Vanguardias y exilios: formas de la nostalgia en la literatura rusa/Fulvio Franchi

Según Siniavski, la Revolución rusa fue una “Utopía realizada con pretensiones de hegemonía mundial”, es decir, el resultado histórico de una acción con aspiraciones de una doble realización: en el tiempo (proyección hacia el futuro) y en el espacio (extensión de la Revolución a otros países, a otros continentes, incluso a otros planetas -como proponen los filósofos cosmistas y algunos autores de ciencia ficción, como Alexandr Bogdánov en Estrella Roja– pero al mismo tiempo reclusión en un territorio que, aunque inmenso, no deja de ser una “isla” como toda Utopía. En el caso de la Unión Soviética, seguramente sea más elocuente hablar de “zonas” que de “islas”, además ambos casos proliferan en archipiélagos). En Chevengur, Andréi Platónov llega a proponer un “monumento a la Revolución”, símbolo de la doble aspiración temporal y espacial: “un ocho acostado representa la eternidad del tiempo, y la flecha de dos puntas colocada verticalmente la infinitud del espacio”: eternidad e infinitud.

De modo que la Revolución pone en marcha una serie de ideas y acciones que impulsan hacia esa aspiración utópica, esa proyección hacia el futuro, mientras se puede observar que la Nostalgia se revela como regreso, es decir un movimiento contrario: en el tiempo, regreso al pasado; en el espacio, regreso imposible a un hogar (real o imaginario) del que se partió. Según Boym, en El futuro de la nostalgia, la nostalgia es la “añoranza de un hogar que no ha existido nunca o ha dejado de existir. Un sentimiento de pérdida y desplazamiento, y un idilio con la fantasía individual”. Y puntualiza: “El siglo XX se inauguró con una utopía futurista y terminó dominado por la nostalgia”. En ese caso, habría sido un siglo muy corto, porque al poeta Nikolái Gumiliov lo fusilan en 1921, el año de la represión de Kronstadt; Esenin se suicida en 1925, Maiakovski en 1930, Tsvetáieva en 1940 y a Mandelstam lo sacan de la lista de buena fe en 1929 (atestigua su “asesinato literario” en La cuarta prosa). En la década de 1830 es sumamente clara la orientación de la utopía. Como dice un chiste de la época, el edificio con mejor vista de Moscú es la Lubianka, la sede del KGB, porque desde todos los pisos se ve hasta Siberia. O: todos los caminos conducen al Gulag, ese archipiélago de islas poco paradisíacas, poco utópicas, que representaba la base de la economía soviética. Cabe pensar si existió en algún momento, en Rusia, alguna utopía que no necesitase ser impuesta y regulada por mecanismos estatales del terror y la violencia, alguna proyección hacia el futuro impulsada desde algún tipo de poder.

Como resultado, en un estado que se considera revolucionario (una “utopía realizada”) aparece una tensión entre utopía y nostalgia en que esta última resulta un movimiento contrario al movimiento hacia adelante que es fundamento de la Revolución pero que con su institucionalización (cuando la Revolución se vuelve Estado) es imposición, coerción, una “utopía impuesta”, y el regreso al pasado -la Nostalgia- se vuelve antirrevolucionario, subversivo. Bien podría decir Jlébnikov que la nostalgia sería una utopía a la menos una, o una no-unidad de la utopía. Un doble negativo, un navegar el río hacia el norte, contra la corriente, en busca del sonido original.

Veamos cómo se reflejan estas tensiones en distintas manifestaciones literarias de la época:

En el caso de los poetas considerados “de vanguardia” (de los cuales a Jlébnikov se lo suele exhibir como el más representativo) principalmente por el espíritu renovador relacionado con el aspecto procedimental de sus obras y en la vocación rupturista de sus tomas de posiciones (manifiestos), veremos que estos no dejan de plantear un regreso al pasado (por ejemplo, a través la búsqueda de raíces lingüísticas, del estudio de la mitología y la historia de las civilizaciones antiguas y de los pueblos originarios del territorio ocupado por el imperio ruso y luego por la Unión Soviética) y, por qué no, añorar ese pasado. Es en ese pasado donde se deben buscar las raíces del presente. Todo futuro, toda utopía, está enraizada en el pasado. Y el pasado se mira con tristeza, con añoranza. Como un hogar que se ha perdido. Los poetas de la llamada vanguardia son exiliados de ese hogar. Exiliados en el tiempo. Perdidos en un espacio que cambia vertiginosamente. Quizás Maiakovski fue quien mejor se orientó en ese presente. Lo que no alcanzó para detener la bala que se disparó en 1930. 

