
Nunca, ni en sueños se me hubiera ocurrido desear o intentar cambiar los acontecimientos políticos que me ha tocado vivir. Nunca he deseado cambiar ni el lenguaje ni el mundo, y si he citado a Marx, o a Rimbaud, o a Mallarmé, fue siempre porque deseaba cambiar lo que tenía a mi alcance, esto es, a mí mismo. Por eso jamás me he considerado otra cosa que un testimonio de mi época, nunca su mala conciencia, y es que desde siempre me ha seducido la realidad anterior a mí, anterior al niño, que sólo deseaba reflejarse en ella, tanta belleza me aportaban incluso los más terribles acontecimientos. Siempre fui la sota de la baraja que, bajo el sol, pasea con un cascabel en la mano; aún hoy llevo el gorro de los payasos. Creo que fui honrado cuando di testimonio de la Segunda Guerra Mundial desde mi puesto de ferroviario, aquellos acontecimientos que horrorizaron mis ojos incrédulos ante tanta barbarie, y una vez acabada la guerra, vi cerca y dentro de mí tanto bello horror y participé en tantos sufrimientos amorosos que todo aquello aún hoy no me deja dormir tranquilo, y es que mi vida, en apariencia aburrida y corriente, contiene en el fondo bastante dramatismo. Sí, creo que he sido honrado en cuanto a mi convivencia con esta nación, aunque tengo mis dudas sobre sus cualidades, como dudo de mi propia moralidad; de hecho soy algo blasfemo, hereje respecto a los ideales en que confía mi pueblo, esos que lleva incluso bordados en su bandera, sí, desconfío enormemente del lema según el cual la verdad triunfa, dudo mucho que seamos una nación que desea la verdad, que confía en ella, pero no por eso dejo de reconocerla en aquellos que la preconizaron y pagaron por ella, como Jan Hus, el rey Jorge de Podébrady, y más recientemente el profesor y presidente Masaryk. Vivo en un país de soberanía limitada, verdad que Brezhnev puso de manifiesto, y esas palabras no me afectan, ni más ni menos que las que afirman que la verdad triunfa.
No vivo ni mejor ni peor que cuando, o si, en el Castillo de Praga residía, o residiera, el gobernador imperial de la dinastía de los Habsburgo. Me preocupa tanto forjarme a mí mismo, mis íntimos me crean tantos problemas que no me queda tiempo de pensar en ningún cambio político; hasta el punto de que ignoro de qué hablan los que desean un cambio político, tan ocupado estoy cambiándome a mí mismo. Quisiera alcanzar el cielo para, una vez allí, poder decir algo de mí mismo, soy aquel que… De momento no soy nada más que mi mala conciencia. Creía que las cosas que me sucedían me sucedían sólo a mí; me sentía tan avergonzado, tan tímido; por eso, cuando enseñaba a alguien mis textos, le decía que eran de otro, tanto me desconcertaban mis textos, tanto me avergonzaban. Y sólo después de haber conocido el mundo, de haber aprendido a darme a los demás, de haberme dado cuenta en las tabernas, y no sin júbilo, que lo que yo creía que sólo me ocurría a mí pasaba en realidad también a los demás, sólo entonces empecé a tener coraje y a no sentirme tan solo. Y de tanto escuchar a los demás me di cuenta de que mis mayores secretos, las cosas más terribles, los momentos de más intensa soledad y de más tierna intimidad no eran mi enfermedad secreta, sino que también los demás sufrían del mismo mal, aún más desgarrador; que las mismas descargas que a mí me mortifican oscilan en cada miembro de la comunidad, por más numerosa que sea, y es que habiendo escuchado tantas confesiones en labios de otros empecé a creer que lo que a ellos les sucedía en realidad me había ocurrido a mí, y convertí sus experiencias en mías. Así ellos me fortalecieron, me animaron a aventurarme a pisar el hielo más fino, a subir al techo que amenazaba con hundirse y con romperme el alma; empecé a infundirme coraje para convertir