
Una mañana me llamaron por teléfono. El que lo hacía dijo estar en gran peligro. A mi natural pregunta: “¿Con quién tengo el gusto de hablar?”, respondió que nunca nos habíamos visto y que nunca nos veríamos. ¿Qué se hace en esos casos? Pues decir al que llama que se ha equivocado de número; en seguida, colgar. Así lo hice, pero a los pocos segundos de nuevo sonaba el timbre. Dije a quien de tal modo insistía que por favor marcase bien el número deseado y hasta añadí que esperaba no ser molestado otra vez, ya que era muy temprano para empezar con bromas.
Entonces me dijo con voz angustiada que no colgase, que no se trataba de broma alguna; que tampoco había marcado mal su número; que era cierto que no nos conocíamos, pues mi nombre lo había encontrado al azar en la guía telefónica. Y como adelantándose a cualquier nueva objeción, me dijo que todo cuanto estaba ocurriendo se debía a su cara; que su cara tenía un poder de seducción tan poderoso que las gentes, consternadas, se apartaban de su lado como temiendo males irreparables. Confieso que la cosa me interesó; al mismo tiempo, le dije que no se afligiera demasiado, pues todo tiene remedio en esta vida..
—No —me dijo—. Es un mal incurable, una deformación sin salida. El género humano se ha ido apartando de mí; hasta mis propios padres hace tiempo me abandonaron. Me trato solamente con lo menos humano del género humano, es decir, con la servidumbre… Estoy reducido a la soledad de mi casa. Ya casi no salgo. El teléfono es mi único consuelo, pero la gente tiene tan poca imaginación… Todos, sin excepción, me toman por loco. Los hay que cuelgan diciendo frases destempladas; otros me dejan hablar y el premio es una carcajada estentórea; hasta los hay que llaman a personas que están cerca del aparato para que también disfruten del triste loco. Y así, uno por uno, los voy perdiendo a todos para siempre.
Quedé conmovido, pero también pensaba que me la estaba viendo con un loco; sin embargo, esa voz tenía un tal acento de sinceridad, sonaba tan adolorida, que me negaba a soltar la carcajada, dar el grito y cortar la comunicación sin más explicaciones. Una nueva duda me asaltó. ¿No sería un bromista? O sería la broma de uno de mis amigos queriendo espolear mi imaginación (soy novelista). Como no tengo pelos en la lengua se lo solté.
—Bueno —dijo filosóficamente—. Yo no puedo sacarle esa idea de la cabeza; es muy justo que usted desconfíe, pero si usted tiene confianza en mí, si su piedad alcanza a mantener esta situación, ya se convencerá de la triste verdad que acabo de confiarle. —Y sin darme tiempo para nuevas objeciones, añadió—: Ahora espero la sentencia. Usted tiene la palabra.
¿Qué va a ser? —murmuró con terror—. ¿Una carcajada, un grito?
—No —me apresuré a contestar—. No lo voy a dejar desamparado; eso sí —añadí—, sólo hablaré con usted dos veces por semana. Soy una persona con miles de asuntos. Desgraciadamente, mi cara sí la quieren ver todos o casi todos. Soy escritor, y ya sabe usted lo que eso significa.
—Loado sea Dios —respondió—. Usted me detiene al borde del abismo.
—Pero —lo interrumpí— temo que nuestras conversaciones tengan que ser suspendidas por falta de tema. Como no tenemos nada en común, ni amigos comunes, ni situaciones de dependencia, como, por otra parte, no es usted mujer (ya sabe que las mujeres gustan de ser enamoradas por teléfono), creo que vamos a bostezar de aburrimiento a los cinco minutos.
—También yo he pensado lo mismo —me contestó—. Es el riesgo que se corre entre personas que no pueden verse la cara… Bueno — suspiró—.
Nada se pierde con probar.
—Pero usted —le objeté—, si fracasamos, usted se va a sentir muy mal. ¿No ve que puede ser peor el remedio que la enfermedad?
