
Fragmento de la novela La marcha Radetzky (Cap. II)
de Joseph Roth
En toda la división no había mejor banda militar que la del regimiento de infantería número 10 de W, pequeña capital de distrito, en Moravia. Su director era uno de aquellos músicos militares austríacos que, gracias a su buena memoria y a una especial capacidad para crear nuevas variaciones a partir de viejas melodías, se hallaban en condiciones de componer cada mes una marcha militar. Estas marchas se parecían entre sí como soldados. La mayoría de ellas empezaban con un redoble de tambor, pasaban después al ritmo acelerado del toque de retreta, al sonido estrepitoso de los agradables platillos y acababan con el retumbar del trueno del bombo, ese alegre y breve temporal de la música militar. Lo que distinguía especialmente al músico mayor Nechwal frente a sus colegas era su gran tenacidad para crear nuevas composiciones y el rigor, entre alegre y enérgico, con que dirigía los ensayos. La mala costumbre de otros músicos mayores de dejar que el sargento dirigiera la primera marcha y no decidirse a tomar la batuta hasta haber llegado al segundo punto del programa era, en opinión de Nechwal, un síntoma evidente de la decadencia de la real e imperial monarquía austríaca. En cuanto la banda se había colocado en el semicírculo reglamentario, después de clavar los diminutos pies de los flexibles atriles en los hilillos de tierra que había entre los adoquines, ya estaba el músico mayor situado en el centro, frente a sus subordinados, con la batuta de ébano negro y puño de plata discretamente levantada. Todos los conciertos en la plaza —siempre bajo el balcón del señor jefe de distrito— se iniciaban con la marcha de Radetzky. A pesar de que los músicos dominaban esta composición hasta la saciedad y no tenían necesidad de dirección alguna, Nechwal consideraba que era menester leer todas las notas en la partitura. Y, como si ensayara por primera vez la marcha de Radetzky, todos los domingos, con absoluta meticulosidad militar y musical, erguía la frente, la batuta y la mirada y dirigía las tres hacia el segmento del círculo en cuyo centro se hallaba, y que en su opinión precisaba especialmente de sus órdenes. Redoblaban los tambores, tocaban dulces las flautas y resonaba el estrépito de los agradables platillos. En los rostros de los espectadores se dibujaba una sonrisa entre soñadora y complacida; sentían el hormigueo de la sangre que ascendía por las piernas y, a pesar de estar firmes, creían hallarse ya en plena marcha. Los hombres maduros dejaban caer la cabeza y recordaban sus maniobras militares. Las mujeres ya entradas en años permanecían sentadas en los bancos del parque cercano, y sus sienes, ya enmarcadas por hebras grises, temblaban. Era verano.
Sí, ya era verano. Los viejos castaños situados delante de la casa del jefe de distrito sólo por la mañana y por la tarde agitaban sus copas verdes, oscuras, frondosas. Estaban quietos de día, despedían un hálito áspero y proyectaban sus sombras, frescas y anchas hasta mitad de la calle. El cielo estaba siempre azul. El canto de las alondras sobre la ciudad tranquila era incesante. Traqueteaba a veces un coche de punto por los adoquines, llevando un forastero desde la estación hasta el hotel. Se oía el trotar de los dos caballos que tiraban del coche en que paseaba el señor de Winternigg, por la calle mayor, de norte a sur, desde su palacio a sus inmensos cotos de caza. En su calesa, pequeño, viejo e insignificante, iba sentado el señor de Winternigg, un viejecillo amarillo envuelto en una manta amarilla, de rostro reseco y menudo. Como un último retazo del invierno pasaba por el verano, ahíto. Altas ruedas de gomas, elásticas y silenciosas, en cuyos delgados rayos charolados se reflejaba el sol, así avanzaba directamente desde la cama a su imperio rural. Las grandes selvas oscuras y los rubios guardabosques verdes le aguardaban ya. Los habitantes de la ciudad le saludaban. Él no respondía al saludo. Pasaba inmóvil por entre un mar de adioses. Su cochero negro se proyectaba hacia el cielo y, con su sombrero de copa, sobrepasaba casi los altos castaños; el látigo rozaba leve las espaldas morenas de los caballos, y de la boca cerrada del cochero salía, a intervalos regulares, un penetrante chasquido, más intenso que el trotar de los caballos, como un melódico escopetazo.
