Gogol / Emil Cioran

Algunos testimonios, cierto que raros, nos lo presentan como un santo; otros, más frecuentes, como un fantasma. «Me hacía tan poco la impresión de un ser vivo, escribía Aksakoff al día siguiente de la muerte de Gogol, que yo, que tengo miedo de los cadáveres y no puedo soportar su vista, no experimenté nada semejante ante su cuerpo.»

Torturado por un frío que nunca le deja, no deja de repetir: «Estoy tiritando, estoy tiritando». Corre de país en país, consulta médicos, pasa de clínica en clínica: pero del frío interior no se cura en ningún clima. No se le conoce ningún amorío. Sus biógrafos hablan abiertamente de su impotencia. No hay tara que aísle más. El impotente dispone de una fuerza interior que le singulariza, le hace inaccesible y paradójicamente peligroso: da miedo. Animal expulsado de la animalidad, hombre sin raza, vida que el instinto abandona, se realza por todo lo que ha perdido: es la víctima preferida del espíritu. ¿Puede imaginarse una rata impotente? Los roedores cumplen a las mil maravillas el acto en cuestión. No puede decirse otro tanto de los humanos: cuanto más excepcionales son, más se acusa en ellos ese desfallecimiento mayor que les arranca de la cadena de los seres. Todas las actividades les están permitidas, salvo la que nos emparienta con el conjunto de la zoología. La sexualidad nos iguala; mejor: nos priva de misterio… Mucho más que el resto de nuestras necesidades y nuestras empresas ella es la que nos pone en pie de igualdad con el resto de nuestros semejantes: cuanto más la practicamos, más nos hacemos como todo el mundo: es en el curso de una operación reputada bestial cuando probamos nuestra condición de ciudadanos: nada más público que el acto sexual.

La abstinencia voluntaria o forzada colocando al individuo juntamente por encima y por debajo de la especie, hace de él una mezcla de santo y de imbécil que nos intriga y nos aterra. De aquí proviene el odio equívoco que experimentamos hacia el monje, como, por otra parte, al hombre que ha renunciado a la mujer, que ha renunciado a ser como nosotros. Nunca le perdonaremos su soledad: nos humilla tanto como nos asquea; nos provoca. ¡Extraña superioridad de las taras! Gogol confesó un día que si hubiera cedido al amor, éste «le hubiera instantáneamente reducido a polvo». Tal confesión nos conmueve y nos fascina, nos hace pensar en el «secreto» de Kierkegaard, en su «espina en la carne». Empero, el filósofo danés era una naturaleza erótica: la ruptura de su noviazgo, su fracaso amoroso, le atormenta toda su vida y marcó hasta el final sus escritos teológicos. ¿Habrá que comparar entonces Gogol a Swift, ese otro «fulminado»? Sería olvidar que éste tuvo, sino la suerte de amar, al menos la de hacer víctimas. Para situar a Gogol, nos es forzoso imaginar un Swift sin Stella ni Vanessa.

Los seres que viven bajo nuestros ojos en El inspector o en Almas muertas, observa un biógrafo, no son «nada». Y siendo «nada», lo son «todo».

Carece efectivamente, de «sustancia»; de aquí su universalidad. ¿Que otra cosa son Tchitchikvf, Pliouchin, Sobakévitch, Nozdref, Malinof, el héroe de El abrigo o de La nariz, más que nosotros mismos rebajados a nuestra esencia? «Almas nulas», dice Gogol; sin embargo, testimonian una cierta grandeza: la de lo sin relieve. Se diría que es un Shakespeare de lo mezquino, un Shakespeare atareado en observar nuestras manías, nuestras minúsculas obsesiones, la trama de nuestros días. Nadie ha avanzado tanto como Gogol en la percepción de lo cotidiano. A fuerza de realidad, sus personajes se hacen inexistentes y se convierten en símbolos, en los que nos reconocemos enteramente. No decaen: han alcanzado el fondo de la decadencia desde siempre. No puede uno impedirse pensar en Demonios; pero, mientras que los héroes de Dostoyewski se lanzan hacia su límite, los de Gogol retroceden hacia el suyo; los unos parecen responder a una llamada que les supera, los otros no escuchan más que su inconmensurable trivialidad.

