada pugna para que no se rieran de mí.
Sin embargo, yo no quería matar al elefante. Lo miraba golpear los manojos de hierba contra las rodillas, con ese aire de abuela preocupada que tienen a menudo los elefantes. Me parecía que disparar contra él sería un asesinato. En aquella época no tenía yo escrúpulos a la hora de matar animales, pero es que nunca había matado a un elefante y nunca había deseado hacerlo. (No sé por qué, pero siempre parece peor matar a un animal de gran tamaño). Además, había que tener en cuenta al dueño del animal. Vivo, el elefante valía al menos cien libras; muerto, tan sólo lo que valieran sus colmillos, cinco libras a lo sumo. Y tenía que actuar con celeridad. Me volví hacia algunos birmanos con aire de expertos que ya estaban allí cuando llegamos y les pregunté por el comportamiento del elefante. Todos dijeron lo mismo: el animal no se fijaba en nadie si se le dejaba en paz, pero podría cargar contra quien se acercase demasiado.
Me quedó perfectamente claro qué tenía que hacer. Tenía que acercarme caminando despacio, hasta estar a unos veinte o veinticinco metros del elefante, y poner a prueba su conducta. Si atacaba, podía disparar; si no me hacía caso, podía dejarlo allí hasta que volviera el mahout. Pero también sabía que no iba a hacer algo así. No tenía yo muy buena puntería con un rifle y el terreno era de barro reblandecido, en el que uno se hundía a cada paso. Si el elefante arremetía y yo no acertaba al primer disparo, tendría tantas posibilidades de sobrevivir como un sapo al paso de una locomotora. Pero es que ni siquiera entonces estaba yo pensando en mi pellejo, sino sólo en las atentas caras amarillas que me miraban desde detrás. En ese instante, con el gentío observándome, no tuve miedo en el sentido corriente, o no al menos tal como habría sido en el caso de estar solo. Un hombre blanco no debe dar muestras de temor en presencia de los «nativos», de modo que, por lo general, no siente miedo. Mi único pensamiento era que, si algo se torcía, aquellos dos mil birmanos serían testigos de cómo era perseguido, atrapado, pisoteado y reducido a la condición de un cadáver con la mueca torcida, igual que el indio de la colina. Y si tal cosa sucedía, era muy probable que más de uno se echara a reír. Y eso sí que no. Sólo me quedaba, por tanto, una alternativa. Introduje los cartuchos en el cargador y me tumbé en el camino de grava para apuntar con mayor firmeza.
La multitud se quedó muy quieta, y un suspiro hondo, feliz, como el de los espectadores que por fin ven levantarse el telón en el teatro, brotó muy quedo de innumerables bocas. A fin de cuentas, iban a tener el disfrute que se habían prometido. El rifle era un bello armatoste de fabricación alemana, con mirilla de visor cruzado. No sabía yo entonces que para matar a un elefante hay que trazar una línea imaginaria que le atraviese la cabeza de oreja a oreja. Así pues, como el elefante estaba de costado, debí de apuntar intuitivamente al oído. En realidad apunté unos centímetros más adelante, creyendo que el cerebro estaría algo más adelantado.
