Utopía.Nostalgia de la literatura/ Laura Estrin

“Los conceptos se regeneran de una manera notable. Cuando los hombres se acostumbran a los horrores, estos se convierten en fundamentos de buen tono”.

(Pasternak, El salvoconducto)

“Nunca pongas en juego esa grandeza, a cambio de una nostalgia satisfecha”

 (Reinaldo Arenas, Voluntad de libertad)

 “La utopía es siempre ingenua” (Carlos Correas, Todas las noches escribo algo)

“… lo que yo llamaría las utopías modernas. Todas apuntan a abolir el mal… Salir de los discursos y valorar las enunciaciones. Esa sería la posición mía.”

(Luis Thonis, entrevista radial 1991.-)

Se agolpan en al término utopía un remolino de aspectos: discursividad  generalizada, necesidad política, valoración positiva desde antes de empezar y con ello volvemos a viejos asuntos: un idealismo teleológico del arte como educador y progresista, confusión entre modernidad y vanguardias, entre autonomía y especificidad, entre diferencia y negación y, por supuesto, abandono de la distinción temporalidad del arte/ temporalidad histórica como forma de empezar a desbrozar lo político de lo social y de lo artístico.

La literatura tiene una historia social y política interna que produce una forma utópica propia como hace guerra propia[1]. En esta exposición suponemos esa utopía, la de la nostalgia de la literatura que algunas obras sostienen. Fuerza que recorre, por ejemplo, “El estado y el ritmo” de Mandelstam cuando señala la posibilidad de que el estado permita que el arte tenga un ritmo propio. Especificidad siempre cancelada, verdaderamente revolucionaria, que compone un discurso distinto al panfletario, evolutivo y repetido, y que da paso a esa música que cae con el humanismo –para decirlo en términos de Blok- y se ajusta a lo que doy en llamar nostalgia de la literatura.

Frente a la nostalgia de la literatura, la utopía canónica sostiene verdaderas intrusiones en la singularidad del arte mientras que en la forma específica que propongo, la serie literaria traspone tiempos, eras e historias tejidos y en movimiento y parece ser el verdadero objeto de trabajo de una crítica política efectiva.

1-La nostalgia y el canon: inversión y transposición.

Dijo alguna vez Tarkovski que le resultaba difícil hacerle entender a quienes no son rusos qué sentido tiene el nombre de su película. Así escribió que la nostalghía era una enfermedad, un sufrimiento que tortura el alma, y llega a ser mortal si uno no acierta a superarlo. Con Pablo Moreno una vez acordamos que Tarkovski murió de nostalghía[2] como sintiendo con Jodasiévich: adentro imposible/afuera inútil. Esenin había escrito: “La poesía no es un pastel que se pueda pagar con rublos” y Gombrowicz aseguraba que la literatura era a veces una masa que no llega a pastel. Esenin engañaba y se engañaba, los sentimientos los volvía expresión, hacía de la nostalgia un programa y del aturdimiento una escuela literaria -eso señala Erhenburg y mientras marca una contradicción que no es de orden literario permite ver que esa otra utopía, la que materializa una nostalgia en la literatura rusa que nos conmueve, pasó a ser entendida rápidamente como contrarrevolucionaria o no autorizada –para tomar ahora “Cuarta Prosa” de Mandesltam[3]. La queja, la tristeza, la nostalgia, siempre fueron inaceptables para el optimismo finalista hegeliano que gobierna la crítica literaria. La nostalgia de la literatura, pareciera, no se puede enhebrar, serializar, ordenar en el discurso institucional[4].

Cuenta Svetlana Boym en su libro sobre la nostalgia rusa que “El admirable monumento a Gógol fue trasladado primero del bulevar Donskói y después al patio de la casa donde había muerto. Y todo porque el Gógol de bronce está allí sentado, absorto en su melancolía, mientras que a un escritor, en aquellos tiempos, se le suponía siempre de buen humor”.

