El progreso de un rebelde / Arthur Koestler

Conocer personalmente al autor favorito es en la mayoría de las veces una experiencia desilusionante. George Orwell era uno de los pocos escritores cuyo aspecto y conducta eran exactamente el aspecto y la conducta que esperaban de él los lectores de sus libros. Esta concordancia excepcional entre el hombre y su obra era una medida de la excepcional unidad e integridad de su carácter.

Un crítico inglés lo llamó recientemente “el más honesto de los escritores vivientes”; su honestidad intelectual, que no cedía a compromisos, era tal que a veces lo hacía aparecer casi inhumano. Emanaba de él un rigor austero que sólo disminuía en proporción a la distancia, por así decir: era implacable consigo mismo, severo con sus amigos, insensible a los admiradores, pero pleno de comprensión hacia quienes estaban en la periferia remota. Hacia “las muchedumbres de las grandes ciudades con sus caras nudosas, sus dientes cariados y sus suaves modales; las  colas ante las Bolsas de trabajo, las solteronas que van en bicicleta a tomar la comunión a través de la bruma de las mañanas de otoño…”

De ese modo, cuanto mayor la distancia de la intimidad y mayor el radio del círculo, tanto más cálidas se volvían las radiaciones de la gran capacidad de amar de ese hombre solitario. Pero era incapaz de amarse o compadecerse a sí mismo. Su implacabilidad para consigo mismo era la clave de su personalidad; determinó su actitud hacia el enemigo de adentro, hacia la enfermedad que había ardido en su pecho desde la adolescencia.

Su vida fue una coherente serie de rebeliones contra las condiciones de la sociedad en general y contra su situación particular; contra el rumbo de la humanidad hacia 1984 y contra su propio rumbo hacia el colapso final. Hemorragias intermitentes marcaron cual piedras miliares el progreso del rebelde como sargento en la policía birmana, como lavaplatos en París, como vagabundo en Inglaterra, como soldado en España. Cada una de ellas debió haber servido de advertencia, y cada una sirvió como desafío. Contestado con obras de pesos y estaturas crecientes.

La última advertencia le llegó hace tres años. Fue evidente que su vida podía prolongarse sólo mediante una existencia protegida, bajo constante cuidado médico. Eligió en cambio ir a vivir en una isla solitaria en las Hébridas, con su hijito adoptivo, si siquiera una sirvienta por horas para cuidarlo.

En estas condiciones escribió su salvaje visión de 1984. Poco después de terminar el libro cayó en cama, y nunca se recobró. Pero si hubiera seguido el consejo de médicos y amigos y hubiera vivido en la atmósfera de autocomplacencia de un sanatorio suizo, su obra maestra no hubiera sido escrita; ni tampoco ninguno de sus libros anteriores. La grandeza y la tragedia de Orwell fue su rechazo total del compromiso.

Difícilmente puedan reconciliarse el impulso del genio y las incitaciones del hombre común; la vida de Orwell fue una victoria del primero sobre las últimas. Porque ahora que está muerto, ha llegado el momento de reconocer que fue el único escritor de genio entre los litterateurs de la rebelión social de entre ambas guerras.  La observación de Ciryl Connolly, con respecto a sus días comunes de escuela preparatoria: ”Yo era un rebelde de utilería, Orwell un rebelde de verdad”, es válida para toda su generación.

Cuando fue a combatir a España, no se incorporó a la fingida fraternidad de las Brigadas Internacionales, sino a la más mezquina de las unidades de milicia españolas, a los heréticos del P.O.U.M. Fue el único a quien su inflexible integridad mantuvo inmune de la mística espuria del “movimiento”; que nunca se hizo compañero de ruta y nunca creyó en la Montaña de Azúcar  de Moisés el Cuervo, ya sea en el cielo o en la tierra. En consecuencia, sus siete libros de esa época, desde Down and Out  hasta Coming up for Air, permanecen frescos y pletóricos de vida, y así permanecerán durante décadas, en tanto que la mayoría de los libros producidos por el “izquierdismo emocionalmente superficial” de esa época, que Orwell despreciaba tanto, están muertos y pasados de moda hoy.

Podría trazarse una comparación similar respecto del período de la guerra. Entre todos los folletos, opúsculos y exhortaciones que la guerra produjo, casi nada resiste una nueva lectura hoy; excepto, quizá, What I Believe, de E. M. Forster, algunos pasajes de los discursos de Churchill, y sobre todo The Lion and de Unicorn, de Orwell.  Su primera sección, “England your England”, es uno de los retratos más conmovedores y al mismo tiempo incisivos del carácter inglés, y es en sí un pequeño clásico.

Rebelión en la granja y 1984 son las últimas obras de Orwell. Desde Los viajes de Gulliver no se había escrito una parábola igual, en profundidad y sátira mordaz, a Rebelión en la granja; desde La Colonia penitenciaria de Kafka, ninguna fantasía igual en horror lógico a 1984. Creo que los futuros historiadores de la literatura considerarán a Orwell como una especie de eslabón perdido entre Kafka y Swift. Porque, para citar de nuevo a Connolly,  bien puede ser cierto que “sea hora de cierre en los jardines del Oeste y que de ahora en adelante el artista sea juzgado sólo por la resonancia de su soledad o la caída de su desesperación.”

La resonancia de la soledad de Orwell y la calidad de su desesperación pueden compararse sólo a las de Kafka; pero con esta diferencia: que la desesperación de Orwell tenía una estructura concreta, organizada, por así decir, y se proyectaba del individuo al plano social. Y si “cuatro patas, bueno; dos patas, malo” es puro Swift, hay de nuevo esta diferencia: que Orwell nunca perdió completamente la fe en los yahoos de cara nudosa y dientes cariados. Si hubiera propuesto un epitafio para sí mismo, sospecho que habría elegido estos renglones del himno revolucionario del Viejo Mayor, para cantar con “una tonada movediza”,  algo entre Clementine y La cucaracha:

Los anillos se nos desvanecerán de la nariz,
Y los arneses del lomo…

Por ese día todos debemos trabajar,
Aunque muramos antes de que nazca;
Vacas y caballos, gansos y pavos,
Todos debemos afanarnos por la libertad.

En cierto modo, Orwell creía realmente en eso. Esa rara creencia guió el progreso del rebelde y lo hizo tan digno de ser amado, aunque él no lo sabía.

Arthur Koestler, En la muerte de George Orwell, 1950

De: El rastro del dinosaurio / Emecé Editores , Buenos Aires 1957

Traducción: Alfredo J. Weiss