
Amontonamiento de viento a cálido, seco y casi perfecto que pasa por el patio de Gloria y los mete en el calor y tiene efectos de mal humor repentino en la no-banda, contenido y disimulado. Se traba la conversación de sobremesa, entran en una zona de silencio, de aburrimiento climático. Palo en la rueda. Irrupción de viento caluroso. Elia está harto de este viento que viene de las nubes del norte y le come la memoria, le seca la boca, le habla al oído. Él sueña con el Norte frío. No lo aguanta más. Se mete en las alucinaciones de ese Barracas perdido en los días de invierno de 1952 de las caminatas que terminaban en Parque Lezama. Y ahí, en un banco, dos hombres sin pasado, esa visión de mi orilla siempre en el bolsillo, fuman y hablan.
¿O son veteranos de La Escuela de la Noche que flotan en la retranca, o son las resacas de lectura de Elia?
Hubo un teatro íntimo de payasos rancios con los que perdió el tiempo. Era el miedo y las ganas de ser querido, el miedo de caminar por la cuerda floja, había un pedir permiso a la autoridad. Lastre de la no educación. Así que llegó el insistir en el desorden, hizo salto mata, y en poner todo de manera encubierta, y un día aparecieron los secuaces de una no academia, para ellos nada se esclarecía totalmente, chapoteo en lo iluminoso, un principio de café, el resto puede ir a leer el Alma que canta. Quedó archivado el cacareo de desorden, el cacareo de no poeta o no escritor, las listas de lo que se puede o no escribir, archivado ese coro de gallo de artistas-no-artistas-artistas, y lo cronista apareció en esa esquina. Croniqueo ese ovillo de pasado, me saqué consejo y consejeros, no consulto nada, me quedo quieto en esta mesa, y me vienen a buscar, esa cosa busca roña que no te puede ver anónimo, sin gesta, sin declamaciones, sin nada que contar, sin ideas, y menos que menos las generales. De desorden a digresión, a crónica, y a desorden.
Primero, origen, tres de la mañana, patio de Olavarría, columnas de acero que sostienen alero que protege las cuatro piezas, inquilinato a íntimo, llovía. Segundo agujero, Lamadrid y Patricios, inquilinato casi a conventillo, ruido acolchado de los telares Alpargatas, patio que tenía una hamaca con dos asientos, caballo de madera, plantas, muchos banquitos para la hora de la conversación. Hacia California, daba vueltas Magallanes y Rocha, ahí había otros dos agujeros con más italianos y correntinos. Tenía amigos. Era mi pueblo ectoplásmico, había odios controlados, esporádicos, amores exagerados, como siempre, algunos robos.
El cacareo tiene mucho mensaje, es un franeleo de mensaje para gente que se cree excepcional.
Toda la visión está puesta en el Norte, esa leyenda de historieta. Estamos en el Sur dirección Norte de nuestros sueños, todos los instantes de los días en esa esquina de Pavón y Mitre con una callecita azul que va hacia el río, algún camión que retrocede motor de 1970, el patrullero que descansa a la entrada del Puente, un oficinista en camisa y corbata que va hacia Barracas, chapoteo de los remolcadores, voces que llegan de algún lado, pared del frigorífico, uno de nosotros lee una evocación del puerto del Buenos Aires siglo diecinueve que descubrió en un poema, una línea que se descuelga del Tiempo, más cielo encapotado de ese día preciso, y el color grisplateado intenso de las nubes, toda esas reverberaciones de vacío se acumulan en el ovillo de la memoria, todo lo inexistente existió alguna vez y ya está fuera de lugar, como cada uno aquí, en esta mesa de café.
Luis Cardoso piensa en los hombros de Gloria, en su vestido de verano, en su tobillos, en el momento de invierno en que la ve sacándose las medias y nunca se aburre de sus piernas cetrinas.
En mi cabeza son remolcadores que entran al muelle después de haber arrastrado buques cargueros, solo los veo llegar para anclarse en un esquina del río, pegados uno al lado del otro, voy a verlos con Pipa e´Moco, nos sentamos y divagamos sobre sus nombres y estudiamos a cada uno de los capitanes y sacamos conclusiones vaguísimas sobre transatlánticos y viajes y la marina mercante, nombres de los barcos y alejarse, y miramos a uno que se quedó en la cubierta fumando con cara de perdido, de interiorización del río, de solitario que no entrega su historia.
