Comedia Biológica (III) / Bettina Bonifatti

ANIMALES

Los ratones tienen lágrimas perfumadas. Las cabras sobre el árbol equilibran la insistencia como un racimo de actrices. ¿Qué escribe el caracol con pie ventral? ¿Una carta para Dalí?

Amordazado por la naturaleza, el animal se da cuenta de que no puede hablar.

Kraken y realidad. Ojo gigante del mar.

Tropa de monos revuelven municiones y arrojan granadas.

La música no se relaciona con la inteligencia sino con no saber lo que uno dice, como los loros que hablan y pueden cantar, pero no tienen idea de lo que están diciendo. Los músicos deberían tener guacamayos de compañía.

Cada mugido asiente la duda de la vaca de al lado.

Sisea una víbora de advertencia; permiso pide el cerdo, el maullido, miradas y un balido, piedad. Ladra la voz de alto, mientras una lagartija mira desde una silla oxidada. La telaraña muda del alambrado se agarra como testigo a diez manos que brillan como luz nueva.

Amor de Herzog por la palabra murciélago.

Aspecto del mono carayá al fruncir labios y entrecejo, como si se preguntara si en el olvido puede haber intensidad.

Si escucho al elefante, el guarrido del chancho, o la tos de la foca, me siento como en casa. Parecido a recorrer la calle en la que antes me alegraba.

Palabra desaire. Ni burla ni desprecio. Algo con el silencio y la gracia. Negativo de salir airoso, sacarle al otro la posibilidad de mantener una altivez parlante de gallo de riña.

El animal consuela porque tiene un dejo de eternidad.

En ceremonias para domar lo que se termina, lo vivido va al sueño con otra magnitud. Capacidad de automutilarse, típica de lagartija. Escamas dorsales, simpatía reticulada. Sin rituales, ¿cómo detenerse ante el dolor?

Catorce abejas entraron por la ventana del quinto piso. Me picaron dos. Había muerto mi padre. Desperté y era verdad la muerte y las abejas. El duelo es laborioso como un insecto.

Pegaso era un gemelo sin semejanza.

Mi nostalgia se va demasiado lejos. Añoro más la megafauna y los úrsidos que los animales mitológicos.

Ajuares funerarios de carneros. Momias de perro. Gato en el templo. ¿Qué los hacía aptos para la sacralidad? Los pobres caballos egipcios. Elefante que se prosterna ante el sol y eleva la trompa.

Un paciente deliraba con tropillas y las veía venir entre las camas. Su palomo, sobre el trípode de suero, esperaba.

Interludio orquestal de peso, moscardón amigo de las flores.

Saltamontes diurno, grillo nocturno.

La nieve marina recuerda el origen en dirección de nuestros pies. ¿Ningún animal mira al cielo?

Habitantes de nubes vistos por el ruso Alexander Imshenetsky: atrapó partículas con un cohete y trajo cuatro hongos distintos.

Tener colores protege a los animales.

En la tormenta tropical ganan las bacterias diez a uno. Como semillas en el hielo, ayudan a llover. La nube viaja con sal de mar.

La bacteria formadora de hielo es campeona de supervivencia. Su gran problema es no caer al suelo.

Pequeños seres vivos mueren en lo alto. La vida está abajo. La lluvia es una caída desesperada de bacterias que no quieren morir.

El hipopótamo bosteza de agresión. ¿Le aburrirá matar? Las moscas no leyeron a Lichtenberg.

Tacto en el ojo y en sombras, el caracol entiende de otro modo la curiosidad. Torsión y rádula, lengua dentada, elipsis de alimentación.

Los caracoles arrastran sin apuro la proporción áurea.

La espina es una hoja que se armó.

Horror de probabilidad como excepción de planta carnívora. Razones de la biología que el azar desconoce.

Patelas rojas en la oscuridad, albus, el murciélago albino, guarda cautiverio por precaución. Prefiere no ser un blanco.

Las plumas de los ángeles no tienen nada de animal. Nosotros sí.

Búho de ojos reflectantes en el matadero mira en la noche las vacas que aún no murieron.

Vio peces que se comieron entre sí en la pecera. En la escuela no le creyeron. Lo vio con la abuela.

Pies alados y plumas. Suavidad e impaciencia del mensaje.

Las ratas ríen cuando los científicos les hacen cosquillas para investigar el sentido del humor.

Vaca en la niebla, leve aflicción, distancia.

El participio de tarar es tarado. Tara: unalangosta lleva su nombre. Defecto de tener todas las condiciones dadas.

Quién pudiera rozar lomos, acariciar una manada, arrear tropas de mamuts, dar dentelladas, ver bajo agua turbia, caminar sobre el bañado, tener un animal de consulta.

Elegancia de lagartija que vive en un florero: sale, se ejercita, recuerda la suerte a un guerrero y vuelve.

Tres formas de pastar: con prestancia de vaca que conoce su proveniencia, con ignorancia de oveja que no sabe su vínculo con Dios y con apuro de caballo, según recuerda el gusto de los indios por su carne.

Parece que los animales tuvieran fe.

Temporada de matar. Caza de iguanas, jinetes con palas en hilera.

Pasto de cementerio, césped crecido en tumbas, el preferido de los caballos. Rabo, cinta marcadora, observación silente.

