Entre las emociones más vívidas que puedo recordar se cuenta la primera visita que uno de los más grandes escritores nos hizo al Pent. Estábamos sentados en el salón del Pent durante un quieto día iluminado por el sol. Conrad frente a la mesa redonda al centro del cuarto, escribiendo, con la cara hacia la ventana; su colaborador estaba leyendo algunas páginas de un manuscrito corregido, de cara al cuarto. Una sombra cruzó por esas páginas desde la ventana de atrás. Conrad exclamó «¡Santo Dios!» con un acento dotado de tal angustia y terror, que mi corazón en verdad se detuvo mientras volteaba hacia la ventana para seguir la dirección de la horrorizada mirada de mi compañero. Por mi mente pasó: «Éste debe ser el alguacil… Él tiene deudas que desconozco… ¿Qué se puede hacer?… ¿Están todas las puertas aseguradas?… ¿Qué es lo que uno hace?».
Un hombre extremadamente alto, con una cabeza desproporcionadamente pequeña, andaba merodeando más allá de la ventana, examinando el frente de la casa con desconfianza… La familia completa había salido a pasear en coche. ¿Cómo podían entrar si todas las puertas tuvieron que ser aseguradas? ¿A través de la ventana? Pero si una ventana les sirve a ellos como entrada, es seguro que a un alguacil también le sirve… Uno imagina a ese hombre inmenso y grave, dentro de un abrigo de guardabosques sal y pimienta con colas, poniendo una rodilla sobre el alféizar de la ventana, tal cual un niño al que se le da una mano para ingresar… ¿Certeza en que la ejecución de una deuda no puede llevarse a cabo después de la puesta de sol?… Entonces tendrán que permanecer fuera hasta entonces. O tal vez ésa sea una ley obsoleta… Podrían entrar al enorme granero… Siempre está tibio y tranquilo ahí, con el aroma del heno: como una inmensa iglesia.
La casa estaba perfectamente quieta. La figura alta con aspecto de alcalde español desapareció por detrás de las rosas de la temporada. Él había estado merodeando, muy lentamente, como un hombre en un desfile solemne, una cigüeña. De súbito Conrad exclamó con la entonación de un alarido de alegría: «¡Por Júpiter!… ¡Hombre, vino por la yegua!». Conrad estaba casi siempre involucrado en alguna compleja transacción con esa yegua suya. Iba a cambiarla por un par de ponis Shetland y una máquina de cortar paja; iba a venderla en el mercado de Ashford como parte del precio de un robusto irlandés bayo, el resto a pagarse a través del préstamo de la yegua durante la cosecha de heno al campesino que arrendaba las tierras del Pent; iba a cambiársela a un comerciante de caballos que estaba a punto de quebrar y que tenía el más admirable escritorio de persiana y una estupenda máquina de escribir. Los coches de alquiler podían contratarse en la posada Drum de Stamford…
La convicción de Conrad le devolvió la vida al desfalleciente Pent; el lugar respiró de nuevo; el gato saltó hacia afuera por el alféizar de la ventana; el reloj dio las cuatro… Yo me apresuré, todavía un poco trémulo, a abrir la puerta de entrada… El hombre grave, alto y delgado me miró gravemente. Exclamé con apresuramiento: «La yegua está fuera, tirando un coche de paseo». Y agregué: «Con las señoras». Es grandioso ser capaz de probarle a un comerciante de caballos que tu yegua realmente puede ser manejada por una dama. El hombre –se parecía a un reloj solar– dijo con la entonación lenta que debe tener un reloj solar: «Soy Hudson». Yo le respondí: «Sí, sí, la yegua está de paseo con las señoras». Dándole a su voz la resonancia de una gran campana, el hombre con esa especie de barba española dijo: «Soy… W… H… Hud… son. Quiero ver a Conrad. Usted no es Conrad, ¿cierto? Usted es Hueffer».
