
El miércoles pasado me justificaba al hablar de un niño mimado y subalterno llamado Maubec, y alegaba que nadie, en el mundo periodístico, lo sobrepasa en ignominia. Por esta razón, lo llamé “el Rey de la Prensa”.
Algunos encontraron excesiva la afirmación. Se me reprochó haberme dejado arrastrar por el asunto y haberle dado demasiada importancia a esta simpática piltrafa en perjuicio de Albert Wolff y algunos otros, que bien superan al susodicho en la cegadora magnificencia de su repugnancia moral.
Confieso que el reproche parece bien fundado. Es incontestable que, desde este punto de vista, el periodista del Figaro —por no hablar hoy sólo de este medio— tiene más crédito y más envergadura.
Es sobre la tierra donde planea este cóndor de la abominación. Rapiña con tanta potestad la universal podredumbre contemporánea para su provecho, que deviene un ave beneficiosa y da la sensación de elevarse hasta las nubes. Aunque, sin pretender igualarlo, se puede ser diabólicamente prodigioso, como es el caso del pequeño Maubec.
Por otra parte, todos estos monstruos engendrados en la misma pústula cetrina de nuestra sociedad carroñosa en copulación inmediata con la nada son tan idénticos en su origen que, cuando los miramos en forma consecutiva, creemos contemplar siempre lo más horrible

Albert Wolff encontró su Plutarco en el Sr. Toudouze, novelista cinocéfalo que habría podido contentarse con ser un literato impotente pero que eligió, como si la pestilencia no fuese suficiente, custodiar el entorno del “gran cronista”.
El libro de este perro faldero es, en efecto, una apoteosis ensayística sobre Albert Wolff. Ciertamente, puedo jactarme de haber leído abundantemente en mis cuarenta años de existencia. Sin embargo, jamás leí una cosa semejante.
En la medida en que se admira aquí un sedicente ser humano cuyo nombre, por sí solo, es fórmula evocadora de todo lo que hay de deshonroso y despreciable en la humanidad, la bajeza del halago roza lo sobrenatural.
Parece que el Sr. Toudouze goza de una posición económica que no le exige en absoluto realizar esta tarea infame que ni la más desgarradora miseria excusaría. Pero la vanidad de un piojo de las letras es inescrutable y profunda como la noche del espacio exterior. Es una atroz contrapartida del milagroso poder de Dios, y éste, que busca su pastura en los genitales ausentes de Albert Wolff —con la inefable esperanza de encontrar una familiaridad que aterraría hasta las leproserías—, es cien veces más increíble que un taumaturgo capaz de reanimar huesos viejos.

Jules Bastien-Lepage, cuyas lejanas similitudes físicas y morales simpatizan a Wolff, lo pintó un día en su estudio innoble y andrajoso. Este retrato, que bien podría ser también el de un gorila, tuvo un éxito escandaloso en el Salón de 1880. La brutal pero preciosa mediocridad del pintamonas había encontrado su fórmula.
Quedó demostrado que Bastien-Lepage fue concebido para pintar a Wolff y que Wolff fue concebido para deslumbrarse con el genio de Bastien-Lepage, cuyo destino se consumó en el encuentro y quien, rápidamente, quiso volver a reposar en las hediondas tinieblas de su comuna estética.
El retrato terminaría por ser adquirido por el Estado y conservado con gran cuidado en nuestro Museo Nacional. Se supuso que contaría nuestra historia con mayor elocuencia que la que podría tener un Tácito, suponiendo que un Tácito francés fuese posible y que la desesperante mediocridad republicana de nuestro país no lo desanimara.

Este jorobado, cuya cabeza se esconde entre los hombros como si se tratara de un tumor entre dos excrecencias, es notoriamente conocido entre la gente del bulevar. El andar del palurdo alemán, que ninguna frecuentación parisina ha podido enmendar en veinticinco años, evidencia un sinvergüenza que parece pedir un calzado digno con mayor vehemencia que la del abismo invocando al abismo.
Cuando se digna hablarle a alguien, la oscilación dextral de su horrible cabeza abre dolorosamente sobre la vértebra un ángulo de cuarenta y cinco grados, y fuerza al hombro a retraerse todavía más, lo cual da la impresión casi fantástica de una raya de culo emergiendo detrás de un escollo.
Entonces, creeríamos que toda la carcasa va a desarmarse como si fuese un mueble barato vendido a crédito por la casa Crépin, y el dulce temor deviene esperanza cuando el monstruo se agita con una histérica combinación de relincho y graznido que reemplaza en él la virilidad de la risa honesta.
Asentado en unas piernas inmensas que parecen haber pertenecido a otro personaje y que dan la impresión de querer desembarazarse a cada paso de esos repugnantes tachos de basura que soportan de mala gana, mantenido en equilibrio por unos simiescos apéndices laterales que parecen implorar la tierra del Señor, al ver su andar uno se pregunta por el necio amor propio que aún le impide, a su edad, decidirse de una vez por todas a gatear sobre el pavimento.