Sabemos que se acusó, se fusiló y se deportó a los autores que no entronizaron la felicidad, esa escatología con moño que el realismo socialista retorció hasta sus últimas consecuencias. Y hasta en nuestra más cercana contemporaneidad, si seguimos a Sara Ahmed, podemos ver encono hacia la escritura trágica. La desesperación –tomamos aquí el término de Kierkegaard- no es plan utópico permitido por ningún proyecto político, ni de política crítica, ni por ningún ministerio de cultura pero la literatura es conciencia trágica, quiero decir, extrema, por lo que comúnmente está excluida. Digamos, Gorki que regresa a Rusia con Stalin frente a Babel o Pilniak a quienes Stalin mata[5]. La literatura interroga sobre la vida y la muerte, se desvela mirando donde no hay que mirar. Platonov es un caso singularísimo, veamos su Moscú feliz con sus personajes desabridos, excesivos en su falta de vida que son y, así lo dicen, la exigencia utópica misma. Me pregunto entonces cómo no se lo lee así cuando su obra relato a relato se propone la terrible ironía del progreso técnico, feliz, utópico –el traductor universal de ese mundo- pero en verdad se muestra que éste tiene por contrapartida muerte, amputación y frío. Moscú, la intachable soviética, mártir y trabajadora a ultranza, el hombre nuevo conseguido, es en verdad un desierto, desierto de amor, de imposibilidades, de contradicciones. Una tabula rasa. Todo lo puede, todo lo hace pero viene y va hacia nada literalmente. Un mundo feliz es en Platonov un mundo vacío, sin ajenidad y sin propiedad –en todos los sentidos, algo monstruoso.

La obra desencadena un friso continuo de personajes activos-felices que no se atreven a demorar el avance del comunismo por lo que viven muertos, hundidos, sometidos al desasosiego sordo, a la tristeza inmóvil de ver que el amor no es comunista, como la vida viva[6].      

Podemos ir más atrás y recordar la angustia existencial irresuelta de Tolstoi, sus deseos entrechocantes –como los definió Lenin que decía bien lo que no podía entender. Turguéniev a ese Tolstoi místico-moral, en una última carta, le pide que vuelva a la literatura porque los manuales de pedagogía utópica que armaba fracasan al pretender una simplicidad imposible. Tolstoi no pudo volverse campesino, tampoco escribió nostalgia de la literatura en sus grandes obras porque la literatura no era aún cualquier cosa[7].

Boym, entonces, en El futuro de la nostalgia, la define como añoranza de un tiempo y un lugar y de los que allí estuvieron[8], leyenda singular de un origen perdido o que nunca existió que se vuelve tabú o motivo de división. O quizá cuanto más existe más se la niegue por lo que podemos pensar que la nostalgia se torna memoria e, incluso, un largo y amasado saber estético. Una forma singular de perspectiva reflexiva, la que elegiríamos frente a nostalgia restauradora, la que se toma como monumento a sí misma, la que se enamora de su infinito eco de múltiples usos, la que se basta con remiendos que nunca hacen abrigo. Platonov escribe en este caso que a su personaje Gruniajin “no le gusta la gente que se embriaga consigo misma y después no sabe qué hacer y acude al prójimo. Hay que vivir con más cuidado” -escribe.

La nostalgia fue considerada morbo, tal vez una falta de aire -como diría Berbérova de la muerte de Blok, fue fingida por los soldados rusos que servían en el extranjero y querían regresar y también recuerda Boym que se practicaron autopsias a los muertos napoleónicos en Rusia y de la inflamación cerebral que presentaban se dijo que era característica de la nostalgia pero lo que nos interesa es ese movimiento de escritura que al trasponerla multiplica los sentidos concomitantes[9]. O en todo caso, pensamos la utopía nostálgica como resabio romántico que la modernidad acentúa aunque un refrán ruso dice que es más difícil predecir el pasado que el futuro lo que nos llevaría nuevamente a cuestionarla, a ponerla en la serie que ata la utopía al imperio de la literatura como signo social, mensaje o compromiso, es decir, como construcción de una tesis previa.