Ahora empezaban las vacaciones. El hijo del jefe de distrito, Carl Joseph von Trotta, de quince años de edad, alumno de la academia para cadetes de caballería de Mährisch-Weisskirchen, sentía que su ciudad natal era tierra veraniega; el hogar del verano, como el suyo propio. Por Navidad y Semana Santa siempre estaba invitado a la casa de su tío. Sólo iba a casa durante las vacaciones de verano. El día de su llegada era siempre un domingo. Se cumplía así la voluntad de su padre, el señor jefe de distrito, Franz barón de Trotta y Sipolje. Las vacaciones de verano, independientemente del día en que empezaran en la academia militar, tenían que iniciarse en casa, necesariamente, en domingo. Los domingos, el señor Trotta y Sipolje nunca estaba de servicio. Reservaba toda la mañana, de las nueve a las doce, para su hijo. Con gran puntualidad, a las nueve menos diez, un cuarto de hora después de la primera misa, el chico aparecía en uniforme de domingo ante la puerta de la casa de su padre. A las nueve menos cinco descendía Jacques, en librea gris, por las escaleras y decía:
—Señorito, su señor papá está llegando.
Carl Joseph daba un par de tirones a la chaquetilla, se ajustaba el correaje, la gorra en la mano y en posición de firme, según las ordenanzas. Llegaba el padre; el hijo pegaba un golpe de tacones que resonaba por el viejo caserón silencioso. El viejo abría la puerta y, con una breve indicación de mano, invitaba a pasar a su hijo. El muchacho hacía caso omiso de esta sugerencia. El padre entraba primero; Carl Joseph le seguía para detenerse en el umbral de la puerta.
—Ponte cómodo —le decía su padre al cabo de un rato.
Entonces, Carl Joseph se acercaba al gran sillón de terciopelo rojo y se sentaba frente a frente del jefe de distrito, con las rodillas rígidas, sosteniendo sobre ellas la gorra y los guantes blancos. Por entre las persianas bajadas se proyectaban sobre la alfombra granate débiles rayos de sol. Zumbaba una mosca, el reloj de péndulo daba las horas. En cuanto cesaba su eco, el padre preguntaba:
—¿Qué tal está el señor comandante Marek?
—Se encuentra bien, papá.
—Y en geometría, ¿sigues sacando malas notas?
—Algo he mejorado, papá.
—¿Has leído algunos libros?
—Sí, papá.
—¿Y qué tal montas? Si vamos a ser sinceros, el año pasado no eras nada extraordinario…
—Pero este año… —empezó diciendo Carl Joseph, pero su padre le interrumpió inmediatamente.
El jefe de distrito extendió la mano delgada, que permanecía semiescondida debajo de los grandes puños de la camisa redondos, brillantes.
—Acabo de decir que no fue nada extraordinario, fue… —el jefe de distrito se detuvo un instante y añadió a continuación con voz apagada— una vergüenza.
Padre e hijo callaron. La palabra «vergüenza», aunque dicha en voz baja, todavía se oía en la estancia. Carl Joseph sabía que después de una dura crítica paterna había que permanecer callado un rato. Era necesario aceptar la sentencia en toda su trascendencia, estudiarla, recordarla bien y clavársela en el corazón y en el cerebro. Se oía el tic-tac del reloj, zumbaba la mosca.
—Este año he mejorado bastante —dijo entonces Carl Joseph con voz clara—. Lo ha dicho incluso muchas veces el sargento primero. También he recibido una felicitación del señor teniente Koppel.
—Tengo que alegrarme, pues —observó con voz cavernosa el señor jefe de distrito.
Los puños chocaron con el borde de la mesa y se produjo un ruido seco.
—Sigue contando —dijo el barón y encendió un cigarrillo.