En cuanto a su cara —o, por lo menos, a lo que ocupa ese lugar—, no sé qué epítetos podrían describir el paradojal y devastador disgusto. Wolff es el monstruo puro, el monstruo esencial, y no tiene necesidad de ningún absceso para inspirar horror. Alguien podría ponerle champiñones azules en la cara y eso no lo volvería más atroz. Tal vez, incluso, lo mejoraría.
Inmediatamente, el aspecto general recuerda, de una manera irrefutable, al famoso “hombre cabeza de ternero” que apareció en los afiches del año pasado y cuya fatal imagen profanó tanto tiempo nuestras calles. Conozco un poeta que oyó decir “hombre cabeza de Wolff” y sostiene que ése es el verdadero título de la obra. Encontraba, tal vez, un poco menos de vivacidad espiritual en los ojos del cronista. Exceptuando el detalle, los habría creído gemelos.

El rostro enteramente glabro, como el de un anamita o un simio papio, es del color que tendría un enorme yogurt fresco donde se habría batido largamente el excremento sólido de un obrero.
La nariz, como es propio de los gibosos, es bastante ósea, sin refinamiento ni curvatura aguileña y carente de precisión plástica. Algo grosera en la punta pero sólidamente ubicada, recuerda confusamente la idea de un esbozo para un monumento religioso que una caterva de salvajes desanimados habría abandonado en una llanura yerma.
La boca es de una bestialidad inenarrable, de una insolencia ordinaria, de una monstruosa y obvia perversidad. Es un rictus, una vagina, una probóscide, un apéndice, un intervalo inmundo: no podemos decir qué es exactamente y las imágenes más infames se presentan por sí solas al espíritu. No debemos impedirnos creer que esta boca de esclavo inútil o espía denostado fue hecha exclusivamente para deglutir basura y lamer las botas del primero que no tema limpiar su calzado con este mascarón viviente.
Y eso es todo. No hay mentón. El labio inferior de esta torta podrida no cubre más que la cavidad del hocico piscícola y desaparece así, para nuestra súbita consternación, en la más ridícula, sórdida y vanidosa vestimenta que jamás hayamos encontrado en nuestros bulevares.

La moral del señor Wolff está en perfecta armonía con su físico. Su vida, despojada de cualquier peripecia mujeriega a causa del más frígido de los hermafroditismos, es tan chata como la de quien llega primero en una carrera sin tormentas.
Albert Wolff nació judío y prusiano en Colonia, en los brazos de la abuela de Béranger. Llegado a la edad viril —insignificante según su criterio—, lo encontramos trabajando en Bonn como copista de actas en el estudio de un abogado, rodeado de estudiantes universitarios con los cuales comparte estudios de psicología. Incluso, nos cuenta su biógrafo, se divierte decapitando ranas (esperando aquellas que, en días mejores, deberá comer).
Más tarde, con la vocación literaria encendida como una antorcha, escribe “Guillermo el Tejedor”, un cuento moral del cual se dice que es capaz de hacer llorar a las familias. El detalle es que todas estas cosas pasan en Prusia, y su ambición no podía contentarse con tan poco.
Le faltaba París y el café de Mulhouse, donde se reunía entonces, hacia 1857, la redacción del Figaro, feto lozano del pujante diario que hoy en día reina sobre las cinco partes del mundo.