Perfectamente puedo haber interpretado a Conrad de manera equivocada, pero estoy bastante seguro que después de que ese rey de los hombres se hubo retirado, Conrad afirmó: «¡Por Júpiter! Pensé que él era un alguacil». Por aquellos días Hudson había emprendido un tour regular del mundo literario, así como en otras épocas, a lo largo de días trabajosos e inmóviles, observaba los nidos de los cucos o las colonias de grajos sobre los árboles deshojados. Recuerdo una vez, cerca de Broad Chalke, en las grandes y peladas colinas donde tenía su escondite, haber estado parado junto a él observando por al menos media hora una parvada de grajos. Estaba todo solitario en el valle que formaba un ancho cuenco en las colinas de caliza. La peculiaridad era que permanecía en solitario: los grajos son siempre afectos a la compañía de los hombres y prácticamente nunca construyen nidos en espacios abiertos, sino que en las sombras de las grandes casas solariegas. Mientras estábamos ahí, relató en tonos lentos, bajos y cáusticos la historia de una familia que se mudó de una gran casa solariega a otra. En la segunda no había grajos. Dentro de un día hubo grajos construyendo en los enormes olmos alrededor de la casa; los grajos habían abandonado sus nidos en el viejo inmueble para seguir a esa familia. Contó la historia como si la creyese. En el caso de los grajos que estábamos observando, la casa solariega se había derrumbado medio siglo atrás. Él estaba interesado en comprobar si los grajos que no habitaban en casas se comportaban exactamente igual –en sus parlamentos, cónclaves, penas y ejecuciones– a aquéllos cuyos nidos quedaban cerca de los establos de las grandiosas casas de ladrillos colorados. Dedicaba horas a observar a los grajos en Wilton, de ahí regresaba a Broad Chalke, y así durante semanas.
Era muy alto, con la inmensa y delgada constitución de un viejo gigante que por mucho tiempo ha tenido que agacharse para escuchar las palabras de los hombres. Los músculos de sus brazos se marcaban como cuerdas anudadas. Tenía la cara española y la barba en punta de un Don Desperado de los Grandes de España; sus facciones siempre parecían estar ligeramente atornilladas, como los rostros de los hombres que miran a barlovento en un vendaval. Siempre hacía una pausa a lo largo de un momento apreciable antes de hablar, y cuando hablaba te miraba con una suerte de anticipación humorística, como si tú fueras una linda cacatúa de la que él esperaba observar graciosos trucos. Era el más tierno de los gigantes, aunque ocasionalmente podía perder los estribos de manera sorprendente, como cuando exclamaba violentamente: «Yo no soy uno de ustedes, malditos escritores: yo soy un naturalista de La Plata». Esto lo decía con risa, ya que por supuesto no resentía por mucho rato ser considerado el más grande prosista de su época. Pero experimentaba una rabia permanente, profunda y oscura ante la más mínima posibilidad de crueldad hacia los pájaros.
Hudson nació de padres estadounidenses en un lugar llamado Quilmes, en Argentina, cerca de 1840, y habiendo arribado a Londres en los años ochenta del siglo pasado, acostumbraba a declarar –para dejar en claro su casi pasional amor por la campiña inglesa– que ningún miembro de su familia había pisado Inglaterra por más de 250 años. Luego de su muerte, su industrioso y devoto biógrafo, el señor Morley Roberts, descubrió que el padre de Hudson había nacido en el estado de Maine alrededor de 1814, siendo su abuelo paterno el que hasta ahí había llegado desde el oeste de Inglaterra, poco antes de la Declaración de Independencia. Por el lado materno él era, no obstante, de un linaje estadounidense muy antiguo. Como sea, su juventud y madurez temprana las pasó en países latinoamericanos, y eso, sin lugar a dudas, le confirió la gravedad de conducta… y de prosa. Permaneció siempre como una persona extraordinariamente encerrada, y las leyendas que crecieron alrededor suyo rara vez pudieron distinguirse de las mínimas verdades biográficas que uno conocía. Las verdades siempre venían de forma lateral. Tú estarías hablando de los pumas. Por esa bestia él demostraba gran afecto, y la llamaba amiga del hombre. Declaraba que el puma seguía al viajero por las pampas o a través del bosque durante días, que lo vigilaba a él y a su caballo mientras dormía, y que espantaba al jaguar…, que era el enemigo del hombre. Aseguraba que esto le había sucedido en varias ocasiones. Una vez había estado cabalgando por dos meses en las pampas, durmiendo bajo los ombúes que parecen cubrir la mitad de un condado, y tres veces un puma espantó al jaguar. Era un período de sequía. No había podido lavarse la cara por toda una semana. Alguien preguntó cómo era no lavarse la cara por una semana, y él respondió: «Desagradable, pero no tan terrible…, como si unas telarañas te tocasen por aquí y por allá». Tú decías que ésa debió de haber sido una semana igualmente desagradable, y él se escabullía: «No tan desagradable como aquella semana… cuando la señora Hudson y yo pasamos diez días completos en una buhardilla sin otra cosa para comer que un par de latas de cocoa y algo de harina de avena».
