
Estamos parados en la esquina. Vieja como el tiempo. Uruguay y Marcelo T. Ahí, en el crepúsculo de ese jueves a la espera de nada y de sonidos. Pasan dos músicos que vienen conversando de bueyes perdidos y nos miran de soslayo, en esa esquina precisa todavía estoy en una especie de cumbre del arte y me cuesta creer que un bandoneón y un violín hablen por la calle vestidos de traje gris príncipe de gales saco cruzado, camisa celeste. Trafican informaciones secretas, vienen del fondo de los cuarenta y me aterra esa figura, no estaba ahí, es una línea de temblor colgada en algún lugar de mi cocina, foto sepia, y ellos siguen pasando con esa cara de alucinados que ahora les veo mientras abandonan el cuadro, y ya sé que escuchan otra cosa. Y ahora entiendo algo.
Cuaderno de Luis Cardoso. Gloria banca la desocupación, la cosa ex-traductor y su mitología ¿o su mentira? Dos años en el aire. En ese lapso escribí dos diarios, una crónica, una novela, varios artículos y traducciones breves para algunas revistas. Panfletos. Me niego a vivir del monedero de Gloria. Solo saco lo justo. (Martes 21 de febrero)
Dos frases clavadas en el alma: (mes de julio de hace unos año): «Buen viaje».
Y: (mes de diciembre años después): «Vamos a estar más solos.»
Estoy en un agujero. Trato de salir. Estoy cercado y no es un sueño. Anoto un camino de tristezas. Toco de la ausencia.
No tengo que trepar. Cuidado con ese trepe. Con las reuniones cool. Esa retórica de familias de la cultura te corta la mano y la lengua. Te come la voz. Estás por abajo, muy por abajo. Quedate ahí. En ese rincón. Bien abajo. Y seguí tachando de la lista, no está el abismo después.
Poe colgó a todos los traidores de una araña gigante.
Ausencia de gato que ronronea y franelea.
Cuaderno de Luis Cardoso. Cero trabajo. Una carta o un mensaje que traiga algo. El único que me preguntaba cómo andaba de plata era Norberto Gómez. Sabía cosas de mí y no por mí. Solo por escuchar. Ahora me reconcentro en recuperar mi silencio, mi compartimento estanco, voy por ahí y hablo mucho y con sordos. Tengo que parar.
El agua del mate, controlarla. Son las seis de la mañana. Este cuaderno se va pareciendo a una rendición de cuentas. ¿A quién le rindo cuentas? Otra vez ese se mordisco en el estómago. (Domingo 25 de febrero)
Elia a Orlando. ¿Quién hizo el mejor retrato del amateur? Orlando a Elia. Mierda a cualquier realización.
Hay viento cálido y me voy hacia el Riachuelo del lado Barracas. Solo quiero mirarlo, ponerme al borde y sentarme y quedarme un rato, oler el gasoil de los remolcadores que van y vienen. El agujero sigue allí y las ausencias y la sequía y las distancias. Y estoy metido en ese dolor maldito. Y hay revoloteo de moscardón, de parásito, de gente que no quiero ver y no veré. Hay ausencia.
Entro en el café y me voy a la barra. Me siento en la punta taburete del fondo. No quiero mesa. Raimundo mueca al costado de la boca me saluda y me pone un café doble. Desde ahí veo todo el bar y la avenida. Es muy temprano y todo huele bien. Y las veredas ya están baldeadas. Arranca el día. Yo vengo del insomnio. Raimundo me mira cada tanto. Pone el filo de un cuchillo en una taza con agua caliente para cortar una tarta de queso y se la lleva al empleado de la sucursal bancaria que sueño con asaltar. Restos de novela.
Cuaderno de Luis Cardoso. Capa de niebla olorosa sobre el puente Barracas a las seis y media de la mañana. Cruzo a pie. No se ve nada. Pienso en la película de Mario Fortuna. Me voy a patitas hasta Saint Hnos. Hay huelga de transportes. No quiero perder el empleo. Voy a pasar por la plaza Herrera, está desierta. El boxeador no entrena hoy. (Lunes 26 de febrero)
En el culo del otro mundo miro los árboles pelados desde la ventana del invierno. Solo leo. Leo todo el día. Tres novelas por semana. Y un libro que se llama Varlam. Por eso no puedo volver a escuchar a esos tipos vírgenes de la lectura. Los árboles pelados siguen posando, esperan a su pintor.
