
¿Le gusta Swift? Yo no lo había leído hasta el invierno pasado, y ahora estoy releyendo Los viajes de Gulliver. No sabría expresar la fascinación y la auténtica reverencia que me inspira. No creo que haya habido en este mundo mucha gente que haya transigido tan poco ante la crueldad de nuestra naturaleza, que haya sufrido tanto al presenciarla y haya sentido un amor tan profundo por lo que la raza humana puede o podría llegar a ser. Cuando oigo a alguien tacharlo de misántropo siento vergüenza ajena. Es probable que justamente los que piensan así encuentren más difícil que nadie entender la verdadera humanidad, porque sin duda se trata de personas amables y decentes que, sin embargo, se resignan oportunamente ante la corrupción para poder llevar una vida tranquila y feliz.
Cuando vuelva a visitarme tendré arreglado el fonógrafo. No aquí, sino en la oficina, para escucharlo de noche. Con la potencia que tiene, no hay lugar mejor para disfrutarlo que un rascacielos vacío. Me fascina escuchar allí la Novena sinfonía de Beethoven mientras la ciudad bulle doscientos metros más abajo: escuchar esa oda grandiosa derramándose sobre toda la tierra e imaginar a la humanidad entera entonándola al unísono, olvidado ya todo lo que nos separa, todo, salvo la alegría, el común amor por la tierra, y la hermandad de los hombres: «¡Abrazaos, criaturas innumerables! Que ese beso alcance al mundo entero!… Todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave».
En mitad de esta gran depresión que asuela el mundo y con todo este asunto del comunismo, hay dos sentimientos que me tocan más hondamente que ningún otro: uno es el que transmite esa música, un amor, una compasión y una alegría casi asfixiantes; el otro, más afín a Swift, es el que lo embarga a uno al ver a los seres que ama- a la turba que vive en mi edificio, por poner el caso- y descubrir en los rostros de la gran mayoría de ellos un tinte enfermizo, cruel y egoísta, acompañado a veces de una ceguera aparentemente universal ante la bondad, la virtud y la belleza. Tiene uno la sensación de que esa ceguera es incurable, de que todo esfuerzo será en vano… y entonces piensa en los siglos de adiestramiento en el dolor que han hecho falta para envilecerlos y ve que el esfuerzo merece la pena, que habría que dejarse el pellejo en el intento.
Nueva York, 18 de agosto de 1932, por la noche
Alguna cosa he leído (muy poco); estoy terminando un libro de Cocteau, La llamada al orden, y releyendo con calma algunos pasajes del Retrato del artista adolescente sin dejar de avergonzarme de haber pensado siquiera que lo había leído ya, y planteándome la difícil cuestión de cuándo, cómo y a qué edad habría que leer según qué cosas, a menos que la relectura esté garantizada, aunque aún así la duda persista e incluya el espejismo – que yo padezco ahora mismo- de estar leyéndolo por fin de verdad. Sospecho que existe una regla casi química relativa a la «influencia», la «imitación», y el «plagio»: al leer «bien», o al asimilar una obra hasta el punto de dejarse influenciar por ella, uno trabaja tanto como lo hizo el propio autor lo cual deja muy poco tiempo para la escritura, y para colmo con escasas garantías. Pero estoy harto de los lectores, (incluido yo mismo) que después de echarle un vistazo más o menos inteligente a una gran obra y entusiasmarse con ella tienen la ilusión de que la «conocen» o la «entienden», del mismo modo que hay gente a quien le presentan a alguien en una fiesta y solo por eso afirma conocer a esa persona y hasta se refiere a ella por su nombre de pila. Me gustaría no volver a pronunciar el nombre de Shakespeare, Joyce, Beethoven, etcétera, nunca más, salvo en contextos sumamente concretos.
New Jersey, Agosto de 1939
Hace poco empecé a escribir un libro en un lenguaje que pudiera entender cualquiera que sepa leer y esté de verdad interesado. Fue un fracaso, y creo que me llevará años aprender a hacerlo pero la idea me gustó tanto que me ha costado mucho (y me cuesta) volver a mis viejos hábitos de escritura; incluso tengo cierto sentimiento de culpa. Las vidas de las personas comunes y corrientes, si es que son patrimonio de alguien, lo son de las personas como ellas, y solo muy secundariamente de las personas «cultas» como yo. Si he llevado a cabo este robo espiritual, por mucha que sea la «veneración» que les tengo y mi voluntad de «honradez», lo menos que puedo hacer es devolver los bienes a sus propietarios sin emplear el lenguaje exclusivo de quienes menos idea tienen de lo que hablo. Pero ni puedo ni quiero sacrificar las ideas e intereses «cultos» que solo podrían aburrir a los «incultos», y mientras no pueda transmitirlas en una lengua más creíble supongo que no tengo más remedio que escribir para los lectores «cultos». Además, desconfío de mí mismo, pese a la profundidad de mis convicciones, y creo que si uno va a ponerse a escribir algo que puede ser tan peligroso como un veneno, más vale dirigirse a adultos que a niños completamente indefensos.