Y gradualmente uno adquiría conciencia, a través de muchas lateralidades similares, que, después de que se vino a Inglaterra, hubo una larga y agotadora serie de años en la cual, tratando de hacer carrera, pasó por períodos de cuasi inanición. Era casi imposible darse cuenta; él parecía tan alejado de las vicisitudes normales, con la distancia del hidalgo y la mente puesta en los pájaros. Y no había nadie –ningún escritor– que no reconociera que este gigante compuesto era el más grande escritor vivo de la lengua inglesa. Ello parecía quedar implícito en cada uno de sus largos y lentos movimientos.
Hudson compartía con Turguenev aquella cualidad que te hace imposible averiguar cómo es que consigue sus efectos. Al igual que Turguenev, era decididamente poco dramático en sus métodos, y sus libros tienen la misma calidad que los del autor de Padres e hijos. Cuando los lees, te olvidas de los renglones y de la letra. Es como si una cara remotamente sonriente te mirara desde fuera de la página y te contara cosas. Y esas cosas se convierten en tu propia experiencia. Años de años desde que leí Nature in Downland por primera vez. Aun así, como ya lo he dicho en algún u otro lugar, las primeras palabras que ahí leí se han convertido en parte de mi propia vida. Ellas describen cómo, echado sobre el pasto de las muy asoleadas colinas sobre Lewes, en Sussex, Hudson oteaba hacia el perfecto, límpido azul del cielo, y vio, recorriendo infinitas distancias uno detrás de otro, el ojo atrapando a uno, luego a otro más allá, y a otro y a otro, hasta que todo el cielo estuvo poblado…, pequeños globos resplandecientes, como burbujas de jabón. En un cielo casi sin viento flotaban los dientes de león.
Ahora eso es parte de mi vida. Yo nunca he tenido la paciencia –la tranquilidad contemplativa– como para echarme a mirar a los cielos. Nunca en mi vida lo he hecho. Pero soy yo, no Hudson, el que otea hacia el cielo, el ojo descubriendo más y más pequeños globos resplandecientes hasta que todo el cielo se llena de ellos, y aquellas semillas parecen ser mis globos.
Ésa es la cualidad del gran arte –y también su utilidad–. Eres tú, y no otro, quien de noche, bajo las estrellas titilantes, se ha apoyado en un balcón veneciano y ha hablado de pátinas de oro brillante; tú, no cualquier otro, viste a los padres de Bazarov enterarse de que su maravilloso hijo estaba muerto. Y tú mismo oíste la voz llorar «Eli, Eli, lamma sabacthani!»… debido a la calidad del arte en que aquellas escenas fueron proyectadas.
«Es la simpleza de tu prosa», yo protestaba. «Es como si un niño escribiera con la mente de un extraordinario erudito».
Él respondía: «Has dado en el blanco. Tengo la mente de un niño. Cualquiera puede escribir sencillamente. Yo sólo me siento y escribo. No hay dudas de que lo que escribo es importante. Trato de que así sea. Es importante que la chova no sea exterminada por esos brutos de Cornish. La chova es un ave hermosa y rara y es importante que esa belleza y rareza permanezcan en este mundo. Pero es lo suficientemente sencillo como para escribirlo así».
«Tú sabes que no es así», protestaba yo de vuelta. «Mira como sudas corrigiendo y recorrigiendo tus propios escritos. Mira como te sumiste en Mansiones verdes antes de que se publicara de nuevo. Sacaste cada cliché…».
«¿Por qué? Yo era un hombre muy joven cuando escribí ese libro. Estaba lleno de palabras cursis impostadas. Las saqué. Eso no es difícil».
«Eso es tan difícil», replique, «que si consigues hacerlo te conviertes en un artista de las palabras».
Él exclamó aun con vehemencia, aunque suavizándose un poco: «Eso no es razonable. Yo no soy un artista. Sería lo último que me llamaría a mí mismo. Soy un naturalista de campo que escribe de lo que ve. Tú eres un estilista. Tú escribes esas cosas complicadas que nadie más podría. Pero es perfectamente sencillo escribir lo que uno ha visto. Podrías hacerlo si quisieras. Con los ojos cerrados».
Le respondí: «Puedo hacerlo por una hora. Una hora y media. A partir de ahí la sencillez me aburre. Yo quiero escribir cadencias largas y complicadas…».
«Bueno, eso es arte», apuntilló triunfante Hudson. «Lo mismo te dije hace bastante rato».
«No es así. El arte es claridad; el arte es economía; el arte es sorpresa. Aguarda: supon que quieres conducir un buey. Lo picaneas con un palo afilado en los costados; no te paras lejos de él y le espantas una mosca con un sjambok de dieciocho metros».