Tuve un abecedario secreto donde cada letra era un animal.

Caballo que no relincha y aniñado mira sin autoridad.

Soldados perro condecorados no ignoran la valentía.

Vejigas de oveja, respirador de los primeros buzos tallados en piedra. Bolsa flotante de sumersión.

Dios envió el turismo para que, de tanto acercarse como la langosta, el ser humano eclosione en número, se transforme chocando las patas, aumente el tamaño de su cerebro y comprenda el daño de la masificación.

Turismo: de tanto acercarse, como la langosta, el ser humano eclosionó en número; y al igual que ella, agrandó el cerebro durante la masificación. El gigantesco enjambre pobló la Tierra, emulando la octava plaga de Egipto para distraer a Dios.

Conversión y hambruna. Los saltamontes frotan sonidos con sus patelas y tibias en campos de pasto. Conviven, se hacen nube, eclosionan, se masifican y parten por el mundo, como nosotros desde que se nos agrandó el cerebro.

Los escarabajos se reúnen en círculos, igual que los campamentos de beduinos.

Los monos no reaccionan a la música.

Superstición. Los pasos de un potrillo con hambre lo siguieron en la noche. Cuando murió del susto, el jarro de leche se derramó en la oscuridad.

Una araña invitó a otra al centro de operaciones de su tela rueda de carro. Discutieron largo rato sobre el porcentaje de presas atrapadas. La estadística, cosa increíble, siempre les interesó.

Desde que prohibí que le dirigieran la palabra al gato, no maúlla.

Hay un caracol artista que incorpora hierro y se hace una cota de malla que se pega a los imanes. Lo que no sirve para nada lo aprendo igual que lo útil, o más.

Los animales tienen algo de Dios.

Curiosidad de peces que se detienen a mirar.

El loro de la vecina grita el nombre del hijo. Lo aprende, sin duda, cuando lo llaman desde la puerta a la hora de comer. Cada vez va con obediencia; tales son las cualidades tímbricas del animal y del niño.

El reino de la banquina se extiende desde el fin del mundo hasta el principio polar.

Los insectos nos preceden cientos de millones de años sin cambiar costumbres. Aunque tienen muertes violentas, los cerebros minúsculos están siempre aptos para todo lo que les toca en suerte. La cucaracha anda por la cocina como por las praderas donde caminaron los dinosaurios. Como el escarabajo, quedó fuera de juego para la mutación.

El misterio del salvaje de Aveyron, su regresión por olvido con recogida ignorancia.

Hasta las cucarachas tienen hijos.

Los elefantes barritan. También producen sonidos de baja frecuencia inaudibles al humano y que ellos sienten con las patas. Se transmiten por vibraciones en el suelo. Se comunican a distancia.

El perro deja colgar la lengua y espera inmóvil la caricia continua del viento.

El caracol se mueve en círculos sin motivo conocido. No le gusta el brillo del sol. Símbolo de pereza, deja rastros circulares que imitan la arquitectura diáfana de su casa que no puede ver.

Lo que parece debilidad es parte de algo que nos libera de lo mismo.

Interpol, grita el loro.

Noche cerrada. Iba a caballo en la absoluta oscuridad. Poco a poco, empecé a escuchar un sonido extraño. Crecía hasta dejar un silencio breve para iniciarse otra vez, como las olas del mar. Pero eran olas secas, con miles de crujidos a medida que avanzaba. No sabía si eran aves, roedores o fantasmas. Cuando salió la luna, envueltas en un halo gris, las vi en sombras. Eran cientos de vacas que, recostadas del otro lado del alambrado, se paraban a mi paso en la arena, haciendo sonar juntas sus miles de huesos, en el frío quieto de la noche.

Murciélagos que sueñan. Derribado por un molino de viento, yacía herido, con sus orejas radar. Como ratón volador, dueño de tantas leyendas, fábulas y mitos, invocó su inteligencia, intentando salvarse en su circunstancia. Fue la peor noche de su vida; desangrándose, sin que ningún remedio para el que había servido su especie fuera sustancia mágica en la desdicha. Ni la fertilidad que representaba vino en honor de su fama curativa, ni siquiera su hormona draculina, lo regeneró. En el pasto ante la primera luz, revolcándose sin maleficio, recordó las antiguas crucifixiones de sus hermanos en las puertas; cuando de pronto, vio una sombra que venía hacia él. Era un racimo medieval de congéneres que, arriesgando todo renombre de oscuridad vampírica, a plena luz, en bandada, sujetándose unos con otros, se lo llevaron en agonía por el cielo diurno.

Heráldico, recién salido del escudo de Valencia, sueña que pasa lista desde la sillería de coro de una catedral: le dan el presente: los dibujadosde Da Vinci, la Mariposa de carne, los asociados a la noche, un discípulo socrático, los pandémicos, el amigo de las brujas y el príncipe de las tinieblas.

Miniópterus, el cervantino, maldice que lo despierten. Sueña con la Cueva de Montesinos. Ojos cerrados, encantado como un Quijote en la maleza, muerde la soga para no quedar, al decir de Sancho, sepultado en vida.

