Cárceles / Aldous Huxley

           

En lo alto de la escalera principal del University College de Londres, se levanta una estructura de madera barnizada en forma de caja, es un poco más grande que una cabina de teléfono y un poco más pequeña que una letrina de jardín. Al abrir la puerta de esa casa en miniatura, una luz se enciende dentro y los que estén ante su umbral se topan con un hombrecito viejo, sentado rígidamente en una silla y sonriendo benévolo al espacio. Su cabello es gris y cuelga casi hasta sus hombros; su sombrero de paja de ala ancha es como algo salido de una ilustración de una de las primeras ediciones de Paul et Virginie; usa una levita (verde, si bien recuerdo, con botones de metal) y pantalones blancos de algodón discretamente rayados. Este viejito es Jeremy Bentham o, por lo menos, lo que queda de Jeremy Bentham después de la disección ordenada en su testamento: un esqueleto con manos y rostro de cera vestido con las ropas que una vez pertenecieron al autor de Los principios de moral y legislación.

A ese extraño santuario (tan característico, en su excesiva modestia, de «esa encorvada isla de Albion») hice una visita de curiosidad en compañía de uno de los hombres más extraordinarios, más admirables de nuestros tiempos, el doctor Albert Schweitzer. Muchos años han pasado desde entonces; pero aún recuerdo claramente la expresión de risueña cordialidad que apareció en su rostro al mirar la momia: «¡Mi querido Bentham! —dijo—, le aprecio mucho más que a Hegel. Fue responsable de muchos menos daños». Un comentario sin duda acertado. El filósofo alemán se enorgullecía de ser tief, profundo, pero carecía de humildad, que es la condición necesaria de la verdadera profundidad. Por eso terminó siendo un idólatra del Estado prusiano y el padre espiritual de esas teorías marxistas de la historia en virtud de las cuales es posible justificar toda atrocidad cometida por los verdaderos creyentes y condenar todos los actos buenos o razonables realizados por los infieles. Bentham, al contrario, nunca pretendió ser tief. Superficial, con esa amable superficialidad del siglo XVIII, pensaba en los individuos como gente real, no como inútiles burbujas en la superficie del río de la Historia ni como meras células en el músculo y el hueso del organismo social, cuya alma es el Estado. De las profundidades de Hegel surgieron la tiranía, la guerra y las persecuciones; de la superficialidad de Bentham, una multitud de beneficios modestos pero reales: el repudio de las leyes antiguas, la introducción del sistema de alcantarillado, la reforma del gobierno municipal, casi todo lo sensato y humano en la civilización del siglo XIX. Sólo en un terreno sembró Bentham dientes de dragón. Tenía la pasión del lógico por el orden y la consistencia; y quería imponer sus ideas de orden no sólo en los pensamientos y las palabras, sino también sobre las cosas y las instituciones. Sin duda, el orden es un bien, pero un bien del que fácilmente se llega a tener demasiado y a un precio demasiado alto. El amor al orden se cuenta, junto con el amor al poder, entre los motivos de la tiranía. En los asuntos humanos, el extremo del desorden es la anarquía; el extremo del orden, un ejército o una penitenciaría. La anarquía es enemiga de la libertad, como enemiga es también, en sus casos extremos, la eficiencia mecánica. La buena vida puede ser vivida sólo en una sociedad donde el orden sea predicado y practicado, pero sin demasiado fanatismo, y donde la eficiencia esté inmersa en un halo, por así decir, de desorden tolerado. Bentham no era un tirano ni tampoco un adorador del Estado eficiente, ubicuo y providencial. Pero amaba el orden y promovió esa idea de eficiencia social que ha sido y sigue siendo una excusa para concentrar el poder en las manos de unos pocos expertos y regimentar a las masas. Y no debemos olvidar el hecho, extraño y no poco alarmante, de que Bentham dedicó cerca de veinticinco años de su larga vida a elaborar hasta el menor detalle su proyecto de prisión perfectamente eficiente. El Panopticon, como lo llamó, debía ser un edificio circular construido de tal manera que todos los presos permanecieran en perpetua soledad pero bajo la permanente vigilancia de un guardián colocado en el centro. (Bastante significativo es que Jeremy Bentham tomó prestada la idea del Panóptico de su hermano, Sir Samuel, el arquitecto naval, que, por orden de Catalina la Grande, construyó buques para Rusia y diseñó una fábrica con principios panópticos con el propósito de hacer trabajar más y mejor a los recién industrializados mujiks). Este proyecto de alojamiento totalitario nunca se llevó a cabo. Para consolarlo de su desilusión, se le concedieron a Bentham, por orden del Parlamento, veintitrés mil libras de los fondos públicos.