Es el único hilo que sigo, no entregar mi historia, no aceptar sugerencia de adjetivo, y me sale serio, pero, lector, hago esta nota al pie, me río del payaso declamador de principios poéticos en el mundo del vacío que trabaja en abierto misterio.
Había que sobrevivir, no teníamos uno por uno ninguna autoridad en materia de arte, solo las notas, solo la lectura, solo las libretas, solo la música, tampoco éramos una comunidad en aislamiento, no, aislados uno por uno, usábamos sacacorchos del tiempo, madejas del pasado, crónicas, leyendas y cuentos de hadas, íbamos de anónimo a clandestino, anónimo ya era peligroso, no deliro, no pierdo mi único hilo, me re-cito, es la paranoia de clase baja no registrada por el lorismo marxista, es rampante, venenosa, intoxica, apoetiza las sagas de la bohemia, la leyenda reescrita de los héroes post. Éramos grises de guardapolvo gris, resecos y repintados de gris cada mañana. Al colegio y al trabajo, y yo a Saint Hnos a las 6,30. Y ahí nos mirábamos, eran escasísimas explosione de odio, dormíamos sentados en los sobretodos, la única generación no celebrada, la de los que viajan a esa hora, es la única lógica del odio, levantarse a esa hora de mierda con Ibsen en el sobaco, no hay otra, uniforme gris oscuro y libro de registros, anotar una por una todas las bolsas de cacao y de café, y ver a Lili, la fabriquera tres cuarto de cogote que venía a verme a la oficina. Yo quería meterme en el agujero del agujero del vacío del tiempo, el fondo de la fábrica, ahí donde pesaba los camiones de combustible.
Hay una tarde de los viejos en ese boliche de Berutti y Paláa, la matan con café, coñac, y charlas y recuerdos que llegan hasta el siglo XIX. Es un murmullo vejestorio, arrinconado, que soporta la carga de lo olvidado, y lo perdido y lo que se ve por la ventana, y que sigue ahí, en movimiento de infinito. Los bares se abren se cierran en la cabeza de Elia. Ahora, hoy, son bares rescatados, leídos, desnatualizados, leyendas andrajosas en su cabeza, medio zola de la adolescencia medio albañiles después del trabajo, toques de escenas, me aburren los maniáticos de un autor, los especialistas de una literatura, monologan y miden con su metro, y ya no leen, se deshabitan la cabeza, y no van a los bares, no soportan ese murmullo incontrolable, ni las mesas de los viejos del tiempo.
Ermitaño de Avellaneda. ¿Quién? En la silenciosa tarde de Avellaneda.
Demasiado tímido para pedir trabajo, demasiado ofendido, o muy enroscado en insistencias familiares, ancestrales. Ahora toma café en este presente, en un bar de Paraná y Corrientes y recuerda que vino Navarrita a dar una exhibición al billar de otra esquina.
Muelle, barcazas, la llamada de los remolcadores todavía no empezó y Elia se para en el borde, sobre maderas viejas no blanqueadas de gaviota. Esto es de alguna línea de poema que aparece de repente, que anota, que rasca en la selva de los libros, de las imágenes, un tesoro guardado en cuadernos anotados día por día, en desorden, implanificados, y que solo lee su amigo Dante.
Aburridos escritores que se vuelven personajes y escriben cartas más aburridas que ellos mismos con largas explicaciones triviales.
Cuaderno de Elia. No te asimilaste, paciencia, está la herida del trabajo sin defensa, ahí, no te inventes razones para que te disculpen o te acepten o te incluyan, no te inventes explicaciones de tu trabajo. ¿A quién? ¿A ese que escribe notas en los diarios llenas de ideas generales? ¿A ese que simula perdonarte la vida? ¿A ese que todo el tiempo pide que lo lean solo a él? Espectros de la Literatura que se proponen como el poeta de su generación.
La Avda. Mitre está llena de gente que compra para navidad. Mañana de viernes soleada y casi lejos del calor pero los silencios podían oírse entre paso y paso.
Nada que pedir, nada que esperar. Salir del túnel del estupor paralítico. Solo el presente. Mañana de la primavera que termina, con trino y re-trino de gorriones y cuervos en los árboles de la callecita que lleva al río, mientras miro por la ventana del Café Maipú, y trato de poner lo mío contra la polilla del tiempo.
Y Gloria anota su soledad intimísima en un cuaderno y sabe que no puede esperar nada salvo otra soledad, toda ese anotar mientras cae una hoja en otro lado.