No se trataba precisamente de tener genio para poder compartir la fortuna de este peluquín.
Se trataba, sobre todo, de hacer reír a Villemessant, y el palurdo lo hizo muy bien.
A partir de ese momento, fue juzgado digno de entrar en el grupo de farsantes que transformaron intelectualmente a Francia en aquello que todos conocemos, y no ha parado de ascender lentamente (sin dudas, a causa de la gravedad de su espíritu, pero con la infalible seguridad de una cucaracha).
El heroico Toudouze cuenta la odisea del periodista sin ninguna gracia y la juzga cien veces más épica que la odisea del viejo Ulises. Como un burro desorientado, se detiene aquí y allá para exhalar unas idiotas reflexiones de admiración a propósito de Aurélien Scholl, de Jules Noriac, de Alejandro Dumas padre e hijo o de cualquier otro timbalero del arribismo parisino.
En el fondo, toda esta historia no es más que un libro de caja donde el contador inscribe con precisión los ingresos y los gastos de su héroe. Podemos ver bien que es esto lo que resulta esencial al narrador y al narrado. ¡Qué júbilo para este último cuando Toudouze relata lo mucho que se vendieron las Memorias de Teresa escritas por ella misma —en realidad inventadas por Wolff en colaboración con Blum, Rochefort y Peragallo—, y cuánta lírica desolada cuando su conciencia implacable lo fuerza a mencionar una pérdida de ciento noventa y cinco mil francos en el juego!
Esta catástrofe, acaecida en 1877, fue sin dudas demasiado para la vocación liviana del hermafrodita del Figaro. Durante un minuto pensó en el suicidio, pero tuvo un razonamiento lúcido. Después de todo, habría sido idiota matarse como un perdedor vulgar cuando tenía bajo la manga la suntuosa ubre de una vaca lechera: un Salón.
A partir de esta reflexión redentora, la fortuna volvió a favorecerlo. Se volvió muy rico, su sinceridad prusiana se desentendió de los límites y, sobre todo, la desgracia de esa pérdida pasada hizo caer las escamas que opacaban su genio. Por fin, el simpático payaso que había sido hasta entonces dejó paso al gran moralista que tiene a la humanidad contemporánea bajo su arbitraje y al que consultan, con respeto, los magistrados más severos.

Tal es su última encarnación y probablemente definitiva encarnación. Albert Wolff morirá en la piel de un moralista venerado.
Llegamos hasta ese punto.
¡Este semblante de hombre fracasado incluso como eunuco, esta germana afectada —para seguir la expresión de Glatigny— dispone de una autoridad tan grande que tiene el poder de cortar cabezas, determinar absoluciones, y hacer depender de sus órdenes hasta a los más sublimes artistas del mundo!
Es este vermicular judío de Prusia el rey que elegimos en nuestra inefable degradación. ¡Rey respetado por la opinión más que el mismo Luis XIV y frente a quien se babea de miedo toda la reptante crápula periodística!
Bismarck puede dormir tranquilo. Su buen teniente es el amo de Francia.
Castrado él mismo, se encarga ahora de castrarnos a nosotros y nos manipula de tal manera que sólo le queda pisarnos como a un abono fértil para fecundar el suelo de la universal Alemania del futuro.

Cuando estalló la guerra de 1870, la situación del horrible payaso, lejos de estar asentada como hoy, se volvió insostenible. Se vio forzado a desaparecer como la mayor parte de sus compatriotas. Se nos cuenta que vagó como un chacal insatisfecho por toda Europa, esperando que el Gladiador de Prusia terminase su tarea y que el viejo León francés, agotado por la vejez, fuese abatido para terminar de cortarle su cabeza floja.
No osó aparecer inmediatamente después de la Comuna. La efervescencia del aire parisino era demasiado para él.
Se volvió imperceptible. Se escondió bajo los muebles como una chinche. Se deslizó entre el ajuar. Con la tenacidad de un ácaro de doble raza, se aferró al pavimento, frotándose contra los gargajos y la basura. Cualquier paseante se hubiese sorprendido de su impudicia, pero con todo, él quería imponerse en París, de donde un átomo de orgullo le hubiese aconsejado huir.
Humilde, tenaz, victorioso y soberbio. ¡Hasta las últimas consecuencias!

No le alcanzó con estar infiltrado entre nosotros. Le hacía falta reinar en el Figaro, y Villemessant fue lo suficientemente infame como para dejarlo.
Sabemos, desde luego, del reconocimiento del heredero y de la palabra que dejó caer a modo de oración fúnebre sobre la montañosa carroña de su benefactor y que reveló la belleza de su alma.
Venía de pagar mil cuatrocientos francos en la caja del diario en razón de una deuda contraída con el patrón.
Casi al mismo tiempo, el telégrafo aportó la noticia de la muerte de Villemessant.
Después de la primera emoción, Wolff les dijo a sus camaradas:
— Nunca tuve suerte con nuestro editor. Si la noticia llegaba algunas horas antes, no hubiese pagado los mil cuatrocientos francos y la familia no me los hubiese reclamado nunca.
No hace falta más que acercar a esta anécdota el cántico feliz que los periódicos alemanes deben entonar al enterarse de la siniestra farsa de la naturalización del cronista y al felicitar a Alemania por haberse deshecho de este orgulloso sinvergüenza a expensas de aquel otro imbécil de Francia que se empeñó en recibirlo.
Traducción de Nicolás Caresano / “L’Hermaphrodite prussien — Albert Wolff” en Glaudes, Pierre (ed). Bloy journaliste. Chroniques et pamphlets. París, Flammarion, 2019.
PH/ Jorge Macchi, Nocturno, 2004 (Papel y clavos sobre pared. 30 x 40 x 3 cm.)
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