Caballo y flor. Los dientes del caballo parecen teclas de piano. La flor no sabe que el caballo se la puede comer y mueve el tallo como una bailarina. Olor a cogote y pétalos se mezclan en el suelo. De la dentellada, lenta en la oscuridad, escapan insectos.

Juega con un ciempiés gigante. El hermano mayor advierte peligro pero la estética, anterior al desarrollo del asco, puede más, y enojada grita en su defensa: ¡El gusano es lindo!

La voracidad de la plaga, ¿se debe a que la langosta tiene los oídos en el abdomen?

Humedal

Desde el Mato Grosso hasta el Río de la Plata, nos tocó esta selva benigna al lado de Buenos Aires. En vez de fieras tenemos al roedor más grande del mundo, un nómada que silba.

Despliegue de patagios, vuelos de sombra rápida. Ojos bajo el agua, pez llorón y cabeza amarga.

Comadrejas que encaran, libélulas negras de vuelo alto, ceibos de ademán cristalizado.

Los pájaros me siguen como perros. No tienen miedo y desconocen el pan. Parecen decir que les sobran gusanos para alimentarse.

Hay que atar todo para que no se lo lleve el agua, o salir a buscar lo perdido en la barrera de totoras.

La gallineta tiene un timbre corto de prevención jurásica. Viaje de camalotes cubre el río. La fauna aprovecha y se traslada sin esfuerzo. Sueño con caballitos de totora en la antigüedad.

Bucear con prudencia freudiana, hacer lo que se presenta con la acción. Monto un álamo caído para no pensar.

Las zarzamoras impiden el paso como alambrado que floreció. Sobre una cala de dos metros se balancea un ave grande. El monte es irregular como el vuelo del murciélago. Cada rama vive un impulso de pulgares y brazos, raíces levantadas y mimbre. El agua manda. Pero a ojos humanos su ley parece arbitraria. Suposición: membrillo que cae y no logro ver.

Las tortugas toman sol en el río Reconquista.

Garzas blancas y olor a podrido. Invasión de orugas en diciembre. Pasos en la escalera exterior mueven el piso. Ni en la casa hay quietud. Quiebro hojas de alcanfor. Reconforta conocer nombres de árbol por el aroma.

Para trasladar troncos se espera la crecida. Se pueden llevar flotando.

Sueño de araña mecánica, robótica. El metal no tiene espanto. La carne sí.

Las primeras flores no tenían olor. Evolucionaron a perfume.

Primero, las plantas trepadoras se enroscaron. El invento posterior del punto de apoyo dio por fin adherencia a su paso a paso clorofílico. Las llaman enamoradas por pegarse al muro. Pero en el alisal siguen a la antigua, y buscan luz sin enamorarse. Esconden flores en altura.

De un huevo blanco nace el colibrí. Ataca pares en vuelo como un indio diminuto de enojo fácil.Se alimenta de su fama suspendida y cumple su mecánica evanescente, agitando las alas como un juguete vivo.

Truco de pesca: pinchar el ojo al pescado y pasarse jugo en la herida, santo remedio a lastimaduras de escama.

Los primeros habitantes amaban el silencio. Tenían perros mudos. Les sacaban las cuerdas vocales para escuchar el monte.

Cuando creen que están solos, los pavos hacen escándalo bajo la casa.

En la algarabía de la polinización, el colibrí se envilece sin soportar a nadie.

Los gatos isleños saben nadar. Los perros se matan entre sí. Cruzan el Carapachay a nado y vienen a saludar. Mueren de filaria.

Inofensivo, el tipulidae apena. Lo confunden con un mosquito gigante y lo aplastan.

La araña renga camina con un defecto que le da un aspecto flojo. El arácnido puede seguir tejiendo sin pata. Se balancea en el vacío y captura el agua con una mecánica que la humanidad todavía desconoce.

Animales sagrados de mi zoolatría crística venida a menos.

Destino: sin olvidar los siglos de combates entre negras y coloradas, una hormiga deserta de su fila y se va a vivir una vida solitaria. Con sus antenas inútiles, vaga hasta quedarse dormida, sueña con otro hormiguero y se dedica al espionaje.

Fue adoptado y cambió su apellido. El de origen significa hormiga en italiano, una especie distraída de la familia formicidae.

A veces los hombres lloran por no matar. Entre margaritas de bañado se escuchan tiros.

Los agrimensores vienen varias veces. El monte se come los hitos en girones de cinta roja. Nadie reconoce el lugar.

Los insectos tienen virtudes de robot.

Viene la marea. El río entra pocas horas y se va por donde caminamos. El humedal parece vida subacuática. Un bosque de algas en el aire.

Muerte y vida a cada paso. Cae un tronco y lo colonizan. Pero la fotosíntesis le gana al hongo que come lento en la oscuridad. No llega a descomponer al árbol muerto. Entonces revive, crece caído y triunfa de raíz.

La humedad es tal que las raíces no necesitan buscar agua debajo y se quedan en el aire.

Árboles caídos se abrazan formando pasadizos y pérgolas. La isla parece una gran red neuronal que flota y se agranda con su fauna, una cabeza en el río que mira hacia Buenos Aires.

Desde la costa se ven casas sobre terrenos que la gente rellenó. Monte adentro, hay un paisaje virgen con flores de dos metros que hay que mirar desde abajo, como Alicia.