Y de la posesión a la desposesión infinitas Gloria de chica empleada de comercio a lectora salvaje que se murmura en el oído a sí misma todas las mañanas las notas que escribe en su cuaderno y las citas de lo que lee y que no sabe adónde va a parar todo esto y no importa, porque de repente se volvió única y alma ausente y presente bajo el Puente Pueyrredón.
Y más allá, media hora más allá del Puente, los bohemios con futuro, los chicos con futuro de alguna carrera, el mundo del porvenir iluminado de mesas con sombrillas y peatonales prohibidos los coches, en la mirada de Celia. ¿Dónde está Gloria?
De paseo con Enzo, los dos están del otro lado, van por Herrera, cada uno ajusta sus visiones, es la mejor hora de primavera, las ocho y media, cierran los negocios, no hay casi nadie, menos que menos obligación de emoción o de teatro de amor, no, solo ese caminar de perro con mujer.
Un día de 1954 y Gloria casi una niña, casi adolescente descubrió la ausencia, también era una prodigio y todos estaban retrasados veinte palancas para ella. Nacer esclarecida. Y todavía no había llegado Nadezhda para protegerla. Corría por el patio de la casa de Patricios pegada a la fábrica Alpargatas, se subía a la hamaca, ya tenía alma de perdida en el huevo.
Los cuentos de hadas le llenaron la cabeza, no hubo patio de inquilinato, no hubo ropa colgada a las tres de la tarde en el fondo, no hubo borracho de patio, no hubo asesinato de patio, no hubo griterío ni radio con el volumen alto, nada pudo contra el cuento de hadas. Gloria nació encantada. Con olfato para sapo y culebra.
Su retrospectiva es por sobra y enrosque. Y agregue de asociación y de restos que quedaron en algún lado. No está allí, no, ese teatro no, son escenas que se caen de la tortuga del tiempo, destilan, imponen ese viento que trae malditos olvidados. Eso, el viento del lado de los malditos entra en el Café Maipú y lo mete en un fragmento de pasado.
Macedonio Fernández está siempre al alcance de mi mano, como Samuel Johnson estaba abajo de la cama, para el otro. Es uno de mis dioses, no era maestro, ni guía, ni gurú.
Misterioso río amarronado de este rincón encallado del Sur. Irma se hace la Ada Falcón en la pileta del patio de la casa propia debajo del alero, todo pedía nombre y el chico Elia estaba convencido de que las madres siempre son felices. Nunca salió de ahí, de decepción a re-decepción camina siempre de ese lado.
En el mes de la invasión de los mosquitos, febrero, más humedad más lo pegajoso más camisa nylon más pantalones casi veraniegos, todo ese casi infinito era lo único en el bolsillo. Lo no invisible estaba a la vuelta de la esquina. Ellos: duermen en su erudición de mancos. Yo: escribo.
Y: visitar lo perdido.
Irma a veces hacía Ignacio Corsini, lo veía en le cielo, profeta que le llenaba la cocina de ensueños.
También tangos de la mañana en la pieza de Pipa e ´Moco, fondo de su patio, la última, solo ese sonar en la inmensidad de la mañana luminosa o gris o lluviosa a cántaros, solo ese sonar como ejercicio espiritual.
Después caminata, la calle, cielo lejano del casi mediodía, lograr o soñar con la ausencia de tiempo, un rato, minutos, lo lejano como huida, como viaje, contener las ganas de hablar. Lo cruza al Pata, que viene mirada al suelo, héroe secreto de Elia, un saludo de mediodía, breve, se cruzan unas palabras, se entienden así, dos tipos que no fueron a la escuela, hoy soledad total, ninguna cita, ningún encuentro ninguna necesidad de hablar, solo cruzarse en la calle.
Cuaderno del fracaso. Horrible mendigo de posibles lectores perdidos. No, mejor leer que buscar lectores. Monotonía más monotonía de la búsqueda de lectores. No, dos veces no a ese tedio, a esa noria, mejor mi torre de marfil construida con agua mineral y concentración exclusivísima en lecturas y cuadernos de notas. Hasta el resentimiento, hasta la alegría, hasta ser medio Rembrandt en mi Holanda imaginaria.
Nunca compré el mito de la transmisión, de los maestros orientadores, solo hay confrontación a vacío, o el único lugar es el sueño del Paso del Noroeste, siempre hay que cuidarse de los vigilantes de la literatura, hay que declararla inexistente para que Albert Ayler me pueda contar su vida, y yo pueda seguir buscando en las piezas oscuras del pasado inquilinato en cada libro.
