
“Una parte de la verdad alcanza… No hay muchas verdades…”
Escribir la vida es escribir una parte de la verdad. Eso que se deshace y la literatura rebusca. Dar con una parte de la verdad y trasponerla. Claudia Schvartz retrata la vida, que suele ser un par de “zapatos tristes” -como dice por ahí, retrata y recuerda, la cito: “´Me duele esa pobreza decente, planchada y remendada´ ¿Quién había dicho esa frase tan adecuada para Bianchedi?” así, con esas frases, retrata extremos, mitades, hablas, encuentros, viajes reconocibles, infinitos domingos y vacíos. Retrata cuerpos, ella escribe: “Una vez un actor prácticamente inmóvil solo se expresó a través de su nuca. Una línea de compasión descendió hasta sus omóplatos.” Claudia Schvartz registra lo que ve, lo que la ata a algunas escenas, a algunos fragmentos de vida, a una parte de la verdad. Y una poeta retrata desde “el pudor de lo bello” y las frases que como esa subrayo, tan singulares, tan propias de su tono, del de toda su obra, crecen.
Claudia Schvartz en Alcanfor ((Leviatán, 2018), su libro anterior, se pregunta en unas líneas que aparecen tachadas: “¿Cómo puede ser tan necesario/ Encontrar y dar cuenta de un sentido/ Y que eso ame más que a mí/ Y a los que amo más que a mi vida/ Y sin ese fluir nada tenga razón ni objeto/ Y sólo allí pueda encontrar mi paz?”. Alcanfor es un libro que canta, cada poema canta, canta y mira, mira la ciudad enrejada, terrible, pero los versos tienen también verdad: le creo a estos poemas, le creo a las durezas y a los casi borgeanos espejos que van allí por la propiedad de la poesía. Le creo al mediodía, a la sed, al viejo abrigo extrañado; ella dice que hay versos que llevan narraciones escondidas que -afirma- “difícilmente alguna vez escriba”.
Claudia Schvartz narra y hace versos simultáneamente, sus libros se me hacen cantarines de historias que son de ella. Sus libros son todos distintos y todos, me parece, de frases breves. Pero la historia o el tiempo siguen en ellos, pausados o saltimbanquis, porque es la única forma de seguir. Y la obra sigue, acepta, sabe, porque “es siempre insuficiente lo tardío” -como allí leo.
Claudia Schvartz también mira y anota en Una parte de la verdad, mira y anota el tiempo lento de las flores, de algunos lugares viejos, de lenguas familiares o no tanto. Claudia ha leído autores y ellos parecen andar en sus relatos, a algunas inglesas trae directa, aunque para Bianchedi, su personaje, ella dice: “aunque él no tiene compañeros. Todos son sus superiores”. Es el personaje del primer relato y me recuerda una forma de los terribles y pobres tipos de Gógol. Claudia puede rodear esos cuerpos y decirlos para que nosotros los tengamos reales, son todos “artistas del hambre” -como los llamo con Kafka. Seres solitarios.
Claudia Schvartz está gobernada por una enorme avidez: la de tener el desesperante zorzalito en el verbo -como dice ella-, la calma del costurero y el ruego de un poema sencillo para una antología, todo eso canta o cuenta en sus historias. Cuenta la vida, solita y sabia ella sola -como la canción. La poesía, lo lírico, está siempre cercano, en algún secreto de la lengua que en este nuevo libro le hace decir claro: “La lengua se mueve pero decir algo realmente consistente es como mover montañas. Tanto palabrerío. Ahora mismo, solo el silencio valdría la pena.”
Claudia Schvartz cuenta y canta la vida, se dice, se consuela, cose un elástico o recuerda una pequeña cocina, retrata o anota escenas, humores lóbregos (una ira-torniquete, una felicidad-inaudita), o un desparramo de hermana, hija o tía. En Claudia Schvartz se ve que la literatura es un cuerpo que está ahí, como la casa o el jardín. Quiero decir, verdad de la literatura es cuando escribe el cuerpo y Claudia Schwartz administra mandíbula y cadera en sus frases. Así su literatura arma con los estados del cuerpo que no son otros que los del alma lo que aparece a destiempo, una parte de la verdad. Entonces el pasado y los lugares quedan apretados y los recuerdos, ¡vivos!
Están en sus relatos, además, las amigas, las dedicatorias, las casas de los otros y el río, en el Delta. Pareciera que sus libros descansan en el humor del ánimo y en las justas palabras que descubre. Claudia Schvartz arma una poética contundente, de otro tiempo o me lo parece.