Cuaderno de Luis Cardoso. Todas las ausencias insisten. Y si las anotás, como hace Elia, siguen ahí. Pero no las contás, no las llevás a la mesa del café. No vas a apestado con tus penas. Solo anotar.
Gloria me deja un poco de plata y se va. Cambio la yerba y leo y espero en casa. Es temprano.
Leo dos novelas, una me jode por dos o tres escenas, pero sigo, me gusta mucho, la otra, la releo, releo quiere decir la tengo siempre en lectura, es uno de mis dioses y siempre tiene algo para mí. Y justo hoy pensaba que hace años que dejé de pedir permisos imaginarios.
A la noche estoy invitado a una mesa redonda. No voy. Todos tipos que quieren educar al soberano.
Ayer estuve con D. y estuve ahí de contar algo mío, y aguanté, y no abrí el pico. Es un ejercicio espiritual no abrir la boca.
Estoy por terminar una de las novelas. Estoy metido en esa soledad. (Jueves 2 de marzo)
Nueva lista de fracasos.
Nos juntamos en el café y hablamos del invierno y de los árboles pelados. Y de la tristeza. Y de lo lejano. Y Orlando puso el pasado sobre la mesa. Y a árboles pelados se sumó la traición. Y ahí paramos. Luis Cardoso dijo que no hay salida del lado tema. Pedimos más café. Y habla de la gente que te lleva a argumentos, que empieza por el elogio y después te dice cómo traducir o escribir y con quién tenés que sentarte. Terminan dándote directivas.
El dueño del departamento que alquilaban los Mandelstam vivía en el piso de arriba, y caminaba haciendo sentir sus pasos como para marcarles el estatuto de extraños, de extranjeros. Extranjeros del socialismo.
Origen: pongamos el sueño de vivir en un lugar lejano, sin que me controlen. Siempre tuve un atlas. Ahora estoy solo solísimo con mis desasosiegos cómicos, psicologizados por la vena interpretativa del mundo de mis amigos, solo solísimo en este circo. Así que recurro a mi cuaderno y anoto todos los días. Perdí el atlas. Tengo que comprarme uno. Siempre esa idea del Norte.
Inscripción en una pared de Villa Luro «Kardec: la única verdad.» La miro desde la ventana del café Roma. Estoy solo. Acaba de irse Ramiro, arpía susurrante que habla mal de todos, a espaldas de todos, y te quiere en la roña que se le pega al alma bella. Es un monigote del punto cruel que la va de malo en este paisaje de inquisidores.
Relecturas clandestinas: siempre. O leer trescientas páginas para ese retrato de Varlam Shalamov. Que será memorizado línea por línea. Hoy vi todas las montañas de mentiras. De los que no se aburren de mentirse.
No hay que decir nada de lo que se escribe, nada de nada. Ponerlo, solo eso. Mi vida aislada en Barracas estaba ahí. Salí del bar y subí al 163 y vuelvo. Otro encuentro que no valió la pena. Libro en el bolsillo. Todavía no llegué a la capital de la Kolyma. Bajo por Montes de Oca a paso lerdo y fantasma, hoy no quiero ir a ningún lado, y ahí donde voy siento el tironeo de las respuestas. Quiero seguir atrás de la columna, o lo más lejos posible o que no me detecte. En la calle Lima. un poco antes, me saluda un tipo al que no veía hace años, créase o no, se llama Julius, me había olvidado de su nombre, es orejudo y morocho de ojos verdes (un sueño de madre), nos abrazamos y le cuento que en primario fue él el que me introdujo en una historia de túneles que llegan al centro de la tierra, que me liberó de escribir en consigna, ni en provinciano, ni en porteño, ni escuchando las voces de la calle ni relatos ni cuentos ni novelas. Solo escribir. Se ríe mucho. Le digo que siempre me gustó su nombre y me dice que lo entiende. Es su mejor rareza y que comparte con algunos pocos. ¿Elegidos? Saltamos por el puente del tiempo y todo se encadena como hace años. Rebobinamos y sale el teatro del mundo avellaneda. Desde los libros. ¿Solo libros? Sí. Solo libros. Lo demás desaparece porque se escribe con tinta borrable.
Restos de quejas altisonantes seudo-escuchadas por gente altisonante del teatro sentimentaloide de la emoción. Todos esos transidos de la confesión y el murmullo nunca podrán sentir esas líneas de figuras que se arman en el aire, que salen de un libro y van a parar a otro libro. Infinitamente.