2- Vanguardia, revolución y utopía: términos siempre asociados

Boym señala numerosas paradojas. Anota, por ejemplo, que el tiempo soviético de estatización generalizada produjo un exceso de tiempo privado que favoreció la nostalgia pero también el canon utópico por lo que queda de manifiesto que hay tiempos simultáneos pero dispares. Tinianov tiene una prosa exquisita, la precisión que solo el quiasmo, la elipsis y la yuxtaposición trasponen  para decir lo real que, al igual que Shklovski, le permite marcar lo acuciante y múltiple del tiempo. En su novela sobre Griboiedov escribe:  Los hombres de los años veinte, de andares saltarines, dejaron de existir en una plaza gélida, en diciembre de 1825. El tiempo se quebró de pronto; se oyó el chasquido de los huesos en el picadero de San Miguel; los sublevados escapaban entre los cuerpos de sus camaradas: el tiempo estaba siendo interrogado, todo era una «enorme mazmorra» (como se decía en la época de Pedro).

La desautomatización del tiempo que estos autores enseñaron no era un formalismo ajeno a lo real, clarísimo en Esculpir el tiempo, las memorias de Tarkovski, en El rumor del tiempo, las de Mandesltam, en las de Pasternak, Mi vida, mi tiempo, que se vio literalmente a la sombra de Maiakovski por su sino nostálgico-lírico, no voluntarista como el de aquel. La literatura emponzoñada de ritmo real ruge, grita, frente al relato plano del tiempo social, ideológico, que se vuelve sordo y ciego, a la vez de que se estira armonioso y fictivo. Poetas con historia y poetas sin historia -pensó Tsvietáieva. El tiempo real, caótico, traspuesto en literatura es arruga múltiple, en el relato finalista de las revoluciones de arriba (digámoslo así) es tiempo planchado. Entonces, si las programáticas revoluciones producen brotes de nostalgia que intentan cambiar el tiempo solo logran reversionar la historia, la Revolución de Octubre cambió el calendario. Pero las verdaderas revulsiones activan el mecanismo en el que participan los estados de la lengua, los registros discursivos, la literatura no permitida al decir de Mandesltam, o transforman a los autores en maestros del silencio -como supo Bábel. El relato utópico pervierte la lengua, lo señaló Siniarski, mientras que el tiempo nostálgico traspuesto produce obra.

El mismo concepto de revolución que era el movimiento natural de los astros, en la historia pasó a metáfora ya no cíclica sino irreversible desencadenando un futuro anhelado cuando en verdad era una emoción ideológica que dibujaba hechos nunca definitivamente conseguidos. Quiero decir, esa utopía añora un tiempo flecha que parece conseguir que la literatura sea cosa del pasado. Por otro lado, suelo repetir que enseñamos la vanguardia como si aquella no hubiera fracasado[10], situación que nos permitiría ver numerosos elementos de la historia literaria. En el vector de las transformaciones radicales, vanguardia y utopía van juntas aunque históricamente se sabe que no fue exactamente así: la Lef en el ´15 ya no tuvo más lectores y se dejó de editar, debería solo recordársela como documento de época. Pero en estos casos se necesita un optimismo de resistencia cuando habría que formular los efectos literarios de su caída. Incluso quienes sostienen algunas de estas afirmaciones vuelven a convocar variantes de su retorno en términos como neovanguardia y postutopía. ¿Qué permite y alienta este eterno retorno? ¿Qué política crítica sostiene una guerra tan perdida que hasta en el repliegue ven una ofensiva? ¿Tanto valor y optimismo se le supone a la utopía vanguardista que acredita el todo entra que anunciaba hace décadas Guy Debord?[11]Prefiero a Martín Buber que en Caminos de utopía propone un débil sintagma para ciertos socialismos utópicos, el no-fracaso.