Claudia Schvartz en El papel y su futuro (Leviatán, 2017) había reunido algunas de sus prosas y les puso un nombre singular que, entre otras cosas, me dice algo así como: muerto el arte, viva el arte, quizá porque espera, como supuso Marina Tsvietáieva, que nos repondrán. Y me quedo pensando en ese nombre, El papel y su futuro ya que los nombres son uno de los lugares de gran riesgo en la literatura y pocos pueden con ellos. En la literatura argentina más contemporánea algunos intentan por el lado del desgraciado humor de superficie, otros por lo bajo o rastrero. Los nombres tienen que ser fieles a los labios propios, los libros y los autores verdaderos lo saben. Belkis es uno de los nombres que pone Claudia en ese libro y vemos que los que pueden son siempre los nombres pequeños. La palabra se enmaraña sino es simple, es decir, sino es verdadera hace mucho lío. Claudia escribe certerísima: «Hacía frío. Quería una música que no se deshilachara en voz ajena». La literatura es una precisa merodeadora y por eso extiende la vida, Claudia va por acordes muy fuertes, distintos e inesperados.
En Una parte de la verdad hay verdes, hay campo o pampa, hay árboles, aromas, es lo que sentí con las imágenes de los relatos. Es un libro sin impostura, no hay gesto que no pueda verse, que no pueda rápidamente recuperarse en alguna realidad. Claudia Schvartz recorta la extensión completa de las vidas en un segmento que las dice por entero, en un hallazgo que no puede presuponerse distinto a como allí aparece. Claudia cuenta brevemente y alarga la extrañeza.
Los relatos no tienen centro, se hilan y se dejan decir tenues como nuestras vidas que solo se agigantan cuando hacemos de ella mito o sobremaneras. Los nombres, de los relatos y de los personajes, como todas las palabras que ella elige, son perfectos ajustes a sus propietarios o poseedores. Casi diría que se escuchan en la voz de Claudia cuando los vamos leyendo. También inventa palabras, como “soledarse” o “Animala”, que le son necesarias porque escribe vidas como escribe la suya, vidas propias cuando en general la pésima ficción construye vidas ajenas. Los autores saben un saber único, eso mismo los hace autores.
Claudia Schvartz ha elegido geniales y singularísimas palabras siempre, entre ellas están Eólica, Tránsito es nombre y Ávido don. Ahora, una mañana de marzo, me cuenta intempestiva de dónde sacó la frase Una parte de la verdad. El autor con sus palabras responde las mismas preguntas de siempre, por eso adelanta verdad y vida, ese es su prodigio, su suerte. El autor anda consigo mismo y con sus cosas, con su fuerza y su tristeza. Y eso duro se junta y se hace atadito lírico y espera, una cierta confianza porque la vida pasa y nada deja -como nos dice Claudia Schvartz a veces sin esperanza. Los autores hacen marca y tocan lo que duele. Es decir, hacen, como toda la obra de Schvartz, en una perfecta línea hermética, personal, porque hay una vergüenza del narrar que solo los poetas entienden, los que hacen novela poemática -como repito de Néstor Sánchez, lo que también llamo novela directa. A esos autores les alcanza la vida, es decir, una parte de la verdad.
Claudia Schvartz es una descubridora de algunas verdades olvidadas o arrumbadas. Con ellas puede volverse piedra, perder la memoria y aprender a vivir de nuevo y aquí la entiendo con un verso de Ajmátova. Piedra y tristeza, bondad y pérdida es vida anotada. Y digo lo que ella dice porque un autor es una contundencia que se escribe claro, un autor es un grito, una interjección, un allá, acá o aquí. También es un gran pudor diáfano, como leo en uno de sus libros y cito: «Yo escribo así desde que soy muy chica: Hay algo de la rosca porque las palabras suplantan palabras más llanas, propias, o más exageradas.» Entonces avidez y falta de medida como único reparo, la poeta espera cuando el tiempo no espera: el autor elige siempre lo extremo, una parte de la verdad.
Creo que el justo escribir de Claudia Schvartz es el resultado de andar, de machacar años sobre lo propio, la vida y la escritura, torsión de la memoria, ojo y arena de tiempo vivido. Y así siempre sigue escribiendo en el extremo de saberse, como cuando afirma: «Una buena chica judía no soy».
Y mientras repaso este nuevo libro no puedo nunca olvidar «Tránsito es nombre» o «Canto Calchaqui», con ese acento inhóspito que se friega en: «No poder cantar. Cantar». Tal vez en el sentido de franquear el límite porque la literatura es una otra vida posible que nos damos: la vida que nos escribimos.