El texto “A lo de uno”, pensado conjuntamente entre Jlébnikov y Yákobson para que precediera una antología del poeta, resulta una especie de “lista” de las obras que este quería que se incluyesen. “En El dios de las doncellas quise retomar el puro origen eslavo … En Los hijos de la nutria tomé las cuerdas de Asia … apoyándome en las leyendas de los óroches, las más antiguas del mundo, sobre el estado ígneo de la tierra … Naves sueltas componen una compleja construcción, hablan del Volga como de un río indo-ruso y utilizan a Persia como un ángulo formado por las rectas rusa y macedonia … con Ka he dado una consonancia a las Noches egipcias, la atracción de la ventisca del Norte hacia el Nilo y su ardor”. Su obra (desordenada, dispersa, no sistemática, sin género) es una añoranza de todas esas raíces. Cada texto, un intento de comprender lo incomprensible, los lenguajes perdidos: el lenguaje de los dioses, el lenguaje de las estrellas, el lenguaje de las aves. La poesía es, para Jlébnikov, un intento de recuperar un pasado y de volver hacia los lugares de la infancia, de la infancia propia y de la infancia de la humanidad. Una nostalgia.

En “¡Artistas del mundo!” Jlébnikov pretende descender la escalera del sentido hasta llegar a las unidades básicas del pensamiento, con las que se construye el edificio de la palabra. Regresar a la época en que las lenguas reunían a la gente, en que eran una alianza que intercambiaban todos los valores racionales por los mismos sonidos de cambio. “El salvaje entendía al salvaje y hacía a un lado el arma ciega”. Contra la onomatopeya gritona de la vanguardia, el aullido vocálico que llama a la guerra, Jlébnikov opera con consonantes. La significancia está en la consonante, en la forma misma de la letra. Y no crea, sino que vislumbra un alfabeto universal: B en todos los idiomas significa la rotación de un punto alrededor de otro. X una barrera defensiva, por eso las palabras relacionadas con el hogar comienzan con X. Entonces, convoca a los artistas, porque el alfabeto es visual, no sonoro. Pero en la actualidad la lengua divide, la lengua declara la guerra. Toda construcción es lingüística. Sus obras consideradas “utopías futuristas” (“La grulla”, “Ladomir”) son utopías lingüísticas. Pero utopías en el sentido etimológico de la palabra: no lugares, o lugares no concretos. Islas inexistentes. Ni presentes ni futuros, lugares verbales, añoranzas, juegos con los recuerdos de un pasado al que no se puede volver que se traducen, por ejemplo, en neologismos: la lengua de la nostalgia.

El Estado y las lecturas académicas posteriores realizan una apropiación de los aspectos de las vanguardias favorables a su proyecto ideológico, repitiendo la vocación rupturista con el pasado declarada en los manifiestos (reducciones consoladoras para la crítica) y obviando el peso del pasado en las obras. “El héroe se divierte solo”, dice Baudelaire. La vanguardia es grupo, manada, voluntad colectiva expresada en cierto barrabravismo que se agota en los manifiestos. Como Bazárov, el nihilista de la novela de Turguéniev Padres e hijos que clamaba “destruir y después los que vengan que hagan lo que quieran”, la vanguardia es la nihilización de la literatura: romper los museos o tirar a Pushkin por la borda. Cuando el autor se aleja de la jauría, escribe. Y puede ser moderno.

“No confundir vanguardia y modernidad”, advierte Meschonnic en Modernidad, modernidad. “Las vanguardias son de tal modo una parte constitutiva de la historia de lo moderno que se da por hecho, para muchos, que la vanguardia es la modernidad y que la modernidad está en la vanguardia”. “Muchos de quienes hicieron la modernidad eran solitarios que no solo no fundaron ni dirigieron ningún grupo, si no que eran hostiles a esta idea misma”. Qué personaje más solitario que el errante Jlébnikov, el vagabundo Jlébnikov, sobre el que se construyeron dos mitos de signo opuesto: el poeta vanguardista y el vagabundo solitario que dormía sobre una funda rellena con sus propios poemas. Así como la Academia confunde vanguardia con museo de arte moderno, olvidándose de que “no puede haber cultura que se funde sobre el criterio único de la contemporaneidad” (vuelve a hablar Meschonnic, ahora citando a Claude Esteban), ajustando autores que se jugaron la piel a una tesis elaborada en el laboratorio de la sociología y los estudios culturales, haciendo “vintage” la nostalgia, grabando el rostro adusto de Maiakovski en una remera de 3000 pesos o decorando un bar de Palermo con una estética constructivista. La vanguardia se dejó amansar por la Academia a la que proponía destruir, así como la revolución se amansó solita formando un Estado burocrático que la celebraba a la vez que iba suprimiendo a sus actores. 