Orlando se va por hoy de Avellaneda y cruza el Puente, tienda cerrada a las 20hs, ¿Talmud en el bolsillo?, no verosímil pero posible, ya los oigo chantres del relato, de la eficacia narrativa, sí, no les cierra, nada les cierra a ustedes, salvo lo que escriben que va de sordo a sordo, mensajes sobre mensajes, ¿Talmud o Biblia? o ¿Maimónides y su desorden? tampoco los convence, prefieren la tranquilidad de la filosofía, los cuentos berretas de las ideas generales, ¿y esa noche de cruce con los poemas de Mariani en el otro bolsillo?, poco verosímil cacarea dos veces más la vigilancia no lectora que tiene reyes, tiene guías, pero es verdad que tiene un cogote para ser cortado, o ahorcado, hay que animarse, oh Shakespeare ven en mi ayuda que está en todas las esquinas con promesas de comadreo. Anochecer en el Puente Pueyrredón en dirección Norte a Barracas.
Y están las lamentaciones del pasado, y algún cana de la literatura que se cree acompañado, me mide por mis actos, le escucho el pensamiento, no quiere ni mi pasado ni mi presente, quiere hablar, escucharse hablar, oh viejas comadres de sainetes, inteligentísimos prosistas de la inmensidad, también poetas a más inmensidad.
La idea es siempre ese Norte loco – paso o pasaje, estrecho, ártico, Gran Norte canadiense, caminos clausurados, golfos, hielo, todo eso aprendido en la infancia y reforzado contra la forma, la pedagogía, la capua, el estilo, la esencia. Mejor, por ahora, volver a esta casa a las cuatro de la mañana, pasar por el mercado y escuchar el murmullo de las voces que rebota contra las chapas del silencio.
Y mantener la idea de ir hacia arriba y de lo solitario y de nada que esperar y de desconfianza a los entusiasmos, a las inmensidades (me repito) y no buscar lectores por todas las esquinas, solo buscar plata, el marroco primero y después nos encontramos a la hora del té, y hoy salir a la calle con esta cita en el bolsillo: «La gente te chuparía las botas con tal de ver su nombre impreso en una nota. Y cuando digo las botas…» William R. Burnett.
El realista entra por la ventana, es un Sainte-Beuve de cátedra, te va a condenar porque te delirás escuchando el silencio en el vacío del tiempo. Te va a medir con su escritor preferido, y finalmente se pondrá del lado del lenguaje que nunca dejó. Pero es envidia de gritón. Cree que todo lo escrito termina en lo que llama crítica literaria, el imbécil de todos los presentes ni sospecha que se puede leer sin su mediación, ratón de la noria del saber.
Tengo que dejar muchas cosas en el tintero, y no quiero. Me gustaría decir algo de los tipos que no ven nada, nada de nada, el mundo se cae o hay rincones de alegría y ellos siguen escuchando la monserga oficial. Todo lo ven en imágenes de cartón. Leen algo y lo hacen regla. No se lo dejan leer a nadie. Pero no me sale nada, solo que son tipos que respetan mucho a Hegel. Eso, exactamente. Todavía se deslumbran con esa jerga. Y yo voy más por las historias de infancia mientras camino por una calle de tilos, las paso por mis ensueños y descubro que sé pensar sin soporte, solo los libros, un buen poema termina con el maestro, ese lastre, y entonces todos se mueven por el sistema que te inventaste, y van de una novela a la otra, la Turca de Roque Juan al borde del suicido que nunca fue suicidio, la conversación del mes de diciembre en la puerta de las casas, piyama y camiseta, los brazos de la chilena divina que volvió loco a Negro Jorge, el cine del día de damas, el Rey Arturo, Kit Carson y su camisa de cuero y flecos, mundos más mundos contra la sociedad, todos los locos que conocí, pero locos en serio, no de cartón, todos llevaban el Paraíso en los hombros, ahora les invento una historia y fragmentos de sus confesiones.
Cuaderno de Elia. Trato de recordar los detalles de mi nacimiento, ese patio de Olavarría, esas columnas de acero que sostenían el techo, las tres de la mañana, día lluvioso ¿qué puedo hacer críticos venenosos? no pude elegir, y según María había mucho viento. Barracas de la madrugada y noche de espera. Descubro un cuaderno no fechado pero más o menos reconstruyo. Hay un lista de demonios y otra de malditos rituales. Unas líneas sobre el mar azul azulado de ese día que bajé del Plusmar y me fui directo a la playa. Otra lista de libros que llevé. Después vuelvo hacia el café de siempre y escucho la voz de whisky de una vieja en alpargatas con ribete de soga. Saludo a los mismos de siempre, fondeados ahí desde hace años. No saco conclusiones. La nota es muy corta. Ahora me quedo con este libro sobre borrachos que se reunían en un lugar llamado las Catacumbas. Lo releo. Releo mucho, no lo suelto.