Entonces, a veces, el canto es íntima alegría y hay que poder hacerlo en esa agramaticalidad conseguida que no es audacia gratuita o experimentación que atrasa, es el extremo de lo que verdaderamente hay, una honestidad irremediable. Exacta la cito de nuevo: «Mi tiempo no narra, sujeta mi mirada a algo cuya crueldad debo testimoniar». Y entonces el tejido que la obra hace crece como la soledad crece, hay mujeres así: costureras, tejedoras, hilanderas, modistas de palabras. Escribir cosiendo lo que es propio en el más duro encaje, una poeta verdadera no regala sino que busca infinitamente palabras justas. Las figuras que nos trae son también algo silenciosas, anacrónicas y tímidas. Claudia Schvartz es muy precisa, sus aproximaciones, frágiles, muy ciertas. Frágil es el atributo que recorre todos los relatos, todos los personajes, pero es una fragilidad muy concreta: la fragilidad del fuerte. Sus paisajes están siempre compuestos por personajes singulares y comunes a la vez. Que sean características casi extremas y contradictorias las que los definen es lo que hace a su obra verdadera, o como dice el nombre de este libro, una parte de la verdad.
Sus personajes son hombres y mujeres de gran contundencia pero que eligen alguna ausencia para definirse. Leo: “cada cual tiene su pequeña historia… Porque en realidad no hay nada que contar”. Debería ya decirse, seguramente se lo hizo, que solo se tendría que escribir cuando no hay nada que contar… salvo una parte de la verdad.
Una parte de la verdad es un ramo de fuerzas, de sentimientos y sentidos, de dolores: envidia, miedo, descanso, ironía, de alguien que se sabe “pescadora de altura” (y es una frase del libro). Los relatos son fantasmas de la vida, se apresa lo que retorna, ánimas: Un nacimiento que lo modifica todo, una paternidad absolutamente terrible que podemos atisbar, una madre que se deja ir entre otras mujeres, relatos que recuperan lo que la vida pierde, mezcla, abandona, lo que siempre nos tritura. En Una parte de la verdad no pasa nada más que la vida y allí están, el horror, claro, o lo horrible. Lo natural siempre es sobrenatural, todo va más allá cuando uno se detiene y mira concentrado. La fealdad y la belleza, “el prejuicio, la superación, el castigo, la malevolencia” -escribe Claudia en uno de los relatos.
Los sentidos, los sabores, los lugares son precisos, estamos en Buenos Aires, se me hace que en una Buenos Aires algo campesina. Y la narradora, a su vez, puntúa su manera: dice que los pensamientos se cruzan, que los proyectos se rebelan y los dedos escriben otra cosa que la que pensaron. El bien que es más chico que el mal anda por allí, como “bocas y manías” que ajusta en el relato “Hortensia. De fondo el mar”.
Hay una raza de narradoras en la que Claudia Schvartz puede pensarse, yo la pienso, no es muy extensa, viene de atrás, no son muchas. Del mismo modo que Zelarayán hacía una lista con Carson McCuller y otras norteamericanas, narradoras de vidas frágiles y, a la vez, muy poderosas, Claudia Schvartz puede ser lejana y cercana a Silvina Ocampo en originalidad, a Noemí Ulla en algunos bieses, a Liliana Guaragno en cierta loca suerte traspuesta, a la Sofía González Bonorino de Las Cruces y La Quema. Una fuerte distancia o diferencia las reuniría y, en ese mismo sentido, las reuniría para alejarlas de las desvalidas composiciones –no son literatura- que hoy abundan.
Los relatos de este libro pueden detenerse y perfectamente dar cuenta de “el afán, la suspicacia, la astucia, la tontería, el miedo, todos modos del ansia”, y la estoy citando. Sus palabras son bien fuertes, contundentes, pueden decir la vida, lo que se escapa, repito, y que los poetas corremos a anotar. La precisa imprecisión de reconocerse. Claudia Schvartz rodea un asombro, no define, vaga en torno a una sensación, a varias, a rarezas, a regresos de sentidos que se presintieron y ahora se tienen delante cuando aparecen escritos.
