Pasaje de los fantasmas / Freddy Gomez

Todo viene del pozo sin fondo de una memoria que, escribió Robert Musil, «no recuerda las palabras, sino el aire en el cual fueron pronunciadas». Esta frase del autor del Hombre sin atributos es el epígrafe de este libro de Alice Becker-Ho, dedicado «a los Niños terribles» de un tiempo forzosamente insensato donde, de vueltas a revueltas, el azar objetivo, tan caro a André Breton, jugó evidentemente su papel como lugar geométrico de perturbadoras coincidencias.
Es preciso poner las cartas sobre la mesa: Alice Becker-Ho es una amiga. Los recuerdos que ella evoca aquí, los conocía por haberla oído evocarlos, por fragmentos, de a trocitos, durante nuestros encuentros. Pero ella es también un autor de talento – me eximo expresamente de «feminizar» la función porque a Alice Becker-Ho no le interesan en absoluto estos tics de una época que parece tener que renunciar a todo salvo a la reivindicación patológica de sus identidades contingentes – y que, de libro en libro, ella lo atestigua. Como prueba, este que nos ocupa y que, en este «cielo ignorado por las estrellas nuevas», más allá del valioso testimonio que nos entrega de una época sin selfies, se sitúa enteramente en una continuidad poética hecha de vagabundeos entre rotondas de las pasiones y caminos de azar.

        

El «análisis minucioso de las imágenes» – título de la primera parte de este libro – tiene un doble alcance: activa las reminiscencias y atestigua que, salvo algunos pocos fracasos, los seres que debían conocerse terminan siempre por reconocerse en una unidad de tiempo donde todas las condiciones se reúnen para que la imantación haga su trabajo. El libro de Alice Becker-Ho empieza en una intimidad compartida de a dos – Ella y Él – ante una caja de antiguas fotografías que, observadas una por una, reaniman «todo un pasado cuyo recuerdo  ella no imaginaba haber conservado y que revive instantáneamente». Aquí, el «de una compañera de clase, de la cual [le] vuelve rápidamente a la memoria su veneración por Nietzsche»; allá, el de una «Librería de la Danza» de la parisina plaza Dauphine, en ese entonces dominio de la calma y del sueño, «más allá del río y bajo los árboles» (Breton); en otra parte, una foto de Jimena que data de julio de 1956, lo indica el reverso de la copia, y la pregunta «Guy, porque era él»: «¿Quién es esta mujer?».
«Esta oscura claridad que cae de las estrellas…» Todo el mundo se acuerda, al menos podemos esperarlo, de este verso de Corneille. Al mismo tiempo, aquel del clasicismo que el barroquismo hizo zozobrar, Calderón de la Barca, su contemporáneo castellano autor de La vida es un sueño, le hacía eco: «Un relámpago de luz que el aire de sombra escribe». En los dos casos, se expresa una misma obsesión por el negro y por aquello que puede perforarlo – una «oscura claridad» o «un relámpago de luz» – sin jamás abolirlo completamente. En este «cielo ignorado» que Alice Becker-Ho nos descubre, Jimena es  «una joven mujer morena, con un vestido de verano, un collar alrededor del cuello, [que] posa frente a un objetivo justo en el  centro de un patio desierto» en una oscura claridad y un relámpago de luz. Estamos en la finalización del año escolar del autor, el de sus catorce años, un «cuarto año» que esta profe de francés con aires enigmáticos de Mónica Vitti pobló de sueños y de perturbaciones al menos cornelianas. Es verdad que en ese año escolar, 1955-56, El Cid estaba en el programa.   
Esta Jimena de las «primeras emociones» fue también aquella de la «aventura inacabada». Al siguiente año la nombraron en el «liceo Racine», lo que ya es un mal presagio cuando se avivó la llama de Corneille. Está tan mal apagado ese fuego que la adolescente, acompañada de una amiga, va a verla a su nuevo destino. Descripción de una frustración. Es que, decía Ivan Chtcheglov, «la vida corriente, es la vida petrificada». Diez años más tarde, vuelta a encontrar por azar en la cola de un cine y alentada por Guy, Alice Becker-Ho decide volver a verla para comprobar muy rápidamente que «de LA Jimena a la que [había] admirado tanto por sus audacias y su hablar sin rodeos, nada quedaba de esa arrogancia exhibida que [la] había encantado y fascinado totalmente. Todo acababa bruscamente de derrumbarse». 
De paso, dicho esto, se había enterado igualmente de que Jimena venía de Alejandría y que tuvo que abandonar Egipto al   inicio de los años 1950 por incompatibilidad con Nasser, algo que tendrá su importancia en el transcurso de una historia de la que se puede decir, parafraseando a Debord, que es preciso conocer el final para entender el comienzo.    