En el bosque del barrio, con ese Puente comunicante, pasaban mil cosas, y cada uno de nosotros miraba el tiempo del vecindario, ahí, sentados en la vereda. Y descubrimos cada uno por su lado que el vacío se mira y se escucha.
Cuaderno de Elia. El demonio de los rituales, maldito re-maldito. El de la envidia y el resentimiento, al acecho. No tengo el demonio del furioso. Sí el de la timidez. No el del reconocimiento, insisto, no busco lectores en todas las esquinas. Anoté el demonio de la vanidad. Que a veces da grandes libros. El de la modestia, lo puse en décimo lugar. Es el peor, el que más detesto, el más ternurista.
Luis Cardoso me cuenta algo acerca de sus amigos perdidos. Me dice que abandonaron definitivamente la huelga ante la sociedad y ahora trabajan en el sermón oficial de la literatura. Los huelguistas mallarmeanos se quedaron fondeados en el amarillo 1960 que les viene de un poco más atrás, de padres-reventados a las cuatro de la madrugada, camiseta de frisa y gabán, la eternidad oxidada del yugo sin defensa, descascarada, no hay luminosidad, hay mesa y café y pieza al fondo donde la consigas. Pero estaba la tarde y todos flotaban hacia lo poco de luz que iba quedando, era la ronda de los mates infinitos, pantalón piyama, afeitada, banquito, conversación, que iba de la última luz del sol al claro de luna.
Eran vulnerables. El mundo terminaba ahí y nadie sabía dónde empezaba el otro, o no había, o llegaban noticias por la radio, por ahora, por ese entonces, solo esos patios lata de sardina, bram-metal siempre a mano, después cena y volver a topo.
Ya escribí que éramos descendientes de nada, ni de clanes, ni de familias, ni de soledades, ni de estirpes, solo de leyendas, estrictamente de leyenda a crónica. No busquen otra cosa. Nos separa la pereza de ustedes para ver el mundo, la búsqueda mitómana de un Eckermann, y el respeto que tienen por el teatro de la verdad como desayuno.
También nos separa la incapacidad que tienen de guardar un secreto. Empobrecen la clandestinidad, la aplastan, la predican, se la regalan al primer testigo que consiguen, maniáticos del reconocimiento, Goethes de barrio.
Me aburro o me harto o me canso y me pongo al borde de la queja, de lo llorón, de lo justicia literaria, de la prédica al revés, ¿para qué?, mejor volver al rincón, a la mesa del café, a ese rincón del anonimato, a mis lecturas.
En secreto los motivos de anatema. Si pueden, descúbranlos. Los dejo con sus hagiografías.
Y está siempre en el paisaje ese que duerme abajo de los Siete Puentes – y lleva a su vieja rancia cara de monja de la mano cuando van al supermercado. Los dos le hablan a Dios en las esquinas de Avellaneda.
No termino la frase. Me repito. El fantasma de los que no escriben, la repetición. Sí, me repito, o mejor, me respondo, y le respondo. Es una emoción la que se repite. La mía. Única. Como mi puntuación. Como mi sintaxis. ¿Abollada? Y esta manera no es gratuita. Escribo gente que se fue del mundo, se esfumó, despareció, tipos en huelga, raros, comen fideos con aceite y toman agua, en ninguna parte. Hay abandono, hay vidas que se van a un rincón. Y leen libros que casi nadie lee. ¿Es poco verosímil?
Cuaderno de Elia. Notas encontradas en un cuaderno viejo: 1. Inventar contraveneno contra el demonio de la envidia. 2. No defenderme de lo que me gusta. 3. Hoy, en el café, dos tarados que están orgullosos de no leer a James Joyce. 4. También anoté que está el demonio del ascenso social y una cita acerca de la imposibilidad de salir de un grupo y meterse en otro. No es textual y no anoté de quién es. Es sobre «clases incompatibles». 5. Malditos indiscretos que cuentan los secretos. 6. Mejor quedarse en casa y releer «y cada vez que relees va mejor».