Contra el gran ceibo la escalera es mangrullo.

El polen parece nieve atrapada en grandes sedas que cuelgan de los árboles.

El corazón de la isla es de agua.

Un animal que no tiene materia, sino sólo forma, como los ángeles.

Polinización por zumbido: la flor del tomate sólo suelta el polen con el interludio de la ópera de Rimski Korsakov.

Pesado de la carga de andar desapercibido, cae muerto un moscardón. Le faltan patas. Lo arrojo por la ventana de afuera hacia adentro para dibujarlo. Espanto bichos en el texto, los distribuyo.

Las plumas se ostentan, el pelo se lleva.

En otoño, mariposas blancas. Hongos que gustan del frío. Gírgolas.

Escarcha en la pasarela, vapor y bruma. Un hombre se tiñe el pelo en el humedal. Le pone ánimo. Es mecánico de lanchas.

El río, cuando sube, no entra desde la costa.

En la miel del frasco caído camina el camoatí. Atleta modesto, no quiere usar su aguijón. Desayunamos con paciencia. Al regresar encontrará su panal incendiado, envuelto en una manta.

Cada año hay novedades. No vinieron orugas, madreselvas florecieron hasta el río, o la zarzamora fructificó en toda la isla. Los lirios de agua no cambian. En primavera la selva siempre es amarilla.

Con percepción entrante y conciencia reducida, Freud salía a caminar y juntaba hongos. Arreo vacas a otro capítulo. Mientras revuelvo la olla de zarzamoras, escribo los sueños del murciélago. El ardor después de cosechar anima las manos. La maleza tiene venenos que se desconocen. Hacen latir la piel adormecida. Se hincha la nariz y conduce a tomar decisiones frente al espejo.

Mojarra y vieja del agua. Morena transparente, duriventre piraña. Rayas hermanas del tiburón.

El pez buzo va por la superficie. Come insectos que caen al agua. Tiene dos gotas azul y rojo sobre el cuerpo turbio.

Con vehemencia vivo e insisto. La matemática me avisa. Todo tiene horario en la biología muda que desconozco.

El mosquito se toma veinte minutos y se va.

El que vivió tormentas de arena compara el desierto con el fondo del mar.

El día que el moscardón se extinga dirán que era un bicho extraordinario que polinizaba por zumbido. La música lo recordará, pesado entre las flores, con negra majestad. Libera polen con alas de vitraux. Contrae músculos de violinista. No siempre su virtuosismo es un reto.

La abeja tiene lengua corta. Respeta y convive. La hormiga exploradora se va por un proceso que ya está en marcha. Gusanos blancos agotan palmeras. Orejas de Judas nacen del tronco muerto del sauce. Las miro y pienso en Mansilla cuando le creyeron que se comió las orejas de un vigilante.

No hay fantasmas de animales. Nada es siniestro en el humedal. La muerte está a la vista sin sugerencias. También la resurrección.

El alebrije de Lorenzo García Vega podría vivir aquí.

El pionero y las islas. Plantó el primer mimbre en el Paraná. Dependió de la marea y de los árboles caídos; imaginó embarcaciones que iban a desfilar iluminadas de noche por faroles de color. Los vecinos se visitaron en góndolas y cumplieron. En las ciénagas actuales, cambiando de formas, las islas siguen el afán civilizador. ¿El matorral ignora al pionero, o lo recuerda? Lo talado se reproduce. Ya no hay tigres como él, y la superficie continúa su desconcierto para los pobres alumnos de la geografía.

La tejedora dorada hace una tela de oro, como luz de neón. No se asusta de nada. Se entrega a pasar desapercibida, o morir. No huye, no sabe huir. ¿Creerá en ella o tendrá su aracno determinación? Quién sabe si un entomólogo respondería estas preguntas. Mientras la visito en el monte, entre plantas trepadoras, el tiempo proyecta el porvenir de la seda de araña. Astronauta de pantano, quieta en su satélite, de liana a liana teje su red luminosa, sacando del vientre el material del futuro.

Mar

Lloro mientras buceo. No quiero volver al aire quieto. Cuando me acerco a la orilla mis brazos se levantan solos como si en el mar estuviera el más allá.

Magnificencia prudente del pulpo, capa que cambia de color mientras sueña. Va por el fondo protegido con sangre azul. Mueve dos patas y seis brazos, ¿dos por cada corazón?

Con tres corazones cansados prefiere caminar, cierra los ojos como líneas de papel rasgado y oculta sus pupilas rectangulares de cabra.

El delfín, como un hermano mayor, da ejemplo de conducta marina y se reconoce en el espejo. Tiene conciencia de sí.

En el fondo del mar hay una puerta que abren las momias buzo para recibirnos al morir. Custodia de sirenios distraen el rastro.

Estar bajo el agua es más que volar.

Cerebro sin cráneo, el octopus es un carnívoro soñador que nos da la mano.

Fumarolas submarinas y ángeles de Odilón Redon. Almejas de volcán en chimeneas bajo el agua. Santuarios de laboratorio. Ciencias del mar. Nostalgia de gusanos gigantes, longevidad, zona abisal.

Aunque la morsa tiene un cuerpo hecho para la vida marina, le gusta estar en tierra. No se termina de convencer y abre el hielo a cabezazos. Dan ganas de hablar con ella.