Me pongo a revisar al payaso literario que puedo llegar a ser si sigo por ese camino de escucharme el eco de mis ilusiones intactas. Un puesto en el perchero del gallinero poético no se le niega a nadie que haga los deberes.
Vuelvo a mi pieza pipa e´moco en Barracas y me siento en la mesa y tomo mate y mi amigo, el que vive en Paraná, me manda una carta en la que me habla sobre pavas para mate de pico fino y me enrosco en una respuesta larga y lo más clara posible.
Estaba ahí, instalado, un refugio. Sin argumentos de novela o relato. Solo con mi libreta, o bloc, o cuaderno. Salía al mundo cada tanto y tenía que franelear con tipos susceptibles. Era el precio del marroco. Tipos delicados, de lo cultural, los dejaba hablar, me creían virgen de la lectura, era la manera de tratarlos, el novelista era casi mi invención, una vanidad desatada, aburrido hasta el crimen, su viento de cola era el encanto, también usaba el término delicioso, las embrujaba, toques a otras lenguas,. Pronunciaciones cuidadas, estaba convencido de ser el único que leía. Cada tanto le señalaba a Luis Cardoso un supuesto error de traducción y Luis Cardoso le agradecía y le decía que en la próxima edición lo iba a corregir y nos dejaba en paz. Solo quería corregir y ese agradecimiento, era su chifladura. Su desahogo. Y nuestra generosidad.
Dejé tirado este cuaderno, una semana sin tocarlo, leí nueve horas diarias, y estuve sombrío todo el día de todos los días en mi ratonera sin salida. Trágico, triste, y me hubiera gustado ser narrativo, shamánico, otro aire, más sociable, más de esos que pagan una mesa, que son buscados, algo así. También lo solté a Gadda y eso es una perdición. Mi maestro en misantropía. Tendré que escribirme la lista de misántropos radicales. Lúgubres pensamientos, malditos. Pongo un disco de Ada Falcón y me pierdo y me quedo ahí y por hoy es todo lo que hago.
Cuaderno de Luis Cardoso. Yo no me quejo de no poder analizarme porque no tengo plata. Son los analistas los que se quejan de mí, porque no gano lo suficiente para sostener el «poema» de ellos. (Sábado 26 de marzo).
No puedo borrar algunas caras que me miran con ojos fijos en algún momento de la tarde. No tengo caras borradas, no tengo mate olvidado en algunas mañanas, no es memoria, no, es el trabajo del recuerdo que anda solo, que hace. Va a patitas. No es una polilla que se come la tela. No. Duele, eso sí. Flota como el chimango de mi infancia que iba dando vueltas arriba de mi cabeza, acanelado y rojizo franjas blancas en el pecho y que se posaba en esa rama del árbol del baldío y desde ahí miraba. Caras no borradas del no olvido.
Estoy atrancado y me cuido de la cosa pioja. Es una tentación. Es el amarretismo de la sequía. Carta. Me escribe mi amigo Ima desde Paraná, me cuenta que anda sacando grillos y arañas de los cajones. Escoba, franela amarilla y pala.
Por los huecos de lo que queda, de los olvidados, de la tristeza prohibida por la pedagogía, que no te deja llorar por la papuza perdida, por la esquina de los años legendarios, cada día de las leyendas renovadas, de las visitas lejanas, de otras palabras, de palabras que ni el caracol encapuchado recuerda y eso que él la va de no perder nada, meto en mi bolsa lo que necesito y salgo a la ciudad de Lola, la mía, me cuesta obedecerle al tiempo, a los idiotas que dan consejos de qué leer o no leer.
Cuaderno de Luis Cardoso. Leo una traducción y relampaguean dos palabras: taconeo e inquilinato. Teresita volvía tarde y antes de entrar al patio cerraba la cancel, muy despacio, y empezaba el taconeo hasta la última pieza, la que estaba al fondo del inquilinato. Taconeo de resonido hueco de las doce de la noche del otro lado de la pared medianera que nos dividía. Y estaba el pasado de comercios fundidos. La quimera de un poco más. (Viernes 31 de marzo).
Salía de mi pieza y dos cuadra y la avenida de las ocho de la mañana, esa fila de tranvías que ya iban a desaparecer, algún trolebús, colas de giles que trabajan, cobayos de la antropología urbana, yo entre ellos, todos ahí, ovejas de la mañana del empleo.
