La petaca / Sofía González Bonorino

Los muros flotaban, colgando desde las alturas. El desierto se alejaba. Era una mancha punzante, que dolía. Mis pupilas parecían a punto de estallar. Perdí el equilibrio. Sin encontrar nada a qué aferrarme, caí al suelo, de eso estuve segura, aunque me pareció que volaba. Cuando abrí los ojos, vi algo intraducible.  El hombre  era inmenso, de una grandeza sobrenatural. Su figura se escapaba de los límites de la mirada. No alcancé a reconocer sus bordes, que se perdían en la vastedad de ese páramo ardiente. Era un gigante blanco, la piel como iluminada por una luz metálica. Creí estar soñando. Nunca había visto en la Naturaleza un blanco tan inmaculado. Estaba desnudo, su carne quieta se replegaba sobre sí misma, y al incorporarse, observé en ella un despliegue sin vida, como las olas cuando se levantan de un mar tranquilo, indiferentes a su propio movimiento. Quise ponerme de pie pero no pude. Todo comenzó a dar vueltas. Quedé torcida, ni parada ni sentada, un árbol doblado por el viento. El gigante intentó enderezarme con su pulgar. Lo sentí atravesar mis omóplatos. Me elevé, con un grito de dolor, más allá de las posibilidades que me permitía mi estatura. Desde esta nueva posición él era diferente, un monumento de piedra, angosto y altísimo. Luego, el pulgar se ablandó, y caí de nuevo, con estrépito.

Dónde estoy. Mi corazón aceleró sus latidos, desbocado por el miedo. Cerré los ojos, me dije que si contaba hasta diez, al volver a abrirlos el gigante se habría desvanecido, y el caserón de piedra, y ese desierto con olor a mustio. La piel del desconocido irradiaba frío, breves e intensas ráfagas heladas. Miré el cielo. Era macizo, espeso, y me pareció que si levantaba el brazo podría hundir la mano en la arena de esos médanos celestes. Bajé los ojos, y era sólo el vacío. El pánico se desparramó dentro de mí, era imposible respirar. Las partes que componían mi cuerpo, partes secretas, apenas sospechadas, se hicieron presentes todas a un tiempo, como solicitando un llamado al orden que me supe incapaz de pronunciar. Mi organismo se hundía, sin remedio, en la anarquía. Entonces, recordé. Y el recuerdo se abrió a un sol caliente, lleno de vida. Sin pensarlo, metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué la petaca. Tomé un largo trago de vodka. El corazón, sosegado, abandonó la garganta  y volvió al lugar que le correspondía. El esófago, comprimido por el susto, se expandió, dejando que el aire fluyera libremente. La lengua se relajó y, de puro alivio, solté una carcajada. Pero el gigante había clavado en la petaca sus ojos inexpresivos. Quise apartarme y no pude. Una dolorosa fascinación se había apoderado de mí. Como si me viera arrastrada desde afuera hacia una muerte segura. Por eso, no me di cuenta cuando me arrebató la petaca y la hizo girar entre sus dedos, con aire ausente y extasiado. Me puse de pie, y a pesar de que el suelo era incierto, pude mantenerme erecta, y hasta dar unos pasos inseguros. Tendí los brazos para recuperar, enseguida, mi petaca. Pero él se la llevó al pecho. Y hubo tal majestad en ese gesto que, avergonzada, me detuve.
– No-  la voz cavernosa del desconocido se desparramó por la estepa y  el cielo se estremeció, y comenzó a caer una fina lluvia de arena.
Llevé las manos a mis oídos. El acero de esa voz me desgarraba, producía el efecto de un taladro en el cerebro.
-No- repitió.
Y de nuevo ausente, atento sólo a la petaca, me dio la espalda; lento, tan firme como se lo permitía su tamaño descomunal, se encaminó hacia el caserón, tirando de  mí, ahora prendida de su mano.

