Rosi: La casa en la que vivo / Maxie Wander

*Fragmento del libro de entrevistas de Maxie Wander a diecinueve mujeres de la República Democrática Alemana durante los años 70.

Treinta y dos años, secretaria, una hija, casada.

En algún sitio leí de uno que andaba buscando a una persona natural y un paisaje intacto. Me tocó la fibra. Ahora cuelga encima de mi cama, para que no se me olvide. Siempre tengo allí colgado algo que me concierne. Es algo que hacía ya de niña. Hasta arrancaba páginas de los libros. De momento esa persona natural es mi hija, y quiero hacer lo que esté en mi mano para evitar que la tuerzan. Mis padres lo hicieron exactamente así conmigo, son sabios y puros, a ellos he de agradecerles todo. Después siempre me resistí a aceptar lo que no me encajaba. No sé si me entiendes. El cuadrarse en la escuela, esa disciplina exterior y absurda, izada de la bandera, mirada a la izquierda, mirada a la derecha. ¿Qué tendrá eso que ver con el socialismo? Es algo que me repele totalmente. Me sentía como violada. Ya sabes que hay padres que, con la mejor de las intenciones, les recomiendan a sus hijos que hagan todo como los demás, para no señalarse. Es una irresponsabilidad. Mis padres decían siempre: no debes hacer nada ni decir nada que no sientas de verdad. Me educaron contra la hipocresía. Los inconvenientes estuvieron dentro de lo razonable, porque mi padre era un viejo comunista, por encima de toda sospecha. En ese sentido lo tuve más fácil que otros que necesitaron más coraje cívico. Y eso que yo no era ninguna lumbrera. Si escuchaba lo entendía todo, pero no me quedaba nada. Solo me atraían las aventuras. Era hija única, pero mis padres nunca me impusieron muñecas y nunca me aislaron de los otros niños. Solo en nuestro pasillo vivían diez niños, puede decirse que teníamos todas las puertas abiertas. Cuando mi madre estaba picando piedra yo me iba a algún otro piso, donde en ese momento estaba en casa la madre o una abuela. Con cinco años mis padres me mandaban ya a casa de mis abuelos. Yo aún no podía subir sola los escalones del vagón. Cuantas más libertades has tenido, más a gusto vuelves luego a casa. Mi padre ha muerto entretanto. Las hijas tienden en esos casos a elevar al cielo al padre. Mi madre se hundió, mi padre era para ella la persona más importante del mundo. Yo nunca fui celosa, mi padre tenía sitio para muchos, su corazón era amplio, dice mi madre, ella lo lleva ya en la sangre.
Creo que yo también llevo a mi marido ya en la sangre. Hace diez años que estamos juntos y no podría imaginarme a otro marido. Robert es callado, de los que no oyes. Habla en voz baja y tampoco hace ruido. Cuando corta madera, en el patio hay un cobertizo, allí tiene su taller, cuando corta madera, el sonido es de lo más agradable. No hace ruido al andar, a menudo ni se le oye cuando entra. Algunas personas dicen que lo ahogo. Pero nos conocen mal. Robert solo tiene un defecto, no se ocupa de nuestra hija, me quiere a mí más que a ella. Prefiere estar conmigo a solas. Aunque estemos con gente, él está más pendiente de mí que de las otras personas. No pienso en si me agrada o no, simplemente es así. A veces me habla entusiasmado de algún hombre, que es un gran tipo. Entonces tengo que conocer a ese hombre extraordinario. Y es curioso: nunca me gustan esos hombres. Robert siempre está deseando ver mi reacción, y le asombra o decepciona cuando se da cuenta de que tengo otros criterios. De alguna forma también le alivia, como si no quisiera más que ponerme a prueba. Le da una importancia enorme a esa comparación continua, porque en el fondo está insatisfecho consigo mismo. Tiene en la cabeza algún ideal de masculinidad, generalmente son cuerpos atléticos con caras como héroes del Salvaje Oeste. Para mí sin el menor atractivo… esos fulanos bragados e indistintos. Pero hay también algo más. Robert tiene su pequeña vena homosexual. No es casualidad que se prendara justamente de mí, puede ver en mi madre lo marimachos que salen las mujeres en nuestra familia. Puede ser uno de los motivos por los que es tan frío con nuestra hija. Sabine es una salvaje, como lo era yo de niña. Eso desconcierta a Robert. A veces se la queda mirando, cuando ella está dormida y no puede escapársele, como si quisiera estudiarla dormida. Nunca habla de eso, es tremendamente reservado, como muchos hombres. Le cuesta abrirse, piensa durante días lo que va a decirle a otra persona. A menudo he observado que las mujeres son mucho más espontáneas que los hombres, mucho más directas.