Frenchtown, Nueva Jersey,
13 de enero, 1939
Tengo la sensación de estar desintegrándome y «creciendo» simultáneamente, si eso es posible, y de que en mi cabeza y en mi plexo solar se libra una carrera y un forcejeo endiablado entre ambas fuerzas. Me gustaría saber cómo librarme de este dolor y este veneno, puesto que no es necesario, y aprender a soportar lo inevitable. Tengo cierta confianza en el psicoanálisis, pero no la suficiente, y aunque creyera lo bastante como para hacer terapia no podría permitírmelo. Sólo puedo confiar en cierta noción de Dios, del amor y, en parte, de mí mismo; pero también en este sentido mi ignorancia es tal que me da por trajinar y consumir fármacos y venenos a ciegas, indiscriminadamente. Creo que es una temeridad estar vivo, salvo que uno renuncie a la razón principal por la que vive, al esfuerzo por comprender todo lo que le sea posible y a vivir y trabajar de un modo acorde. Podría limitarme a cuidar de mi inocencia y mi devoción, pero a uno le entran ciertos reparos cuando ve a la inocencia devorar su propia muerte y su propia ruina y consagrarse implacable, enteramente, a ello, aunque supongo que es solo gracias a la persistencia de esta cualidad, la de no creer lo que se dice sobre el futuro ni ser consciente del peligro que entraña, que nos aguarda un futuro mejor, o incluso un futuro a secas.
[…]
¿Ha leído algo usted acerca del joven que salió a tomar el aire en la cornisa de un hotel de Nueva York porque quería que su parentela femenina le dejara en paz? Se quedó ahí sentado once horas, con la habitación abarrotada tras él y la ciudad entera conteniendo el aliento a sus pies, y entre la presión de una parte y la otra – presión de la que al parecer nadie se preocupó de librarle- acabó por saltar. Alguien que se queda sentado once horas en la cornisa y se toma allí un café no quiere morir. Creo que la situación simboliza perfectamente los tormentos que ha de soportar cualquier joven que no esté dispuesto a capitular: al final acaba por hacerlo de todas formas, por vía de la locura o de la muerte; muy raramente logra escapar de la emboscada a través del arte, el talento o la crueldad; y aunque así sea, llevará la huella de esa emboscada consigo para siempre.
Frenchtown, Nueva Jersey,
12 de agosto de 1938
Querido Padre:
Gracias por su carta, y también por la anterior, que me llegó hace poco. El mundo (yo incluido) se me antoja esta mañana, a la luz de los últimos acontecimientos, un lugar funesto, agotador e incorregible, y aún así estoy encantado de formar parte de él y de estar vivo. Sin duda me vendría bien estar siempre tan cansado como ahora: voy más lento y esto favorece una conexión evidente e intensa con el mundo. A todas luces, el exceso de vitalidad puede ser un gran impedimento espiritual: la mayor parte del tiempo tengo el depósito lo bastante lleno de gasolina o electricidad como para andar levitando sobre el suelo a una velocidad exagerada, absurda…
Nueva York, 26 de noviembre de 1937
He comenzado un libro sobre la bomba atómica- y las consecuencias que un profano en la materia alcanza a vislumbrar- pero no he vuelto a tocarlo desde hace por lo menos seis semanas. Si no hago algo pronto para disciplinarme, y encuentro el modo de trabajar en mis cosas tres días por semana es posible que me vuelva loco, aunque quizá no: uno puede «amoldarse» a cualquier cosa menos a la licuefacción atómica, así que es muy probable que yo también acabe por amoldarme.
Suponiendo que me queden entre dos y veinticinco años de vida, ¿qué vale la pena hacer y qué vale la pena escribir? Qué hacer: si me encontrara bajo la trayectoria de una roca que se ha desprendido y la viera caer, el sentido común me obligaría a apartarme, así que tengo que alejarme cuanto antes de las grandes ciudades y de sus alrededores. ¿Y luego qué? Cuando termine la próxima guerra cabrán sólo dos posibilidades: perecer o sobrevivir a una aniquilación casi absoluta (es decir, de todos los seres humanos en todas partes del mundo). Y tanto «vencedores» como vencidos vivirán bajo una nueva tiranía mundial porque, aunque la aniquilación fuera de magnitud planetaria, imagino que habría movimientos en favor de la tiranía: un único poder casi indestructible que seguramente terminaría imponiéndose, de modo que el bien y la conciencia que puedan existir ahora a ambos lados de la contienda serían igualmente derrotados. Ante esta situación, todo el mundo tendría la misma responsabilidad. ¿Cuál? Supongo que la primera responsabilidad y la primera esperanza de cada individuo será sobrevivir y conservar, en la medida de lo imposible, la integridad de su conciencia. Pero ése es el auténtico problema: ¿qué es más importante, la supervivencia o la integridad? Porque la lucha será feroz, más que hoy si cabe… No conozco la respuesta, pero en cierto modo me parece lo único sobre lo que vale la pena escribir o pensar, cosa que en sí misma supone otro problema, porque la integridad no sólo implica conservar la vida, sino todas nuestras posibilidades, y en ese sentido tal vez estemos obligados a actuar como si la casa no estuviera en llamas y a obrar, en consecuencia, con la misma calma y liberalidad que en tiempos de paz (y, en la mente de cada individuo, éstos deberían ser tiempos de paz). Así que uno trata de pensar y vivir al día interesándose y disfrutando de lo que le rodea, y al mismo tiempo de vivir trágicamente, como exigen las circunstancias. En lo que hace a conjurar la amenaza de una nueva guerra, no creo que merezca la pena intentarlo siquiera. Más bien deberíamos prepararnos para la posguerra, si es que eso es posible.
Nueva York, 19 de noviembre de 1945
Día del farmacéutico (y que no necesitemos su ayuda)
De: CARTAS AL PADRE FLYE (1925-1955) / James Agee (1909-1955)
Traducción del inglés: Alex Gibert
Jüs , Libreros y Editores S.A. de C.V. / Donceles 66, Centro Histórico C.P. 06010 Ciudad de México / 2016