No solo quiere editar, quiere que los demás no editen.
Y está el otro lado de mi calle, ese que no le puedo contar a nadie, no sé por qué, ¿es incontable?, son los rincones perdidos, las calles con barrancos de adoquines, trote corto de los carros al mercado central, sí, es incontable, a la espera de la caída del sol abajo de los Siete Puentes o en la franja entre la cancha del Pato y la vía del tren.
Adonde miran, miran para el Norte, promesas de auroras azules, algo así, otros levíticos. En el por ahora de ese entonces, ilusiones hipnóticas del cine día de damas.
Al final de ese poema no había ninguna naturaleza muerta en la vida real, solo puchos en un cenicero grasoso, una caja de fósforos ya usados, una mesa y una frutera vacía. Sí, hay poemas tristes. Los mejores son los escritos por poetas no elegantes.
Bolsa de palabras, o lista. No sé si Pipa e´Moco tiene sueños, y si los tiene, cuáles son. Conozco algo de su pasado, hilos, viene a la mesa, toma café, y después vuelve a su pieza, fuma y lee, piensa, toma mate, se le pasa la mañana, anota en la libreta, mediodía va la cocina que está en el patio, cocina, rápido, no tiene paciencia, arroz, papa y calabaza hervida. Casi monje. Ahora lee Corsario rojo. Antes otro poema de la serie en el que unos vagabundos se arrastran como almas perdidas de restaurante en restaurante, solo son apariciones repentinas en las mesas de los que comen, moscas del mediodía en una peatonal.
Y todos esos tipos daban vueltas en la noche vagabundo, aprendí a verlos en silencio, a veces nos mirábamos, nos reconocíamos, pero nunca caímos en la impostura de los saludos. Cada uno por su lado. No hay puentes. La noche venía desde Barracas y se iba hacia el Sur. La gente iba a casa, al fondeo hogareño como los remolcadores, todavía no había grandes carteles luminosos o escaseaban o nadie los miraba. Elia no anotaba ciertas cosas, no tenía esa vena del idiota aura maldito que le cuenta las pecas a la gente. Hay una constancia de secreto que exige para sentarse a una mesa. Anotar ciertas cosas es un fardo. En fin, la mala fama aumentaba.
Cuaderno de Elia. «El problema de ser poeta es que te ocupa todo el tiempo.» (Willem de Kooning).
La letanía quejosa de los beatos, miran, no miran, hablan no hablan, dicen no dicen, sufren, no entienden que los que leerán vienen después, siempre después.
Desvío. En las épocas de sequía hay que cerrar la boca, ocultarse, no frecuentar gente. La falta de plata siempre genera reproches. Quedarse en casa. Clandestinizarse. Ir de solo a solo.
En las tardes celestes de Sarandí las viejas italianas, medio argentinizadas, racimos de uvas, se juntan para hablar de sus pueblos, masacrar a sus nueras y coser. Murmuran su pasado en el silencio de los patios de verano.
Cuaderno de Elia. Mar de crónicas, mar de leyendas. Un Paso. ¿Una salida del túnel negro de la melancolía donde todo está pasando? Por ahora ni eliminar ni explicar, escribir en este agujero, es el mejor espacio.
En el Café Maipú nunca llueve. La no-banda no tiene jefe. A la espera de la salida, en ese bar, en esa mesa, con esas tazas de café, en esa visión, legendarios cada mañana.
En el agujero de su tragedia no brilla nada, solo el manotazo a fantasma, a esa que el oído casi no escucha, un oído que olvida desesperadamente.
Tiempo maldito que pasa, sí, perturbaciones de Tiempo.
Y mientras tanto estábamos anclados en el Maipú, a la espera de salida, a la espera de algo desconocido, siempre una espera, y el ritmo de ilusiones, clima Rembrandt en esa esquina, o en el patio de Gloria, todavía era una ciudad con un Puente a otra ciudad.
Cuaderno de Gloria. Para leer no hay que consultar a nadie. Para escribir no hay que mostrar nada, para no leer hay que estar en grupo, asociarse, para no escribir hay que abrirle la puerta a los correctores en jefe, para leer y escribir hay que andar solo, libro y cuaderno en el sobaco, mezcla, embrollo y vela al mar. No hay otra cosa. Y además, estoy aburrida de toda esta estampería de los sentimientos, cruces, explicaciones, soledades de la creencia, solo quiero volver a casa y acostarme en el pensamiento inmóvil.