No soy de esas mujeres que se creen que solo pueden ser felices con un hombre. Continuamente veo hombres que me gustan y a los que les gusto. Si efectivamente solo hubiese una persona para cada una, entre los no-sé-cuántos millones en el mundo, ¿cómo se encontrarían esas dos? No, lo cierto es que tenemos que elegir, y entonces ese será el único, el que te hace feliz. Pero no pienses que vas a oír de mí algo interesantísimo para tu libro. No tiendo a arrebatos pasionales, soy curiosa, soy inquieta, soy como una niña, dice mi marido. Y tengo pocos escrúpulos, digo yo. En concreto, ¿no? En concreto me llevo de vez en cuando a un hombre a la cama o a la pradera. Es curioso que te lo confiese a ti. Curioso, porque un hombre confiesa algo así sin más, incluso realzaría su prestigio. ¿Realza esta confesión mi prestigio? No. Oculto esa parte de mi vida a otras personas, porque sé cómo juzgan a las mujeres de mi estilo y lo mal que queda mi marido en todo ello. Los guardianes de la virtud no son tanto los hombres, a los que se acusa a menudo injustamente de no acostumbrarse a nuestra emancipación. En general, las que salen a las barricadas son mujeres que tienen envidia y la esconden tras el escándalo moral. No es nada nuevo.
No es que Robert me deje insatisfecha. Robert trabaja muy duro con su cuerpo. Yo suelo estar ya en casa cuando él llega por la tarde. Entonces nos vamos juntos al baño, una habitación grande que reformamos hace poco. ¡Y no sabes lo que es para nosotros ese baño espléndido! A veces también quiere entrar Sabine, y le dejamos. Y a veces la volvemos a echar. Con ningún hombre me he sentido tan libre como con Robert. Jamás me ha negado nada. Conocemos nuestras necesidades. La sexualidad no solo tiene que ver con el amor, con acariciar y sonreír, también tiene algo que ver con la violencia, con instintos primitivos. Y eso es justamente lo que la mayoría de la gente no quiere ver, les parece inhumano. ¡Qué disparate! No elegí a este obrero por casualidad. No quiero a un intelectual que no sabe qué hacer con su cuerpo. Podría haber tenido a uno así. Era ingeniero jefe. Iba por ahí con abrigo blanco, con sus finas manitas blancas, y después del trabajo jugaba al tenis y hacía ejercicio en una de esas absurdas bicicletas estáticas. Cuando estaba caliente, primero se daba una ducha de media hora y se rociaba entero de desodorante. Entretanto a mí ya se me habían pasado las ganas. Pero entonces me tenía que duchar yo también, ¡antes!
¡Oh! Encima de la sábana, agárrate, ponía dos toallas, para que la sábana no se pringara de algo malo. Me tragué esa ceremonia sagrada una vez, por curiosidad. Cuando la segunda vez, una semana después, empezó con el mismo procedimiento, me largué. Ahora el pobre hombre tiene complejos, se retuerce si me ve.