las historias de taberna en mis propias experiencias. La taberna nunca ha sido para mí un despacho o un confesionario, nunca fui allí a preguntar nada, me limitaba a escuchar plácidamente, evitaba cualquier parecido con el periodista que prepara un reportaje o un sondeo de opinión pública, simplemente me sentaba y bebía y escuchaba y esperaba, y de repente, como cuando, empujado por el ímpetu, por la necesidad, sin que lo quiera me pongo a escribir, de igual modo en la taberna, la gente de mi mesa se ponía a contar lo que podía parecer provocador y perverso, incluso repugnante, bordeando el asesinato o el incesto… En momentos como ése, pues, allí, en la taberna, era como si hablara conmigo mismo, como si tuviera ante mí a mi fiscal y a mi confesor a un tiempo, incluso me parecía como si aquel narrador y autoacusador hubiese venido, o hubiese nacido, sólo para ayudarme a soportar mi múltiples rarezas y desviaciones, mis deseos más íntimos, mis perversiones… Me esfuerzo por alcanzar un profundo inconsciente trasladando todas esas cosas al subconsciente y sólo después intento iluminar mi vida pasada desde una clara conciencia, lo hago para salvarme, para curarme con su explicación, curarme y cicatrizarme poco a poco. Mi literatura, mis textos no son nada más que la búsqueda de mi tiempo perdido, una búsqueda que me deja boquiabierto y me divierte; es por eso que doy tanta importancia al hecho de que mis textos sean entretenidos: porque me divierten a mí mismo en la dificultad de la búsqueda. Si soy un subnormal, lo soy involuntariamente, no me esfuerzo en escribir lo que ya sé sino en buscar lo que ignoro. Pues bien, no hago lo que quiero sino lo que no quiero, sé perfectamente que hay que orinar contra el viento, que hay que quemarse con lo que no se puede apagar. Me encuentro compareciendo ante mi propio juicio, un juicio interior que consiste en un largo interrogatorio, en el que yo soy la acusación y la defensa al mismo tiempo, el fiscal y el abogado defensor. Esa manera mía de escribir conlleva que las paralelas se crucen, que sea yo quien me interrumpa a mí mismo, y es que no se puede adelantar sino a través de un monólogo interior interrumpido por la intromisión de las cosas externas. De modo que mis textos son un reflejo de mi camino, día tras día, mes tras mes, año tras año, aunque no será así ad infinitum sino sólo hasta que llegue la hora postrera, hasta entonces he de mantenerme lleno de tensión creativa, hasta esa hora en la que me será presentada la factura, la cuenta de mis gastos en esa gigantesca taberna que es para mí el mundo. Hasta entonces voy tirando a la buena de Dios, todos mis gastos están apuntados en el marco de una puerta abierta a través de la cual contemplo el mundo que se me ofrece fantásticamente maravilloso, del que describo sólo aquellos fragmentos que un día deben convertirse en mis circunstancias atenuantes, aunque sé que en realidad no pueden redimir mi culpabilidad por haber vivido, sino que más bien agravarán mi situación, que me declararán definitivamente culpable… De momento mis textos son para mí el castigo por rondar entre el crimen y la inocencia, por aplazar el ajuste de cuentas y el veredicto, por haberme convertido, en cierta manera, en lo que siempre deseé ser, un poeta maldito. Sólo ahora, cuando mi persona me horroriza, cuando envío a mi juicio lo que hay en las entrañas de mi inconsciente, ahora, consciente de mi pasado, hago la señal de la cruz sobre mí mismo, un gesto desesperado, sabiendo que la absolución es imposible, e intento sacar fuerzas de flaqueza y, en los textos y por medio de ellos, soportar el sentimiento de culpa. Y esbozo la mueca de una sonrisa. He aquí mi humor negro, el humor del ahorcado, como decimos los checos… mi ironía praguense.
