Hiperbóreos en Bahía Blanca. Héctor Libertella por Guillermo Quartucci /Entrevista de Silvana López

«Durante dos meses, sin embargo, tuvimos con Guillermo Quartucci un programa musical escrito, «Sobre la mesa de discos», y era un floreo continuo con las casas distribuidoras, de modo que ellos nos apilaban discos de regalo y nosotros dábamos elogios y con artificios y metáforas de pura cepa pagábamos sobradamente. Recuerdo algunas frases aisladas, por ejemplo aquella de Guillermo sobre no sé qué orquesta de cuerda, Orizaba o algo parecido, cuyas notas eran «retintineantes, alegres y juguetonas como una burbuja de champagne» (sic) … que ahora al leerlas es revolcarse por el suelo y reír hasta las babas y la flojedad de esfínter con ulterior mojadura. El espacio duró poco tiempo porque nadie nos hacía caso, naturalmente. ¡Oh, antinomias!..»
El camino de los hiperbóreos

La presencia de Guillermo Quartucci en los textos de Héctor Libertella no remite sólo a esa cita de su primera novela publicada en 1968, replica en otros textos y es a quien el escritor dedica Hiperbóreos, texto que aún permanece inédito. Especialista en Literatura japonesa en el Colegio de México, Guillermo Quartucci enhebra, entre otras, esas vueltas de caracol que filigranan El camino de los Hiperbóreos, Hiperbóreos, la ciudad de Bahía Blanca, la amistad y los comienzos de escritor de Héctor Libertella.

SL: El camino de los hiperbóreos -1968- tematiza el arte de los happenings y el pop art que en Buenos Aires tenían como epicentro el Instituto Di Tella y la Manzana Loca, ¿cómo era la movida en torno a esas nuevas formas de arte en Bahía Blanca?

GQ: Bahía Blanca, en esos años, era una ciudad bastante chata en lo cultural. Había un grupo de pintores muy jóvenes que cultivaban la bohemia, encabezados por Gustavo del Río, que llevaba el pelo muy largo y siempre iba vestido de manera extravagante, como un verdadero dandy. Por otro lado, estaba el Cine Club Bahía Blanca, donde se podían ver ciclos de cine muy interesantes, como uno del New American Cinema que nos dejó asombrados y anhelantes de vivir la bohemia de Nueva York que allí se mostraba. En parte, la sed de algo diferente se satisfacía cuando viajábamos a Buenos Aires. Recuerdo que nos alojábamos en el Hotel Florida House, en Florida casi esquina con Lavalle y a pocas cuadras del Instituto Di Tella y la galería del Este, epicentro de la movida porteña; Nacha, Minujín, Bonino… Elegíamos la “buhardilla”, que eran unos cuartos muy pequeños, con baño compartido, en el último piso, muy baratos.

En Bahía Blanca, a falta de otros estímulos, hacíamos fiestas que duraban toda la noche, en las que participaba un grupo de compañeras de Letras que seguían nuestros pasos en el intento por crear estilos que se parecieran a lo que llegaba sobre todo del swinging London y de los enclaves hippies de California. Bailábamos sin parar y a veces la fiesta la continuábamos en algunas de las discos de Bahía. Héctor no formaba parte del núcleo duro de nuestro grupo, pero no faltaba a las fiestas, a las que llegaba con su novia, la Martina (la Pata) a quien dedica El camino de los hiperbóreos.

Los varones del grupo nos dejamos crecer el pelo y nos vestíamos de manera extravagante, como los pintores que antes mencioné. A veces se colaban en nuestras fiestas universitarios de distintas tendencias que venían a husmear cómo nos divertíamos. Las universitarios de derecha nos llamaban “degenerados” y los de izquierda, “decadentes”. En realidad éramos bastante inocentes, pero teníamos toda la apariencia de estar en una movida muy transgresora.

Héctor Libertella asistía a las fiestas, me daba la impresión, para recoger material con el cual construir sus ficciones. Nuestro lema era “vivir la vida de manera estética y no ética”.  Se estrenó Blow Up, la obra maestra de Michelangelo Antonioni, en ese mundo nihilista y estetizante se plasmaban nuestras aspiraciones en la vida. En esos años nunca faltaba en las fiestas de universitarios alguien que cantara folklore nacional acompañándose de la guitarra, pero en nuestras fiestas esos cultores de lo autóctono se sentían frustrados porque nuestra música era la que venía del norte, en especial los Beatles, nuestros ídolos. En ese rechazo del folklore y lo telúrico coincidíamos con Héctor.