En Una parte de la verdad hay un todo que acecha, un paisaje que nos rodea, recuerdos, cosas. Leo: “Así, el camino se vuelve propio a medida que van apareciendo marcas, reconocimiento paulatino y creciente de la propia vida en ese transitar. Pampa tan honda”, frase que me recuerda, claro, otro de sus anteriores libros. Claudia escribe y, como siempre sucede en mi lectura, dice cómo escribe (la cito): “A veces las palabras cuajaban en su boca frases íntegras. Surgían claras, autónomas. Las más de las veces, Ana se encontraba buscando la palabra escabullida, reemplazando aquella por otra aproximada. Esos días, las frases quedaban entre la punta de tinta y el papel, bostezando, desvariando. Era malhumor que se caía de la hoja y se expandía. Como el hambre, Como el frío. Eran días de trazos despistados, sin energía ni convicción. Nada que reconocer, nada que trasmitir sino anonadamiento… siquiera pena.”
En estos relatos que son como pueblos de provincia, por su contundente lejanía, por su endiablada retorsión en soledad, búsqueda y tenue fracaso, Claudia pone palabras de antes: un “postizo”, “lavilisto” y formas de hablar que replican idiomas idos, algo de español e italiano. Como supuso Tsvietáieva, los frágiles-fuertes debemos construir en los suburbios porque los pueblos acechan, lo que nos rodea allí es muy poderoso y para sobrellevarlo, hay que andar merodeando lo más personal, por eso Claudia escribe: “el verdadero fracaso, la ajenidad…” Así, de ese modo, luego, el relato se vuelve médano, granitos de arena raros, cansados, abandonados, ripios que igual conforman la vida. Claudia en el relato “Dobles” escribe: “y declinan otra vez los sonidos y solo el rumor de un viejo patio, de viejas voces propias, remotas, que la vigilia destruye, aplasta, maltraduce, sin ritmo ni canción. La vida.”
“La vida, tiempo demasiado infeliz” es el relato del recuerdo de una niña desacompasada, excluida pero ávida, me repito. Una mujer que se saldrá con la suya pese a todo. O por lo menos se saldrá. No era dócil, las otras mujeres le producían aburrimiento, era una mujer que no sabía que sabía. Violencia larvada en vidas caídas-recuperadas en esta escritura. Claudia Schvartz hace registros exactos: la ira que se trasviste de sonrisa para pasar en Leslie Caron. Y los opuestos simultáneos son necesarios, lo digo siempre, para poder con esas cosas que son difíciles de trasponer: desvalimiento salvaje, aire tenue y signos de fuerza y desafío. Los extremos unidos son un a-medio-decir que es el mejor decir. Precisión, certeza y dificultad. Claudia escribe: “Necesitaba descansar pero ya había olvidado cómo se hacía”. Certeza de que son pocas las cosas ciertas, las cosas que verdaderamente nos pasan. Retahíla que pertenece a relato “Al ver verás” que recorre algunas otras afirmaciones y penurias que nos son muy propias como cuando dice: “desesperada por haber perdido la deliciosa capacidad de permanecer en una librería” o cuando anota “Ana tenía la sensación de haberse pasado la vida haciendo lo que otros deseaban y pedían” y también al suponer que “Para Ana la comida era indispensable pero no tenía el peso ´argumental´ que le daba Germán.”
Una vida ardua para una testaruda, dice más abajo el relato y lo que tal vez señala es que como vida y escritura en estos personajes parecen ir juntas, las dificultades son del tamaño de la fortaleza y la fragilidad que ellos mismos registran. O, son como formas de la soledad, la vida y la escritura así quedan anotadas en un saber anotar, quiero decir, saber atrapar un poquito de verdad con palabras, poner amigos que ya no están (como Cacho, en el relato que citaba antes) y saber ordenar esos registros en un sentido de vida, con personajes siempre a contracorriente pero no prefigurados sino destilados propios.
Si antes remití a la nada que contar y pensaba en Chéjov, en “La ferretería” – poderoso relato de Una parte de la verdad– las máquinas y las herramientas me llevan a Platónov, tentada estoy de cerrar esta frase estableciendo una comunión entre ambos y citar el relato cuando dice “en esa ambigüedad la pena se iba organizando”. Entre Chéjov y Platónov, un realismo terrible se arma donde la sonrisa es “máscara de sumisión”, frase que está en estos relatos de Claudia. Una sonrisa para alejarse, para no acordar que es una mancha o una enfermedad más del cuerpo para los fuertes-frágiles donde estos relatos componen una lengua dulce, lírica (como cuando descubro la frase “ese triste olor tristísimo”), una lengua trisalegre -como escribí alguna vez- para el “espíritu áspero” de la vida.
Laura Estrin, marzo-abril 2022.
Leído en la Presentación de Una parte de la verdad de Claudia Schvartz, Leviatán 2021 / Museo del Libro y de la Lengua (18-04-22)
Ph / Grete Stern, “Dream No. 7: Who Will She Be?,” 1949.