Siempre he considerado una ventaja el hecho de no haber recibido una verdadera educación ni haber alcanzado un alto grado de erudición, de modo que tuve que jugar la carta de la experiencia. Mi educación nunca pudo ser excelente por la sencilla razón de que siempre fui un poco tonto. Y ya que leo mucho, cito muchas cosas, y ya que cito muchas cosas, olvido su fuente. De hecho soy un ladrón de cadáveres, un profanador de nobles sarcófagos. Ése es mi carácter, y en este campo soy un innovador y un experimentador, no hago más que permanecer al acecho para atisbar mi presa, entre escritores y pintores, muertos o vivos, para luego, como una zorra, barrer con la cola las huellas que conducen al lugar del crimen. He saqueado los sarcófagos de los señores Louis Ferdinand Céline, Ungaretti, Camus, del señor Erasmo de Rotterdam, los señores Ferlinghetti y Kerouac. Mi libro La perla en fondo lo arranqué de los ojos de Jakob Boehme, al igual que una frase tan bella como ésta: El hombre no se puede descoser de su época. La melancolía de la eterna construcción se la robé a Leibniz… ¿o a Nietzsche? Y de debajo de la losa del señor Roland Barthes usurpé las palabras El arte transforma la erudición en una fiesta, y eso es sólo una muestra; de hecho todas las buenas ideas que se hallan en mis textos son robadas, entre ellas la idea platónica de «la creación en lo bello». Y como si eso no fuera suficiente, cualquier cosa buena que yo haya escrito desde mi trampolín, todo, todo, todo me lo han dicho los demás, y es que, en realidad, soy un ratero de cervecería y de restaurante, lo que hago no difiere demasiado de pulirles una gabardina o un paraguas. Y es que hay algo en que soy el número uno: en inventarme situaciones que nunca he vivido, en fingir haber leído libros que nunca he leído, en pretender haber presenciado acontecimientos que nunca presencié, en hacer juramentos que son perjurios, en vanagloriarme de cosas que hizo otro, en ejercer de testigo ocular de cosas que no he visto, soy una prostituta que finge hacer el amor por enamoramiento, soy un ratero y un estafador, mentir es tan natural para mí como el agua para el pez, para redimir todos mis pecados haría falta un purgatorio enorme del que tendrían que desalojar a todos los criminales notorios, soltarlos para hacerme sitio, y aun así, el paso por el purgatorio no me abriría las puertas del cielo sino las del infierno. Ojalá purgatorio, cielo e infierno sean reales, entonces su justicia me salvará, no habré vivido en vano.
Soy de esas personas que cuando vuelven la vista atrás y se dan cuenta de que la vida se les escurrió entre los dedos, se llenan de fe en la vida eterna. Sí, entonces tengo no la impresión sino la seguridad de ser ya un nombre registrado en el catastro de la vida, más allá de las cosas, dirigiéndome hacia una vida eterna de la cual no hay escapatoria posible. Es como mirar de frente al sol de primavera, un cegamiento tan amoroso como el que provoca el alcohol más entrañable. La vida eterna no es más que una bella y terrible salmodia acompañada de valses interpretados al clarinete, repetidos para siempre. Entonces la muerte no tiene nada que ver conmigo porque es justo una frontera agradable, donde es suficiente inclinar apenas la cabeza para regresar allí de donde venimos al nacer. Cada día, cuando me enfrento a la posibilidad de morir, me acerco a aquel dulce secreto detrás del cual empieza el reino de la luz. Así pues, ya no evito nada que sea mortalmente peligroso, ignoro todo peligro, he perdido el miedo. Sólo deseo habitar en la no libertad de la luz. El mundo de lo que fue ya no se aparta de mí, más bien me viene al encuentro. Un cementerio devastado es el triunfo de la luz. Para mí, el presente está definitivamente perdido a favor del regressus ad originem. Está perdido, ese mundo, y yo regreso allí donde nunca estuve. Sin quererlo, he pasado toda la vida mintiendo porque he vivido en un mundo que no es sino una mentira en cuyo final, sin embargo, uno puede percibir la verdad de la luz. Me