Era señal de que efectivamente ya podía ponerse cómodo: Carl Joseph colocó la gorra y los guantes sobre un pequeño pupitre, se puso en pie y empezó a contar todo lo que había pasado durante el año. El viejo le observaba complacido. De repente dijo:
—Pero ya estás hecho un buen mozo, hijo mío. Has cambiado hasta la voz. ¿Estás enamorado?
Carl Joseph se puso colorado. Le ardía la cara como un rojo farolillo, pero con buen ánimo hizo frente a su padre.
—Bueno, pues todavía no —dijo Carl Joseph.
—Nada, no te preocupes, sigue contando.
Carl Joseph tragó saliva, ya no estaba colorado; ahora tenía frío. Y fue contando, poco a poco, con muchas pausas. Al terminar, entregó a su padre la cuartilla con la lista de los libros leídos.
—Unas lecturas excelentes —dijo el jefe de distrito—. A ver, cuéntame el argumento de Zriny.
Carl Joseph le contó el drama, acto tras acto. Después se sentó, cansado, pálido, con la boca seca. Miró el reloj a escondidas: todavía eran las diez y media. Faltaba aún una hora y media para terminar el examen. Y al viejo se le podía ocurrir hacer preguntas sobre la historia de la antigüedad o sobre la mitología germánica. El barón se paseaba, fumando por la habitación con la mano izquierda en la espalda. En la derecha se oía el crujido del puño almidonado. Los rayos de sol sobre la alfombra eran cada vez más brillantes y se acercaban a la ventana. Faltaba poco ya para el mediodía. Las campanas de la iglesia empezaron a tocar, resonaban en la habitación, como si repicaran detrás de las persianas. Hoy el viejo sólo hacía examen de literatura. Habló detalladamente de la importancia de Grillparzer y recomendó al hijo, como «lectura fácil», para las vacaciones, a Adalbert Stifter y Ferdinand von Saar. Pasó después a hablar de temas militares, las guardias, la segunda parte del reglamento, la composición de un cuerpo de ejército, la potencia bélica de un regimiento. De repente preguntó:
—¿Qué significa subordinación?
—Subordinación es la obediencia ciega —recitaba Carl Joseph— que todo subordinado debe prestar a sus jefes y todo inferior…
—¡Espera!… —interrumpió el padre y corrigió— así como todo inferior a su superior.
Y continuó Carl Joseph:
—… cuando…
—… en cuanto —corrigió el viejo.
—… en cuanto éste toma el mando.
Carl Joseph respiró aliviado. Daban las doce.
Ahora empezaban las vacaciones. Un cuarto de hora después ya oía los primeros redobles de tambor de la música, que llegaba del cuartel. Todos los domingos, al mediodía, tocaban delante de la residencia oficial del jefe de distrito, que en esta ciudad representaba, nada menos, que a su majestad el emperador. Carl Joseph se escondía detrás de los pámpanos de la parra del balcón y aceptaba la música de la banda como un homenaje. Se sentía algo emparentado con los Habsburgo, a quienes representaba aquí su padre y para quienes él mismo saldría un día a la guerra y a la muerte. Sabía todos los nombres de los miembros de la casa real. Los quería de verdad, con su corazón de niño, sobre todo al emperador, que era grande y bueno, justo y digno, infinitamente lejano y cercano, con especial afecto hacia los oficiales del ejército. Lo mejor era perecer por él bajo los acordes de la música militar, de ser posible los de la marcha de Radetzky. Y al compás de la música silbaban las balas ligeras junto a la cabeza de Carl Joseph; lucía al sol el sable, el corazón rebosaba ante el paso noble y ligero de la marcha y Carl Joseph caía entre el redoble orgiástico de la música, su sangre se hundía en una estrecha cinta granate sobre el oro terso de las trompetas, el negro charol de los bombos y la plata victoriosa de los platillos.