El cuarto era inhóspito, tan desnudo como el desierto. El único mueble era una cama desvencijada cubierta con una sábana blanca. Me pregunté cómo haría para salir de ahí y regresar al mundo, pensé que era domingo, que pocas horas antes caminaba por el Jardín Botánico, que esa mañana, creía, no había llevado ni una sola vez la petaca a mis labios, que mañana era lunes, y que en la facultad, mis alumnos me estarían esperando. Desalentada, miré con atención las altas paredes descascaradas. En el techo, la pintura que se había desprendido sin caer colgaba en planchas irregulares, y al mirarlas,  me pareció como si un libro, el único que valía la pena leer, se estuviese aún por escribir y me ofreciera sus páginas en blanco. No se oía un solo ruido. A veces, parecía venir desde lejos un gemido. Después, cuando se hizo intermitente, deduje que escuchaba, por primera vez, el pulso del silencio.
No tenía reloj, nunca lo usaba los domingos. Pero imaginé que debía ser de noche, y miré la ventana que daba al este. Al acercarme, vi que no tenía vidrio y que el paisaje se introducía con fuerza en la habitación, y que el adentro apenas oponía resistencia, y que entre los dos ámbitos se producía una fusión que anulaba toda diferencia. Quedé en suspenso unos segundos, los necesarios para tomar una determinación: escapar, en cuanto oscureciera. Monté guardia junto a la ventana. El tiempo pasaba, lo podía sentir, pero aún no salían las primeras estrellas. Un aire fresco me acariciaba la cara, parecía venir del fondo del desierto arrastrando un polvo traslúcido que, en remolinos, penetraba en el interior y se esparcía por la habitación hasta posarse, con delicadeza, en las paredes.
Todo estaba envuelto en tinieblas. Decidí salir. Apenas di unos pasos vi el precipicio a mis pies, y recordé que el caserón flotaba, y pensé que estaba viva, que sería un peligro despeñarme, y lo peor: que el gigante se había llevado mi petaca.
Luego de debatirme entre el deseo de escapar y la realidad, volví a mi cuarto con la cabeza ardiendo.
Nunca oscureció. Sentada en el borde de la cama, dejé pasar el tiempo que parecía muy lejos y sin embargo, tan cerca.

Dicen que los primeros tiempos de cautiverio son los peores. Que después, el condenado se acostumbra y, de a poco, va perdiendo la conciencia hasta quedar  mutilado,  sin memoria.
Había recorrido varias veces el palacete del gigante, esos enormes salones, los largos pasillos que se interrumpían de pronto para unirse al pie  de una escalera que no llevaba a ninguna parte. Había caminado en círculos con la esperanza de encontrar a alguien con quien hablar. Me lastimaba la soledad. Si al menos tuviera mi petaca, pensaba. Me propuse mantener el tronco aferrado a la cabeza, a cualquier precio. En mis largos ratos de ocio me esforzaba en retener los últimos olores, el aroma ácido de las plantas que se había inscripto en mí vagando por el Botánico, aquella mañana- me parecía tan lejana- en que, distraída, tomé el sendero equivocado.
Pero ese arduo trabajo que  realizaba sobre mi memoria, fortaleciendo las huellas de un pasado que a cada momento, para mi desesperación, veía desdibujarse, ese trabajo minucioso se deshacía al contacto con la estepa. Y no comprendía nada. Y cuanto más me esforzaba, menos conservaba de mí misma.

Noté que me estaba consumiendo. No tenía hambre ni ganas de dormir. En momentos de flaqueza, me atormentaba la idea de estar muerta y no darme cuenta. La vista de mis piernas me espantaba. Los huesos de mis rodillas sobresalían, la carne apenas tenía consistencia, como si se hubiera vuelto una lámina delgadísima.
¿Es posible que él sea tan inmenso?- me preguntaba, horrorizada.
Entonces, me asaltaba la sospecha de que, por un oculto y necesario mecanismo de  compensación, el gigante me estuviera devorando.

Llegaba a mi cuarto, interminable, de proporciones tan extremas que daba la impresión de una altísimo edificio a punto de derrumbarse. Entraba cuando menos lo esperaba, se sentaba en el piso, y detenía en mí sus ojos hastiados, milenarios. El coloso abandonaba la aterradora inmovilidad que le era propia y la ondulación de su cuerpo era un golpeteo, un ritmo hueco que me entraba en la sangre. Al principio me ponía nerviosa, me asustaba su cercanía.
De a poco, me fui acostumbrando.

Debía abandonar la reconfortante compañía de mis pensamientos, adoptar una posición servil- después de todo era mi carcelero- y esperar, porque me sentía perdida, sin saber qué hacer, y de la boca del gigante todavía no surgían las palabras. ¿O acaso eran palabras esos sonidos chirriantes que me destrozaban? Pero, solía consolarme, cuando él hablara, las cosas se arreglarían. Al fin, iba a darme cuenta de lo que estaba pasando.