Dormir a medias como el delfín para no ahogarse.

Entrar al mar de noche y perder el miedo, o mantenerlo a raya y vivir.

Abajo no hay oxígeno. Apiladas en jaulas, las vacas, con ojos desorbitados, se asfixian cinco de las mil quinientas que van por mar al matadero. Llegar a puerto con animales muertos está prohibido. Por eso en la noche, marineros las arrastran por la cubierta hasta el borde de la popa y, con gran esfuerzo, las dejan caer de la altura hasta el estruendo, como suicidas. Y en la negrura, la espuma estalla, dejando una estela blanca que borra el rastro de la muerte animal que vive en el océano.

Herzog pensó que el infierno está en el fondo del mar y que por eso salimos del agua.

A martillo y fuego, el cangrejo parece una máscara mortuoria creada por un fantasma orfebre. Visto en el plato, parece un broche ensamblado hecho en distinción a un mal nadador. De día asoma ojos de periscopio, y desconfiado retrocede, en posición radial. Agita la pinza de jíbaro paranoico y termina en la red, uno más del infortunio. Cuando el cangrejo recuerda, vaga por el fondo, ignorando el agua. Camina a contramano de las costumbres del mar. Y de noche corre entre agujeros, como un fantasma enloquecido.

El cangrejo enloqueció cuando fue nombrado cuarto signo del zodíaco. Desde entonces, el premio no hizo más que traerle dificultades.

Marcha de reojo como si lo persiguiera el aire, desaparece en su agujero asomado a la muerte, y de noche corre a comer cadáveres.

Visión circular, suplicante de capa rojiza y ojos transparentes, contrario a su naturaleza, trepa palmeras como si supiera que hay otro mundo. El patrón de desconfianza del cangrejo tal vez proviene de su propia conciencia de exquisitez culinaria.

Lobo de mar, infancia de puerto. Ola gigante, susto materno.

Los animales llegan a través de pesadillas hasta la niñez. Viajan en ellas y a veces no saben evitar su efecto. Pero con el tiempo dan sueños plácidos donde descansar de la ficción de ser humanos.

Los animales muestran la muerte con elegancia. Diluyen el dolor y permiten perder el sentido del tiempo.

Infancia de miedo, aguas vivas y resignación.

¿Dónde está mi miedo? ¿Se lo llevó la antena de carne del caracol?, ¿el ojo retráctil?, ¿la medusa?, ¿o a través de los años lo desgastaron los perros?

El bolsillo es un resto animal en vestidos marsupiales.

Algún día dejaremos de hablar como los animales. Seremos avezados, agudos, gansos risueños.

Los romanos criaban y comían caracoles, ¿en qué siglo?

Sin oídos, con una pátina verde y negro, observo el cuerno de bronce de Dalí.

Sueño que el gato no tiene comida y se come la mitad de su propio cuerpo. Es un sueño sin imágenes, a manera de noticia.

Ciudad

Plancha: gran chinche diablo con cola de cable enchufada a la pared.

Con lentejuelas y adornos color carne, un león rojo asoma patas peludas que rematan en cascos dorados.

Alcanza con ver un partido de pato en Marcos Paz para torcer el rumbo de la infancia.

Nacer en un puerto marítimo se relaciona con agudizar la vista y amar el agua.

Torres de arena bajo la luna, espuma de yodo, caracoles rotos en las plantas de los pies.

Lobos marinos del Atlántico. Hierro oxidado en los muelles, tesoros de vidrio pulido.

Procesión con Jesús en burro, banda de música por la calle Mayor y Bailén.

Todos los animales de la escultura y los huesos de los museos de ciencias naturales.

Águilas aleonadas. Cabras montesas de Cáceres.

Juego en el balcón con animales de plástico. Los desparramo en el piso, cuidando que la infancia no se me caiga por la reja.

Un ala. Lugar del agua. Monos jugando. Frans Francken el joven.

Perros salvajes. Jauría de ciudad en caños de fibrocemento. Cimarrones actuales.

De las huidas es un sueño escapar.

En la calesita no hay vacas. Las creen adormecidas, lejanas a la diversión.

Cuentos que no escribiré:

Alacrán soñador. Desde que estaba en el dorso de su madre, soñaba con vivir en la ciudad. El desierto y las estrellas no eran para él parte de ningún suceso llamativo. Cansado de escorpiones en el cielo de la astrología, confió en sus pinzas y se subió a un tren. Quería para sí un nuevo derrotero donde campear los segmentos de su cola. Al llegar, buscó una vivienda húmeda donde permanecer oculto; y vagó por alcantarillas, hasta encontrar su sitio en el depósito de una armería. Quieto en la oscuridad del piso, pensaba en su nueva vida, cuando de pronto, un miembro de la brigada abrió la puerta. Tenía, como él, un exoesqueleto brillante. Desde la rejilla, buscó el remate del aguijón que supuso escondido, y en esa búsqueda estaba, cuando vio, deslumbrado, como en un espejo, su propia imagen en el escudo del uniforme. Su defensa cayó en la fascinación, y se sintió hermano. El cuerpo pertrechado como el suyo no podía mentir: iba a cumplir su vida de daga en el pecho, su hado presentido. Sin embargo, cuando fue pisado sin piedad, aunque no alcanzó la resurrección ni llegó a su destino, en su caparazón de ojos apacibles estaba impresa la alegría.