Detrás de él, Jacques carraspeaba. Era la hora de comer. Cuando la música cesaba un instante, se oía el ruido de los platos en el comedor, situado dos habitaciones más allá del balcón, exactamente en el centro del primer piso. Durante la comida la música continuaba, lejana pero clara. ¡Qué lástima que no tocasen todos los días! La música era una cosa buena, agradable, daba a la solemne ceremonia de la comida un marco benévolo, conciliador, e impedía que surgieran las cortas y duras conversaciones, siempre desagradables, que tanto gustaban a su padre. Se podía callar, escuchar y gozar. Los platos tenían unas cenefas pálidas, delgadas y azuldoradas, que agradaban a Carl Joseph. Muchas veces las recordaría en el transcurso de los años. Estas cenefas y la marcha de Radetzky y el retrato de su madre muerta —que él no recordaba— y aquel cucharón pesado de plata, la olla para el pescado, los cuchillos de postre con el filo como una sierra, las pequeñas tacitas para café, las cucharillas frágiles, delgadas como monedas de plata; todo esto significaba: verano, libertad, su pueblo.
Entregó a Jacques los correajes, la gorra y los guantes y pasó al comedor. El viejo entró al mismo tiempo y sonrió a su hijo. La señora Hirschwitz, el ama de llaves, llegó al cabo de un rato, con su vestido de seda gris, la cabeza erguida, el pelo recogido sobre la nuca y un gran broche curvo prendido en el pecho como un alfanje turco. Parecía un caballero armado de punta en blanco. Carl Joseph dio un beso fugitivo en su mano larga y dura. Jacques les acercó los sillones a la mesa. El jefe de distrito hizo la señal para sentarse. Jacques desapareció y volvió al instante con guantes blancos que parecían transformarle totalmente. Despedían un brillo como de nieve sobre su rostro, blanco de por sí, sobre sus patillas blancas, sobre sus pelos blancos. Pelos blancos que superaban en claridad a todo cuanto pueda ser claro en este mundo. Con los guantes sostenía una bandeja oscura, en la que llevaba una sopera humeante. Unos instantes después la depositó en medio de la mesa, con cuidado, sin hacer ruido y con gran rapidez. Según una vieja costumbre, la señorita Hirschwitz repartía la sopa. Había que recibir con los brazos amablemente abiertos los platos que ella ofrecía y responder además con una mirada agradecida en los ojos, a la que ella correspondía. Vagaba por los platos un brillo cálido, dorado; era la sopa: sopa de fideos. Transparente, con fideos pequeños, suaves, entrelazados, amarillos. El señor Trotta y Sipolje comía muy deprisa, con encono a veces. Diríase que aniquilaba con noble rencor un plato tras otro, en silencio, rápidamente, no dejaba títere con cabeza. La señorita Hirschwitz consumía en la mesa unas pequeñas raciones y, después del almuerzo, en su habitación, volvía a comer todos los platos. Carl Joseph se tragaba con temor y prisas grandes cucharadas ardientes e ingentes bocados. Así terminaban todos al mismo tiempo. No se cruzaba palabra alguna si el señor de Trotta y Sipolje permanecía callado. Después de la sopa se servía el asado con guarnición, el plato especial que el señor de Trotta comía, desde hacía años, todos los domingos. El barón se pasaba más de la mitad de la comida en observación complacida de los manjares. Acariciaba primero con la mirada el suave tocino que orlaba aquel imponente pedazo de carne y pasaba después a los diversos platos con la verdura, las remolachas de brillo violeta, las espinacas sobrias, de un verde exuberante, la lechuga sonriente y clara, los rábanos rusticanos de un blanco acedo, el perfecto trazo oval de las patatas nuevas, nadando en la mantequilla desleída como graciosos juguetes. El barón mantenía sorprendentes relaciones con la comida. Era como si se comiera con los ojos los mejores trozos; su sentido de la belleza le hacía consumir especialmente el contenido de los manjares, su alma podría decirse; el resto huero que iba a parar después a la boca y al paladar era aburrido y había que devorarlo inmediatamente.
El buen aspecto de la comida era un placer para el viejo. Exigía también que los manjares fueran de composición sencilla.