Él replicó: «Debí haber pensado que lo que era arte era… alardear de alguna manera. Pero yo nunca quiero hacer alarde. Es por ello que no soy un artista». Yo levantaba las manos con desesperación y todo empezaba de nuevo.
La más extensa y voluminosa correspondencia que mantuve con Hudson trató sobre pájaros enjaulados. En ese entonces yo estaba saliendo de un colapso nervioso y, siguiendo el consejo del especialista en nervios de The Way of All Flesh, de Butler, había retirado el vidrio de la ventana de mi cuarto, lo había reemplazado por una malla de alambre, y había soltado a media docena de tejedores africanos y periquitos en la habitación. Parecían estar vivaces y muy felices, y de inmediato mis nervios se calmaron al yacer en cama y verlos volar alrededor. No entraré en la discusión. Era la típica entre los amantes de los pájaros y aquellos que encuentran solaz en mantenerlos en cautiverio. Finalmente le puse término al asunto, afirmando que debía quedarme con los pájaros y que seguiría quedándomelos. Por lo demás: ¿cuál era el sentido de soltar tejedores africanos y periquitos en Londres?… Ante eso vino a verme y subió tranqueando las escaleras para inspeccionar mi habitación. Observó a los pájaros por largo rato, los cuales estaban sumamente animados. Entonces me recomendó que fijara con perchas en las paredes algunos espejos grandes frente a ellos. Y que colgara por aquí y por allá bolas plateadas brillantes, de esas de los árboles de Navidad, y cintas escarlatas. Los pájaros, dijo, amaban todos los objetos brillantes, y los espejos les daban la ilusión, con sus imágenes reflejadas, de encontrarse en una gran bandada. Luego dijo «mmm», trastabilló escaleras abajo y nunca más volvió a mencionarme el tema de los pájaros en cautiverio.
Uno o dos días más tarde tú ibas y te quedabas una o dos noches bajo el techo de paja de su escondite sobre la llanura de Salisbury, en aquel curioso y largo pueblo de cabañas con techo de paja donde, a un lado de la calle, todas las mujeres eran morenas como españolas y hermosas y de ojos azules, y, del otro, eran todas anglosajonas rubias, pechugonas, de colores vivos y lentas. Y ahí estaba él, tan legendario y tan en casa como en Carlton House Terrace y la calle Gerard, en Soho, donde las imitaciones de restaurantes franceses hacen nata… Ahí estaba el hombre agitanado que había pisado tierras extranjeras, pero que conocía el pedigrí de cualquier perro ovejero de la llanura y la cabeza de cada presa que se escondía en los matorrales y el agujero de cada zorro y la ruta que cada zorro tomaba cuando de noche asolaba a la distancia…, puesto que el zorro nunca ataca aves de corral cerca de su hogar. ¡Ni siquiera él! Por temor a la retribución. Y tú podías ver a los cachorros del zorro jugar a la luz del día con los jóvenes conejos de la conejera de al lado… Hudson les había hablado de ello a los lugareños, y ellos supieron reconocer cuán cierto era. Y él lo sabía todo acerca de las personas muertas o desaparecidas en la llanura, y de todas las mujeres buenamozas vivientes, y era un sanador que te daba buena suerte con el solo hecho de mirarte.
Y ahí ese grandioso hombre alto se sentaba en la mesa del pastor, bebiendo el té terriblemente fuerte en tazas gruesas y comiendo fleed-cake y conejos escalfados. Y las pequeñísimas niñas morenas de ojos azules, tocándose los empeines con las suelas de sus zapatos y visitando los enormes bolsillos de su abrigo en busca de las golosinas que estaban seguras de encontrar…, tan confiadas como la ardilla dócil en encontrar nueces…, y siempre había flores color naranja dentro de un tazón de barro cocido sobre la mesa, la flor que sólo es una maleza en los jardines ingleses, pero que es apreciada por sobre todas las otras en los arriates de invierno alrededor del Mediterráneo.
Y en ese momento la gran figura larga se levantaba y, rozando las vigas del techo con el pelo, se lanzaba paseo abajo por el ancho valle. Y se quedaba por muchos minutos observando la colonia de grajos en los árboles que todavía estaban de pie, cien años después de que la casa solariega a la que daban abrigo se hubiese derrumbado. Y de ahí a la estación, y luego de vuelta a la casa más extraña de todas las que le dieron cobijo.