La utopía garantiza un futuro feliz, un aliento que aunque devaluado nadie quiere perder aunque no sea más que presente esperanzado que olvida su propio crédito al todo es relato y se vuelve una política literaria que detenta un discurso llamativamente simple donde la ruptura es más visible, enseñable, que la continuidad y la tradición[12]. Meschonnic dice exacto que el fin de las vanguardias no modificó la idea de la vanguardia, es decir que encerraba una idea ahistórica. Pero lo que realmente sucedió –precisa el teórico y lingüista ruso-francés- es que el mito reescribió la historia a costa de algunos retoques cronológicos, así se terminará diciendo que fueron contemporáneos el futurismo ruso, el Proletkult que se le oponía, la narrativa orientada a conformidad con el espíritu de partido, garante de la corrección ideológica[13]. Pero si leemos el poema de Maiakovski “La IV Internacional” de 1922, la utopía y la sátira, lejos de fetichizar la historia y su presente, están en violento conflicto con ellos, lo mismo que si leemos la genial y terrible “Requisa nocturna” de Jlébnikov de 1921. Ellos no quemaron a Pushkin sino que se resistieron al poder mientras pudieron tanto como aquel.

Quiero decir que hay que leer literalmente cuando Trotski afirma que la revolución es más grande que el arte porque allí se ve su lógica cercanía con el fin del arte de Hegel mientras que la literatura es lo que de eterno tiene el presente. Digo que una utopía rígida, unidireccional, operativa, donde la literatura, claro, tiene función social, se vuelve discurso panfletario mientras que otra forma de la utopía, la que aquí llamo nostalgia de la literatura, a veces aparece, extrañificando, desplazando cánones en un movimiento zigzagueante y no dialéctico que agudiza la sensibilidad y anuncia que tal vez no haya pérdida, que se triunfa al fracasar. Mientras una utopía-mito, por ejemplo en frases como el alma rusa o en el hombre de más, compone una funcional y utilitaria serie perenne hay otra forma utópica, trágica, la de los Balmont frente a los Briussov -como dice Tsvietáieva en sus retratos, que enfrentaría al verdadero revolucionario con el profesional de la revolución. La nostalgia de la literatura engendra obras inesperadas, diversas, yuxtaposición de extremos, único modo de presentar el presente[14], de trasponer la experiencia real.

La nostalgia de la literatura es una figura cercana tal vez a la ironía, al horroreír –como dijo Leónidas Lamborghini, una práctica sospechada por la cultura que siempre es muy seria y repetitiva[15]. Esta nostalgia crítica sería un tipo de extrañamiento, un modo no lineal como lo es la utopía que conquista al mundo con promesas fáciles-felices. Boym dice que Shklovski: Sabía que la Revolución implicaba una serie de paradojas trágicas y que muchos de sus presupuestos eran irrealizables. En el ajedrez, el caballo se puede mover a través del tablero tanto en sentido vertical como horizontal, desafiando a la autoridad…

Pero esta literatura samizdat no alcanzó para luchar contra los oficialismos de moda, burografías de reconciliación que desdeñan todo fracaso con música -como el que se adjudicó Babel. Y que, además, han enfermado la lengua, pervirtiendo las palabras, tal como Tsvietáieva escribió que le era imposible vivir en un mundo en que llaman resfrío al llanto.  En ese canon utópico triunfante, la nostalgia de la literatura se hizo sinónimo de contrarrevolución y los sucesivos deshielos, más bien contramemorias, restauraron un pasado que nunca fue tal, se denostó a los testigos y se privilegió el orden del relato: todo es relato, todo es construcción –marcó la teoría literaria que desoyó lo que pasaba en Europa del Este -tal como apuntó Foucault en una conversación[16]. Podemos pensar entonces que entre nosotros Svetlana Alexiévich no ganó el Nobel, quiero decir que si lo hubiera ganado, es decir, si se hubieran leído verdaderamente sus libros, sus enormes gestas testimoniales sobre el fin soviético (sea en Afganistán, en Chernobyl o en las mujeres de la guerra) la utopía tendría una forma no prevista y distintos elementos formales y de sentido. Qué claro lo tenía Shklovski cuando dijo que los bolcheviques jugaron a las memorias para ganar la batalla de la historia. Y que claro lo tuvo Mandesltam cuando afirmó que el estado hacía crítica literaria y que los dones que él tenía la revolución no los necesitaba. Frente a ellos Maiakovski expresó que quería que el estado lo leyera y efectivamente este reguló el sistema nervioso de todos. Groys en su extensión del relato soviético, de sus metáforas, ve que: “toda la cultura devino en realidad, según la célebre formulación de Lenin, ´una parte de la gestión de todo el partido´ (…). Con ello se cumplió el deseo del líder de la Lef, Maiakovski, de que sus versos fueran discutidos por el gobierno junto con los otros logros del frente laboral”.