Soga con ropa húmeda colgada que espera el sol, al fondo, y otra soga con la ropa interior en el medio de la cocina.
Cuaderno de Luis Cardoso. Elia contó en algún lado ese comedor en Monte Grande donde almorzaban los viajantes de comercio. Carne al horno con papas los viernes, justo el día en que Elia hacía esa zona. Pendejo habitué en un comedor de rotosos, tipos agarrados a sus valijones de muestrarios. Manteles de hule muy limpios, sin migas del desayuno. ¿Cómo llegó ahí? ¿Cómo se animó a entrar, a sentarse a la mesa ovalada y saludar, y sostener un diálogo? Todavía tenía la lengua estrangulada. Creo que ese odio, resentimiento o herida, o desilusión conquistada le viene de esos trabajos sin defensa. Insiste en esta figura. Elia sale todos los días con una cita en el bolsillo. Talismanes para defenderse de la mala hierba ambiente, del mal de ojo, de los que no controlan el punto cruel, esa fina trama de maldades que destila el mundo.
Hoy, Gloria se va de ronda con unas amigas. Me quedo solo. Lectura y después cine club: Shadows. (Domingo 2 de abril)
Escena. Una octogenaria cena en un restaurante de Montevideo, sola solísima, copa de vino, agua con gas. Termina y una moza trae una torta chiquita con una vela en el medio, le canta el feliz cumpleaños, se suma todo le restaurante, la viejita apaga la vela. Todos, ella incluida, siguen en lo suyo.
No hay leyenda de inquilinato. Solo olor a patas y escupideras. Olores errantes de ajo a perejil y de estofado a salsa italiana. Cocinas traseras y baños al fondo. El clan de los yugoeslavos empieza a despertarse y hay radio y bostezo y ruido de tazas. Me vuelven los ruidos mañaneros de los sábados.
Madrugada es una de mis palabras. Y rincones de café uno de mis lugares. Y a esa hora, las tres de la mañana, solo hay tipos que chistan suave para llamar al mozo. Más café o más coñac. En una mesa estoy con Orlando y me cuenta la Avenida Patricios desde Parque Lezama a la calle California, tienda por tienda, bar por bar con todas las historias adentro, los pasajes más oscuros de cada familia, la leyenda de los que hicieron leyenda, de las reaparecidas de fugas intempestivas y las vergüenzas de las madres magaldi.
Ya pasé del lado de Barracas, ya salí, ya voy y vengo. Una parte del sueño hace su camino. Le digo que cada cita cuenta y no me cree, hace muecas, y las hace porque no vive ninguna lectura, lee siempre el mismo libro, hace años que no puede leer una novela, se lo cuento a Orlando que es un hombre del Libro y dice que sí, que no lo soporta, que es un atragantado de información. Seguimos ahí, solo café en esa hora de los borrachos. Por Avenida Corrientes ya hay mucho tráfico. En la esquina de Acuña de Figueroa la caravana se hace más larga. Se acelera todo, visto desde las tres de hace un rato. Todo camina hacia lo que retuerzo.
Orlando se metía en la reverberación de su pasado, se lo tragaba ahí sentado. Esta es una no-banda que pasa de la caminata a poner el culo en una silla de café. Le digo que hay que tratar de no desaparecer en esa luz del pasado, que me aterra. Y Orlando me agarra el brazo y me dice que no me asuste. Ya entran los empleados del desayunar. Y sigue hacia atrás, hacia cinco mil años. Y la luz es para la noche de los vagos como nosotros, y de las calles muy oscuras, callejuelas más que nada, todo se juega entre prender esa luz o no prenderla, esa es mi familia de tenderos, divididos entre alumbrar o no alumbrar. ¿Se entiende? Solo le digo que los burros ya no están. Me dice que soy un ignorante. Que no tengo imaginación. Que soy un angustiado que necesita definiciones o respuestas. Que curto mucho pedagogo disfrazado de poeta del lenguaje. Que me falta soledad. La que va en serio, no la que pide compañía, la de los menesterosos del reconocimiento. Y que los burros son eternamente activos.