La arquitectura de las prisiones modernas no alcanza la perfección lógica del Panóptico pero se inspira en esa misma pasión por el orden más que humano que movió a los hermanos Bentham y que, desde tiempo inmemorial, anima a tiranos y dictadores. Antes de los días de Bentham o de los cuáqueros de Filadelfia, nadie, por alguna extraña razón, parece haber pensado en construir prisiones ordenadas y eficientes. Las cárceles a las que Elizabeth Fry llevaba sus inagotables tesoros de caridad y sentido común eran como un delirio criminal hecho realidad. Al cruzar sus puertas el prisionero quedaba condenado a una existencia parecida al teórico estado natural de Hobbes. Tras la fachada de la londinense cárcel de Newgate —una fachada que su arquitecto, librado de la tediosa necesidad de abrir ventanas, pudo hacer excelsamente elegante—, existía, no un mundo de hombres y mujeres, ni un mundo de bestias, sino un caos, un pandemónium.

El artista cuya obra refleja más fielmente la naturaleza de este infierno es Hogarth, no el Hogarth de los cuadros de armoniosos colores, sino el de los grabados, el de las líneas duras e insensibles, el cruel retratista del mal y de la caótica miseria, ya fuera en las cárceles de Fleet y Newgate, en el manicomio de Bedlam como en otros reclusorios, otros asilos o en las tabernas de Gin Alley, los burdeles o las casas de juego de Covent Carden, o también en los descampados donde los niños atormentan a sus perros y pájaros con refinamientos apenas imaginables de crueldad y lascivia.

En apenas treinta o cuarenta años, la Prison Discipline Society llevó a cabo una extraordinaria reforma. De ser inhumanamente anárquicas, las prisiones se convirtieron en inhumanamente mecánicas. Desde que Sir Joshua Jebb, el inspector de prisiones, erigió su cárcel modelo en Pentonville, a las afueras de Londres, la sensación de estar atrapado en una máquina, apresado en una utopía realizada del orden absoluto y la perfecta regimentación, ha sido parte esencial del castigo impuesto a los convictos. En los campos de concentración nazis, el infierno en la tierra no era del viejo estilo de Hogarth, sino limpio, ordenado y enteramente científico. Visto desde el aire, Belsen se dice que parecía un laboratorio de experimentos atómicos o un estudio de cine bien diseñado. Los hermanos Bentham llevan muertos más de cien años, pero el espíritu del Panóptico, el espíritu de los talleres para el trabajo forzado de los mujiks de Sir Samuel, ha seguido su camino hacia extraños y terribles puntos de llegada.