No me fue posible hacerlo desistir de su peregrina idea. Hasta se le ocurrió una de lo más singular: me propuso que asistiéramos a diferentes espectáculos para cambiar impresiones. Esta proposición, que al principio casi tuvo la virtud de irritarme, acabó por hacerse interesante. Por ejemplo, me decía que asistiría al estreno de la película tal a tal hora… Yo no faltaba. Tenía la esperanza de adivinar esa cara, seductora y temible, entre los cientos de personas que colmaban la sala de proyección. A veces mi curiosidad era tan intensa, que imaginaba a la policía cerrando las salidas, averiguando si no había en el cine una persona con una cara seductora y temible. Pero, ¿puede ser ésta una pista infalible para un esbirro? Lo mismo puede tener cara seductora y temible el mágico joven que el malvado asesino. Hechas estas reflexiones me apaciguaba, y cuando volvíamos a nuestras conferencias por teléfono, y yo le contaba estas rebeldías, él me suplicaba, con voz llorosa, que ni por juego osase nunca verle la cara, que tuviese por seguro que tan pronto contemplara yo su “cara sobrecogedora”, me negaría a verlo por segunda vez. Que él sabía que yo me quedaría tan campante, pero que pensase en todo lo que él perdería. Que si yo le importaba un poco como desvalido ser humano, que nada intentase con su cara. Y a tal punto se puso nervioso que me pidió permiso para que no coincidiéramos, en adelante, en ningún espectáculo.
—Bien —le dije—. Concedido. Si usted lo prefiere así, no estaremos más “juntos” en parte alguna. Pero será con una condición…
—Con una condición… —repitió débilmente—. Usted me pone condiciones y me pone en aprietos. Ya me imagino lo que va a costarme la súplica.
—La única que usted no podría aceptar sería vernos las caras… Y no, ésa nunca la impondría. Me interesa usted bastante como para acorralarlo.
—Entonces, ¿qué condición es ésa? Cualquier situación que usted haya imaginado será siempre temeraria. Piénselo —me dijo con voz suplicante—.
Piénselo antes de resolver nada. Por lo demás —añadió—, estamos tan seguros a través del hilo del teléfono…
—¡Al diablo su teléfono! —casi grité—. Yo tengo absoluta necesidad de verlo a usted. ¡No, por favor! —me excusé, pues sentí que casi se había desmayado—. ¡No, no quiero decir que tenga que verle la cara expresamente! Yo nunca osaría vérsela; sé que usted me necesita, y aun cuando muriese literalmente de ganas de contemplar su cara, las sacrificaría por su propia seguridad. Viva tranquilo. No, lo que quiero decir es que yo también sufro. No es a usted solo a quien su cara juega malas pasadas, a mí también me las juega… Quiere obligarme a que yo la vea; quiere que yo también lo abandone.
—No había previsto esto —me respondió con un hilo de voz—. ¡Maldita cara que, hasta oculta, me juega malas pasadas! Como iba a imaginar yo que usted se desesperaría por contemplarla.
Hubo un largo silencio; estábamos muy conmovidos para hablar.
Finalmente, él lo rompió: “¿Qué hará usted ahora?”
—Resistir hasta donde pueda, hasta donde el límite humano me lo permita…, hasta…
—Sí, hasta que su curiosidad no pueda más —me interrumpió con marcada ironía—. Ella puede más que su piedad.
—¡Ni una ni otra! —así le grité—. ¡Ni una ni otra!… No es que haya sido “exclusivamente” piadoso con usted. También hubo de mi parte mucho de simpatía —añadí amargamente—. Y ya lo ve, ahora me siento tan desdichado como usted.
Entonces él juzgó prudente cortar la tensión con una suerte de broma, pero el efecto que me produjo fue deprimente. Me dijo que ya que su cara tenía la virtud de “sacarme de mis casillas”, él daba por concluidas nuestras entrevistas, y que, en adelante, buscaría una persona que no tuviera la curiosidad enfermiza de verle la cara.
—¡Eso nunca! —imploré—. Si usted hiciese tal cosa, me moriría.