Crees que ahora me has pillado, ¿no? ¿Por qué tiene que sacar su sexualidad, si le va tan bien con su marido, no? No lo sé, la verdad es que no lo sé. No puedo decirte por qué no iba a acostarme con ellos. El hecho es que se encuentra una continuamente a gente, en nuestra gran empresa, con sus múltiples contactos, casi se pierde la cuenta, y una no es ciega ni sorda. Prefiero tener trato directo con la gente que me gusta, también con las mujeres. El pelo y la piel de las mujeres son algo fantástico. Seguro que les pasa a muchas mujeres, solo que no quieren admitirlo, porque una tendencia al lesbianismo viene a ser sinónimo de enfermedad mental. Me gusta ver mujeres con los pechos grandes, ni siquiera hace falta que sean guapas. Vamos con tanta gente a la cantina, al cine o a pasear por el río, nos sentamos con ella en reuniones, reímos, discutimos… Mil actividades que podemos compartir con otros si nos resultan simpáticos. ¿Hay alguna razón de peso por la que excluir precisamente el sexo? ¿Porque nuestras abuelas tenían que hacerlo? ¿Sí? Para mí, todo lo que es natural es bueno.
Oh, yo también tengo el afán de fidelidad. No viviré con ningún otro hombre ni le confiaré a otro hombre mis intimidades. Eso lo sé muy bien, mucho más que algunas mujeres que están convencidas de que nunca se irían a la cama con otro hombre. Desde luego que hay muchas razones por las que las mujeres se convencen de eso. Han sido educadas así. Y puede que haya realmente mujeres que solo pueden con uno, estupendo. Y las demás, quizá quieren que su marido les pague con la misma moneda y se mantenga también él en el redil. Y algunas mujeres simplemente son cobardes, no quieren correr riesgos. Entre las mujeres siempre son las típicas aventureras las que quieren probar lo que hasta ahora estuvo reservado a los hombres. En fin, y ahora nos llevamos la misma decepción que los hombres. Con algunos el amor es tan aburrido como si comiéramos con ellos panchos en la playa. Las mujeres inexpertas hacen de eso un drama, si supieran…
Se me ocurre una cosa que va a parecerte extraña. Ahora todas tomamos con el desayuno esa píldora verde que nos ha traído la libertad, ¿no? Yo sé muy bien que si me acuesto con un hombre ya no arriesgo nada. ¿Sabes qué? ¡Si amo a un hombre, quiero correr ese riesgo! Porque si no todo esto del sexo resulta aburrido a la larga. Y es que se deja fuera algo importante, una gran sacudida. Sin ese riesgo, la cosa se hace trivial. El sexo para mí no es solo un entretenimiento sino, dada la ocasión, algo total. En el sexo me expreso yo entera, mucho más directamente que en otros ámbitos, ¿no? No soy una máquina sexual, soy una mujer. Y funciona estupendamente en cuanto un hombre lo ha entendido. Desinhibirse es maravilloso, pero queda un vacío que puede ser malo si todo eso ya no tiene nada que ver con la responsabilidad.

[…]

Todo mi secreto es que ya he descubierto lo que necesito en la vida. Necesito salir tanto como el sentimiento de seguridad en casa. Y como las dos cosas funcionan bien, me va bien. Eso es todo. ¿Que cómo lo lleva mi marido? Bueno, el más fuerte siempre influirá al más débil, o el activo al pasivo. Si se hace con tacto, no sabría qué objetar. Un ejemplo: mi marido es un tipo tremendamente sensual, como la mayoría de los hombres sanos, pero nunca ha tenido delicadeza hacia las mujeres. Eso he tenido que enseñárselo.