En ese entonces su esposa –que en sus días había sido una cantante célebre– mantenía una pensión. Ella era veinte años mayor que Hudson y no le llegaba a la altura del codo. Luego de casarse con él, ella cantó muy poco, pues su voz la estaba abandonando. Pero por lo demás era una persona bastante normal y rápida de ingenio, si bien un poco ligera de temperamento y mala para los negocios. Todo el dineral que había ganado en sus días se había esfumado, y poco después del matrimonio su pensión también quedó en bancarrota. Fue ahí cuando ellos supieron lo que era el hambre, y los desesperados y corajudos esfuerzos que hizo Hudson para mantenerlos a flote no son la parte menos romántica de su carrera. Él era un extraño en Londres, sin nada para ganarse la vida a excepción de su pluma; y es curioso pensar que una de las maneras en que sí ganó dinero fue desentrañando cuadros genealógicos para estadounidenses de orígenes ingleses. En esos días también hizo descripciones rutinarias de pájaros sudamericanos para ornitólogos científicos que nunca habían visto un pájaro. Y ahí las revistas comenzaron a pedirle artículos sobre pájaros; su esposa heredó una casa fantásticamente fúnebre en el barrio más hollinoso de Londres y una pequeña suma de dinero con la que inició una pensión que esta vez no quebró. Y era enternecedor ver cómo Hudson construía otra gentil leyenda de sí mismo entre las viejas criadas cubiertas con chales de Shetland y los coroneles de la India arruinados. Y luego recibió una pensión de la Lista Civil del Rey, y la fama le llegó en Londres y el dinero desde Nueva York. Y él y su mujer vivieron juntos hasta que ella murió, poco antes que él, a la avanzada edad de 100 años… Eso, también, fue romance.
Me avergüenza decir que en aquel entonces no vi nada de eso, y la atmósfera de la pensión me desagradaba de tal manera que apenas podía le insistía a Hudson que saliéramos a los Jardines de Kensington. Por esos días él no era un buen caminante, a pesar de que había pasado la mayor parte de su vida de pie, mirando pájaros. Acostumbrábamos a andar muy lentamente bajo los altos olmos de Broad Walk y frente al pequeño palacio, entre los niños de los ricos. Observábamos a las ardillas grises que provenían de Nueva York, las que se sentían monstruosamente en casa en los Jardines, habiéndoles arrancado ya la cola a todas las ardillas rojas originarias. Y hablábamos de cómo el Libertador llevaba la fusta y pasaba revista a sus tropas; y de los pájaros y rebaños y magníficos árboles de la pampa, allá lejos y tiempo atrás. Y Allá lejos y tiempo atrás es el más revelador de todos sus libros.
Pienso que no me agradaría mucho recapturar varias de las atmósferas de mi pasado. Los días actuales son mejores. Pero estaría contento, bastante, si pudiera una vez más caminar lentamente por las calles fúnebres que iban de aquella pensión en Bayswater hasta la estación de Paddington…, lentamente al lado de Hudson y su esposa, quien se alejaba en dirección hacia el verdor inglés, a través de las calles más lúgubres que el mundo podía imaginar, no digamos conocer. Y Huddie elucubraba teorías sobre la lluvia inglesa y lejos, detrás de él, su pequeñísima esposa se encargaba incesantemente de informarle que estaba yendo por el camino errado.
Hudson había vivido en ese distrito por cuarenta años, y siguió quedándose luego de que la fortuna le hubiese sonreído un poco –porque estaba cerca del gran terminal de Paddington, y desde allí podían escabullirse al campo sin llamar la atención sobre su singular desproporción de tamaño–. Pese a eso, nunca podían tomar tal salida de Londres sin que ella le dijera a él que estaba yendo por el camino errado… Supongo que porque ella había vivido allí por casi un siglo. Y ella seguía y seguía, riñendo como una gallineta que amenaza a una inmensa bestia que se acerca a su nido en los arbustos. Su avanzada edad sólo afectaba su coloración, de modo que parecía desvanecerse más y más en la niebla de Saint Luke’s Road, hasta que se hacía casi invisible. Pero su vivacidad era invencible, y apropiada. Era como si, habiendo armado ya a ese gigante romántico, las fuerzas de la naturaleza no pudiesen ir más lejos, y armar una compañera apropiada tenía que compensarse con ese singular y aduendado picaflor.
Ford Madox Ford / Amistades literarias, 1937
Traducción: Juan Manuel Vial
Ediciones Universidad Diego Portales / Colección Vidas ajenas
Ph / Ford Madox Ford
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