Sigamos como hasta ahora. Eso sí —añadí—, hágame olvidar el deseo de verle la cara.
—Nada puedo hacer —me contestó—. Si fracaso con usted, será el fin.
—Pero al menos déjeme estar cerca de usted —le supliqué—. Por ejemplo, le propongo que venga a mi casa…
—Usted bromea ahora. Ahora le toca a usted ser el bromista. Porque eso es una broma, ¿no?
—Lo que yo le propongo —aclaré— es que usted venga a mi casa, o yo a la suya; que podamos conversar frente a frente en las tinieblas.
—¡Por nada del mundo lo haría! —me dijo—. Si por teléfono ya se desespera, qué no será a dos dedos de mi cara…
Pero lo convencí. Él no podía negarme nada, así como tampoco yo podía negarle nada. El “encuentro” tuvo lugar en su casa. Quería estar seguro de que yo no le jugaría una mala pasada. Un criado que salió a atenderme al vestíbulo, me registró cuidadosamente.
—Por orden del señor —advirtió.
No, yo no llevaba linterna, ni fósforos: nunca hubiera recurrido a expedientes tan forzados, pero él tenía tal miedo de perderme que no alcanzaba a medir lo ridículo y ofensivo de su precaución. Una vez que el criado se aseguró de que yo no llevaba conmigo luz alguna, me tomó de la mano hasta dejarme sentado en un sillón. La oscuridad era tan cerrada que yo no habría podido ver el bulto de mi mano pegada a mis ojos. Me sentí un poco inmaterial, pero, de todos modos, se estaba bien en esa oscuridad. Además, por fin iba yo a escuchar su voz sin el recurso del teléfono, y lo que es más conmovedor, por fin estaría él a dos dedos de mí, sentado en otro sillón, invisible, pero no incorpóreo. Ardía en deseos de “verlo”. ¿Es que ya estaba, él también, sentado en su sillón, o todavía demoraría un buen rato en hacer su entrada? ¿Se habría arrepentido, y ahora vendría el criado a decírmelo? Comencé a angustiarme. Acabé por decir:
—¿Está usted ahí?
—Mucho antes que usted —me contestó su voz que sentí a muy corta distancia de mi sillón—. Hace rato que le estoy “mirando”.
—Yo también le estoy “mirando”. ¿Quién osaría ofender al cielo, pidiendo mayor felicidad que ésta?
—Gracias —me contestó con voz temblorosa—. Ahora sé que usted me comprende. Ya no cabe en mi alma la desconfianza. Jamás intentará usted ir más allá de estas tinieblas.
—Así es —le dije—. Prefiero esta tiniebla a la tenebrosidad de su cara.
Y a propósito de su cara, creo que ha llegado el momento de que usted se explique un poco sobre ella.
—¡Pues claro! —y se removió en su asiento—. La historia de mi cara tiene dos épocas. Hasta que fui su aliado, cuando pasé a ser su enemigo más encarnizado. En la primera época, juntos cometimos más horrores que un ejército entero. Por ella se han sepultado cuchillos en el corazón y veneno en las entrañas. Algunos han ido a remotos países a hacerse matar en lucha desigual, otros se han tendido en sus lechos hasta que la muerte se los ha llevado.
Tengo que destacar la siguiente particularidad: todos esos infelices expiraban bendiciendo mi cara. ¿Cómo es posible que una cara, de la que todos se alejaban con horror, fuese, al mismo tiempo, objeto de postreras bendiciones?
Se quedó un buen rato silencioso, como el que en vano trata de hallar una respuesta. Al cabo, prosiguió su relato:
—Este sangriento deporte (al principio, apasionante) se fue cambiando poco a poco en una terrible tortura para mi ser. De pronto, supe que me iba quedando solo. Supe que mi cara era mi expiación. El hielo de mi alma se había derretido, yo quise redimirme, pero ella, en cambio, se contrajo aún más, su hielo se hizo más compacto. Mientras yo aspiraba, con todo mi ser, a la posesión de la ternura humana, ella multiplicaba sus crímenes con saña redoblada, hasta dejarme reducido al estado en que usted me contempla ahora.