¡Ay, qué horror, lo que te estoy contando! Bueno, hay cosas que acaban saliendo así… ¿Superioridad en qué sentido? No es que lleve precisamente una gran vida con mi supuesta superioridad. Al final cargo yo sola con todo, el consejo de padres, sindicato, me ocupo de las personas mayores en la casa, les hago recados administrativos. No es el trabajo lo que te machaca, sino la responsabilidad que tienes que asumir tú sola. No soy de esas mujeres que se pasan la vida luchando contra molinos de viento. Entendí pronto cómo he de arreglármelas con Robert, lo que puedo cambiar y lo que no. También tiene que haber una división del trabajo. El cuarto de baño que ahora disfrutamos es obra de Robert. ¿Por qué no iba a reconocerlo? Sí, claro que nos peleamos. No siempre reina la paz. Robert dice que exploto como una granada. Pero la mecha se quema enseguida y nunca causa daños. Luego no ha habido cambios de importancia. Los callados como mi Robert se imponen con el silencio, es así. Si tengo que ser sincera, debo confesar que a veces soy tremendamente cobarde. Hay muchas cosas que quiero cambiar, que no puedo aceptar así. Pero no puedo cambiarlo, no con Robert, que es tan conservador. Si una no puede cambiar en absoluto cosas que son importantes para ella, se acaba cansando. Eso ya lo conoces, es igual en lo pequeño y en lo grande. La gente tira p’alante, pero luego se queda sin aire. Es un desgaste normal, no hay que asombrarse. Lo que veo a diario en nuestra empresa, eso sí que me deja admirada, lo que llega a hacer la gente, las reservas de las que dispone. Pero me pone triste, me da miedo, cuando veo cómo se les trata. En el fondo la gente quiere hacer un buen trabajo. Luego la realidad suele ser distinta en las empresas. ¿Cómo se ha llegado a esa resignación, de la que no puede salir nada bueno?
Y, sin embargo, soy una persona optimista, y estoy convencida de que con mayor franqueza podría arreglarse mucho. ¡Hay que hablar de los errores! No se puede hacer mal una cosa y seguir haciéndola mal, por la razón que sea, y pretender que los obreros crean que todo está en orden, solo que ellos no son capaces de entender la lógica que hay detrás. Si uno no puede ver la lógica que hay detrás, no se le puede hacer responsable, y tampoco puede hacer un trabajo decente. Esa mentalidad de especialistas en la que estamos cayendo me parece enormemente peligrosa. No va con la naturaleza humana, y excluye el sentido de responsabilidad. Eso lo entiende cualquiera. Pero nuestros cuadros directivos están tan metidos en ello… no tienen la energía para sacar conclusiones o correr un riesgo. Si por lo menos no hubiera un puñado de gente válida, como, por ejemplo, nuestro responsable sindical, te juro que sería ya jardinera del cementerio. O me habría cargado con una pila de hijos y retirado a mi dacha [1]. ¿No ve nadie lo que está ocurriendo? ¿O es que sacan las conclusiones equivocadas? ¿O que en los puestos clave están las personas equivocadas? No hay más remedio que preguntárselo. Lo peor es que ya nadie se lo pregunta. En las conversaciones nos quedamos tan felices en la superficie, nadie se mete hasta el fondo. Yo estudié algo de filosofía, muy poquito, en la escuela nocturna, mientras que nuestros directores han tenido sus espléndidas escuelas del partido. ¿De qué les han servido? Por un lado nos machacan continuamente con seminarios y reuniones de las que renegamos por lo bajo, porque siempre son lo mismo. A la gente le gusta escucharse hablando y no tienen nada nuevo que decir, tan solo frases hechas que les brotan de la boca mientras el cerebro duerme, ¿no? Y por otro lado estamos viendo a diario cosas malas que tendrían que asustarnos, pero en las que ya no se fija casi nadie. De pronto sale a relucir algo que habíamos dado por superado, ¡esa ignorancia, esos prejuicios, esa estupidez! Nosotros no tenemos que superar ningún pasado, ¿verdad? Al fundar nuestro Estado eliminamos automáticamente el fascismo y todo el horror alemán. Volví a ver esa magnífica película americana, Vencedores o vencidos, de Stanley Kramer, y me conmovió porque reconozco tantos patrones de conducta. Nadie tuvo lo más mínimo que ver con todo aquello, nadie sabía nada, ¿no? No puede hacerse responsable a nadie. Ayer, en la cantina. Uno dice algo así como: ¿Sabes?, la no sé quién se va a Ravensbrück [2] … ¡Sí —exclama divertida una mujer—, allí es donde tendría que estar! Nadie vio nada malo en ello. Nadie dijo nada, yo tampoco. Me quedo helada al oír algo así. Pienso en mi padre y me digo: A él le tocó, y a mí también me toca un poco, ¿no? Luego se extinguirá también nuestra generación. ¿Quién va a acordarse de ello entonces? ¿Quién? ¿Vuelve a empezar la humanidad con sus errores?