Cuando apreté el gatillo, no oí el restallar de la bala ni sentí el retroceso del arma —es algo que nunca se percibe cuando se da en el blanco—, pero lo que sí me llegó a los oídos fue el diabólico rugido de la muchedumbre alborozada. En ese instante, en un lapso brevísimo, tanto que cualquiera habría pensado que había transcurrido demasiado poco tiempo para que la bala hubiera llegado a donde iba destinada, al elefante le había sobrevenido un cambio misterioso, espantoso. No se movió ni cayó al suelo, pero cada una de las líneas de su cuerpo se había alterado. Parecía de súbito golpeado, encogido, inmensamente avejentado, como si el terrible impacto de la bala lo hubiera paralizado sin abatirlo. Por fin, al cabo de lo que pareció un buen rato —yo diría que unos cinco segundos—, se hincó débilmente de rodillas. Se le abrió la boca babeante. Una senilidad enorme parecía haberse adueñado de él. Cualquiera habría dicho que pasaba de los mil años de edad. Volví a abrir fuego sobre el mismo blanco. Con el segundo disparo no se desmoronó, sino que logró levantarse con una lentitud desesperante y aguantó débilmente en pie, aunque con las patas combadas y la cabeza gacha. Disparé por tercera vez. Ese fue el tiro que acabó con él. Se pudo ver a las claras la agonía que le produjo, haciendo que todo su cuerpo se estremeciera y arrancándole de cuajo la fuerza que pudiera quedarle en las piernas. Al derrumbarse, aún pareció levantarse un momento, pues, aun cuando las patas traseras se hundieron bajo su peso, pareció descollar como una roca inmensa que cayera rodando, la trompa erguida hacia el cielo igual que un árbol. Barritó por primera y única vez. Y quedó abatido, el vientre vuelto hacia mí, con un estrépito que pareció estremecer incluso el suelo donde estaba yo tendido.
Me levanté. Los birmanos ya habían echado a correr a través del arrozal embarrado. Era evidente que el elefante no volvería a levantarse, pero no estaba muerto. Respiraba rítmicamente con jadeos largos, entrecortados, su flanco alzándose y cayendo de un modo doloroso. Tenía la boca abierta de par en par, y acerté a ver las remotas cavernas que se abrían en la garganta rosa pálido. Aguardé largo rato a que muriese, pero su respiración no se debilitaba. Por fin, descargué los dos cartuchos que me quedaban donde pensé que debía de tener el corazón. La sangre espesa manó a borbotones, como un manto de terciopelo rojo, pero aún seguía con vida. Ni siquiera le retembló un espasmo en el cuerpo cuando lo alcanzaron los dos últimos cartuchos, y la torturada respiración siguió sin pausa. Se estaba muriendo muy despacio, con una terrible agonía, aunque en un mundo muy lejano, donde ni siquiera una bala habría podido causarle más daño. Creí que había llegado el momento de poner fin a aquel ruido terrible. Parecía muy cruel ver al gran animal allí tendido, incapaz de morir e incapaz de moverse, y no ser capaz siquiera de ahorrarle el sufrimiento. Mandé a alguien a por mi rifle de pequeño calibre y descargué un disparo tras otro en el corazón y en el cuello. No parecía que causaran la menor impresión en él. Los jadeos torturados siguieron con la misma firmeza con que suena el tictac de un reloj.
Al final, no pude resistir más y me fui. Más adelante supe que había tardado otra media hora en morir. Los birmanos acudían con cestos de mimbre y con cuchillos antes ya de que me fuera. Me dijeron que habían descuartizado el cuerpo hasta dejarlo casi en los huesos mediada la tarde.
Después, cómo no, hubo interminables conversaciones sobre la muerte a tiros del elefante. El dueño estaba furioso, pero sólo era un indio y no pudo hacer nada. Además, desde el punto de vista legal yo había hecho lo correcto, pues un elefante que se ha vuelto loco tiene que morir, como un perro rabioso, si su dueño no logra controlarlo. Entre los europeos hubo división de opiniones. Los de mayor edad dijeron que había obrado bien, y los jóvenes afirmaron que era una pena acabar con la vida de un elefante que ha matado a un culi, porque un elefante valía mucho más que cualquier maldito culi de Coringhee. Después me alegré mucho de que el culi hubiera fallecido, porque legalmente me daba la razón, me otorgaba un pretexto suficiente para matar al elefante. A menudo me pregunté si alguno de ellos llegó a darse cuenta de que lo hice tan sólo para no quedar como un idiota.
George Orwell / New Writing, n.º 2, otoño de 1936
Matar a un elefante y otros escritos / Turner, Madrid / México D.F. , 2006
Traducción: Miguel Martínez-Lage
Ph / Man in uniform: Orwell (back row, third from left) doing his police training in Burma in 1923.
Photograph: Georgeorwellnovels.com
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