Todo esto sirvió de material a Héctor para escribir El camino de los hiperbóreos, de la que una profesora de la cátedra de literatura iberoamericana de la UNS, Chiquitina Pucciarelli, comentó: “Si Bahía Blanca da para escribir una novela como ésa, imagínense lo que sería si Libertella viviera en Nueva York”, con lo cual dijo todo. Pero en realidad, una lectura más meditada de la novela muestra lo que preocupaba a Héctor y el lugar que nosotros, sus criaturas, ocupábamos. Sin embargo, a la novela le pasó lo que al grupo: la derecha bahiense la calificó de pornográfica, por algunas escenas de orgías, y la izquierda de decadente y colonizada.

SL: La novela también dialoga con los beatniks, ¿cómo lo leían usted/es en esos años? ¿Cómo se articulaba la relación entre arte y vida?

GQ: Como ya he comentado, los hippies de California, herederos de la tradición beatnik de la década anterior, eran un poco los modelos que tratábamos de seguir. Como los beatniks escribían, además de vivir vidas no moldeadas por las convenciones, dejaron un gran corpus literario que nunca los hippies igualarían, antes que nada, porque no escribían. Jack Kerouac y En el camino eran, desde el punto de vista de la creación literaria, lo que más se parecía, creo, a la mística a la que aspiraba Héctor como escritor y artista.

En una ocasión le recriminé a Héctor que usara lo que yo y el grupo hacíamos para convertirlo en escritura. Se enojó muchísimo, al punto que en Las aventuras de los miticistas, que ahora no tengo a la mano, si mal no recuerdo, pone en boca del personaje de Luciano (en realidad yo, GQ) esa recriminación a la que el narrador considera “obscena” o algo parecido.

En la etapa de Los hiperbóreos… Héctor andaba todavía en búsqueda de un absoluto. Después del premio Paidós, del cambio de novia y del viaje a los Estados Unidos, su visión de mundo giraría 180 grados.

SL: En ese cruce entre cine, música, teatro y la carrera de Letras, ¿qué era la vanguardia para usted/es o qué especulaciones y concepciones sobre el arte tenían? ¿Cuál era la relación con las instituciones y los premios?

RQ: El tema de las vanguardias era algo que a Héctor lo obsesionaba, desde que a principios de los sesenta en el Cine Club Bahía Blanca vimos El perro andaluz, de Dalí y Buñuel, y, sobre todo, La sangre de un  poeta, de Jean Cocteau, que se convirtió en su favorita indiscutible. Estaba bastante obsesionado con el surrealismo literario y su concepto central, la escritura automática, que él mismo pondría en práctica en sus primeras obras. Un día, frente al Gordo Castaño, un amigo a quien lo unía su pasión por el jazz y el clarinete, Héctor nos preguntó a ambos qué era para nosotros el surrealismo. No recuerdo lo que le contestó Castaño, pero yo le dije algo así como que era una corriente que intentaba representar por medio del arte lo irracional y el mundo de los sueños.

Es desde esta percepción del surrealismo desde la que Héctor empezó a construir su relato, en el que no faltó algún intento por hacer cine o por usar la música, en este caso el jazz y el clarinete, para plasmar lo que él llamaba “la novela total” que abarcaría todas las artes. En un momento decidió hacer una película en súper 8 con los hiperbóreos de Bahía Blanca como protagonistas.  Una buena parte la filmó en una de nuestras fiestas, nosotros como protagonistas. Era una película casera que, hasta donde sé, no se ha conservado. Yo tenía una escena en la que debía vomitar frente a cámara, vestido con una especie de armadura hecha de cartón y recubierta de papel plateado para que pareciera metálica. Héctor siempre fue muy sobrio en el vestir, con preferencia de oscuro. El único detalle con el que trataba de llamar la atención eran las corbatas: tenía una que había confeccionado con pequeñas fotos en blanco y negro de sí mismo, de esas que los laboratorios hacían (creo que les decían “contactos”) para que uno eligiera las que querían que se ampliaran. 

Sin duda, Héctor, en esa época,  aspiraba convertirse en escritor y creía que el camino más directo y menos convencional lo recorrería transitando por las vanguardias derivadas de aquel surrealismo de los años 20 y 30, pasando por los beatniks, e integrando cine y música a la escritura, lo que él denominaba “la novela total”.

SL: ¿Y el compromiso político, en relación con la Revolución Cubana y sus manifestaciones en Perú y Colombia, y esa nueva manera de pensar América? Cuestiones que también se dan a leer en ECH.