Pero, además, encima, aún, estos autores son elocuentes. Maiakovski en su carta final, por lo menos, anota que el incidente había chocado con la vida, marcando así una nostalgia desencajada y perdida, casi literaria. Discurso que compone un reservorio de tiempos no museificados. Algunos libros igual que las ciudades conservan tiempo y nostalgia pero lo hacen a partir de un discurso muy sofisticado como esas catedrales acebolladas y doradas rusas, con lírica y frases yuxtapuestas conservan a perpetuidad -como decían las carpetas que guardó la policía soviética de los autores represaliados. La literatura no pacifica el pasado, lo vuelve presente, lo pone otra vez en discusión, ajena a toda tesis, a toda novela de tesis, la literatura como la biografía litiga con el relato de la historia. Boym relata una y otra vez qué pasó con los monumentos rusos:

Las biografías de los monumentos rusos son increíbles. Si comienzan con el Caballo de Bronce de Pushkin, siguen con que en 1937 los monumentos a Pushkin y Gógol hicieron viajes nocturnos y fantásticos: Pushkin giró para ver la calle Gorki en lugar de contemplar el Monasterio de la Pasión como era su emplazamiento. Y Gógol fue a parar por su misticismo y su tristeza al patio de la antigua casa del escritor porque el realismo alegre de la vida soviética era imposible para él (…) mientras muchos desaparecían en el Gulag los monumentos también variaban en su emplazamiento…

La hija de Dovlátov me contó hace unos años cómo en Moscú las autoridades de los años 90 litigaban y erigían el monumento al recuerdo tardío de su padre en uno y otro lugar sin encontrarle ubicación definitiva. En una y otra calle giraba sin destino la estatua que se le había hecho cuando se lo editó en la Rusia postsoviética[17]. Es decir, una gran continuidad: no se sabe dónde poner la nostalgia crítica ya que la memoria oficial no recupera sino que inventa y normaliza, tergiversa. Por eso podemos pensar que la Historia copia a la Teoría, solo la literatura tiene una verdad real, palpable, difícil.

Y más: la teoría literaria ha privatizado la utopía, se la ha apropiado en el auge ya decrépito del imperio del signo y luego la dejó caer para actualmente reponerla, son oleadas –como se llamó al movimiento de la deportación al Gulag.

En la contemporaneidad rige el orden del relato que permite la simulación democrática, la inclusiva, la de lo políticamente correcto, la del diálogo, la de la igualdad y la de las diversas iglesias literarias de autoayuda que nos obligan a escribir y ser felices, lo que desbarató Mandelstam retando a su mujer al decirle: ¿Por qué se te ha metido en la cabeza que debemos serlo? Jodasievich, uno de los poetas más geniales de los años 20 rusos casi no se recuerda ni se lee ni se traduce entre nosotros, dicen que era muy pesimista. Opuestos a él, Nábokov y Brodsky explícitamente negaron la nostalgia, dijeron que no sufrieron tanto en su patria y que luego fueron felices en el exilio, tal vez por eso mismo, su obra se canonizó, es decir, se aceptó rápidamente. Brodsky desde siempre había añorado una clasicidad cultural, refirió siempre como maestra a la indiscutida Ajmátova y no le tiró ni una soga a Dovlátov en su común exilio, del mismo modo se recuperó para el canon a Grossman, por su lisura escrituraria, por su reconocimiento del monumentalizado crimen nazi frente al no permitido reconocimiento de la existencia gigantesca del Gulag. Porque hay memoria permitida y memoria no permitida. Como ésta, la nostalgia crítica es una incomodidad, es la presentación de una eterna demanda porque el arte es el extremo de una época y no su equivalente.