Me torturaba la idea de mi servidumbre. O existiría otro modo de definir esa permanencia no obligada- mi anfitrión ya me había indicado, con gestos breves, cómo salir – ese sometimiento que se fortalecía al contacto con el desconocido aunque, era clarísimo, sólo porque no tenía alternativa. Para darme ánimos, llegué a creer que mi estadía en ese lugar era imprescindible, que si me retirara de escena, él se vendría abajo, como los salientes de un acantilado mordido por el  viento. Y es que había algo en él, cierta bondad, que yo descubrí el día en que por primera vez adopté una posición firme y le hice entender que exigía la devolución de mi petaca. Era mía, repetía, eso estaba fuera de discusión. Lo único que mi padre me había dejado al morir. Nunca me separaba de ella, le dije, ni siquiera para ir a trabajar: lo había intentado sin éxito, dejarla en casa, pero no podía dar mis clases sin sentirla en el bolsillo, el roce de la petaca contra mi pierna.
Los resultados no fueron los previstos. El coloso me dirigió una mirada suplicante. O quizá fuera mi imaginación. Pero tuve pena de pronto, una compasión que me quemaba y, cosa rara, me sentí en falta. Él no tenía nada.  Lo supe como por una revelación. Quizá, concluí, nunca haya tenido nada. El caserón estaba deshabitado. No había encontrado ningún objeto en él, excepto la cama. Sospechaba que la construcción no tenía fin, que sus muros quizá se repitieran monótonos bajo formas distintas pero no para mí, que veía siempre lo mismo.

Supe apreciar su nobleza: cada vez que venía a visitarme, llevaba la petaca en sus manos. De modo que, a su sola vista, yo revivía, y la esperanza de recuperarla me daba fuerzas para resistir el martirio de esa conversación que nunca terminaba de comenzar. El gigante necesitaba algo de mí, eso me parecía, y su boca tatuada esbozaba un perfecto círculo. Yo esperaba, tratando de conservar la sangre fría, que comenzara a hablar.  Pero él, como un autómata, repetía, sin detenerse, esa única palabra que me había dirigido a mi llegada:
-No.

Mientras veía cada vez más lejana la posibilidad de regresar a casa, él comenzó de repente, sin ninguna razón, a emitir sonidos que a pesar de mis intentos, fui incapaz de traducir. Me parecía distinguir ciertas vocales que iban adquiriendo forma a medida que su voz se expandía,  con la potencia de una máquina de guerra. Yo me encogía, no podía evitarlo. Mis músculos no resistían lo que experimentaba como un ataque mortífero. Me achicaba, y él crecía, sí, y por más que intentaba estirarme, aflojar mis miembros contraídos, tenía que rendirme: limitada a la condición de nudo, me entregaba al poder aniquilador de la voz del desconocido. Las paredes, víctimas de temblores, se resquebrajaban, la lluvia de arena caía del cielo y entraba en oscuros  remolinos dentro de mi cuarto. El atardecer se me quedaba atascado en las cuerdas vocales, y respirar era un milagro.
Después, mucho tiempo después, él dejaba de hablar. Yo desviaba la mirada, densa por la pena,  para no encontrarme con sus ojos, pero dondequiera que la detenía, creía ver dos esferas brillantes y huecas, en cuya superficie, estaba casi segura,  me interpelaba una queja.

Cada día, durante largas horas, me entregaba al dulce recuerdo de la petaca. Trazaba en mi mente sus contornos angulosos y suaves, el frescor del vidrio entre mis dedos, su transparencia, la solidez de su forma. Por momentos, era tan real que creía poder tocarla con sólo estirar la mano. Pero apenas lo intentaba, ella desaparecía. Y su visón alucinada quedaba palpitando en mi retina como palpita un miembro amputado que sobrevive oculto en la selva de venas y de arterias a la que pertenecía.

Él me visitaba dos, hasta tres veces en esos largos días que daban la impresión de ser siempre el mismo día. Desde que me había impuesto la inútil tarea de escucharlo- no veía otro modo de acercarme a mi petaca-  sentía que el desierto se achicaba, y que me faltaba el oxígeno, y que alrededor de mi cuello se ceñía la apretada cadena formada por esas letras inservibles, macizas y estúpidas como piedras. Una simple persona como yo- al justificarlo aumentaba mi frustración- era incapaz de comprenderlas.
O quizá, pensaba en mis momentos de valentía, no hubiera nada tras esa desmesura.
Las palabras del gigante usurpaban cada punto del espacio. Algunas, se extinguían en el aire; otras, destinadas a la eternidad, permanecían en mi cuarto, voluminosas, pesadas, sin armar frase ni sentido.