GQ: En 1969 Héctor se ganó una beca para asistir a un seminario de un mes que se hacía cada año en la Universidad Nacional de Córdoba. Yo participé en ese seminario un año después,. El tema era “Cibernética y Sociedad”, y se discutían cuestiones de la incipiente tecnología informática y como afectaría a la sociedad. Ahí oímos hablar por primera vez de las computadoras y de la posibilidad de que en algún momento se inventaría una máquina que escribiría lo que le dictáramos. A Héctor le fascinó el seminario, entusiasmado como estaba con la idea de una súper civilización manejada por máquinas que liberara al hombre del trabajo y le permitiera usar sus energías para la creación artística. En el transcurso del seminario se produce el Cordobazo. Era una oportunidad única para que Héctor incorporara esa experiencia en el lugar de los hechos a su narrativa, pero hasta donde sé, no desarrolló ese tema. Si alguna vez se refería a algún tipo de revolución, era a la revolución artística como forma de promover el avance de la sociedad, creo que Héctor se volvió un “agnóstico” en materia política.

No sé si venga mucho al caso, pero en enero de 1973, en el Congreso de Lengua y Literaturas Hispanoamericanas que se hizo en Salta capital, participé con una ponencia titulada pomposamente Las novelas de Libertella como expresión de la era tecnológica. Unos días antes de viajar recibo una comunicación de los organizadores en la que me preguntaban si conocía personalmente a Libertella, y en caso de que así fuera, que lo invitara a participar en el congreso, aprovechando que mi ponencia versaba sobre él. Héctor aceptó la invitación y allí nos encontramos. Después de presentar mi trabajo, invitan a Héctor a subir al proscenio y mantener un diálogo con el auditorio. Las preguntas y comentarios giran, casi sin excepción, en torno a cuestiones nacionales y de identidad, criticando de manera a veces velada y otras no tanto, el pretendido cosmopolitismo y la falta de compromiso con la realidad Argentina que evidenciaban sus dos novelas publicadas hasta entonces. ¡En 1973 y nada menos que en Salta, Héctor se atreve a manifestar ante aquel auditorio, que el tema de la identidad relacionada con la tierra, es decir, lo telúrico-folklórico, no le interesa en lo más mínimo! Se armó tal revuelo que al concluir el congreso los organizadores se negaban a darme el cheque por los viáticos prometidos como a todo participante, como culpándome de haber propiciado aquel escándalo. Creo que a Héctor no le dieron ni un centavo, no obstante que lo habían invitado por mi intermediación. En todo caso, fue casi cómico ver a Héctor, en ese entonces con una gran barba y pelo largo, negrísimos, más perecido a un montonero de Güemes  que a un hippie de Berkeley,  provocar al auditorio de aquella manera.  Habría que ver si en alguna publicación salteña de la época hay alguna referencia a este incidente. Yo, lamentablemente, no conservo la ponencia que presenté.

SL: ¿Qué pasó con Libertella cuando La hibridez –1964/5- gana la mención de Primera Plana? ¿Y el Paidós, por El camino de los Hiperbóreos –1967/8-?; ¿cómo llega Libertella a ECH, porque hay una distancia temática y estructural entre el cuento “Argumento Capital”-1963/4- y la novela? (incide en esta pregunta la imposibilidad de leer La hibridez).

GQ: De La hibridez sólo recuerdo que había nacido del impacto que la noción griega de hybris aprendida en el curso de Cultura Clásica con el profesor Antonio Camarero Benito, había tenido sobre Héctor: hibridez  como un pecado de exceso del hombre queriendo igualarse a la deidad.

En ese sentido, El camino… significó una ruptura y la búsqueda de una voz propia que lo llevó a acercarse otra vez a nosotros, los hippies universitarios y nuestras fiestas.

SL: ¿Cómo era su relación con Héctor cuando ya no vivían en Bahía Blanca, qué cuestiones de la literatura de uno le interesaban, o no, al otro y viceversa?

GQ: Después de que Héctor se fue a vivir a Buenos Aires, ya bastante consagrado como escritor, nos vimos poco. Mientras estuvo en Estados Unidos (años 70/71), becado por el seminario de escritura creativa de la Universidad de Iowa,[1] mantuvimos una correspondencia bastante nutrida. Yo seguía viviendo en Bahía Blanca. Todavía conservo una carta suya desde Nueva York[2] muy emblemática en cuanto a lo que él consideraba el cambio radical que se había producido en su vida y en sus concepciones acerca de la literatura y el arte general gracias a su experiencia en los Estados Unidos.

En Argentina eran años complicados, con la dictadura encabezada por Lanusse cuestionada, cada vez con mayor virulencia y una gran efervescencia política que culminó con las elecciones en las que Cámpora llegó a la presidencia en mayo de 1973, Héctor, bastante alejado de la política y yo, por el contrario, empecé a colaborar activamente en el espacio en el que me movía -la docencia- con las nuevas autoridades de la Universidad del Sur de clara orientación peronista de izquierda. No había tiempo entonces para hablar de arte y literatura, como una década antes, cuando Héctor y yo éramos amigos inseparables.