Termino también con un epígrafe:

“… defino la utopía a través de dos elementos: el primero está inscrito en la palabra misma, pero la sociedad no le da lugar a ciertos modos de pensar, por lo tanto se trata de un pensamiento desplazado (…). Pero para que haya utopía es indispensable que haya un segundo elemento: una fuerza interior e imperiosa que imponga a la sociedad la realización de esta cosa que no existe. Es el problema de la inteligibilidad del presente. Somos los imbéciles del presente. El problema es entender lo que pasa, e intervenir. Porque un pensamiento que no interviene no es un pensamiento, es algo que se parece a un pensamiento.”

(Henrí Meschonnic, “Pensar la enseñanza”)

Laura Estrin, 2021/ Este ensayo fue presentado en el I Encuentro Nacional sobre utopías y sus derivas, (Literaturas eslavas FILO:UBA)

Ph/ Ariel Ballester

 Lecturas:

Ahmed, Sara, La promesa de felicidad, Buenos Aires, Ed. Caja Negra, 2018.- Bessompierre, La Amistad de Guy Debord, rápida como una carga de caballería Ligera, Madrid, Machado Libros, 2020.- Boym, Svetlana, El futuro de la nostalgia, Madrid, Machado Libros, 2015.- Buber, Martín, Caminos de la utopía, México FCE, s/f.- Cantinho, María João, Walter Benjamin: Melancolía y Revolución, Buenos Aires, Leviatán, 2021.-
Debord, Guy, La sociedad del espectáculo, Madrid, Pretextos, 2005.- Meschonnic, Modernidad modernidad, México, La Cabra Ediciones, 2014.- Groys, Boris, Obra de arte total Stalin, Madrid, Pre-Textos, 2008.
Freud, S. (1916). “Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico. Cap II: los que fracasan cuando triunfan”. Obras Completas Vol. XIV, Buenos Aires: Amorrotu, 1986.
(1917). Duelo y melancolía. Sigmund Freud: Obras Completas Vol. XIV, Buenos Aires: Amorrotu, 1986.
Koselleck, R., Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós ibérica, 1993.-
Starobinski, “Cultura y salud mental” (Entrevista), file:///C:/Users/Laura%20Estrin/Downloads/15649-15746-1-PB%20(1).pdf.-
Tsvietáieva, “Poetas con historia y poetas sin historia”, El poeta y el tiempo, Destino, 1995.

[1] Serie que por supuesto no desdeña la muerte propia de Rilke y el cuarto propio de Woolf pero remite a Mandelstam de quien repito la afirmación de que en la literatura siempre es la guerra. Por otro lado, abandono la idea de pensar estas utopías como géneros porque considero que esos moldes institucionales canonizados, domesticados, pierden lo que de literario tiene la literatura. Las puedo pensar como formas discursivas, híbridas, incluso.

[2] Pablo Moreno, alumno avanzado de Letras y gran cinéfilo, murió inesperadamente a mitad del año pasado.

[3] Es el caso en que se arrumbó a Benjamin luego de su viaje a Moscú, cuando vio la catástrofe de una ciudad y de un amor en medio de la procesión utópica, la progresista, la que en el ´26 lo pavimentaba todo. El Diario de Moscú, uno de los libros más tristes que he leído. Por eso mismo, incluso, se enseñan sus otros libros, su tesis de la historia, su dialéctica de la violencia, es decir, sus manuales doctrinarios donde la utopía social es alentada.