Hoy en día toda oficina eficiente, toda fábrica moderna, es una prisión panóptica donde los trabajadores sufren (más o menos, según sea el carácter de los guardianes y el grado de resignación) sabiéndose dentro de una máquina. Creo que sólo en el ámbito de la literatura se ha sabido hacer una adecuada interpretación artística de esa conciencia. De Vigny, por ejemplo, ha dicho cosas acertadas sobre el sometimiento del soldado al ideal del orden absoluto; y, en Guerra y Paz, hay un capítulo memorable en el que las fuerzas impersonales de las Órdenes de Arriba, de la Alta Política manifestándose a través del funcionamiento de un Sistema, transforman a los amables carceleros de Pierre Bezukhov en autómatas insensibles y despiadados. Pero en el siglo XX, un ejército es sólo uno entre muchos otros Panópticos. También existen los regimientos de la industria, los regimientos de contaduría y administración, que han inspirado no pocos escritos lastimeros o truculentos, pero no mucho o nada digno de mención en el ámbito del arte visual. Hubo, es verdad, determinados cubistas a los que les gustaba pintar máquinas o representar cuerpos humanos como si fueran partes de máquinas. Pero una máquina es, en definitiva, en sí misma una obra de arte, mucho más sutil, mucho más interesante, desde un punto de vista formal, de lo que puede ser cualquier representación de una máquina. Dicho de otro modo, una máquina es en sí misma su más alta expresión artística y pierde al ser simplificada y convertida en la quintaesencia de una representación simbólica. La representación de seres humanos en forma mecanomórfica, por su parte, resulta efectiva sólo hasta cierto punto. Porque la situación realmente horrorosa en un panóptico industrial o administrativo no es que los seres humanos sean transformados en máquinas (si se pudieran transformar en máquinas, serían perfectamente felices en sus prisiones); no, el horror consiste precisamente en que no son máquinas, sino animales que aman la libertad, mentes abiertas y espíritus semejantes a Dios, que se ven sometidos a las máquinas y obligados a vivir —si de vida aún se trata— dentro del túnel sin salida de un sistema arbitrario e inhumano.

El arco gótico, 1761. De Carceri d’Invenzione di G. Battista Piranesi

Más allá de las prisiones reales habidas en la historia con demasiado orden y de aquellas donde la anarquía engendra el infierno del caos físico y moral, hay otras prisiones, no menos terribles por ser fantásticas e incorpóreas: las prisiones metafísicas, cuyas sedes están en la mente, cuyas paredes están hechas de pesadillas e incomprensión, cuyas cadenas son ansiedad y sus potros de tortura una sensación de culpa personal o incluso genérica. La visión que Thomas De Quincey tuvo en Oxford Street de la muerte repentina era una visión poblada de prisiones de este tipo. Así como lo estaba el infierno lujurioso descrito por William Beckford en Vathek o los castillos, tribunales y colonias penitenciarias habitadas por los personajes de las novelas de Kafka. Y pasando del mundo de las palabras al de las formas, encontramos las mismas prisiones metafísicas, dibujadas con fuerza incomparable, en los aguafuertes más extraños —que son también, en cierto modo, los más hermosos— de Piranesi.

Las generalizaciones históricas resultan divertidas de escribir y emocionantes de leer. Pero ¿hasta qué punto nos ayudan a comprender el pasado? La pregunta es de tal calibre que no me atrevo a contestarla, salvo que sea con otras muchas preguntas. Por ejemplo, si, como se nos ha dicho, el arte de un período refleja la historia social de ese período, ¿exactamente de qué manera expresan las pinturas de Perugino la época cuya historia quedó escrita en El Príncipe de Maquiavelo? O también: los historiadores nos aseguran que el siglo XIII fue una época de Fe y Progreso. Entonces, ¿por qué quienes vivieron en el siglo XIII la consideraban una época de decadencia, y por qué su más animado cronista, Fray Salimbene, nos describe una sociedad que se comporta como si nunca hubiera oído hablar de la moral cristiana? O considérese el siglo cuarto en Constantinopla. Ahí y entonces, así lo aseguran varios historiadores, los hombres se preocupaban casi exclusivamente por las cuestiones teológicas. Si es así, ¿por qué los escritores de entonces se quejan de que sus contemporáneos sólo viven para las carreras de cuadrigas? Y, por último, ¿por qué a Voltaire y Hume se les considera más representativos del siglo XVIII que Bach y Wesley? ¿Por qué yo mismo he hablado, en un párrafo anterior, de la amable superficialidad del siglo XVIII cuando esa centuria vio nacer a hombres como William Blake y Giovanni Battista Piranesi además de Helvétius y Bentham? La verdad es, por supuesto, que existe en todos los períodos una infinita variedad de seres humanos. En la religión, por ejemplo, toda generación tiene sus fetichistas, sus predicadores, sus legalistas, sus racionalistas y sus místicos. Y cualquiera que sea la moda artística imperante, toda época tiene sus románticos congénitos y sus acérrimos clasicistas. Sin duda, en todo período las modas en boga ya sea en arte, religión o modos de pensar y sentir son más o menos rígidas. De ahí que siempre a aquéllos cuyo temperamento está en discrepancia con la moda les resulte más o menos difícil expresarse y deban hacerlo indirecta o ambiguamente. Toda obra de arte puede representarse como una diagonal en un paralelogramo de fuerzas, un paralelogramo en cuya base estaría la tradición imperante y los acontecimientos socialmente relevantes de la época y en cuyo lado vertical pondríamos el temperamento y la vida privada del artista. En algunas obras, la base es más larga que la vertical, en otras ésta es más larga que aquélla.