El viejo se complacía tanto en el buen aspecto de la comida como en su composición sencilla. Le gustaba la comida casera; era una especie de tributo que pagaba a su propio gusto y a sus convicciones, y estas últimas, eran, en su opinión, espartanas. Así pues, sabía unir con provecho la satisfacción de sus deseos con las exigencias del deber. Era un espartano. Pero era también un austríaco.
Se disponía ahora, como todos los domingos, a trinchar el asado. Dejó caer los puños de la camisa en las mangas, levantó las manos y, mientras cortaba la carne con el cuchillo y el tenedor, empezó a hablar dirigiéndose a la señorita Hirschwitz:
—Ve usted, querida mía, no basta con pedirle al carnicero que nos sirva un buen trozo de carne tierna. Hay que fijarse en la forma en que lo corta. Quiero decir, si lo corta a lo largo o de refilón. Los carniceros, hoy en día, ya no dominan su oficio. Con sólo un corte mal hecho y ya se puede tirar la carne de mejor calidad. Ve usted, querida mía, como ya casi no tiene remedio. No nota las fibras, es como si se deshojara. Lo máximo que se puede decir es que está reblandecida. Pero pronto se dará cuenta de que está dura. Y en cuanto a la guarnición, como dicen los alemanes del Reich, quiero que el rábano picante, llamado también rusticano, esté algo más seco. No me gusta que pierda su aroma en la leche. Y no debe aliñarse hasta poco antes de sacarlo a la mesa. Lo ha tenido demasiado rato en la leche y esto es un error.
La señorita Hirschwitz asintió lentamente y con gravedad. Había vivido muchos años en Alemania y hablaba siempre en alto alemán, y a su preferencia por las formas propias de la lengua literaria aludían los términos «guarnición» y «rábano rusticano» que había utilizado el señor Trotta. A la señorita Hirschwitz le suponía un evidente esfuerzo separar de la nuca el gran moño con que recogía su pelo, para poder inclinar la cabeza con un gesto afirmativo. Por ello, su correcta amabilidad tenía algo de mesurado, diríase incluso que contenía una actitud de defensa. En consecuencia, el jefe de distrito se consideró obligado a decir:
—Me parece que no me falta razón, querida mía.
Hablaba el alemán nasal de los altos funcionarios y de la nobleza austríaca. Su acento recordaba en algo guitarras lejanas en la noche, las últimas suaves vibraciones de las campanas que cesan de tañer; era una lengua dulce y precisa, tierna y malévola a la vez. Hacía juego con la cara delgada y huesuda del barón, con su nariz estrecha y arqueada, donde parecían hallarse aquellas consonantes sonoras, un poco nostálgicas. Cuando el jefe de distrito hablaba, su nariz y su boca, más que partes de la cara, parecían ser instrumentos de viento. Nada se movía en su rostro, a excepción de los labios. Las patillas oscuras que el señor de Trotta llevaba como un uniforme, como una insignia que demostraba que formaba parte de los criados de Francisco José I, como una prueba de sus convicciones dinásticas, también estas patillas estaban quietas cuando hablaba el señor Trotta y Sipolje. Estaba tieso en su silla como si sus manos duras sostuviesen riendas. Cuando estaba sentado parecía estar de pie y cuando se levantaba sorprendía comprobar cuán alto era. Siempre iba de azul marino, en verano como en invierno, en los días festivos como en los de trabajo; una chaqueta azul marino y unos pantalones con rayas grises, muy ajustados y tensos por la trabilla. Entre el segundo y el tercer plato solía levantarse para «hacer ejercicio», como él decía. Más parecía, sin embargo, que lo hiciera para demostrar a los presentes cómo hay que erguirse, levantarse y empezar a andar sin perder la tiesura. Jacques se llevaba la carne cuando advirtió una rápida mirada de la señorita Hirschwitz con la que le recordaba que le calentara el resto para comerlo ella después. A paso lento, el señor de Trotta se acercó a la ventana, levantó ligeramente las cortinas y volvió a la mesa. En este preciso instante hicieron su entrada los pasteles de cereza sobre una amplia fuente. El jefe de distrito tomó uno, lo cortó con la cuchara y dijo a la señorita Hirschwitz:
—Esto, querida mía, es un auténtico modelo de pastel de cereza. Al cortarlo posee la consistencia necesaria y, sin embargo, se deshace en la boca. —Y dirigiéndose a Carl Joseph añadió—: Te aconsejo que hoy comas dos.