Producido el golpe de marzo de 1976, Bahía Blanca se transformó en una ciudad sofocante y peligrosa a causa de la represión feroz que se había desatado. En septiembre de 1976, me exilié en México y durante cuatro años nos supe nada de Héctor. En 1980, en la ciudad de México, al salir de un cine donde exhibían Gloria, de John Cassavetes, me encontré de repente con Héctor Libertella y Tamara Kamenszein. Yo acababa de regresar de Japón, donde había tenido una experiencia muy amarga con la embajada de Argentina,  que me retiró el pasaporte, obligándome a regresar a México sin papeles, y con la recomendación de los mexicanos de que no me vinculara a la colonia de argentinos, muy numerosa entonces, porque había muchos espías de la dictadura. Ignoraba que Héctor y Tamara, desde hacía un año, estuvieran viviendo en México. Intercambiamos teléfonos, pero nos vimos poco hasta que ellos regresaron a Argentina en 1983. Yo había tomado al pie de la letra las recomendaciones de los mexicanos.

Pasaron bastantes años, y hacia 1995, por intermedio de Rafael Cippolini, del entorno de mi amiga y colega Amalia Sato, editora de Tokonoma, volví a conectarme con Héctor, a quien encontré muy deteriorado de salud, aunque conservando su humor irónico de siempre. A partir de allí, en cada uno de mis viajes a Argentina, nos veíamos en Buenos Aires. No hablábamos mucho de literatura y arte, como en nuestros viejos tiempos. Héctor se veía cansado, como deseando tirar la toalla. Me contaba de su enfermedad y de la muerte que se había llevado a casi todos los miembros de su familia: padres, tíos y primos. El único que quedaba era su hermano Juancho que vivía en General Acha, La Pampa. Me comentaba que veía viejas películas por televisión, sobre todo westerns, que desde chico habían sido su pasión. Él me decía: “¡Wilhelm, qué bueno que te dedicaste a la literatura japonesa, porque allí no hay competencia y los japoneses tienen muchos recursos!”.

Creo que cuando Héctor habla del “tokonoma que compartíamos” se refiere a quienes gravitábamos alrededor de Amalia Sato y la revista de quasi culto que ella edita con ese nombre, en la que yo no he dejado de publicar desde el primer número y Héctor colaboró en un par de ellos. En una ocasión,  Héctor me contó de la mala pasada que un subordinado suyo le había jugado cuando era director del Fondo de Cultura Económica en Buenos Aires para quedarse con el puesto. O de sus noches de bohemia en el bar «Varela Varelita» de Palermo, rodeado de amigos que festejaban sus brillantes ocurrencias, o de algunos chismes sobre el mundillo literario de Buenos Aires, en especial de ciertas figuras que ambos conocíamos bien. Su enfermedad develó la cara más sombría de la personalidad de Héctor, pero sin hacerle perder el humor y la ironía aun a costa de sí mismo. En nuestro último encuentro, frente a frente, en Buenos Aires, en 2004, mientras cenábamos en un restaurante de la Avenida Santa Fe, a pasos de Alto Palermo me sorprendió diciéndome de una manera solemne, nada habitual en él: “Wilhelm, hasta aquí llegué. Ya no voy a escribir. Ahora te toca a vos”.  Se refería a que yo debería empezar a escribir ficción, cosa en la que desde nuestros días de Bahía Blanca insistía.

Nuestro último diálogo fue por teléfono, yo en México y él en Buenos Aires. Fue otra vez Rafael Cippolini -su amigo que hasta el final me mantenía al tanto de cómo evolucionaba la salud de Héctor- quien me dijo que ya estaba en su casa y se iba a poner muy contento si le hablaba. Acababa de salir del hospital, después de largos días de internación. Era como la medianoche de Buenos Aires de un día viernes. Me contestó la mujer que  lo cuidaba, a quien le pedí que me pasara a Héctor. La voz de él era apenas audible, pero llena de afecto, como siempre en los últimos años: “¡Wilhelm!”, me dijo. Hablamos unos minutos. Le dije que se pusiera bien para cuando yo viajara a Argentina, que iba a ser un mes después. “Jo, jo, jo”, se rió, como diciendo: “Vos y tus habituales tonalidades camp”. A la mañana siguiente, muy temprano, falleció en su departamento.

Silvana López

Ph / Seedy Gonzalez Paz

[1] Entre los becarios estaban el poeta Yoshimasu Gozo, a quien años más conocí en Tokio, y  Fernando del Paso, el escritor mexicano, consagrado en los 80 con su novela NoticiasdelImperio.

[2] Publicada en Libertella/Lamborghini, Buenos Aires, Corregidor, 2016.