encanta entonces la esclerosis y el olvido y el error, con placer observo cómo me acerco a la imbecilidad, cómo se están agotando todos los almacenes de mi memoria, soy feliz de acercarme a la idiotez en tanto que cumbre de la existencia humana. Para mí ya no existe ningún peligro, no tengo motivo alguno para advertir a nadie de la violencia de las dudas y de los errores cometidos, todos los consejos que recibí y ofrecí demostraron ser sólo vanidad de vanidades, cada persona, y por eso el mundo entero, no hace nada más que lanzarse de cabeza a la desgracia, y voluntariamente; pero sólo tras caer en lo más bajo se encuentra la verdadera luz. La luz in tenebris, eso sí, cuando ya es demasiado tarde. Y cuando ya es demasiado tarde, se alcanza la verdad que es siempre más que cualquier ficción. La ficción es sólo un bellísimo aplazamiento del conocimiento. Aunque la ficción es siempre más que una ideología, más que cualquier idea política. Un epílogo es siempre más bello que un prólogo lleno de esperanza. Si en la antigüedad los ancianos solían situarse en el primer plano era porque la vejez tiene al alcance de la mano la propia juventud inundada de luz…
Estoy sentado en la taberna El Tigre de Oro, juego con un posavasos de papel, contemplando el emblema, esos graciosos pequeños tigres negros que giran entre mis dedos maquinalmente doblo los ángulos de la cuenta, primero uno, luego el otro, con la tercera jarra de cerveza el tercero y al final el cuarto, a veces el camarero Bohous me trae la primera cerveza, del bolsillo de la americana blanca saca una tira de papel blanco y sonriente dobla un ángulo, me siento acompañado, éste es mi ritual, y no sólo el mío sino el de todos los que vienen a beber cerveza para no estar solos, para charlar un rato. La gente se desahoga conversando alrededor de una mesa, escupe su desasosiego cotidiano, charla sin parar, a modo de desahogo, tal vez no exista mejor cura que una conversación banal sobre asuntos banales; cuando me siento, callo obstinadamente, mientras bebo mi primera cerveza doy a entender claramente que me es muy desagradable contestar cualquier pregunta, tanta es la ilusión que me hace la primera cerveza, además tardo un poco en acostumbrarme al tiránico ruido de la taberna, a tantos comensales, tantas tertulias, parece como si todo el mundo quisiera que la taberna entera oyese lo que dice, todo el mundo cree que justo lo que él cuenta es lo más interesante, de modo que lanza su mensaje a gritos, yo también soy uno de esos escandalosos, acabada la segunda cerveza todo lo que digo me parece importantísimo y por eso grito, con mirada penetrante bramo a pleno pulmón presumiendo estúpidamente de que no sólo mi mesa sino todo el mundo tiene que escuchar mi historia. Y no ceso de jugar con el posavasos de papel, tomo diez o doce más como si fueran las cartas de una baraja, los mezclo y los suelto sobre la mesa, bebo un trago de cerveza y vuelvo a jugar con los posavasos y con la cuenta. En principio no tomo parte en la conversación, me limito a escuchar. Cuántas tertulias habré presenciado, decenas de miles, habré escuchado decenas de miles de historias, en mis tabernas habré embadurnado decenas de miles de personas, no con mis monólogos sino con diálogos, diálogos que desembocan en una conferencia que habitualmente no me corresponde, una conferencia con la que otro concluye el parloteo de la taberna, esa cháchara de cervecería, como calificó el profesor Václav Cerny a mis escritos, o esa verborrea de taberna, como llamó a mis textos con lucidez el crítico Emanuel Frynta. Aquel día, un violinista del Cuarteto Dvorák acababa de contar una historia: hablaba del último concierto que tocaron en Bílina, un pueblo triste y caduco, roído por la lluvia y la negligencia; gitanos empobrecidos cruzaban la plaza, pero la gente que se presentó en el ayuntamiento por la noche era elegante, la ciudad se había transformado en un público atento y conmovido. Los comensales que estaban sentados a mi lado hablaron de setas, de níscalos, yo esperé