En el último período de su vida, Gogol fue presa de remordimientos: sus personajes no eran, pensaba, más que vicio, vulgaridad y basura. Había que pensar en darles virtudes, en arrancarles a su decadencia. De este modo, escribió la segunda parte de Almas muertas; felizmente, la arrojó al fuego.

Sus héroes no podían ser «salvados». Se atribuyó su gesto a la locura, cuando en realidad emanaba de un escrúpulo de su conciencia de artista: el escritor prevaleció sobre el profeta. Amamos en él la ferocidad, el desprecio de los hombres, la visión de un mundo condenado: ¿cómo hubiéramos podido soportar una caricatura edificante? Pérdida irreparable, dicen algunos; pérdida salvadora, más bien.

El Gogol final está habitado todavía por una fuerza oscura de la que no sabe cómo servirse; se derrumba en un letargo, atravesado de trecho en trecho por sobresaltos; sobresaltos de un espectro. El humor que le permitía conservar a distancia sus «accesos de angustia» desaparece. Una aventura lamentable comienza. Sus amigos le abandonan. Cometió la locura de publicar los Extractos de mi correspondencia, que fueron, como él mismo reconoce, una «bofetada para el público, una bofetada para mí». Eslavófilos y occidentalistas renegaron de él. Su libro era una apología del poder, de la servidumbre, una divagación reaccionaria. Para su desdicha, se unió a un cierto padre Matveï, impermeable al arte, obtuso, agresivo, que tuvo sobre él un ascendiente de confesor, de torturador. Las cartas que recibía de él las llevaba siempre encima, las leía y las releía; cura de estupidez, de idiotez, al lado de la cual el abêtissez-vous pascaliano, parece una simple ocurrencia chusca. Cuando los dones de un escritor se agotan, la vacante de su inspiración la ocupan las inepcias de un director espiritual. La influencia del padre Matveï sobre Gogol fue más importante que la de Puskin; éste animaba su genio; el otro se dedicaba a apagar los rescoldos que quedaban de él… No contento con predicar, Gogol quería, además, castigarse; su obra confería a la frase, a la mueca, un sentido universal: sus tormentos religiosos debían resentirse por ello.

Algunos podrían pretender que sus miserias eran merecidas, que por ellas expiaba la audacia de haber deformado la figura del hombre. Me parece que la verdad es lo contrario; debía pagar el haber visto atinadamente: en materia de arte, no son nuestros errores lo que expiamos, sino nuestras «verdades», lo que hemos realmente vislumbrado. Sus personajes le perseguían. Los Klestakof, los Tchitchikof, los llevaba, según su propia confesión, siempre consigo: su sub-humanidad le aplastaba. No había salvado a ninguno de ellos; en tanto que artista, no podía. Cuando perdió su genio, quiso salvarse. Sus héroes se lo impidieron. Así, pese a él mismo, debió permanecer fiel a su vacío.

Aquí no es en el Regente en quien pensamos (del que Saint-Simon decía que había «nacido aburrido»), ni en Baudelaire o en el Eclesiastés, ni siquiera en el paro interior del Diablo si viviese en un mundo en que el mal no existiese, sino en una persona que volviese sus oraciones contra sí mismo. En este estadio, el hastío adquiere una especie de dignidad mística. «Toda sensación absoluta, dice Novalis, es religiosa.» Con el tiempo, el hastío substituyó en Gogol a la fe y se convirtió para él en sensación absoluta, religión.

Ph / Cioran

De La tentación de existir, Taurus España / E. Cioran , 1973,

Original: La tentation d´exister, Gallimard en 1972

Trad. Fernando Savater.