Con Robert puedo hablar de todas estas cosas, él reacciona con el sentimiento, se solidariza con mi padre. Pero a él no le preocupa, le parezco un poco exagerada. Para él nuestra sociedad está muy bien, porque todos tienen para comer, porque personalmente avanzamos, nos cubrimos de cosas, coche, cuarto de baño, heladera, dacha, máquinas de lavado que destrozan nuestros ríos y desperdician el agua. El padre de Robert murió en el último año de la guerra, Robert tenía tres años. Su madre se casó enseguida con otro para dar de comer a sus cuatro hijos, con un nazi sin importancia, que lo ha olvidado todo. De modo que en su casa nunca trataron esos problemas. Robert solo los conoció al venir a casa de mis padres. Vivimos dos años con ellos, y Robert los quiere. A su madre solo va a verla por su cumpleaños. Despliegan su show familiar, con hijos y nietos, y yo misma participo, por complicidad con Robert, al que la estupidez de su familia hace sufrir muchísimo.
He aquí un aforismo de mi mesita de noche. «No me convence lo de ir sacando a la luz. A la cebolla le puedes quitar todas las pieles, y no queda nada. Te digo una cosa: empiezas a ver cuando dejas de hacer de observadora y te inventas lo que necesitas: ese árbol, esa ola, esa playa…». Yo también me invento lo que necesito. Veo en la gente algo que posiblemente no está ahí. Es lo que hacemos al amar. A veces veo tan bello a mi marido que otro podría decirme: tú estás ciega, él no es así. ¿Y quién dice que no podría ser así? Eso de la verdad y la justicia es muy especial. Y es que cada uno tiene su propia verdad, su propia ley de vida, a la que ha de atenerse. Eso puedes leérselo a un montón de gente sabia, ya lo sé, pero yo te lo digo con mis palabras, y estoy orgullosa. Con la verdad no se llega muy lejos, si pretendes juzgar a la gente desde fuera, como un juez. Esos petulantes, ¿sabes?, que no dudan nunca, y mucho menos de sí mismos, son la peste de las relaciones humanas.
Sobre eso tengo apuntada otra cosa. «Ver no supone que se archive en acta. Hay que poder rectificar. Te vas y al volver algo ha cambiado. No me vengas con protocolos, la forma tiene que ser flexible, todo tiene que ser flexible, la luz no es tan fiable…».
Eso es cierto, lo siento en mis entrañas. Y así es también como lo hacemos en mi matrimonio. Cada uno tiene derecho a marcharse y a volver como otro. Cuántas veces le habrá horrorizado a mi marido verme a la vuelta de un viaje de trabajo o una velada a la que me había escapado yo sola. Pero nunca me lo echó en cara ni me interrogó como a un ladrón. Robert siempre dejó pasar el tiempo y esperó hasta que yo volví a estar con él. Nunca nos hemos dedicado a pillarnos en contradicciones: Ayer dijiste esto y lo otro, ¿cuál es la verdad? Algo no nos termina de encajar, y enseguida le ponemos su etiqueta al otro: oscuro, poco claro, mentiroso, loco, inmoral… ¡pequeñoburgués! Y con ella se queda.
