
Somos sumamente ignorantes respecto a la sordera, a la que el doctor Johnson calificaba de «una de las calamidades humanas más terribles», mucho más ignorantes de lo que lo eran las personas cultas en 1886 o 1786. Ignorantes e indiferentes. He planteado el tema en los últimos meses a muchísimas personas y casi siempre he recibido respuestas de este tenor: «¿La sordera? No conozco a ningún sordo. Nunca he pensado mucho en eso. La sordera no tiene nada de interesante, ¿verdad que no?» Así habría respondido yo también unos meses antes. Pero las cosas cambiaron en mi caso cuando me enviaron un grueso volumen de Harlan Lane titulado When the Mind Hears: A History of the Deaf, que abrí con una indiferencia que se convirtió muy pronto en asombro y luego en algo que bordeaba la incredulidad.
Antes de leer el libro de Lane había abordado a los pocos pacientes sordos que había tenido a mi cuidado con criterios puramente médicos, como «ontológicamente lisiados» o «enfermos del oído». Después de leerlo empecé a mirarlos con otra perspectiva, sobre todo después de observar a tres o cuatro de ellos hablando por señas con una vivacidad y una animación que antes no había sabido ver. Sólo a partir de entonces empecé a considerarles Sordos con mayúscula, miembros de una comunidad lingüística distinta.
Después de leer la historia de Harlan Lane seguí con The Deaf Experience, una colección de textos escritos por los primeros sordos alfabetizados, preparada por Lane, y pasé luego a Everyone Here Spoke Sign Language, de Nora Ellen Groce, y a muchos libros más. Ahora tengo toda una estantería dedicada a un tema que hace seis meses ni siquiera sabía que existiera.
Un reconocimiento más a modo de preámbulo. En 1969 W. H. Auden me envió un ejemplar, el suyo, de Deafhess, unas memorias autobiográficas excelentes del poeta y novelista sudafricano David Wright, que se quedó sordo a los siete años: «Te parecerá fascinante -me dijo- es un libro maravilloso.» Estaba salpicado de anotaciones suyas (aunque no sé si llegó a escribir sobre él alguna vez). Lo hojeé por entonces sin prestarle demasiada atención. Volví a descubrirlo por mi cuenta. David Wright es un autor que escribe desde las profundidades de su propia experiencia, no un historiador ni un erudito que aborda un tema. No es ajeno a nosotros. Podemos imaginar fácilmente su situación, mientras que nos resulta mucho más difícil hacernos cargo de la situación del que es sordo de nacimiento, como el famoso profesor Laurent Clerc. Por eso puede servirnos de puente, guiarnos a través de su experiencia al reino de lo inconcebible. Como resulta más fácil leerle a él que a los grandes mudos del siglo XVIII, debería leérsele primero a ser posible, pues nos prepara para ellos. Hacia el final del libro escribe:
«Los sordos no han escrito mucho sobre la sordera. De cualquier modo, considerando que me quedé sordo cuando ya sabía hablar, no estoy en mejor situación que un oyente para imaginar lo que es nacer en el silencio y alcanzar la edad de la razón sin disponer de un medio para pensar y comunicarse. El simple hecho de intentarlo evoca esas palabras iniciales terribles del Evangelio de San Juan: «En el principio era el Verbo.» ¿Cómo se pueden elaborar conceptos en esa situación?»
Esto (la relación del lenguaje con el pensamiento) es lo que constituye el problema más profundo, el básico, cuando consideramos aquello a lo que se enfrentan o pueden enfrentarse quienes nacen sordos o se quedan sordos muy pronto. El término «sordo» es vago, o es tan general, más bien, que nos impide tener en cuenta los muy distintos grados de sordera, que tienen una significación cualitativa y hasta «existencial».
Los sordos profundos no pueden conversar del modo habitual, han de leer los labios (como hacía David Wright) o hablar por señas, o ambas cosas. Lo que importa no es sólo el grado de sordera sino (es esencial) la edad, o etapa, en la que se presente. David Wright menciona en el pasaje que hemos citado que se quedó sordo cuando ya sabía hablar, y que por eso no podía hacerse cargo de verdad de la situación de los que carecen de audición o la han perdido antes de aprender a hablar. Vuelve a abordar esto en otros pasajes:
«Fue una gran suerte que me quedara sordo cuando me quedé, si la sordera había de ser mi destino. A los siete años el niño ha asimilado ya los elementos esenciales del lenguaje, y yo lo había hecho. Haber aprendido a hablar de modo natural era otra ventaja. La pronunciación, la sintaxis, la modulación, la locución habían llegado por el oído. Tenía un vocabulario básico que podía ampliar fácilmente leyendo. Todo esto me habría sido imposible si hubiese nacido sordo o si hubiese perdido la audición antes de lo que la perdí. [La cursiva es mía.] Wright nos habla de las «voces fantasmas» que oye cuando alguien le habla si ve el movimiento de los labios y los rostros, y de cómo «oía» el rumor del viento siempre que veía los árboles o las ramas agitados por el viento.»
Wright utiliza la expresión de Wordsworth «música ocular» para esas experiencias, incluso cuando no van acompañadas de fantasma auditivo, expresión que utilizan varios escritores sordos como metáfora de su percepción de la belleza y de las pautas visuales. Se usa sobre todo en los motivos repetidos (las «rimas», las «consonancias», etc.) de la poesía en lenguaje de señas.
David Wright hace una descripción fascinante de la primera vez que le sucedió, de su experiencia inmediata del comienzo de la sordera: «[Mi sordera] resultaba más difícil de percibir porque los ojos habían empezado a traducir inconscientemente movimiento a sonido desde el principio. Mi madre se pasaba casi todo el día a mi lado y yo entendía todo lo que decía. ¡Y cómo no! Me había pasado la vida leyéndole los labios sin saberlo. Cuando hablaba me parecía oír su voz. Esta ilusión persistió después incluso de que supiese que lo era. Mi padre, mis primos, todas las personas que conocía, conservaban voces fantasmas. No comprendí que eran imaginarias, que eran las proyecciones del hábito y de la memoria, hasta que salí del hospital. Un día estaba hablando con mi primo y él, en un momento de inspiración, se tapó la boca con la mano sin dejar de hablar. ¡Silencio! Así me convencí definitivamente de que cuando no veía no oía.»
Pero si falta la audición al nacer o se pierde en la temprana infancia, antes de aprender a hablar, la situación es completamente distinta, es una situación básicamente inconcebible para las personas normales (e incluso para los sordos poslingüísticos como David Wright). Los afectados por este impedimento (los sordos prelingüísticos) son una categoría que se diferencia cualitativamente de todas los demás. Para estas personas que nunca han oído, que no tienen asociaciones ni imágenes ni posibles recuerdos auditivos, no puede haber siquiera ilusión de sonido. Viven en un mundo de mutismo y silencio continuos y absolutos. Se trata de una idea estereotípica no del todo correcta. Los sordos congénitos no sienten el «silencio» ni se quejan de él, igual que los ciegos no experimentan la «oscuridad» ni se quejan de ella. Eso son proyecciones o metáforas que nosotros hacemos de su estado.
Oliver Sacks / De Veo una voz, Viaje al mundo de los sordos, Anagrama, 2017
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