Carl Joseph tomó dos. Se los tragó en un santiamén, terminó de comer un segundo antes que su padre y se tomó un vaso de agua, ya que el vino sólo se bebía por la noche, para que los pasteles cayeran del esófago, donde quizá estaban todavía pegados, al estómago. A igual ritmo que su padre, dobló la servilleta.
Se levantaron. Afuera, la banda tocaba la obertura de Tannhäuser. Al compás de sus sonoros acordes, avanzaron hacia el gabinete. Allí, Jacques les sirvió el café. Esperaban al músico mayor Nechwal. Mientras los soldados formaban en la plaza llegó Nechwal, en uniforme de gala azul marino, con un brillante sable y dos pequeñas arpas, resplandecientes, en las solapas.
—Estoy encantado del concierto que nos ha dado usted —le dijo el señor de Trotta, como cada domingo—. Ha sido sorprendente.
El señor Nechwal hizo una reverencia. Había comido media hora antes en el casino de los oficiales y no había podido esperar el café, tenía en la boca todavía el gusto de la comida, le apetecía un Virginia. Jacques le llevó un paquete de cigarros. El músico mayor dio chupadas tan largas al encender el cigarro que Carl Joseph por poco se tuesta los dedos mientras se mantenía digno ante la boca ardiente del puro. Estaban todos sentados en anchos sillones de cuero. Nechwal les habló de la última opereta de Lehár en Viena. El músico mayor era un hombre de mundo. Dos veces al mes iba a Roma, y Carl Joseph adivinaba que el músico traía escondidos en el fondo de su corazón muchos secretos del Demi-monde nocturno de la ciudad. Tenía tres hijos y una esposa de «simple condición», pero él, lejos de los suyos, era el centro de atención de todos. Se divertía; contaba chistes judíos con mucha gracia, complaciéndose con ello. El jefe de distrito nunca los comprendía, ni tampoco reía, se limitaba a decir: «¡Qué bueno! ¡Qué bueno!».
—¿Qué tal su señora esposa? —le preguntaba sin falta el barón de Trotta.
Desde hacía años era siempre la misma pregunta. No había visto nunca a la señora Nechwal, ni tampoco quería conocer jamás a una señora de «simple condición». Al despedirse le decía siempre al señor Nechwal:
—Con mis mejores respetos para su señora esposa, a quien no tengo el honor de conocer.
Y el señor Nechwal agradecía esta muestra de atención y le aseguraba que su esposa se alegraría por ello.
—¿Y qué tal los niños?
Trotta nunca sabía si eran niños o niñas.
—El mayor estudia mucho —dijo el músico mayor.
—¿También querrá ser músico? —preguntó Trotta con un ligero tono de desprecio.
—¡No! —replicó el señor Nechwal—. Otro año más y se irá a la academia para cadetes.
—Ah, oficial —dijo el jefe de distrito—. Está muy bien. ¿A la infantería?
El señor Nechwal sonreía.
—Sí, claro. Es un chico que realmente vale. Quizá vaya al estado mayor.
—Claro, claro —dijo el jefe de distrito—. Se han visto algunos otros casos así.
Y una semana después ya no se acordaba de nada. No iba a ocuparse de los hijos del músico mayor. El señor Nechwal tomaba dos tazas de café, ni una más, ni una menos. Lamentándolo, aplastaba el último tercio del Virginia. Era hora de marcharse y no podía irse con el cigarro encendido.
—Hoy ha sido algo sorprendente, fantástico. Mis respetos a su señora esposa, a quien desgraciadamente no tengo el honor de conocer —dijo el señor de Trotta y Sipolje.