Alacrán II. Desde que estaba en el dorso de su madre, soñaba con ser Robocop; creía que su destino era hacer cumplir la ley. Quieto en la oscuridad del piso, con su exoesqueleto brillante, los cuerpos pertrechados le parecían una copia aumentada de sí mismo. Ya pisado y resurrecto pasó a formar parte de los Cuerpos Especiales.

Perfume de chinche. Nezara viridula tiene antenas color castaño. Aunque no está provista de timbales como su prima la cigarra, se pinta el labro y se admira de ser adulta. Desde ninfa se aferra a las sábanas, en una vorágine de luz, y recuerda las plantaciones. A veces llega hasta la tabla de planchar y conoce el infierno doméstico. Con voz de taladro suave crepita en la muerte, emanando el olor de su salvación.

La chinche verde es un escudo mínimo con una glándula repugnatoria que a los humanos nos falta.

El padre era colombófilo. Le ordenaba limpiar la terraza. Las palomas esperaban. Les habló en varios idiomas de poesía pero no pudo limpiar nada. Sin queja, compartió con ellas su prodigio de voz mensajera.

Fue un escritor amante, soldado y artista. Sólo le tuvo miedo a la comodidad y al agua caliente.

Vive en un pastizal silencioso, como un insecto perfeccionado. Piensa en las cuerdas vocales del león cavernario. Cada percance le parece un túnel vizcachero por el que pasa la imaginación.

El poncho se inventó para acariciarse las manos de contrabando en un encuentro sin preámbulo.

Nadie le enseñó. Aprendió solo, espiando. Tuvo ansias, le gustaba. Observó el carácter. Con paciencia y también constancia, se entregó. Pasó el gran problema de querer, tratando de no ser apagado, aburrido. Recuperó fuerzas, observó la luna. Salió de noche, sin secreto, con sacrificio. Poco pero bueno, se decía. Sin recompensa, se repitió. Tuvo una vida. Pero ningún testigo de la gracia, cuando eran un solo cuerpo y nadie los veía. Era él y su bailarina de media tonelada, el amansador.

Las botas de goma viven en un rincón, siempre juntas, con un vacío par. Hospedan a veces algún bicho que llega a pasar la noche, o se dejan llevar al agua donde brillan como focas. A diferencia de los zapatos, que viven menos, cuando una se quiere separar, se pega al barro con toda su voluntad, aprovechando la presión atmosférica.

Nunca me gustaron las plantas. Mueren de solo verme. Si las riego, se ahogan. Solo un helecho pasó una temporada en casa. Un día recibí de regalo una cala en maceta. Tenía cinco hojas y la flor. Yo le contaba las hojas, pero cada vez que le salía una nueva, se le caía una anterior. Nunca pasó ese número. Fue entonces que me aconsejaron hablarle. A partir de ese día me tomé el trabajo de sacarla afuera, ponerla sobre una mesa y gritarle: ¡Recapacitá! 

Registro

Leo La polilla de Wells.

Asinus en Bestiario de Oxford.

Asnerías de Goya. Caprichos 37 a 42.

En varias noches, Kokoschka pintó al mandril solitario en el zoológico de Londres. Dice que lo odiaba a muerte pese a que le llevaba bananas para ganarse su simpatía. Iba con un taxista que, mientras él pintaba, se quedaba mirando los animales.

El atareo de los cóndores. La mula que cayó con el cañón en el cuento de Sara Gallardo En la montaña.

El caballo White Glory.

Chesterton en Vida de San Francisco dice que valentía significa, en realidad, carrera. Espíritu de rapidez del santo apurado que corría.

El urutaú de Guido Spano.

Confabulario y Bestiario de Arreola. Su cérvido ubicado en lo eterno y el sapo todo corazón.

El escritor como un hipopótamo que hay que fragmentar.

Papini anota en su diario que la nieta chupa la cabeza de un pollo y dice: Me estoy comiendo los sueños de la gallina.

El gato del cuento Vocación, de Antonio Di Benedetto, que presumía de su cara de bagre y otro gato se lo comió.

De dama a zorro y Un hombre en el zoológico, de Garnett.

El palomo Cher Ami. Todas las palomas mensajeras de Churchill. Operación Columba.

Pálido caballo, pálido jinete. Katherine Anne Porter.

El loro de Un corazón simple y el oso de Faulkner.

Los dioses que se agazapan como perros en el Poema de Gilgamesh.

Caína Muerte de Murena.

El paso del rinoceronte, novela de Danko, poeta africano moderno que estudió inglés para traducirse a sí mismo. Amigo de Jack London, Papini lo cita en Retratos.

Cicerón. Cuestiones Tusculanas. Libro Primero.

En Hyrcania, la plebe alimenta perros públicos: los grandes y nobles perros domésticos. Ya sabes que en aquellas tierras se da una de las mejores castas de perros. Y estos perros los crían, cada uno según sus facultades, para que después de la muerte los devoren, y creen que esta es la mejor sepultura.

En Zama: hay un pez que el río no quiere.

Rinoceronte de Durero. El murciélago al fondo de la melancolía.