que dijeran lo más esencial, y como nadie dijo lo más importante de los níscalos, pedí la palabra y dije… Señores, el níscalo, rojizo, precioso, es una seta mística, sus círculos concéntricos contienen un mensaje místico, ya que esos círculos, cada vez más cerrados, forjan el ombligo del níscalo, un punto, el centro de todos los centros del pensamiento así como los sacerdotes budistas se concentran en su ombligo y a través de él se encaraman por el cordón umbilical hasta el origen, hasta el primer pecado de nuestra madre, la primera mujer, la única que tenía el vientre liso, así los sacerdotes budistas contemplan el origen de la raza humana, todo eso, señores, es el mensaje que se puede leer en los círculos concéntricos de los níscalos rojizos que contienen el núcleo del origen de la humanidad y su presente, el níscalo es su conducto básico… Y ahora, señores míos, como sé que les gusta la buena mesa, les voy a dar una receta según la cual los leñadores catalanes preparan los níscalos en el bosque. Primero se hace un sofrito de cebolla troceada, tomate y pimiento, después se pone una capa de butifarra, una capa de níscalos, una capa de tocino, varias capas de cada cosa y, coronándolo todo, una última capa de butifarra, se sofríe todo al fuego y cuando está listo se puede salpicar con un poco de queso rallado… Grité esos dos mensajes para que no sólo toda Praga, sino toda la comarca, todo el país, todo Europa se enterara de esos dos mensajes, por eso me gusta hablar a gritos, porque creo que lo que me pertenece a mí pertenece a todo el mundo… Y el señor Ruis hablaba de un concierto del Cuarteto Dvorák en Suecia: interpretaron sólo música checa, aquel cuarteto que Dvorák escribió con motivo de la muerte de sus hijos, y acabaron con el cuarteto de Smetana De mi vida… y de repente se alzó un gemido, alguien rompió a llorar, todo el mundo se volvió… Acabado el concierto, la esposa de un médico checo que había emigrado contó al señor Ruis en su camerino la necesidad que sentía de volver a casa, que hacía tiempo que no veía a su madre, que necesitaba volver, que de lo contrario moriría, aunque no le faltaba nada, tenía incluso un Mercedes, pero tenía que volver, ver Praga y ver a su madre y a sus amigos… El señor Ruis lo contó en voz baja y todos callaban y sólo se oía la bella voz ronca del señor Ruis, y luego la conversación se desvió hacia Stravinski, quien tenía colgados en la pared sus tres músicos sagrados, Webern, Schónberg y Berg… Y yo esperaba mi momento, que se abriera un poco la puerta de la conversación para meter allí el pie y contar una de las cosas que, como siempre, estoy convencido de que debería saber no sólo esta mesa sino toda la taberna, y no sólo toda la taberna sino toda la ciudad, todo el país, el mundo entero… Y cuando llegó el momento de meter el pie en la puerta entreabierta por la cual había salido volando un angelito, dije en voz muy alta… Esta mañana, señores míos, escuché en una emisora vienesa al yerno de Webern que hablaba de su suegro…
Pues bien, al terminar la guerra, cuando los ejércitos americanos ocuparon la ciudad de Linz, prohibieron salir a la calle… pero llegó la noche y Webern fue a casa de su yerno, éste ignoraba quién era Webern, de hecho ni Webern mismo sabía que él era el célebre Webern padre, dice el yerno, sé lo mucho que le gusta fumar, he guardado ocho cigarrillos para usted, aquí los tiene, tenga y Webern, conmovido hasta las lágrimas, dijo, estoy muy contento de haberte dado mi hija, de tener un yerno tan bueno, ahora me voy a fumar un pitillo, ya no puedo aguantar más, pero su yerno y su hija le dijeron, padre, mejor que salga a fumar fuera, es por los niños, de modo que Webern salió, pero se dijo, aquí en el pasillo el humo se metería en el dormitorio de los niños, y si mi yerno es más bueno que el pan, yo también debo comportarme, saldré a fumar al balcón, al aire libre. Así que salió a la oscuridad, con placer se metió el cigarro entre los labios, con mano temblorosa encendió una cerilla y, apenas había inhalado