Otro profeta que atraviesa la convulsionada tierra rusa es Blok. Con sus famosos Doce, le da la bienvenida a la Revolución. Celebrado por Trotski como lo único de valor que compuso el poeta de origen pequeñoburgués, representante de la vieja clase intelectual, no le alcanza para ser admitido en el panteón de la vanguardia, a pesar de que Los Doce sea procedimentalmente tan parecido, por ejemplo, a Requisa nocturna, de Jlébnikov, que nadie discute a la hora de premiar con ismos: fragmentación que replica el caos y la violencia del momento, destrucción de la forma sintáctica y estrófica, introducción de voces ajenas, coplas populares, onomatopeyas vanguardistas: bang bang, pum pum, tra ta ta ta… ¿Por qué Jlébnikov sí y Blok no? ¿Por qué Jlébnikov es vanguardista y Blok sigue siendo un simbolista obsesionado con la figura de Cristo? ¿Por qué Blok no y Esenin sí? Esenin, cuya supuesta utopía supuestamente vanguardista “Inonia” (que significa algo así como “otrolandia”) se resume en la imagen de un mundo campesino donde la vieja mamá lo espera en el umbral de la isba? O sea, una nostalgia y de las más lloronas. Dice Shklovski en Viaje sentimental, “es difícil escribir en qué difiere el año 1921 del año 1918 y 1919 … el peso de las costumbres del mundo hacía caer a la tierra la piedra arrojada horizontalmente por la revolución. La piedra de la vida”. Se mezclan en Los doce todos los géneros: la romanza gitana, la novela de aventura, la jerga del hampa, la copla tabernaria. La obra es ambigua. Según Shklovski, irónica. No por tratarse de un escarnio, sino por “percibir contemporáneamente dos fenómenos desacordes o la simultánea atribución del mismo fenómeno a dos series semánticas”. El vuelo de la piedra y la atracción de la tierra. Los doce es la despedida del mundo burgués, “la Rusia del culo pesado”. El mundo donde él nació, el del edificio de la universidad de Petersburgo. Blok reúne las formas del poeta-profeta que atraviesa la historia de la literatura rusa, descripto por las palabras finales de El profeta, de Pushkin, quien, como siempre, señala el camino.

Como un cadáver, yacía en el desierto,

entonces me llamó la voz de Dios:

“Levántate, profeta, y mira y escucha,

llénate de mi voluntad,

y mares y tierras recorriendo, enciende

con la Palabra los corazones de la gente”.

Hay en la poesía rusa una vocación profética desde sus primeros representantes. Hay una verdad que decir, un pueblo que espera esa palabra, una misión divina, “traducir los sonidos del caos a harmonía, a palabras que entiendan los hombres”, dice Blok en su discurso sobre Pushkin y la misión del poeta. Pero el poeta ve más allá, aun estando ciego. Blok murió de desesperación, dice Shklovski. También Jlébnikov. Y de hambre. Recién llegado a la patria después de ser enviado a llevar la revolución a Persia. De vuelta la nostalgia, a esa patria indiscernible como una esfinge que es Rusia.  

Toda vanguardia responde a una voluntad colectiva. Toda vanguardia es grupo y enuncia sus postulados y programas en textos terminantes, contundentes, agresivos. Toda vanguardia se impone por la fuerza. Los hombres de las vanguardias son fuertes, decididos, hasta la denominación proviene del campo militar. El impulso hacia delante requiere fuerza: fuerza física o fuerza de la imaginación. Las utopías demandan fuerza. “Los rusos son utópicos”, dice o da a entender Berdiáiev en La idea rusa, después de referirse a los cismáticos, otra característica del alma rusa. A la idea mesiánica de que Moscú es la tercera Roma, los cismáticos percibieron la traición en el estado y en la iglesia y dejaron de creer en la santidad del poder jerárquico. Volvieron a la tierra. Contra la utopía eclesiástico-estatal, volvieron a la tierra, empezaron a vivir en el pasado, pero no en el presente, y algunos en el futuro encontrando inspiración en la utopía social apocalíptica. Surgió el nihilismo dentro del cisma, un fenómeno típicamente ruso. Volvieron a la tierra. En el XIX le paso lo mismo a la intelliguentsia revolucionaria, cuya orientación utópica los llevó a formar obshinas, comunidades desarrolladas al margen del estado. Volvieron a la tierra.

Contra ese despliegue de fuerzas, el mismo que pregonan los manifiestos de las vanguardias, aparece la nostalgia. A la vez que caracteriza la nostalgia como un rasgo particular de los rusos, Tarkovski (cuya primera película filmada fuera de la URSS se tituló precisamente Nostalghia) manifiesta hacer en sus películas un elogio de la debilidad. Del hombre débil. Posicionándose en una posición opuesta a las vanguardias, que celebran la fuerza. El cine de Tarkovski no es un cine de acción, de argumentos, de intrigas. Es un cine en que salta a primer plano la vida interior de las personas. Le interesa “reflejar el estado de una persona que llega a estar en contradicción profunda con el mundo y consigo mismo, incapaz de encontrar un equilibrio entre la realidad, la armonía deseada, que vive esa nostalgia que surge no solo de la lejanía física con respecto a su patria, sino también de un luto global por la integridad del ser”. La nostalgia rusa es universal. O Rusia se carga la nostalgia del mundo en sus espaldas. Las películas de Tarkovski presentan hombres que no están cómodos en el mundo, hombres débiles. Hombres que no son luchadores, que incluso llegan a defender la debilidad como el único valor verdadero y la esperanza para la vida. “En mis películas no hay héroes sino personas cuya fuerza resulta de su convicción interior”.