Me torturaba la certeza de mi ineptitud. Apenas era capaz dominar la angustia. Debe existir algún modo de comunicarme, pensaba. Y es que me urgía hablar con él acerca de la petaca. Al intentar rescatar del olvido mis últimos días en el mundo, mi  vida me pareció leve, borrosa, como si hubiera sido un sueño. La pérdida de mi petaca, me di cuenta con dolor, es lo único que de veras me ha ocurrido.

Las palabras del gigante, inaccesibles, estaban por todos lados. Las odiaba. Me veía obligada a adoptar posturas raras para no chocar con ellas cuando dejaba la cama y me acercaba a él, en el momento en que por fin se callaba. Animada por el silencio que nos envolvía, me sentaba a su lado dispuesta a conversar, pero de pronto, mis  palabras me parecían tan ajenas, tan fuera de lugar que, culpable, me callaba. Algo se me va a ocurrir. Pero él se marchaba poco después, él y mi petaca, mientras yo me quedaba más sola que nunca, rodeada de palabras ininteligibles.

Me sentía enferma. Estaba débil, sospechaba que no me iba a recuperar. A veces, incluso, creía estar volviéndome loca. Él ya no me visitaba. Al principio, mostré un entusiasmo rígido. Cantaba con una voz nueva, espasmódica, o enumeraba en voz alta los nombres que sostenían mi infancia. Lo cierto era que, y esto me atormentaba, casi no recordaba mi petaca.

Lo busqué sin descanso. Sabía que donde él estuviera, estaría ella. Cada día, al despertar, exploraba durante horas esa geografía de cemento, subiendo, bajando, yendo en línea recta hacia un horizonte que se quebraba, rompiéndose en mil pedazos, justo cuando parecía que algo diferente, un espacio de libertad, aparecería de pronto. Por fin, me encontré frente a una puerta que, según creí, cerraba el paso al exterior. Había una grieta en la madera. Miré a través de ella, como un ladrón. Y vi al gigante sentado en lo que parecía un gran trono mineral, tan frío era su resplandor. Apretada contra su pecho, tenía la petaca. Durante los primeros instantes, sólo ella existió para mí. Y la necesidad de recuperarla y de huir se me hizo impostergable. Miré alrededor. La sala estaba repleta de objetos, pegoteados unos contra otros, en monstruoso desorden, tanto, que solo alcancé a identificar una cosechadora, rollos de alambre, un enorme crucifijo armado con postes de acero, bolsones de arpillera, una corneta militar, las Cartas de Alberdi en una edición del siglo XIX, húmedas y hediondas. Un Steinway aplastado por las ruedas de un tractor, botas de montar, la herrumbrosa campana del campanario de una iglesia, una salamandra a leña, cuadernos sin tapas, hojas manuscritas que se multiplicaban hasta envolverlo todo, sudarios del tiempo de las Cruzadas, túnicas de lino como las que usaba Tolstói, un rosario. Todo comenzó a dar vueltas, tuve náuseas y me apoyé en el portal para no caer. Entonces, como cediendo a mi peso, la gran puerta se abrió. Y me encontré delante del trono que se elevaba, a gran distancia, justo frente a mí. Comprendí que no tenía nada que temer. El coloso, impasible como un dios blanco, no me veía, suspendido en un letargo inorgánico. Sólo la petaca lanzaba débiles destellos que evocaban la vida.

No pude apartar la mirada de esa masa de objetos sin contorno. Mis pupilas- atrofiadas por el vacío- engullían las formas, y el hambre, un hambre seca, apergaminada, aumentaba. Sólo para mi petaca, a quien volvía una y otra vez en busca de descanso, mis ojos volvían a ser míos.

La idea de regresar al mundo sin ella era insoportable.
¿Cómo habían hecho los otros, antes de mí, para defender lo que les pertenecía?
Descubrí que ellos también habían sido despojados. Tuve que resignarme. Supe que, como los demás, debía irme. Que mi petaca se sumaría, anónima, a la interminable lista de trastos que desde el principio de los tiempos el gigante amontonaba en su cámara, como cuerpos muertos.

Sofía González Bonorino, 2022

Ph / Edward Weston Cloud, Death Valley, 1937