la nicotina y el delicioso humo que tanto tiempo había deseado, sonó un disparo y Webern se desplomó, muerto, aquella primera inhalación fue la última, le había costado cara, el que disparó fue un soldado que estaba de guardia, pues estaba prohibido encender fuego o cualquier tipo de luz, y así mataron a Webern… pero cuidado, señores, ¡la conexión mística de los acontecimientos no acaba aquí! Aquel soldado se sentía muy desgraciado por haber matado a Webern, y cuando volvió a América tuvo que someterse a tratamiento, estuvo tres años en una institución psiquiátrica, después cuatro, y cuando llegó el quinto, se suicidó de un tiro… Y al señor Marysko le había conmovido la historia y de camino a casa me dijo… No tenía que haberme contado la historia de Webern… eso me decía Marysko, él que siempre maldecía a Webern… Webern, ¡no hay quien lo toque!, en cambio al señor Ruis siempre le ha gustado, y el señor Hampl, un pintor, apoyó a Ruis diciendo que adoraba a Webern precisamente porque no había forma de entenderlo… Y yo estaba sentado en El Tigre de Oro, paseando la vista por los rostros de los clientes y me dije, ¡Qué barbaridad, llamar a esto parloteo de borrachos!, nada de eso, y es que, escuche bien, profesor Václav Cerny, a veces esta cervecería escandalosa se convierte en una pequeña universidad en la que, bajo el efecto de la cerveza, la gente se cuenta historias y acontecimientos que hieren el alma, y sobre las cabezas, en las formas del humo de los cigarrillos, planea el gran interrogante del absurdo y del misterio de la existencia humana… Yo estuve sentado calladito, pensando en aquel níscalo con sus círculos concéntricos, en aquel puntito verde en medio del rojizo sombrero de la seta, en aquel ombligo del mundo a través del que se puede retroceder hasta el vientre llano de la madre Eva… y así, meditabundo, en medio de la tertulia de la que no era consciente, retrocedí en mi vida hasta mis años de infancia cuando por primera vez entré en una taberna, y aquel ambiente me encantó hasta el punto de que se convirtió en mi destino. Mi padre, gerente de una fábrica de cerveza, me llevaba consigo cuando iba a visitar las tabernas que le compraban cerveza, en una moto Laurin & Klement recorríamos pueblos y ciudades, recuerdo que por la mañana y por la tarde las tabernas me parecían desoladas, abandonadas, casi no había clientes, sólo el grifo brillaba mortecinamente en la penumbra que invadía las cervecerías de los pueblos, mi padre y el tabernero se ocupaban de los impuestos en la cocina y yo estaba sentado delante de la barra y tomaba refrescos, uno tras otro, limonadas amarillentas y grosellas de color rojo fuego, el gas susurraba en el vaso, apenas se distinguían en la penumbra unas pocas figuras, sólo cuando levantaban la jarra de cerveza o encendían un cigarrillo me daba cuenta de que había alguien, y yo estaba como unas pascuas, a veces me invitaban a la cocina, para llegar se tenía que atravesar toda la cervecería, una vez allí me recibía la tabernera, todas las taberneras me parecían cansadísimas, andaban mal, tenían que apoyarse en los muebles, cuando se levantaban de la silla las piernas les flaqueaban, como si tuvieran reuma, me servían callos y gulash, y yo venga tomar jarras de limonada y de grosella, una tras otra, los papeles que mi padre tenía ante sí sobre la mesa brillaban de modo deslumbrante, de entre sus dedos se erguía perezoso el humo de un cigarrillo, el humo azul de las Egipcíacas, la voz de mi padre sonaba persuasiva, baja, insistente, el tabernero se sentaba y escuchaba los consejos de mi padre, pero yo no me enteraba de cuál era el trato, era como si hablaran una lengua extranjera, y siempre había algo que el tabernero no llevaba al día, podías apostarte cualquier cosa, era como en el colegio, mi padre era el maestro y el tabernero el alumno que no había hecho los deberes y, como yo, el tabernero también bajaba la cabeza, temía mirar a mi padre a los ojos, pero la voz de mi padre le daba esperanza, coraje, así que ambos acababan riendo