Carl Joseph dio un taconazo. Acompañó al músico mayor hasta el primer rellano de la escalera, y después volvió al gabinete. Se puso ante su padre y dijo:
—Me voy a pasear, papá.
—Bueno, hijo, bueno, toma un poco el aire —le dijo el señor de Trotta haciendo un leve gesto con la mano.
Carl Joseph se fue. Quería pasear despacio, perezosamente, demostrar a sus pies que estaban de vacaciones. Se despabiló, como decían en el ejército, en cuanto vio al primer soldado. Entonces se puso en marcha. Llegó a un extremo de la ciudad, donde estaba la delegación de Hacienda, un gran edificio amarillo, tostándose lentamente al sol. Percibió el dulce aroma de los campos y el canto alborotado de las alondras. Colinas verdiazules cerraban el horizonte azul por el oeste, surgían ahora las primeras barracas campesinas, con el techo de paja y ripias, cacareaba el averío como charanga en el sosiego del verano. El país dormía envuelto en día y claridad.
Detrás de los terraplenes del ferrocarril se encontraba la casilla de los gendarmes, mandados por un suboficial, el suboficial Slama. Carl Joseph le conocía. Decidió llamar a su puerta. Entró en la galería. Hacía un calor sofocante; llamó a la puerta y tiró de la campanilla; nadie salía. Se abrió una ventana. Apareció en ella la señora Slama, que se asomó entre los geranios.
—¿Quién es? —gritó, y al ver al joven Trotta añadió—: Inmediatamente estoy con usted.
Abrió la puerta del vestíbulo; se notaba el fresco y olía algo a perfume. La señora Slama había echado unas gotas de extracto en su vestido. Carl Joseph recordó los locales nocturnos de Viena.
—¿No está el señor suboficial? —preguntó.
—Está de guardia, señor de Trotta —respondió la esposa—. Pase usted.
Carl Joseph estaba sentado en el salón de los Slama. Era una estancia rojiza, de techo bajo, muy fresca, como una nevera. Los altos respaldos de los sillones acolchados eran de marquetería, con hojas y figuras entalladas que se clavaban en la espalda. La señora Slama sirvió gaseosa fresca, que tomaba a pequeños sorbitos, con el meñique extendido y las piernas cruzadas. Estaba sentada al lado de Carl Joseph dándole la cara y balanceaba un pie, metido en una zapatilla color carmín, sin medias. Carl Joseph miraba el pie y después la gaseosa. No miraba el rostro de la señora Slama. Sobre las rodillas, rígidas, tenía la gorra, el busto erguido ante la gaseosa como si fuera obligación del servicio beberla.
—Ha estado mucho tiempo fuera, ¿es verdad, señor de Trotta? —dijo la señora Slama—. ¡Y ha crecido usted mucho! ¿Ya ha pasado de los catorce?
—Sí, ya hace mucho.
Pensaba marcharse cuanto antes de aquella casa. Había que tomarse de un trago la gaseosa, hacer una reverencia elegante, presentarle sus respetos al marido y marcharse. Miraba desvalido la gaseosa; no había manera de terminar con ella. La señora Slama le sirvió más. Trajo cigarrillos. Fumar estaba prohibido. La mujer encendió un cigarrillo y chupó, indolente, hinchando las aletas de la nariz y meneando el pie. De repente, sin decir una sola palabra, le tomó la gorra de las rodillas y la puso sobre la mesa. Después le puso su cigarrillo en la boca, la mano le olía a humo y agua de colonia; ante sus ojos brillaban las mangas transparentes del vestido de verano floreado. Fue fumando, cortés, el cigarrillo, que todavía conservaba la humedad de los labios de ella, mientras miraba la gaseosa. La señora Slama puso otra vez el cigarrillo entre sus dientes y se colocó detrás de Carl Joseph. El muchacho tenía miedo de volverse. De pronto, las mangas transparentes de la mujer rodearon su cuello, mientras apoyaba su cara sobre los cabellos del joven. Carl Joseph ni se movió, pero el corazón le latía alocadamente; una tempestad se desataba en su interior, dominada apenas por su cuerpo rígido y los fuertes botones del uniforme.