El caracol y el ángel de Dalí. El Desnudo con pechos de caracol.

Shklovski: En las entradas principales se morían de hambre hasta los fantasmas.

Como los árboles que quedaron en el bosque talado nos veíamos el uno al otro, de lejos.

REBUZNO

Hace tiempo soñé con un burro. Corría hacia mí, enloquecido, en un paisaje de barro y construcción. Con una furia impropia para un animal tan manso, toda carrera, estrellaba luego la cabeza contra un árbol, de un modo tan fuerte que el tronco caía y también él. Una vez caído, presa de un temblor, pataleaba apenas hasta morir. Los dos, en una caída doble, se desplomaban en silencio.

¿Qué burro era el de mi sueño? ¿Un mallorquín que me pedía vivir y no quedarse solo? ¿Era el rucio de Sancho que se habían robado y volvía? ¿Un error de edición en mis sueños? Busqué El asno de oro deApuleyo, el poema The Donkey de Chesterton, el Viaje en mi burra de Stevenson, y releí todos los parlamentos del viejo Benjamín de Orwell, que descubre al matarife cuando nadie sabe leer los letreros del carro. Él también gritaba ¡Idiotas! como el de Chesterton. Y era tan cínico que decía no encontrar nada que valiera la pena de ser leído. Pero ninguno de estos burros ni el que escoltó a Jesús ni el que montó José, ni siquiera el de las orejas como errantes alas de poesía, eran el burro de mi sueño.

Cada día, a la hora del almuerzo, me sentía como esos animales condenados a comer, con sus hocicos atados al suelo, que no pueden mirar el cielo. Sin embargo, estar a gusto con las bestias siempre fue parte de mi afición; y sin saber qué hacer, seguí como si aquel sueño tuviera una magnitud superior. Pero los pensamientos no se sostienen por sí solos, y agarrándose unos con otros, toman forma entre la noche y el despertar.

La mañana es para mí el mejor momento del día. Me desvelé como si un mensajero hubiera aparecido con la solución. Recordé cuando don Quijote llega con Sancho a la playa de Barcelona la víspera de San Juan. La espera de la salida del sol, y por último, cuando ven el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la mancha habían visto. La frase borró las galeras, las trompetas y todos los ruidos de la artillería, y de manera fugaz, se me cruzó una pregunta. ¿Qué habría sentido el pobre rucio ese día?

Temprano, de las aspiraciones del sueño, me desperté con la idea resuelta de llevar un burro a conocer el mar. Esa misma mañana, empecé a buscar la manera de hacerlo. Algo difícil en la llanura, porque aquí todos los burros viven lejos de la playa, a varios cientos de kilómetros, en las sierras. Encontré una burra, pero mi primer intento fue nulo. No me la podían prestar. Me ofrecieron comprarla, pero yo no quería quedarme con ella y tampoco tenía lugar donde tenerla. Así dejé olvidado mi sueño. ¿Con qué excusa iba a llevarme un burro para desasnarlo?

Recordé entonces a Sancho cuando el aire se limpiaba del humo de la artillería y él creía que los bultos que se movían por el mar eran ciempiés. ¿Tal vez mi burro también confundiría con patas los remos? Cuando finalmente desistí, dudando ya de mi propósito, apareció el pobre milagro, con esa fragilidad que requiere mucho tiempo para convertirse. Era un hombre que no sólo tenía burro sino que me invitaba a conocerlo cuando quisiera. A través de un mensaje, concluía diciéndome que me lo podía prestar. En ocasión de un diálogo virtual, como si nada, me lo ofrecía. Yo no sé cuántos andaluces tienen burros, pero algo me había llevado al Mediterráneo, y él ahora me hablaba de una finca cerca de la playa de Benalmádena. Me decía que era un lector del Quijote y que comprendía perfectamente la locura. Esperé un año. Con razonabilidad, durante meses, el hombre me mandaba fotos del burro, aliviando mi espera, seguro más que nadie de que el día iba a llegar. Hasta en Navidad recibí una imagen del burro con un gorro rojo y unas palabras de aliento.

Organizar el viaje tuvo sus dificultades, porque volar desde el otro lado del océano no era un tema menor. Pero por fin tomé un avión por el burro bendito que, salido del sueño y de los libros subrayados, me seguía con la insistencia de las premoniciones. A partir de allí todo fue muy rápido: los días previos, el aterrizaje y el temor de que un percance me impidiera vivirlo. ¿Cómo sería el momento?

Cuando llegó el día, las horas se aceleraron debajo de un cielo nublado, y entré en el mundo de los inventos que cambian la espera y pierden el sentido. A lo largo de la costa, busqué las indicaciones para hallar la finca y, extraviada, al revés que en la aventura del rebuzno, me puse a buscar el asno que esta vez no estaba perdido. Los caminos ascendían en un monte espeso y el cielo estaba acerado como el mar. Entonces, de pronto, escuché el grito ahogado. Aunque la verdad de las letras entra en cada página con la fuerza del que se estrella la cabeza en el sueño, nunca se consolida si no la toco o me acerco hasta vivirla.

Anticipando el encuentro, el rebuzno contenía la vida que ahora me guiaba.