Las cárceles de Piranesi son creaciones de la segunda clase. En ellas, lo personal, lo privado y, por lo tanto, universal e imperecedero tiene notablemente más peso que lo meramente histórico y local. La prueba de ello es que estos extraordinarios aguafuertes han seguido, a través de dos siglos, resultando plenamente apropiados y modernos, no sólo por su aspecto formal, sino como expresión de oscuras verdades psicológicas. Para usar una expresión religiosa muy en uso en otros tiempos, han «hablado a la condición» de Coleridge y de De Quincey en tiempos del apogeo romántico y nos hablan no menos elocuentemente a nosotros los hombres y mujeres del siglo XX crecidos en la cultura de lo psicológico. Lo que Piranesi expresó no está sujeto a cambios históricos. Piranesi no está, como Hogarth, reflejando los hechos de la vida social de su época. Ni está, como Bentham, tratando de diseñar un mecanismo que cambie la naturaleza de esos hechos. Su preocupación son los estados del alma, unos estados que son en gran parte ajenos a las circunstancias exteriores, unos estados que se repiten cada vez que la naturaleza, en su sempiterno juego de azar, combina los factores hereditarios del físico y el temperamento en determinados perfiles.

En el pasado, la psicología se solía tratar como una rama de la ética o de la teología. Así, para San Agustín el problema de las diferencias en los caracteres humanos era el mismo que el de la Gracia y el misterio de la voluntad divina. Sólo en tiempos recientes, los hombres han aprendido a hablar sobre las idiosincrasias de la conducta personal en términos que no sean los del pecado y la virtud. Las prisiones metafísicas dibujadas por Piranesi, y descritas por tantos poetas y novelistas modernos, eran conocidas por nuestros antepasados, pero conocidas no como síntomas de enfermedad o como una peculiaridad temperamental, no como estados a ser analizados y expresados por los poetas, sino como imperfecciones morales, como dolosas rebeliones contra Dios, como obstáculos en el camino del esclarecimiento. Así, el Weltschmerz, del que tanto se enorgullecían los románticos alemanes, el ennui, fruit de la morne incuriosité, que rezuma en tantos versos espléndidos de Baudelaire, no era sino acedia, por cuya causa Dante sumergió a los apáticos y melancólicos de lleno en el barro negro del tercer círculo del infierno. Esto es lo que Santa Catalina de Siena tenía que decir acerca del estado de ánimo que siglos después caracteriza la atmósfera de todas las novelas de Kafka: «La confusión es una lepra que seca el cuerpo y el alma, y ata los brazos ante los anhelos por lo divino. Hace al alma insufrible para sí misma, disponiendo la mente para los conflictos y las fantasías. Roba al alma la luz sobrenatural y oscurece su luz natural. Deja que los demonios de confusión sean vencidos por la fe viva y el deseo sagrado». Para alguien como Santa Catalina, cuya primera preocupación es la unión con Dios y la salvación de las almas, incluso para alguien cuya preocupación por el cristianismo fue, como en el caso de Dante, más la de un filósofo que la de un teocéntrico, la idea de tratar la confusión espiritual o acedia, o cualquier otro tipo de prisión metafísica, tan sólo como una cuestión digna de investigación científica o de manipulación artística le habría resultado algo parecido a una criminal imbecilidad, La base histórica sobre la que los artistas medievales levantaban sus lados personales, era tan larga y estaba tan arraigada en la teología y la ética tradicionales que ni Boccaccio —aun siendo un narrador nato y un apasionado humanista— pudo dedicar la más mínima atención a la psicología. En el Decameron no se describe ni la apariencia exterior de los personajes y la caracterización está confinada a simples adjetivos tales como «amable», «cortés», «avaricioso», «amoroso» y otros por el estilo. Se requería un genio más grande y un escepticismo más hondo que los de Boccaccio para inventar una psicología independiente de la teología y de la ética: Chaucer. Y recordemos que Chaucer —el Chaucer de los Cuentos de Canterbury— no tuvo rival hasta la época de Shakespeare. Frente a su base tradicional, su lado personal es de los más elevados de toda la literatura. La diagonal resultante es una obra de una originalidad verdaderamente sorprendente.