Se levantó y comenzó a caminar. No pude menos que decirle que se tranquilizara, pues con semejantes tinieblas pronto daría con su cuerpo en tierra. Me aclaró que sabía de memoria el salón y que en prueba de ello haría el tour de force de invitarme a tomar café en las tinieblas. En efecto, sentí que manipulaba tazas. Un débil resplandor me hizo saber que acababa de poner un jarro con agua sobre un calentador eléctrico. Miré hacia aquel punto luminoso. Lo hice por simple reflejo ocular; además, él estaba tan bien situado que tan débil resplandor no alcanzaba a proyectar su silueta. Le gasté una broma sobre que yo tenía ojos de gato, y él me contestó que cuando un gato no quiere ver a un perro sus ojos son los de un topo… Se puso tan contento con el hecho de poder recibir en su casa, a pesar de su cara, a un ser humano y rendirle los sagrados honores de la hospitalidad, que lo expresó por un chiste; me dijo que como el café se demoraba un poco podía distraerme “leyendo una de las revistas que estaban a mi alcance, sobre la mesa roja con patas negras…”.
Días más tarde, haciendo el resumen de la visita, comprobaba que se había significado por un gran vacío. Pero no quise ver las cosas demasiado negras, y pensé que todo se debía a una falta de acomodo a la situación creada. En realidad —me decía—, todo pasa como si no existiese esa prohibición terminante de vernos las caras. ¿Qué importancia tiene, después de todo, un mero accidente físico? Por otra parte, si yo llegara a verla, probablemente me perdería yo, perdiéndolo a él de paso. Pero, en relación con esto, si su alma actual no está en contubernio con su cara, no veo qué poder podría tener ella sobre la cara del prójimo. Porque supongamos que yo veo al fin su cara, que esta cara trata de producir en mi cara un efecto demoledor. Nada lograría, pues su alma, ¿no está ahí, lista para parar el golpe de su cara? ¿No está ahí pronta a defenderme, y lo que es más importante, a retenerme?
En nuestra siguiente entrevista le expuse todos estos razonamientos; razonamientos que me parecieron tan convincentes, que ni por un momento dudé que iba a levantarse para inundar de luz su tétrico salón. Pero cuál no sería mi sorpresa al oírle decir:
—Usted ha pensado en todas las posibilidades, pero olvida la única que no podría ser desechada…
—Cómo —grité—, ¿es que existe todavía una posibilidad?
—Claro que existe. No estoy seguro de que mi alma vaya a defenderlo a usted de los ataques de mi cara.
Me quedé como un barco que es pasado a ojo por otro barco. Me hundí en el sillón y más abajo del sillón, hundido en el espeso fango de esa horrible posibilidad. Le dije:
—Entonces, su alma, ¿no está purificada?
—Lo está. No me cabe la menor duda, pero, ¿y si mi cara asoma la oreja? Ahora bien, si la cara se mostrase, no sé si mi alma se pondría contra ella o a favor de ella.
—¿Quiere decir —vociferé— que su alma depende de su cara?
—Si no fuera así —me respondió sollozando— no estaríamos sentados en estas tinieblas. Estaríamos viéndonos las caras bajo un sol deslumbrador. No le respondí. Me pareció inútil añadir una sola palabra. En cambio, dentro de mí, lancé el guante a esa cara seductora. Ya sabía yo cómo vencerla. Ni me llevaría al suicidio ni me apartaría de él. Mi próxima visita sería quedarme definitivamente a su lado; a su lado, sin tinieblas, con su salón lleno de luces, con las caras frente a frente.
Poco me queda por relatar. Pasado un tiempo, volví por su casa. Una vez que estuve sentado en mi sillón le hice saber que me había saltado los ojos para que su cara no separase nuestras almas, y añadí que como ya las tinieblas eran superfluas, bien podrían encenderse las luces.
Virgilio Pïñera, 1956
Ph / Brett Walker