
«…tu soledad que llega a la hora más alta de la
noche, a su parte más habituada a lo verdadero, a
lo difícil, a lo que no se nombra, a lo que habla…
con voz distinta.»
Norah Lange
I
Sin duda mis insomnios soportan una razón poderosa: el universo. Me sorprende comprender ahora, al filo del día, esa razón inamovible que dormida durante tantos años comenzó a desperezarse cuando los ojos me daban vuelta con la perturbable simultaneidad de los hechos, objetos, pensamientos tan lejanos entre sí en el tiempo.
Ahora que tengo un cuerpo para alimentar y vestir, la certeza del tiempo se me hace tangible en la vigilia, pero por la noche esa certeza se esfuma, ya que todo se acerca. Paso, por ejemplo, de pensar en la necesidad de llamar al plomero para que solucione la pérdida del motor que sube el agua de la cisterna al tanque, al motor que tanto tardaba en traer otro plomero al que luego encontré en la casa de mi amiga de ese entonces, a quien le susurré al oído que ese plomero era un embaucador, me había cargado con un motor rebobinado como nuevo, y de mi amiga de ese entonces paso a la felicidad de una época que se solaza en el recuerdo duradero de mi amiga, y de ella a mis hijos de ese entonces, y me pregunto qué palpaba yo allí del aire, del pasto inglés del jardín, de las mejillas tiernamente infladas de los pequeños cuyos ojos penetraba sin estar yo en ningún lado. Y no lo estaba, de otro modo cómo se explicaría que en ese entonces yo hubiera pagado dos veces la misma cuenta de gas, la segunda vez a un señor muy serio que llamó a la puerta exigente, mientras mi empleada había ido a pagar una semana atrás, y cómo me quedé perpleja cuando me preguntó dónde estaba el recibo con el sello de pago, y yo miraba a mi empleada y ella nada decía, pero yo tampoco, y al final pagué dos veces, y no hubo reclamos de mi parte, ni siquiera del recibo sin sello, como si yo no existiera.
Y cuando mis pensamientos se van encontrando en mi cabeza, chocan y caen al vacío. Trato entonces de recordar que estoy sobre la tierra, que ahora soy carnal, con un hombre en mi cama, varios hijos en otras camas y repaso memoriosamente que he conseguido una casa para vivir, una mesa sobre la cual comer, bibliotecas para mis libros, ropa para vestir y demás objetos que una mujer de carne y hueso que ha dejado de creerse la virgen María requiere para subsistir. Creo reodernar mi mundo y acceder a los brazos de Morfeo. Pero es inútil porque mi cuerpo con mi cama se desplazan hacia el espacio y no puedo evitar contemplarme tan pequeñita flotando en el universo. Veo desde allí ese globo que sistemáticamente rueda en el vacío y del que nadie puede predecir con exactitud que la catástrofe no suceda en cualquier momento.
Mínima en el infinito, sobre un elemento nada seguro me acosa la tierra con el mismo temor de los viajes: la zozobra en el encierro del avión o del alíscafo. El temor, esa pasión todopoderosa, surge ahora cuando he recuperado mi carne, mi deslealtad a toda lógica comunitaria, la tozudez desde ese entonces antiguo para recuperar lo que nunca había tenido (¿cómo recuperar lo ausente?) Es este sentimiento de realidad tan contundente como inseguro, el que me atrapa con fervor durante las noches, y me lanza hacia el escritorio para alivianar mi cabeza de tantos recuerdos contradictorios, estallantes. Sin duda mi cuerpo pesa excesivamente a mi cabeza. Cuando camino ella siempre va adelante, tironeando.
II
Mi cabeza siempre tironea a mi cuerpo que es un cuerpo pesado, con la vulgar sensación de la presión baja. Es un cuerpo pesado que siempre quiere quedarse como plomo sobre la silla para que la cabeza cómodamente pueda leer o escribir. Y cada vez que la cabeza le ordena que sirva el mate, lave platos, prepare comidas o realice alguna de esas impostergables tareas domésticas, el cuerpo se empecina en no obedecer, con un anarquismo que en el fondo sólo esconde pereza. Es un cuerpo que desea dormir. La cabeza piensa que le vendrían bien tres días de silencio, incluso sin Albinoni, sin voces infantiles, ni adolescentes ni adultas. Le parece bien ninguna voz en la celda de un convento. Descansar. Si el cuerpo descansara la cabeza no debería pensar en nada. La cabeza se siente dispuesta a darle ese gusto, tiene la esperanza de que el cuerpo se curaría de su languidez, y se volvería ágil. Las consecuencias serían maravillosas: una nueva armonía nocturna, pues si la cabeza no tuviera que esforzarse como animal de carga para arrastrar al cuerpo, seguramente dormiría tranquila por las noches.
III
Lo que más me sorprende es la alianza de mi cuerpo y mi cabeza en la mano que escribe.
Liliana Guaragno / Final del día, Ediciones Último Reino, 1993
Ph / Man Ray, 1931