Voy por la calle Paláa y en la esquina de Maipú veo la casona de paredes altas, hiedra, techo que sobresale, interiores que no conozco, seguro un jardín, 1900 y algunos años, castillo de cine argentino de lunes día de damas, miro, como siempre, y sigo.
Y todo Albert Ayler en el oído, en continuo, en bucle, una línea de sonido infinita, con Mary Maria también, todo ese sonido «con disminuciones e intensidades».
Sábado de salida en el invierno de los tapaditos rojos. Van al cine Mitre, o al Presidente Avellaneda, largo como un túnel, y vuelta al perro por Plaza Alsina, y encallan en Mitre y Lavalle y toman su chocolate a las seis. Capas de la noche que llega.
Elia chapotea en lo efímero.
Gloria insiste en el infinito de su patio en no tener que hacer.
Lola se sienta todos los días en ese café de Brandsen y Montes de Oca.
Luis Cardoso sale muy temprano para su trabajo, toma el colectivo de las seis y media. Arrastra los pies, lenta, lentamente, en dirección al trabajo. Sabe que los personajes son imposibles. O retrato o personaje.
Orlando cruza el Puente, baja por Herrera.
Celia se pone las medias sentada en la cama. ¿Con quién durmió?
Pipa e´Moco se hace un café, dos tostadas con manteca y lee el diario.
Las mujeres del barrio esperan, esperan y saltan por encima de su propia sombra, no están perdidas, no, las mujeres viejas y las mujeres jóvenes, una por una con sus nombres, desbordan nuestros libros, cara de carmelitas hacen compras, se vuelven legendarias en cada negocio, en cada esquina, son chuchos de deseo, no entregan el secreto, que les viene de lo que no conocen todavía, es una electricidad de anonimato, de ir y venir, regateo de tienda en tienda, de verdulería a panadería, no hay poesía que controle este desfile, se huele a diablo, a temor a cuernos, desacato hasta las seis de la tarde en la calle de los negocios.
Van y no van a casa. No a la casa de los kilombos, de los gritos, sopa y puré a la una, día a día todo muy gris, no, van por la calle de los sueños, esa es la única casa.
La otra, la mujer perdida, esa que Lola mira todas las mañanas, baja por Montes de Oca, viene de Constitución, da vértigo de Tiempo verla hacia el río comiéndose los mocos o las lágrimas o un sandwich, entre casas y calzada sigue en el hollín de Barracas, mira adentro de los negocios, se habla, voz bajísima, hay ropas raídas y sombrero de lluvia. Cada tanto lo prehistórico le pasa por la cabeza y se lo guarda, ya tampoco lo vigila.
Pero yo estoy en el invierno de la paranoia, y apilo olvido sobre los sufrimientos casi juveniles, como todos, pero no puedo, vuelven, me resigno y veo la escena de mi teatro cómico y tengo un día melancólico, y como cada vez más, tengo que ser paciente con mi claridad enroscada.
Sé que me pierdo. No retomo el hilo como digo. No. No es que no me importe, es que no puedo. Sé que esta frase merecerá la crítica de lo manco, de lo impotente, de lo sumiso a filósofo. Lo veo ahí, abroquelado en su puesto de vigilancia. Lo cana en el umbral.
Fábricas, fabriqueras, chocolates, rutina, colectivo, olor a pulóver viejo, acelere del 295 en el Puente, primera parada, puteadas al chofer, tipos que leían el diario, mal aliento, yugo recontrayugo, la ruina del poeta futuro, encerrado entre el realismo y la pendejada mito de la ciudad, y la alharaca clave de la novela, que va sentado a las seis de la mañana en el último asiento, insisto, Gadda y su sombra protectora todavía están lejos, pero yo estaba allí, sin recursos, lenguaje escaso, desfile de fábricas desde la ventanilla, más paredón el Moyano, sentado a mi lado, el arrogante y rubio alumno que me asusta, va a su quinto año modelo, y yo, cretino juvenil del trabajo, que ya tenía el tiempo en la cara, que venía desde el siglo XIX, desde Nápoles, a veces íbamos amontonados, sentados uno al lado del otro, y afuera un diluvio de llovizna gris que recargaba el gris, más allá el tren de braseros linyeras, colchón y frazada, pava y mate, bizcochos de grasa que cayeron del cielo, sé de lo que hablo, no puedo hacer la cosa artista, no me sale, necesito afirmar alguna precisión de detalles y de sugerencia, sale, me desborda, es pausa, y afuera, a esa hora hay más languidecer que alegría trabajadora, era el languidecer Elia en la casi ex-madrugada, más moco de llanto de adolescente dickens. Más el soñar mañanero con el Paso del Noroeste. Repentino capítulo de novelón de la semi-pobreza mientras mira el paisaje.