Nuestro clima familiar me compensa de todo. Y eso que siempre podría hacer como algunas feministas, que disparan como locas porque les está permitido, que echan pestes de sus maridos porque no friegan ni cambian los putos pañales a los niños. Huyen al monte y no se reconcilian ya jamás con ellos. Hay que aprender a registrar los pequeños cambios del otro, y sobre todo a cambiar una misma. Si no hay amor, todos esos intentos de emancipación se quedan en espasmos. ¿De qué les sirve a las mujeres emanciparse contra su pareja? Veo ahí mucho de destructivo. Todo lo que te refrena, te cierra el paso, causa sufrimiento, reduce la dicha propia, es combatido. Yo creo que solo se puede ir de pacto en pacto. Si sales de un vínculo, tienes que empezar de cero en otro, porque nunca te libras de ti misma. Los problemas que tienes se los transfieres al otro. La que es impaciente, fría o cruel acusa a la pareja de ser impaciente, frío o cruel. Eso tampoco es nada nuevo. Una mujer sabia dijo que deberíamos acordarnos de los viejos ideales humanistas. Ceder, ser bondadosa, servir, han cobrado mala fama en la época de la emancipación. Habría que tener más cuidado y seguir haciendo impasible lo que se ha llegado a ver como correcto.
Vale, yo soy secretaria, pero también soy yo misma, Rosa, la hija de A. R. Noto que hay un montón en mí que no puedo agotar, y eso me da ánimos para seguir. Lo de secretaria es pura casualidad, hay cosas más bonitas que servir de acólito a hombres ambiciosos. Pero yo no tengo ambición, sé replegarme. No alcanzo a ver qué cambiaría si fuera conductora de grúas o criadora de aves o poeta. Me parece vergonzoso cómo se desahoga contra el mundo tanta gente joven, solo porque no obtiene el trabajo soñado o porque alguien le pone pegas. Justifican así su incapacidad para arreglárselas con algo por sí mismos. Nuestras escuelas tienen parte de la culpa. Ahora me han puesto un jefe —después de que el antiguo falleciera de un derrame cerebral— que es incapaz de tomar la más mínima decisión. Yo tengo mi propio campo de trabajo, y cuando lo hago bien él no dice ni una palabra, al fin y al cabo es por lo que me pagan. Pero si cometo el menor desliz, entonces me somete a juicio: delante de todo el equipo, solo no se atreve. Se ciñe siempre a la justicia, eso es lo que me desespera. Lo que hace es una canallada, pero justa, una falta de consideración, pero justa; es cruel, pero justo. Un teórico, recién salido de la universidad, con muchos humos. A mí no me toma en serio, porque soy tan absurdamente práctica y me fío de la experiencia. Claro, los hombres tienen una mente privilegiada, y las mujeres se ocupan de los asuntos prácticos. ¡Vaya pedazo de memo! Papeles, comunicados, ordenanzas, protocolos, informes, confirmaciones, decretos, todo por escrito, y eso que también hay un teléfono. Pero del teléfono no puede uno fiarse. He desarrollado cierto olfato por lo que puede tirarse sin que nadie lo eche en falta. Mi jefe lo tolera tácitamente, porque las ventajas son evidentes para él también, pero si un día vuelve a hacer falta un escrito de esos, se le ponen los ojos vidriosos y me comunica por escrito lo que piensa. Tiene miedo de ser consecuente. La consecuencia era una de las más grandes cualidades masculinas. Las madres son blandas e indulgentes y un poco tontas; los padres son duros, consecuentes y sabios, ¿no?