En su escala, mucho menor, Las cárceles de Piranesi son también asombrosamente originales. Ningún pintor o dibujante anterior había hecho nada similar. Artistas dotados de fantasía los había habido, por supuesto, capaces también de expresarse con dibujos arquitectónicos, como los integrantes de la dinastía italiana de los Bibiena. Pero los Bibiena eran pintores, arquitectos y escenógrafos cuyas invenciones debían ante todo asombrar al vulgo y expresar no tanto el soterrado funcionamiento de un alma angustiada como las vulgares aspiraciones a la grandiosidad que, a lo largo de los siglos XVII y XVIII atormentaron a los grandes de la tierra, y a todos aquellos que arrogantemente querían imitarlos. Renombrado artista fantasioso fue Salvator Rosa, un hombre que, por razones ahora incomprensibles, los críticos de hace cuatro o cinco generaciones consideraron uno de los artistas más grandes del mundo. Pero las fantasías románticas de Salvator Rosa son bastante banales y obvias. Es un melodramático que nunca penetra bajo la superficie. Si estuviera vivo hoy, sería conocido muy probablemente como el incansable autor de alguna de las historietas más sanguinarias y descabelladas. Dotado de mucho más talento estuvo Magnasco, cuya especialidad fueron los monjes vistos a la luz de los candiles, en un estado de alargamiento gótico o grecoesco. Sus invenciones son siempre agradables, pero siempre carentes de profundidad o de significación duradera: cosas creadas ex profeso en uno de los niveles más altos de la conciencia, en algún lugar próximo a la cima de una cabeza madura y caprichosa.

La Torre Redonda, 1761. De Carceri d’Invenzione di G. Battista Piranesi

La fantasía desplegada en Las cárceles es de distinto orden, muy distinto a lo mostrado por cualquiera de sus predecesores. Todas las estampas de la serie son evidentes variaciones de un mismo símbolo, que se remite a cosas existentes en las profundidades físicas y metafísicas del alma humana: a la acedia y la confusión, la pesadilla y el angst, la incomprensión y el pánico.

El hecho más inquietantemente obvio de todos estos calabozos es la perfecta falta de sentido que domina en todo. Su arquitectura es colosal y magnífica. Uno siente que el genio de grandes artistas y la labor de innumerables esclavos han contribuido a la creación de estos monumentos, todos cuyos detalles carecen de objeto. Sí, de objeto, pues las escaleras no se dirigen a ninguna parte, las bóvedas no soportan más que su propio peso y encierran grandes espacios que nunca son realmente salas, sino sólo antecámaras, almacenes, vestíbulos y dependencias. Y esta magnificencia de piedras ciclópeas ha sido en todas partes estirada por escaleras de madera, por endebles pasamanos y angostas pasarelas. Y la escualidez está presente por el simple hecho de mostrarla, porque los caminos desvencijados a través del espacio carecen claramente de destino. Debajo de ellos, en el suelo, hay grandes máquinas incapaces de hacer nada en particular, y de los arcos de arriba cuelgan sogas que no encierran nada más que una desagradable idea de torturas. Algunas de las Cárceles están alumbradas sólo por unas estrechas ventanas. Otras están medio abiertas al cielo, dejando entrever más bóvedas y más paredes en la distancia. Pero, incluso cuando los recintos aparecen más o menos cerrados, Piranesi logra siempre transmitir la impresión de que esos colosos sin sentido se extienden infinitamente hasta ocupar todo el universo. Entregadas a actividades irreconocibles, sin hacerse mutuamente caso, unas pocas figuras sin rostro rondan las sombras. Su insignificante presencia recalca el hecho de que ninguna está donde debería estar.