En ese vacío de futuro, a la espera de un semáforo verde en una esquina, todos es cada uno, digo la no-banda, cada uno en la mierda a su manera, soñábamos, con el Paso del Noroeste y gaviotas. Y por ahora esta orilla riachuelo llena de botellas de Zaragozano con manchas de óxido en el intenso verde, yuyos amarillos y diarios desparramados. Jack London ya estaba.
Los viejos de Barracas juegan a las cartas en el boliche de Olavarría y Patricios, es una tarde cielo encapotado, están colgados de sus viejos pecados archivados, de coñac a café, los sombreros grises en el perchero. Estar pasados de moda es la última de sus preocupaciones.
La Teresita sale con zapatos rojos y hoy renguea de su esguince, lleva un tango en el bolsillo, ella es apenas ex-joven década del cuarenta, nunca buscó millonarios, tampoco empleado de banco, no buscó nada, le gusta bailar, trabajo y salón tres veces por semana, yo la miro caminar desde ninguna parte.
Y ahora estoy justamente en ese ninguna parte. De nombre a anonimato, en la nube del recuerdo del yugo a yugo del levantarse tempranísimo con lo conocido reconocido, y los labios sellados por la mañana.
Los dormidos que uno cruza van a la televisión, se sientan ahí y pasan sus horas, como los viejos de los sesenta, clavados hasta la una, ya ni buscaban los señuelos del mundo, no, estaban ahí, sus hijos se la prendían para combatir el insomnio, para que no hablen del pasado, los empujaban hasta el punto blanco del apague. Nadie los espera del otro lado de la noche. Después, lámpara, humo de cigarrillo y radio.
Diáspora de viejos en las plazas. O en los laberintos traicioneros de Barracas. Viejos. Única dirección: vuelta a casa cuando la luz que sigue la línea de los árboles se borra. Macedonio Fernández los venga infinitamente.
Contra-espejo: Teresita que taconea felino a las ocho de Berutti y Paláa rumbo a su trabajo. La miran hambrientos, ahí, esquinados en racimo de a tres, la miran, se les va, se les va todas las mañanas de todos los días.
No hay panaderías abiertas e iluminadas a las tres de la mañana. Solo existen en ese poema que releo y releo y donde algunos pobres de ojos hundidos comen factura.
Cuaderno de Elia. Voy a cuento de hadas, a crónica, a novela de aventuras, rasco ahí, para que no me coman mis carencias, o en poema épico más memorias, una manera de reforzar mi don, de no regalárselo a la prosa oficial del mundo. Rasco en el olvido, llego hasta la venganza, recuento el embrollo de los detalles, los escribo contra la historia edificante de los traidores llenos de ilusiones de grandeza.
Teresa sigue por la calle, salió del conjunto, de la fantasmagoría solterona chismorreada, se hizo un cuerpo de taconeo que alienta misterio, te pone lejos, te deja mirando lo increíble, lo que no se divide. Dobla por Berutti, la calle marrón rojizo, y se va hacia la avenida. La cruzo y apenas recíprocos gestos de saludo.
Yo también, a mi manera, salgo del genio de la lengua, y de la raza, de lo experimental, de la ruptura, ahora leo fábulas, evoco primaveras olvidadas, no crucé vizcachas, lo siento, no tengo nada contra las vizcachas, crucé gallo, gallina, tero y canarios. Mi perro foxterriel Chiqui. Muchísimos días comunes en los andenes del Roca, o esperando el Cañuelas o el San Vicente. Días. Hoy no quiero leer ese mamotreto de hallazgos, no quiero.
Toque a terraplén, Siete Puentes, al fondo de la década, un día de sol raquítico y medio chusco, retorcido, solo, la bicicleta acostada entre matojos, el viento de las diez sube hacia un vértice que todavía no leí, pero va, y lo quiero escribir, y lo hago, y me libero, y escribo viento, y guerras de viento. Arriba, gente que camina sola por las vías, invisibles en esa colina ferroviaria, miro desde abajo, sentado entre dos neumáticos olor a goma, ahí, en mi aislamiento.
Ph / Apartment Windows, 1977, by Robert Mapplethorpe, gelatin silver print. © Robert Mapplethorpe Foundation