y dándose la mano, mirándose a los ojos mi padre dejaba los papeles sobre la mesa y el tabernero siempre le regalaba una botella o dos de licor, nos acompañaba a la puerta de la taberna, ayudaba a empujar la moto para ponerla en marcha, y yo sabía que cuando nos marchábamos todo el mundo en la taberna se reponía de la presencia de mi padre, y es que ser gerente seguramente significa tener que llevar malas noticias a los taberneros… Y en la próxima cervecería otra vez, yo venga beber jarras de limonada y de grosella… pero al cabo de un año ya no me apetecía entrar en la cocina, así que me quedaba sentado en la barra y a través de la puerta de cristal oía cómo mi padre reprochaba algo al tabernero, cómo el tabernero se defendía, a veces salía, de un trago se tomaba una copa y regresaba a la cocina completamente pálido, mi padre le rodeaba los hombros y le reñía con voz plácida, como cuando me reñía a mí diciéndome con ternura que debía estudiar más, que a ver cuándo dejaba de hacer diabluras, ¿qué sería de mí si sacaba malas notas? Así acompañaba a mi padre, y me encantaba hacerlo, en sus rondas por las tabernas, siempre marchábamos cuando yo salía del colegio, y sobre todo durante los meses de vacaciones visitábamos todas las tabernas de la comarca de Nymburk, a las que yo ya conocía de memoria, pero la que más me impresionó era la que se llamaba Ciudad de Kolín en Lysá del Elba: había allí una tabernera que sabía jurar e insultar tan bien que mi padre se ponía rojo hasta las orejas, y la tabernera venga reír, agitaba los brazos y pretendía que no entendía nada de todas aquellas preocupaciones por la cerveza y los impuestos. Y yo me sentaba en la barra, el sol ocupaba toda la sala en la que colgaba una esparraguera y también tenían allí una máquina de coser, y yo calmaba mi sed con una limonada tras otra y una grosella tras otra y escuchaba y me divertía cuando la tabernera decía todas aquellas palabrotas prohibidas, pero cuando venía a servirme otra jarra de limonada, no olvidaba nunca pasarme la mano por la cabeza, y cuando me miraba, tenía unos hermosos ojos en los que yo cabía entero. En otros establecimientos yo daba vueltas por el bar, por la sala de fiestas, por la sala del teatro, por el jardín donde en verano sacaban el billar y las mesas, pero lo que me dejó de piedra fue la taberna de Hugo Smolka, un judío cuyos hijos tenían una melena tan espesa y tan rizada que casi no se les veía la cara, pero el señor Smolka rapado al cero, sólo sobre la frente le colgaba una larga mecha negra, y su señora siempre brillaba de sudor, parecía como si estuviera untada con aceite o manteca, incluso su vestido tenía un aspecto graso. Y yo me enamoré tanto de las tabernas que cuando mi padre me llevaba a un restaurante con manteles y camarero en traje negro, me sentaba todo encogido y a la primera salía corriendo afuera y esperaba a mi padre en la entrada, con la ilusión puesta en marcharnos de allí y visitar una taberna de pueblo… En las cervecerías de pueblo me conocían como si fuera de la familia y yo me sentía allí como pez en el agua, paseaba por el local, a veces salía al patio o iba a ver el ganado en los establos, algunos taberneros eran también carniceros y entonces me servían salchichón, qué maravilla, devorar montones de salchichón y acompañarlo con jarras de limonada y de grosella, todavía se me hace la boca agua…
Cuando estudiaba en el instituto ya podía beber cerveza, y allí donde íbamos yo era el primero en hacer publicidad de la cerveza. No paraba de empinar el codo y decía en voz alta, ¡Caramba!, ¡qué cerveza!, y vaciaba una jarra tras otra con tanto gusto que no sólo el tabernero sino incluso todos los clientes quedaban maravillados… Así pues, rondábamos por las tabernas, yo bebía cerveza por todo un regimiento y siempre tras la tercera jarra empezaba a hablar por los codos; donde más nos gustaba dejarnos caer era en la cervecería de Vodvárka; y es que el señor Vodvárka era un personaje extraordinario, siempre desenfadado, no había nadie como el señor