
Tribulaciones y enseñanzas *
Siempre me he resistido a dictar, -a dictar conferencias, a dictar reglas-. Mi oficio es solo escribir. Pero algo me debe haber traicionado: escribí un libro de textos al que bauticé Canon de alcoba porque advertí que respondía a un movimiento circular, que permanentemente regresaba a un punto para proseguir luego en una especie de continuo musical incesante. Sólo después advertí que canon es también norma, que el término designa cierta preceptiva y que este libro, definido como de «literatura erótica», acaso podía estar pretendiendo trazar una pedagogía del amor. No es que el libro enseñe el amor, pero al registrar sus evoluciones o al establecer alguna fenomenología del deseo y del amor, de cualquier manera constituye un modelo que en alguna situación de delirio podría pretender ser aplicado en la realidad.
Existe una tendencia a clasificar la literatura erótica. ¿Pornografía? ¿Poema de amor? ¿Escritura de la prostituta o escritura del ángel? No sé si la literatura erótica está a mitad de camino entre el pecado y la inocencia, pero sí sé que puede llegar a constituir un sistema cerrado, una combinatoria tan previsible como demencial, a la manera de las veintitantas o cuarentaitantas posiciones amorosas de manuales y artes amatorios; que puede saturar su objeto hasta asfixiarlo, que puede, en definitiva, matar la letra en beneficio de una retórica del Eros. Por el contrario, decir con la palabra la materia del eros sería un ejercicio extremo de escritura porque a medida que se escribe se van produciendo incendios apasionados cuyos fuegos tienen que trasmitirse a otros campos, propagarse en otros deseos, circular como incitación y excitación. Lo erótico en realidad es la escritura, lo erótico en realidad es el pensamiento de lo erótico. Por eso prefiero decir que el máximo erotismo es pensar, y que no hay nada más erótico que pulir con palabras ese pensar.
1. Decía entonces que el canon es la fuga denominada perpetua, en la que las voces van entrando sucesivamente, repitiendo cada una el canto de la que la antecede, y que es también norma, regla, precepto. El primero de los preceptos que me enseñó la escritura del eros es que el modelo amoroso más perfecto y perfectible es precisamente la escritura. Escribir el texto, hacer la letra sobre el cuerpo, oír, palpar, sentir las modulaciones de la materia y forjarlas con la palabra, fue para mí la analogía primigenia: se escribe al que se ama, sólo se lo ama si se lo escribe; y de allí: no existen textos eróticos, sino que toda relación con el texto es erótica. Más allá del tema, de la historia o el argumento; más allá de los géneros: novela, cuento, ensayo, poesía, era la letra o la «vocación» por el enigma de la letra, lo que convocaba al eros, y se trataba más bien de una disposición del espíritu hacia la escritura que de un tipo literario clasificable. Y no hay eros sin escritura, aunque el gesto físico de escribir ni siquiera esté planteado.
2. Esa disposición del espíritu, para llamar de alguna manera al gesto de escribir y de amar, ese trazo con el que se dibuja el modo de acercarse al otro, que es cuerpo a ser escrito, es el amor mismo. Y no puede ser sino dolor, porque es un imposible. Imposible letra, imposible encuentro. Y ése fue el punto dos de mi decálogo, hecho de terribles paradojas. Tuvieron que pasar decenios para darme cuenta de un imposible. Para darme cuenta de que el amor es de uno solo, que cuando se dice «te amo» no puede haber respuesta, que la sencilla reciprocidad que aparece dibujada en dos corazones flechados al unísono, en verdad es una nube ilusoria. Es de uno o de una, no hay más que esa soledad del uno porque decir te amo, que es formular un pedido, no es necesariamente reunir el dos de la pareja, es una búsqueda de absoluto. Me refiero al estadio más aterrador del amor, cuando se está, como dirían tal vez los psicoanalistas, en la economía del goce, fuera de cualquier orden y de cualquier arreglo, cuando el texto borra sus pistas y come insaciablemente vacío.
3. En otros estadios menos desesperados, el amor ha regresado del terror blanco de la fusión absoluta y sale del Uno, forma pareja, se casa, por así decirlo, y un cierto orden envuelve y administra el placer. Ha cambiado la economía. El texto corre por sus rieles, se cree colmado y satisfecho, pero algo le dice no, en algún sitio palpita una inquietud. En ese punto de esta especie de investigación a la que la escritura me impulsaba, apareció la idea del tercero, al que llamé el tercero, o la tercera en cuestión. Si hay dos, siempre hay tres, me dije. No es que en el encuentro amoroso se esté pensando en otra persona con nombre y apellido, aunque eso también pueda suceder alguna vez, no se trata ni siquiera de una traición, sino de una instancia de pérdida: el encuentro con el otro hace presente, actualiza, todos los otros ausentes, el amor que no fue, el agujero de la pérdida, todas las otras muertes de todos los otros amores. El texto que se escribe descansa sobre todos los otros textos; hay una suerte de resurrección de lo que se creía perdido y por los interespacios, entre las líneas, se filtra la misma congoja que nos producía tocar esos textos y perderlos al mismo tiempo que los tocábamos. Esta tercera convicción o enseñanza, que por coincidencia numérica fue sobre el llamado tercero en cuestión, tuvo derivaciones. Y estaríamos en la cuarta verificación.