[4] Reinaldo Arenas en sus ensayos señala que Cabrera Infante asume las voces y la nostalgia de todo un pueblo, por ejemplo en La Habana para un infante difunto. Una nostalgia que no halla dónde posarse ante el recuerdo de una ciudad que se difumina frente a su mar -escribe. Arenas quien sufrió la utopía en carne propia en otro ensayo dirá: “Dejémonos ya de ilusiones tontas, de manidas esperanzas y de ridículas utopías”.

[5] Conocemos los altibajos con que se trató a Gorki expuestos puntillosamente por Chentalinski, la desavenencia con Lenin, la institucionalización mortal con Stalin, también su dispar producción. Suelo recordar cuando éste dice a su regreso a la Urss de su cómoda estancia-exilio en Capri: ya no escribo hago discursos.   

[6] A la manera de Bábel cuando se pregunta si la revolución es buena porque mata (Caballería Roja), Moscú hace esa misma reflexión sobre el amor. En diálogo con Fulvio Franchi sobre la lectura de esta obra al parecer inacabada, concluimos sin poder resolver si ella contenía una linealidad crítica, irónica, terrible como Chevengur, por caso, o era solo una obra poco conseguida. Tal vez –como dijo Toltois, aprendemos más de las malas novelas.

[7] Tal como Cristian Ferrer en nuestros días supone que la literatura se ha vuelto.

Vagamente relaciono la autocomprensión de Tolstoi para con su obra expuesta, por ejemplo en cartas y notas a lectores donde precisa y aleja géneros literarios, con las “Observaciones inútiles” que Ricardo Zelarayán en Lata Peinada

[8] Nostos: regreso al hogar, algia: añoranza. Procede de dos palabras griegas pero no se acuñó en Grecia. Boym recuerda que en el caso de Freud, la nostalgia no era una enfermedad específica, sino una estructura fundamental del deseo relacionada con el impulso tanático. Freud parece haberse apropiado de la retórica de la nostalgia y, según él, solo se puede regresar al hogar perdido analizando los primeros traumas y reconociéndolos. Su distinción entre duelo y melancolía, donde la pérdida no está definida con claridad, relación más débil con el mundo anterior, es una herida abierta que agota al yo.  

 

[10] En el mismo campo semántico sentimos la violencia tapada cada vez que alguien alrededor nuestro usa la frase ¨compañeros de ruta¨, los que literalmente debían ser aniquilados luego de que se los usara para lo que pudieran ser útiles a la revolución -como dice Trotski.

[11][11] No casualmente Trotski pudo afirmar que: “Los poetas reflejan su época casi con el mismo retraso que los profetas”, antecedido por Marx que los vio como “bichos raros”. La literatura no es obligatoria, es más, molesta, si no tiene una función clara, atribuida de antemano.  

[12] Fue Stendhal quien comparó la presencia de lo político en el arte como un disparo en un concierto… y de eso hay mucho en nuestro arte contemporáneo simplista. 

[13] Proletkult e Ideinost (la narrativa ideológica dirigida por el partido) dieron origen, de su conjunción en los años veinte, al dogma del realismo socialista –afirma en el mismo segmento Meschonnic de su Modernidad modernidad

[14] Quizá podría decirse que Baudelaire intentaba trasponer el presente a través de una experiencia trágica y de una yuxtaposición de opuestos. Curiosamente Dostoievski visitó París en la misma época en que Baudelaire la declaró la capital de la modernidad y volvió escandalizado.

[15] La ironía en otro momento de la historia crítica fue tenida como melancolía o en el concepto freudiano de humor.

[16] “Pero el estructuralismo no es un invento francés”, El yo minimalista y otras conversaciones, Buenos Aires, La Marca, 2003.-

[17] La hija de Dovlátov, Katherine, me miraba azorada cuando intentaba contarle cuáles son las problemáticas-ejes de discusión en nuestros programas de estudios académicos, la vanguardia, ciertas problemáticas genéricas, que no suelen incluir a su padre.