Vodvárka, era el número uno. Cada vez que venía a vernos, a mi padre se le ponían los pelos de punta: su llegada significaba tener que ir a Praga y una vez allí, directamente a Smelhaus, sí, el alma se le iba detrás de esa cervecería. En cuanto entrábamos, el señor Vodvárka pegaba un billete de cien coronas en la frente del violoncelista, de manera que, la próxima vez, apenas aparecíamos en la puerta, los músicos ya tocaban una polca animadísima… Una vez acomodados, mi padre no cesaba de recordar que ya era hora de irnos, pero el señor Vodvárka no paraba de girar como una peonza, sonriendo y lanzando sus chistes en todas direcciones; mi padre estaba triste porque no podía beber demasiado, tenía que conducir, primero la moto y luego el coche, y cada vez que íbamos a Praga el señor Vodvárka decía, pararemos un momentito en Smelhaus… y siempre salíamos a la hora de cerrar, acompañados por los músicos, que tocaban para nosotros incluso en la calle, y al rayar el alba el señor Vodvárka nos hacía parar en un pueblo a medio camino de casa, despertaba al tabernero y pedía cerveza y café, también despertaba a los músicos para que tocaran para nosotros, y llamaba a las ventanas de todas las casas del pueblo por si los habitantes nos querían acompañar y divertirse con nosotros, y mi padre se sentaba como una estatua sin dejar de mirar el reloj y murmuraba que al cabo de un par de horas tenía que estar en la oficina de la fábrica de cerveza… Cadenas enteras de tabernas y cervecerías y bares y restaurantes frecuenté de pequeño, de adolescente y de adulto, en mis numerosísimos y variadísimos empleos…
Ahora, pues, estoy sentado en El Tigre de Oro, sonriendo, durante todo ese rato no he oído nada ni a nadie, como si me encontrara solo en medio de un bosque en calma; sólo oigo al señor Ruis que cuenta… Al llegar a Copenhaguen, en el aeropuerto nos esperaban dos coches, era la primera vez que aceptábamos una invitación sin saber quién nos invitaba, quién tenía que pagarnos aquellos honorarios verdaderamente dignos de un rey. Los coches atravesaron la oscuridad, salimos de Copenhaguen, dos señores, cada uno en un coche, vestidos con smoking, tranquilos, nos acompañaron hasta un gran edificio, se abrió una puerta enrejada y los coches entraron en el patio por los barrotes en las ventanas supimos que estábamos en una cárcel. Luego nos llevaron a un banquete presidido por el director de la cárcel, para, más tarde, tocar delante de los prisioneros que abarrotaban la capilla… Interpretamos un concierto de Dvorák y el cuarteto De mi vida de Smetana, y mientras sonó la música reinó un silencio tan absolutamente sepulcral que nos dimos cuenta de que nunca habíamos tenido un público como aquél; al final nadie aplaudió, todo el mundo permaneció sentado inmóvil, profundamente emocionado por la música, nos levantamos e hicimos reverencias, pero los presos nada, continuaron con la cara entre las manos… aquél fue el mejor público que nunca hemos tenido, comparable sólo con el de Oxford, donde tocamos el año pasado y todo el mundo vestía de frac, elegantísimo, y cuando acabamos de tocar Dvorák, Smetana y Janácek, los oyentes se limitaron a levantarse en silencio, las camisas blancas lucían dentro de sus fracs, nosotros delante de ellos, también de frac, hacíamos reverencias, ya nos íbamos, nos volvimos y el público nada, tan afectado estaba, aquella vez también tocamos el cuarteto que Dvorák escribió a la muerte de sus hijos, y De mi vida de Smetana, y un cuarteto de Janácek, tan profunda es la música, nuestra música, que tanto en Oxford como en la cárcel de Copenhaguen los oyentes no se atrevieron a romper la unión mística ni con un solo batir de palmas. Señores, ¿qué es la música en el fondo, qué es lo que tanto nos conmueve en ella? De hecho nada… o sea todo… Eso dijo el señor Ruis y todos nos sentimos tan emocionados que preferimos esconder la cara en las jarras acabadas de llenar.
Bohumil Hrabal / Quién soy yo, (Fragmento) Ediciones Destino, Barcelona, 1989.
Traducción de Monika Zgustová