Acabo de escucharlo en la televisión, las cualidades que por lo visto son típicas de las mujeres, lo han descubierto unos científicos occidentales: pasividad, dependencia, conformismo, ansiedad, nerviosismo, narcisismo, obediencia. Así que yo debo de ser un hombre al que solo le falta su rabito. O vivo en otro mundo, en el que puede una hacerse con otras cualidades de carácter. Y a los señores de la creación les atribuían lo siguiente: agresividad, sentido de la jerarquía social, mayor disposición al riesgo. Bien es verdad que a mayor agresividad de los hombres, disminuye su inteligencia. Puedo corroborarlo. En las mujeres es al revés. Una mayor agresividad está ligada a una mayor inteligencia. Parece que es un asunto de las hormonas… ¿Por dónde íbamos? Ah sí, por nuestro conformismo socialista. ¿Cómo iba a avanzar una sociedad que no cuestiona, que ya no está dispuesta a cambiar, que teme el riesgo? Para eso podríamos haber seguido con Dios y con los dogmas de nuestros abuelos. Dudar, examinar, hacer preguntas, son aptitudes que entretanto hemos perdido.
Hasta en las relaciones humanas más sencillas falla algo. Cuando alguien tiene problemas, cuando alguien se está muriendo, cuando alguien tiene cáncer o es polaco —sé lo que me digo—, cuando alguien se sale de la norma de algún modo, no estamos a la altura. En nuestro patio se ahogó un niño, se cayó jugando en el depósito. A los pobres padres les hicieron el vacío, la gente se daba la vuelta, miraba hacia otro lado o decía tonterías. Seguro que no era más que impotencia, pero ¿de dónde viene, de dónde viene esa conducta cobarde, por qué estamos tan mal preparados para la vida, qué aprendemos realmente en las escuelas? Son cosas que hay que preguntarse, ¿no? ¿Y crees que entre la gente culta es diferente? Tenemos viviendo por aquí a algunos intelectuales, vinieron al mundo con anteojeras. Podría decirte: Vete a ver a la señora Sch., que lleva una vida interesante, que te cuente ella. Pero no lo hará, no puede, porque no llega a entender su situación. Sufre en silencio como un pez y rechaza cualquier acercamiento. ¡Altaneros y desconfiados, los buenos ciudadanos de toda la vida! Van, por supuesto, a las reuniones del partido y no dejan que surja una discusión impropia, igual que antes iban sus padres a la iglesia y no admitían preguntas sobre Dios. Si rascas un poco el color rojo, te sale toda la basura de antes, una capa tras otra, hasta los tiempos del káiser.
He conocido otras casas. Mi madre sigue viviendo hoy en la casa donde yo crecí. Allí me enseñaron desde pequeña que podemos apoyarnos unos a otros, no solo con sal y harina. En la guerra las mujeres despidieron al guardia del búnker porque las espiaba, y no les pasó nada, porque eran un montón. Nosotros, los niños, vivíamos en los sótanos durante la época de los bombardeos. Hubiera sido imposible, o solo dejándonos graves secuelas, de no ser por esa extraordinaria solidaridad entre las mujeres y los ancianos. Aún hoy encuentro fantástico, cuando vuelvo a esa casa, cómo las ancianas asoman por la ventana la cabeza y gritan a través del patio: ¡Otra vez ha venido la Rosi! ¿Se te puede seguir tuteando, Rosi?

Maxie Wander / De: Guten Morgen, du Schöne , Berlin, 1977

De: Buenos días, guapa, Errata naturae editores, 2017 / http://www.erratanaturae.com

Traducción: Ibon Zubiaur

Ph/ Fotograma de Anita G. Abschied Von Gestern, Alexandre Kluge, 1966

[1] De entre todos los términos adoptados del ruso en la RDA, bien pudo ser este el más popular. La casita en el campo (generalmente de dimensiones modestas) era el sueño pequeñoburgués por antonomasia y la alternativa de fin de semana a la tristeza de las «celdas de cemento». Se calcula que en la RDA llegó a haber más de tres millones de dachas, la mayor proporción en todo el mundo.

[2] El mayor campo de concentración para mujeres, al norte de Berlín, transformado desde 1959 en lugar de memoria.