Yo no sé rebuznar como los regidores del pueblo del rebuzno, y sin alabanzas, empecé a subir la loma. Al recuerdo vino de pronto el estandarte de raso blanco y el asno pintado con la cabeza levantada. No recordaba los versos ni la historia. Sólo pasó apenas por mi mente el burro muerto que los lobos se habían comido. En mi propia aventura, di vuelta la cabeza a la sierra. Ahí estaba el camino. Dejé la costa y subí por la pendiente arbolada de alcornoques.

El rebuzno es un sonido desesperado. Sin la ternura ni la autoridad del relincho, pareciera alertar en su disfonía la imposibilidad de gobernar los sucesos mínimos de la vida propia. Al doblar el camino, me atajó de sorpresa un hombre de baja estatura. Tenía aspecto cervantino. La barba en punta y una nariz quijotesca le daban un aire antiguo, pero los lentes de sol y la sonrisa hablaban por sí solos de la realidad del siglo. Se quitó su gran sombrero, que me recordó el yelmo de Mambrino, y dijo: Cortesías engendran cortesías. Después, me dio la espalda y empezó a subir la cuesta en silencio. Lo seguí, mirándole el chaleco de cowboy como en una película. Con paso seguro, empezó a caminar, sin comentar nada, de pronto se detuvo y se dio vuelta. Llegamos, dijo. El rucio moderno de mi sueño, detrás del alambrado, me miraba por primera vez. No como un hijo que nace y levanta la vista con asombro, aunque algo de nacimiento tenía en la mirada. Espantaba las moscas con su larga cola, taciturno, como si estuviera recordando un episodio triste de su vida. Es muy inteligente, dijo su dueño. Pero tenemos que esperar. Quédate un poco, acarícialo, así te conocerá. Me explicó que debíamos aguardar la hora en que la playa quedara vacía, porque en el Mediterráneo ponían multas por llevar burros a la costa, y si alguien nos veía podían llegar a denunciarnos. Después, haciéndose el don Quijote, dijo: Vuesa merced, señora, el mar está cerca, pero aunque soy su servidor, debe ir sola con el rucio y llegar cuando las gentes se hayan ido, antes de la negra noche. Nos dejó solos. Era un burro pequeño, con una raya dorsal y el clásico pelaje blanco alrededor de los ojos. Lo acaricié como si tocara un dibujo. Su pelo, como el del mallorquín caído de mi sueño, también era negro. Le di de comer. Refregó su frente huesuda dando empujones con gracia y, negándose al entusiasmo, se quedó atento, observando mis movimientos sin entrometerse.

Cuando llegó la hora, el hombre, como un Cervantes diminuto, me mostró el camino, acompañándome en el primer tramo. Era un vaquero confiado, de modales educados y delgadez tranquila. Alcanzó a decirme que no sabía por qué no había llevado jamás su burro a la playa. Tal vez porque nunca lo había montado, dada su pequeñez. En medio de prohibiciones, en un paisaje desconocido y con los minutos de luz contados, partí por fin a pie con el burro a cumplir mi objetivo. El descenso ya era un cumplimiento. La primera percepción también fue de estatura. Quien anda con caballos no se siente ni mayor ni a la par. El burro es un equino enano sin susto, o así lo sentía yo mientras descendíamos la loma, mirándole la raya de su lomo cuando se adelantaba, o guiándolo por delante, y él caminando paso a paso sin sorpresa, desentendido del temor habitual de los herbívoros, muy lejos de su primo caballar, ese conejo gigante que siempre olvida su tamaño.

A partir de allí el mundo se deslizó, y fuimos por una brecha parecida a la que, en la navegación a vela, nos lleva en la racha del viento cuando el rumbo está definido. Primero bajamos todo el sendero. El burro me seguía tirado del cabestro hasta que salimos del monte y llegamos a la costa. Enfrente, sin poder verse, se percibía el mar. Mirando a los costados, cuidando que nadie nos descubriera, apuré el paso y cruzamos la calle en breve comunión. Cuando entramos en la playa, mis pies se hundieron en la arena. No podía correr. El burro vio el agua y, dando un tirón con su quijada, arrancó un trote corto que me hizo tropezar y me dejó dando zancadas, arrastrándome por toda la playa. Lo seguí sujetando como pude, y después de un trecho, logré pararme. Él no se revolcó. No le interesaba para nada el suelo. Cuando acompasamos los ritmos, dimos varias vueltas de contento y corrimos juntos hasta las piedras de la orilla. Levanté los brazos al cielo con el cabestro en la mano, gritando ¡Lo logré! Era una victoria íntima. Nos quedamos en silencio. Después, dio unos pasos más y se detuvo. Paró las orejas y, mirando el horizonte, se quedó frente al mar. Fue más que una alegría cervantina. Una revelación inédita tan precaria como gloriosa. Estuvo un rato largo con los ojos clavados en el agua. Ya conocía el sonido y el olor, pero ahora lo veía. La sorpresa se le notaba en las pupilas. Me acerqué, rodeé con mi brazo sus crines cortas y levantadas y, adoptando su misma postura, pegué mi cabeza a la suya. Un calor rústico nos unió. Y mejilla con pelaje, en un temblor gris, fui por fin un animal en el asombro.

Bettina Bonifatti, 2022

Ph / Sebastião Salgado, Murciélagos