Fisiológicamente, todo ser humano está siempre solo, sufriendo en soledad, disfrutando en soledad, incapaz de participar de los procesos vitales de su prójimo. Pero, a pesar de ser cerrado, este organismo-isla no se basta nunca a sí mismo. Toda soledad viviente depende de otras soledades vivientes y, más aún, del océano de existencia en el que levanta su pequeño escollo de individualidad. La conciencia de esta paradoja de soledad en medio de la dependencia, de aislamiento acompañado de insuficiencia, es una de las principales causas de la confusión, de la acedia y la ansiedad, las cuales, a su vez, intensifican la sensación de soledad y hacen que la paradoja humana parezca aún más trágica. Los ocupantes de estas Cárceles de Piranesi son los espectadores sin esperanza de «esta pompa de mundos, de este doloroso nacer», de una magnificencia sin sentido, de una miseria sin fin que el hombre no puede ni comprender ni soportar.

Se dice que la primera idea de Las cárceles surgió en la mente de Piranesi en medio de un delirio febril. De lo que no hay duda es de que esa primera idea no fue la última; pues de algunas planchas existen primeros estados, en los que faltan muchos de los elementos más característicos e inquietantes de Las cárceles. De esto cabe deducir que los estados de ánimo expresados en esas aguafuertes eran, para Piranesi, crónicos y, en cierto modo, normales. La fiebre pudo haber sugerido originalmente Las cárceles, pero, en los años que transcurrieron entre los primeros ensayos de Piranesi y la publicación definitiva de las láminas, recurrentes períodos de confusión, acedia y angst tuvieron sin duda que motivar esos sombríos y como vemos ahora indispensables, símbolos como son las sogas, las máquinas sin objeto, los improvisados puentes y escaleras de madera.

Las láminas de Las cárceles se publicaron siendo su autor aún joven y, durante el resto de su larga vida Piranesi, nunca volvió al tema que con tan consumada maestría había manejado. La mayor parte de su obra, de entonces en adelante, fue topográfica y arquitectónica. Su tema fue siempre Roma; incluso cuando dejaba de dibujar ruinas e iglesias barrocas para adentrarse en el reino de la fantasía, Porque lo que le gustaba imaginarse seguía siendo Roma: Roma como debería haber sido, como pudo haber sido, si Augusto y sus sucesores hubieran poseído un tesoro inagotable y una inagotable reserva de mano de obra. Por suerte, sus recursos fueron limitados, pues la hipotética Roma imaginada por Piranesi es un lugar desgraciadamente pretencioso.

Santa Catalina sostenía que los demonios de la confusión deben ser vencidos sólo por el anhelo divino y la fe en la revelación cristiana. Pero, en realidad, cualquier deseo sostenido y cualquier fe intensa pueden bastar. Piranesi, por ejemplo, no parece haber sido persona de profundas convicciones religiosas o con aspiraciones místicas. A diferencia de su coetáneo más joven William Blake, no vislumbró la inmortalidad, no tuvo entre tormentos y lamentos visiones de Dios. La fe de Piranesi era la de un humanista renacentista, su dios, la antigüedad romana y su afán, una mezcla del anhelo del artista por la belleza, del deseo del arqueólogo por la verdad y de la determinación del hombre pobre de ganarse el sustento. Estos factores fueron, aparentemente, antídotos suficientes contra la acedia y la confusión espiritual. En cualquier caso, no volvió a expresar, una segunda vez, el estado de ánimo que inspiró Las cárceles.