4. En verdad el tercero o la tercera puede desencadenar nuevamente el terror blanco absoluto, que no deja respirar, que chupa el aire y los sentidos, si de pronto emerge y se deja ver, si sale de la supuesta fantasía del otro y se vuelve realidad. Una carta, un fragmento de algo, siempre de un escrito, que el otro deja a nuestro alcance; una llamada telefónica furtiva que el otro nos deja oír, desequilibra el orden del dos. Hay entonces otro, tenés otro, lo que pasa es que hay otra, esa distracción revela la existencia de otro. La conmoción es brutal. Todo parecía seguro, placentero, familiar, fraternal, y de pronto algo ha llegado. La perturbación modifica las figuras; el principal vaso comunicante, el que unía a los dos, a la pareja, se suelta como una polea loca, sin regulaciones. Quien reclama, el que padece los celos, el que fisgonea los bolsillos del otro y siente que el corazón le va a estallar, el que está decidido a matar o a morir, se conecta nuevamente con ese Absoluto. Y el amor recomienza como perdición y naufragio. El modo en que se escribe al otro, el amado o la amada, en la travesía de los celos, es en sí una violencia y un exceso; nunca las líneas de esta novela serán más precisas, nunca los detalles serán más abigarrados que en este delirio; no hay respiro: se llenan todos los fondos y ningún mediotono deja de significar en este mural renacentista hecho de conspiraciones y emboscadas.
5. Quinta enseñanza: La escritura que no cesa, la idea de «obra abierta», me llevó a una idea del continuo amoroso, o de la perpetuación del deseo. Encontré un poema de Fernando Quiñones sobre el Chamil, o amor udrí, una práctica amorosa que él había encontrado a su vez en el arte amatorio árabe: durar, durar: “ella entendió: solo Chamil, no mi impotencia, me abstenía (…) Amaneciendo no tuve que luchar más: el deseo se recogió y se echó en mi corazón como la mula en el establo”. La perspectiva es también absolutista, como una utopía de eternidad, pero como principio debería regir todo encuentro, aunque la culminación llegue con el amanecer. En un texto de Kabawata, el escritor japonés que fue Nobel, se habla de un burdel, uno de cuyos servicios es ofrecer a los ancianos vírgenes tendidas en sus lechos. A los hombres sólo les está permitido yacer junto a ellas, sin tocarlas.
6. El deseo acumulado se plasma en otra figura: el amor no se termina nunca, y cuando ya se lo creía muerto y terminado, cuando la evocación de la amada o amado, remotos en el tiempo, parecía no provocar ningún destello, aparece un fogonazo que viene a desmentir ese eclipse. Un sueño reabre las heridas, una imagen regenera la quemadura del amor, y el amante ya no descansará hasta no encontrar a la amada, sabiendo que un nuevo imposible cubre aquel imposible. No se encuentra al otro, pero lo que se ha reavivado lo revive. La reescritura de ese amor viene a poner de manifiesto que no había dejado nunca de producir sentidos, que siempre estuvo produciendo sentidos, que en esa usina nunca cesó de crearse energía.
7. Y otra figura aún más misteriosa: el amor se ha gestado sin que nos diéramos cuenta y súbitamente se nos revela en un sueño, o por obra de algún azar del pensamiento, y se revela con un signo de pérdida sin remisión porque el objeto del amor, el otro no está, o está lejos, y su ignorancia de ese proceso es aún mayor que la nuestra. Él no sabe que nosotros no sabíamos que lo amábamos. La congoja se acrecienta porque día a día ese amor estancado abre nuevas compuertas y se derrama en toda nuestra vida en un presente total, para el que no hay otra salida que un ejercicio de ascetismo: olvidar, borrar, razonar, pero también escribir, puesto que esa novela se había estado escribiendo siempre y no lo sabíamos, y sólo basta dejar salir su letra oculta que esperaba ser revelada.
8. La escritura enseña la morosidad: detenerse en el objeto, especular sobre él, raptar su memoria, capturar su historia. No hay mejor escuela para el amor que el modelo polimórfico, metamórfico, de la escritura. El otro, el objeto del amor, es esa demasía del prefijo poli, ese más allá o además del prefijo meta. La escritura como pulimiento y bruñido, como transformación de la materia a medida que se ejecuta, enseña lo femenino, un buen «femenino», por cierto, que sería ese imponderable sigilo que transita por las cosas sin derrumbarlas, que sabe caminar como los gatos en medio de las catástrofes del amor, un femenino que tiene la inteligencia de lo más próximo para poder decir lo más lejano.
Fragmento de El vuelo de la pluma de Tununa Mercado editado por Miluno Editorial, 2021
Prólogo, compilación y notas de Facundo Giuliano
PH/ Seedy González Paz
[1] Una primera versión de este texto fue presentada en el Grupo Proyecto freudiano: “Alrededor de otros mundos”, Buenos Aires, 14 de junio de 1991.