—¡Ven! —murmuró la señora Slama.
Se sentó en su falda, lo besó suavemente mientras le sonreía con la mirada. Por casualidad cayó un mechón de pelo rubio sobre su frente y ella miró hacia arriba. Con los labios en punta, soplando, intentó apartarlo. Carl Joseph empezaba a sentir sobre sus piernas el peso de la mujer. Esto le infundió nuevas fuerzas, los músculos tensos en las piernas y en los brazos. La abrazó y sintió el blando frescor de su pecho a través del paño áspero del uniforme. Reía ella retozando, pero era también como un sollozo. Las lágrimas le asomaban a los ojos. Después se echó hacia atrás y, con precisión cariñosa, fue desabrochando los botones del uniforme. Puso la mano suave y fresca en el pecho del muchacho, lo besó largo rato, gozando a fondo, y se levantó de repente como si hubiera oído un ruido. Al momento se puso él en pie; ella sonrió y lo arrastró lentamente, retrocediendo, con los brazos abiertos, la cabeza tirada hacia atrás y la mirada brillante, hasta la puerta, que abrió pegando con el pie hacia atrás. Se deslizaron en el dormitorio.
Como un cautivo indefenso vio, con los párpados semicerrados, cómo le desnudaba, lentamente, sin olvidar nada, como una madre. Con un cierto pánico observó cómo iban cayendo al suelo, una tras otra, sus prendas de gala, oyó el ruido sordo de los zapatos al caer y sintió inmediatamente después la mano de la señora Slama en su pie. Desde abajo iba ascendiendo una oleada cálida y fresca hasta su pecho. Se dejó caer. Recibió a la mujer como a una gran ola blanda de placer, fuego y agua.
Se despertó. La señora Slama estaba ante él y le presentaba, una tras otra, sus prendas de vestir; se vistió deprisa. Ella corrió al salón y le alcanzó los guantes y la gorra. Le puso bien la chaqueta. Carl Joseph sentía en su cara las miradas de ella, pero evitó contemplarla. Pegó un taconazo, con gran estrépito, le dio la mano, con la mirada fija en el hombro derecho de ella, y se fue.
Desde un campanario daban las siete. El sol se acercaba a las colinas, azules ahora como el cielo, que apenas se distinguían de las nubes. Un dulce olor emanaba de los árboles al borde del camino. El viento nocturno peinaba las hierbas de los ribazos a ambos lados del camino; se las veía doblarse temblorosas bajo su mano invisible, silenciosa y ancha. En ciénagas lejanas empezaron a croar las ranas. Por la ventana abierta de una casa amarilla de los arrabales se asomaba una joven a la calle solitaria. Aunque Carl Joseph nunca antes la había visto, la saludó respetuosamente. Ella, algo sorprendida, agradeció el saludo. El joven Trotta sintió que ahora se había despedido efectivamente de la señora Slama. Como un centinela entre el amor y la vida estaba en la ventana aquella mujer extraña, pero ya no desconocida. Sintió que después de saludarla volvía a ser de este mundo. Se marchó con paso vivo. A las ocho menos cuarto ya estaba en casa. Anunció su regreso al barón, pálido pero con firmeza, como hacen los hombres. El suboficial Slama estaba de patrulla en días alternos. Cada día se presentaba con un legajo en la jefatura del distrito. Nunca se encontró con el hijo del jefe de distrito. Cada dos días, por la tarde a las cuatro, se iba Carl Joseph a la casilla de los gendarmes. A las siete se marchaba. El olor que llevaba consigo de la señora Slama se mezclaba con los aires de las secas noches de verano y permanecía en las manos de Carl Joseph día y noche. El joven procuraba no acercarse a su padre más de lo necesario durante las comidas.
—Huele a otoño —dijo una noche el viejo.
Generalizaba el barón: la señora Slama siempre usaba reseda.
Joseph Roth / La Marcha Radetzky, Ed. Edhasa
Título original: Radetzkymarsch, 1932
Traducción: Arturo Quintana