Desde un punto de vista puramente formal, Las cárceles son notables como lo que más se acerca en el siglo XVIII al arte abstracto. La materia primera de los dibujos de Piranesi son las formas arquitectónicas, pero como Las cárceles son imágenes de confusión, como su esencia carece de sentido, las combinaciones de formas arquitectónicas nunca suman un dibujo arquitectónico, sino que siguen siendo dibujos libres, sin las trabas de ninguna consideración de utilidad ni siquiera de posibilidad, y limitados sólo por la necesidad de evocar la idea genérica de un edificio. En otras palabras, Piranesi usa formas arquitectónicas para producir una serie de hermosamente complejos dibujos, que se asemejan a las abstracciones de los cubistas por estar compuestos de elementos geométricos, pero que tienen la ventaja de combinar la geometría pura con el suficiente contenido y la suficiente literatura para expresar, con más fuerza de lo que podrían hacerlo unas simples formas, los sombríos y terribles estados de confusión espiritual y acedia.

De las formas naturales, a diferencia de las geométricas, Piranesi, en Las cárceles, hace poco uso. No hay ni una hoja ni una brizna de hierba en toda la serie; ni un pájaro ni un animal. Aquí y allá, irrelevantemente vivas en medio de las abstracciones de piedra, hay unas pocas figuras humanas, oscuramente ataviadas, sin facciones e impasibles.

En los aguafuertes topográficos las cosas son muy diferentes. Aquí Piranesi usa formas naturales como un oropel decorativamente romántico de la geometría pura de los monumentos. Los árboles tienen una rusticidad desatada; los personajes en el primer plano son o mendigos increíblemente andrajosos, o elegantes damas y caballeros no menos inconcebiblemente cubiertos de lazos y pelucas, algunas veces a pie, otras en coches rococós esculpidos como tortas de bodas o calesitas. Por todas partes, se trata de mostrar la suavidad de la piedra labrada mediante la yuxtaposición de las formas vacilantes, con aspecto de llamas, de las plantas y los seres humanos. Las figuras tienen también otra finalidad, la de magnificar el tamaño de los monumentos. Los hombres y las mujeres quedan reducidos a la estatura de niños; los caballos se convierten en mastines. Dentro de las basílicas, los piadosos se acercan a las pilas de agua bendita y aun de puntillas apenas pueden mojar la punta de sus dedos. Poblados por enanos, los edificios más modestos del barroco asumen proporciones heroicas; una obrita clasicista de Pietro da Cortona parece solemnemente portentosa y una divertida baratija de Borromini adquiere la presencia de lo ciclópeo. Este truco de aumentar el tamaño aparente de los edificios disminuyendo la escala de la figura humana era un ardid favorito entre los artistas del siglo XVIII. Fue llevado hasta el absurdo en cuadros como El festín de Baltasar (1820) del inglés John Martin, donde el rey y sus cortesanos se sientan cual hormigas a cenar en una sala de unos tres mil metros de largo y quinientos de alto.

En Las cárceles no hay ningún indicio de esta ingeniosa e ingenua teatralidad. Los pocos y solitarios prisioneros están ahí para recalcar, no la sobrehumana grandeza de los edificios, sino su inhumana vacuidad, su subhumana carencia de sentido. Son, literalmente, almas perdidas, vagando —o ni siquiera vagando, simplemente varadas— en un laberíntico vacío. Resulta interesante compararlas con los personajes de las ilustraciones de Blake para el Infierno de Dante. Estas almas malditas están tan poco perdidas que parecen sentirse como en casa entre sus llamas, peñascos y cenagales. En todos los círculos del infierno de Blake todo el mundo aparenta ser vagamente heroico a la manera clásica, algo corrompida, de finales del siglo XVIII, y todos parecen interesarse sinceramente por su prójimo. ¡Qué diferentes son las cosas en Las cárceles! Aquí no hay musculaturas heroicas, no hay exhibicionismos ni extraversiones, no hay rastro de vida social. Cada hombre aparece tapado, furtivo e, incluso en compañía, completamente solo. Los dibujos de Blake son curiosos y algunas veces hermosos; pero en ningún momento podemos tomarlos en serio como símbolos de sufrimiento extremo. Los prisioneros de Piranesi, al contrario, son los habitantes de un infierno que, aunque sólo sea uno entre los muchos peores de los mundos posibles, resulta completamente creíble y lleva el sello de una manifiesta autenticidad.

Aldous Huxley / Introducción a Piranesi’s Carceri d’Invenzione

(Londres, 1949). Traducción de David Tiptree