Tiempo y eternidad / Diana Sperling

Iamim Noraim 5782

Phil Connors vive una y otra vez la misma jornada. Cada día es repetición exacta del anterior. Un raro hechizo parece impedir que la vida avance. El protagonista de la película El día de la marmota (Groundhog day, EE.UU. 1993), interpretado por el genial Bill Murray, se ve atrapado sin salida. En cierto sentido, la pandemia ha causado un efecto similar en nosotros. Se puede estar encerrado en el espacio o en el tiempo; muchas veces, son encierros que van de la mano. La sensación de que algo no transcurre sino que se atasca, se empantana, se coagula. Se pierde la diferencia entre pasado, presente y futuro. Quizás todos hemos experimentado alguna vez situaciones parecidas. 

La marmota es el roedor que, al salir de la madriguera, muestra que ha terminado su hibernación; por tanto, ya se vislumbra el fin del invierno. Como un sensor, percibe y anticipa las variaciones de temperatura y el cambio de estaciones.  Anuncia, así, la marcha del tiempo. Lo contrario de ese hombre sumido en la depresión por sentir que el tiempo no se mueve. A pesar de que su oficio es, precisamente, el mismo que el del animalito. 

Quizás, todos tengamos un poco de Phil… y algo de marmotas. El tiempo no admite definiciones demasiado precisas, tal como Agustín de Hipona lo expresó: “Cuando me preguntan qué es el tiempo, no lo sé. Cuando no me lo preguntan, lo sé”. La dimensión temporal no parece ser un concepto abstracto sino una vivencia. 

Platón definió el tiempo como “la imagen móvil de la eternidad”. Hay, entre esos dos ámbitos -tiempo y eternidad- relaciones complejas y variables, diferentes en cada cultura. Para el judaísmo, la vida humana podría pensarse como el punto de conexión entre ambos planos. El reiterado énfasis de -nuestras fuentes en la existencia temporal y terrenal – “y elegirás la vida”-, la refutación del culto a la muerte -característico de Egipto y otras culturas paganas-, nos permite entender de qué se trata. La vida no es un mero pasaje a otro plano -supuestamente más “verdadero”-  sino, ante todo, el terreno de la acción. De la relación con el prójimo, de la aspiración de justicia y la realización de buenas obras.  Es en esas instancias donde se juega nuestro destino. Aspectos del tikún olam, la redención y reparación del mundo. De este mundo.

Phil Connors, meteorólogo, está literalmente “atrapado en el tiempo”. El hechizo que lo encadena se disipará cuando comprenda (como por fin lo hace) que son sus acciones las que moverán las hojas del almanaque. Porque, como dice Walter Benjamin, el tiempo de la historia no es “homogéneo y vacío”, sino la dimensión en la que podemos producir cambios, proponer mejoras, reparar fallas, revisar errores. El tiempo es solo una página en blanco a la espera de la inscripción de nuestros actos. Esos que dotan de sentido al universo.

Iamim Noraim, los Días Terribles -los diez días que transcurren entre Rosh Hashaná y Iom Kipur-, son el marco ritual que nos abre el acceso a esas instancias de revisión, reflexión y corrección. Cada año tenemos la ocasión de volver al mismo lugar del calendario para partir nuevamente, reconfigurar el rumbo y recuperar la distinción entre pasado, presente y futuro.

Cada vez, -tal como lo expresa el término “shaná”, de “shinui”- repetición y (posibilidad de) diferencia. Ese momento singular y luminoso en que la eternidad y el tiempo se rozan fugazmente, a fin de proyectarnos -como diría Levinas- más allá de nuestra muerte.

Que este año tengamos la capacidad de poner el tiempo en movimiento, expresar la potencia de la vida y, apropiándonos nuestro pasado, afirmar el presente para dar nuevas formas al mundo por venir.  Shaná tová umetuká! Por un año bueno y dulce!

Diana Sperling. Bs. As, Setiembre 2021.