Algunos biógrafos de cubo de basura glosaron hasta lo obsceno acerca de la pareja que Alice Becker-Ho formó con Guy Debord.  Es inútil decir más sobre eso, ya se dijo demasiado. «Los poetas malditos, decía Georges Henein, solo reciben con cita previa». Esos dos no le otorgaban ninguna a los canallas, y no se equivocaban.
A la derecha de nuestras sombras, siempre están nuestros fantasmas. Hay allí una verdad evidente. La otra, es que la mala hierba se apodera siempre de las ruinas porque esa es su misión. Su encanto infinito se debe precisamente a eso: la mala hierba vuelve a cubrir alegremente los antiguos senderos, algo   afortunado tanto para la memoria de los desparecidos como para la de los vivos.
Es preciso, una vez, más poner las cartas sobre la mesa: fieles, infinitamente fieles a la perturbación poética de la anarquía, hemos sido algunos, muy pocos finalmente, que veníamos de la bandera negra, en haber apostado con razón, al día siguiente de mayo del 68, a la hipótesis de que existía una suerte de clandestinidad anti-espectacular, una potencia de despertar alimentada de crítica cultivada y relacionada con el hilo rojo de una antigua historia. Ahí disponíamos de un punto de apoyo imaginario para no desesperar totalmente del mundo, para mantener viva la aspiración a transformarlo. No éramos pro-situs, esa secta de admiradores agobiantes, sino lo contrario: lectores, simplemente lectores de Debord. Yo participaba de esa cofradía, y esas páginas actuaban sobre mí como otros tantos relámpagos en la noche de un después. Si hay sentimientos o recuerdos que no soportan la expresión de ninguna reserva, aquellos que están vinculados a este interés, sin pertenencia de bando, por los escritos de Debord  forman parte indiscutiblemente de ellos. Siempre fui un debordiano del afuera poco afecto a las historias de familia. Fue más tarde, mucho más tarde, en enero de 2017, en ocasión de una desgracia personal, que encontré a Alice Becker-Ho, cuyos libros había leído y apreciado también la edición que sin ella hubiera sido imposible, de los ocho volúmenes de la valiosísima Correspondance de Debord, editada por Fayard.
Vuelvo a los fantasmas, y más exactamente al de Debord, que habita esta segunda parte de la obra como sombra tutelar. «Treinta años van a pasar, escribe ella, a la velocidad de un relámpago, intensos, demasiado breves. Y el rayo cayó.» Conozco sitios donde los recuerdos – y las penas – están al acecho. Son los del corazón. En lo que me atañe, tengo la cabeza llena de esos lugares que a menudo evito. Para Alice Becker-Ho, Champot es de esos. El justo-antes que ella nos cuenta, ese justo-antes del suicidio del hombre que ama y que sabe que su mal es irremediable, es de un rigor conmovedor. La concisión es esencial cuando se quiere decir la desdicha sin dejar que la emoción nos tenga en su mano. Impresionante, hace falta mucho amor para escribir estas cuatro páginas – «Mi bello navío, oh mi memoria» – donde ninguna palabra está de más y donde nada falta. Ni siquiera estas dos citas que dicen tanto: «Mi bien se va / y para siempre dura.» (Louise Labé, Elegías) y «¿Qué es la Escritura? La guardiana de la Historia.» (Alcuin, Le Dit de l´enfant sage).

                                                      

Siempre habría que invitar al azar a la mesa de las costumbres. Aunque más no sea para que perturbe la sucesión de los días sin nada. E igualmente habría que desarrollar, como estado de trance, una suerte de inteligencia paralela, complementaria de la inteligencia común pero bien separada de ella, para mantener su facultad de inadaptación al mundo tal como fue hecho. Sí, cuando todo llega y todo pasa, es preferible apostar  a lo oscuro avivando el azar. Sin quebrantar nunca nuestras exigencias.
«A los ojos del recuerdo, qué pequeño es el mundo» – tercera parte de la obra – ilustra lo que puede la coyuntura de los azares. No diremos mucho más puesto que es muy importante que el lector vaya, por sí mismo, hasta el final de su propia sorpresa. Esta sorpresa vale la pena. El conjunto se cierra con una cuarta parte – «Son ríos, nuestras vidas, que descienden hacia el mar» – donde se trata de la «Pointe du Vert-Galant» y del «rumor de los tormentos». Siempre hay que preferir a los que le imprimen estilo a sus emociones antes que a aquellos que las propagan. En un cielo ignorado por las estrellas nuevas lo demuestra. Maravillosamente.

Traducción: Hugo Savino     

– À contretemps / Recensions et études critiques / décembre 2022 – [http://acontretemps.org/spip.php?article955]

Ph / Guy Debord y Alice Becker-Ho

* Pasaje de los fantasmas: Alice Becker-Ho, En un ciel ignoré des étoiles nouvelles (En un cielo ignorado por las estrellas  nuevas), Le temps qu´il fait, 2022, 64p.