Lejos de la patria, la nostalgia se exacerba. Aparece la cuestión de la emigración y el exilio, palabras que en muchos casos resultan sinónimos. En Nostalghia, dice Tarkovski, “yo quería hablar de la forma rusa de la nostalgia, de ese estado anímico tan típico de nuestra nación, un estado anímico que surge en nosotros, los rusos, cuando estamos lejos de nuestra patria… Quería hablar de los lazos que unen a los rusos a sus raíces regionales, a su pasado y su cultura, a la tierra, a los amigos y a los parientes, esos lazos de los que no podemos librarnos en toda la vida, allá donde nos lleve el destino. Los rusos no son capaces de adaptarse rápidamente a nuevas situaciones, a un mundo distinto al suyo. Toda la historia de la emigración rusa demuestra que los rusos son malos emigrantes”. La nostalgia es un sentimiento de dependencia respecto del propio pasado, una sensación que cuando fue descubierta fue catalogada y estudiada y tratada como una enfermedad. Pero el regreso a la patria, cuando es posible, no cura. El personaje de la película de Tarkovski sigue los pasos de un músico de origen campesino que vivió en el siglo XVIII, fue enviado a estudiar a Europa, volvió a Rusia y se suicidó. Lo mismo Marina Tsvetáieva, cuando regresó a una patria que ya no era la misma. Nunca la patria que se abandona es la misma a la que se regresa. La ausencia hace recordar. Y recordar es ver lo mismo en otro tiempo, y encima con otros ojos.

Recordamos también a Dovlátov recién llegado a Nueva York: en El oficio registra que se pasaba los días tumbado en el sofá y emborrachándose en compañía de otros rusos que se resistían a aprender una nueva lengua, a insertarse en un mundo sometido a otras reglas. Un autor que moriría poco tiempo después, sin haber sido prácticamente publicado en su patria.

Establecer una relación directa entre el hogar y la patria y proyectar la añoranza personal en la historia colectiva es una actitud que puede resultar problemática. Es el detonante de la rebelión en Nosotros, de Zamiatin. La casita fuera del sistema donde todo se conservaba como era, Pushkin incluido. Svetlana Boym cita a Benedict Anderson, quien compara la recreación nacional del pasado con las biografías personales. Tema para otra charla, pero baste por el momento señalar que en la picadora de carne soviética que se encendió en los años 20, los formalistas debieron recurrir a la escritura de (auto)biografías en que el mensaje se camufla entre líneas, tradición heredada del siglo XIX: exilios impuestos y autoimpuestos en que la imagen de la patria y de la infancia entran en discusión con un futuro en que el socialismo domine no solo la Tierra sino también el Universo. Contra la coerción grupal y social de la utopía, la nostalgia es un reducto personal, íntimo. Contra la obligación de ser feliz, la reclusión en la tristeza. Según Tarkovski, “Nostalghia” son “esos lazos de los que no podemos liberarnos en toda la vida, allá donde nos lleve el destino”.   

Fulvio Franchi, 2021

Este ensayo fue presentado en el I Encuentro Nacional sobre utopías y sus derivas, (Literaturas eslavas FILO:UBA)

Obras citadas en el presente trabajo:

Blok, Alexandr: “Los doce”, traducción propia.

Boym, Svetlana: El futuro de la nostalgia, Madrid, A. Machado Libros, 2015.

Dovlátov, Serguéi: El oficio, Buenos Aires, Añosluz, 2017.

Esenin, Serguéi: “Inonia” y otros poemas, traducción propia.

Jlébnikov, Velimir: El Rey del Tiempo, Buenos Aires, Añosluz, 2019.

Maiakovski, Vladímir: Literatura y revolución, Barcelona, Península, 1974.

Meschonnic, Henri: Modernidad, modernidad, Mexico, La Cabra Ediciones, 2014.

Platónov, Andréi: Chevengur, Madrid, Cátedra, 1998.

Pushkin, Alexandr: “El profeta”, traducción propia.

Shklovski, Víktor: Viaje sentimental, Barcelona, Anagrama, 1972.

Siniavski, Andréi: La civilización soviética, México, Diana, 1988.

Tarkovski, Andréi: Esculpir en el tiempo, Madrid, Rialp, 2002.