Eternos poetas de Nancy que se rascaban la espalda entre ellos, y ni se enteraban del carbón que necesitaban, los de ahora siguen en ese rascarse, a base de petróleo y montañas de mentiras. Me voy por Suárez hasta la Boca, entro en el restaurante de Mingo, me busco una mesa en la ventana. Me saluda. Hablamos un poco, códigos de años. Hoy quiero comer solo. Me pido el menú: omelette con ensalada de radicheta, queso fresco y dulce de batata, soda de sifón Hoy me veo adentro de todas las ausencias, malditos días de no olvido, yo y los ruidos que escucho y las figuras que se rememorizan desde otras figuras. Y siento que casi todos olvidan los hechos necesarios y hago repulgue de fracaso, me lo guardo y oigo el ruido del agua que lava los platos y un cliente que entra y me saluda y contesto y después meto todo el silencio que puedo en mis oídos. Al fondo de la calle está ese rojo anaranjado del cielo. Hoy sin espera. Y ahí doblo por una esquina y retomo hacia Montes de Oca.
Temprano. Mate. Rosamonte fuerte. Presencia de calle vacía. Como todos los primero de año. Me gusta ese silencio. Lola duerme. Me huelo el fracaso crónico. Me lo huelo encima y en la cara que me devuelve el espejo. Me irritan los burgueses que hablan de fracaso, siempre es del artístico, y no escriben, solo leen a los tipos que les sirven para hablar. Cierro, y solo curto con los que están fuera de circulación.
No quejarse de los sordos. Tal vez no sean tan sordos. Están en otra. Y yo caigo con mis lecturas. Tal vez no les interese lo que decís. Les gusta otra cosa. Y ahí estás, patético de afecto. Y siento lo que pierdo. Como siento los cuadros que no vi ayer. Pero vi muchos. Pero lo que se pierde me hace señas de lejanía. Y llego a Pan Flauta y entro a desayunar. Café con leche y medialunas. El dueño llega con su perro y lo ata, como siempre, en la puerta. Me saluda y se sienta en la primera mesa. Es un perrazo hermoso. Escribí una página sobre la amabilidad alcahueta e interesada. Sobre tratar a gente que no tendría que haber tratado. Paro, estoy por entrar en en el combustible de la filosofía.
Cuaderno de Luis Cardoso. Los ruidos del riachuelo se oyen en sordina, zum zum zum del último remolcador – ¿quién lo lleva? – noche de otoño en Avellaneda – culo del mundo y culo del tiempo. (Viernes 14 de abril).
Vuelvo al café. Refugio del Vacío del Tiempo, ventana otra vez, solo por un rato, aquí estoy lejos del abismo, un rato, Raimundo me trae el café, doble esta noche, abro el diario, hojeo, universal reportaje, sigo de largo, sección deportes, me clavo ahí.
Es viernes santo y desaparecieron todos. Cada uno en su cueva o se fueron unos días. Lola llega en un rato. Tengo una novela de Balzac. Prima Bette. Sublime y anti-convencional, diga lo que diga la pereza surrealista y sus maestros almas flotantes del ocultismo.
¿Y si solo escribo lo que nadie lee?
Otra vez escucho mis ecos. La búsqueda de una buena reputación siempre entra por la ventana.
Cuaderno de Luis Cardoso. Lo dice casi al final del fragmento. Los viejos que aguantan, solo aguantan al margen del tiempo. Hoy estoy cagado en las patas. No anoté mi insomnio. Hace un amasijo con mis terrores. Insomnio de fijaciones. Tal vez busco una disciplina de autosuficiencia. Catálogo de tienda para traducir, hoy no tengo ganas. Estoy arrinconado. Mi vida de mantenido de Gloria. Me lo podría tomar con humor. Por ahora no. Todos los que tuvieron juventud cuentan su hazañas. (Viernes 8 de abril)
Gato pelirrojo juega con pelota de madera que terminó en un estante.
Carta de Celia a Gloria. «Mañana nublada. Cuánto hace que no anoto el color del cielo. Sólo anoto quejas. Escucho también a Ada Falcón, un disco de Leny Tristano y leo las entrevistas de Empty Phamtoms, me los prestó Elia. Leo como un picapedrero, diccionario a mano, busco todas las palabras. No hablo con nadie. Me cuido, ando angustiada y me pongo a hablar con el primero que venga y no paro. Entro fácil en el juego de la confesión. Gloria, hoy me quedo en casa. Celia.»
Y vive en los nombres de la cultura. Los lleva pegado a la suela de los zapatos.
Cuaderno de Luis Cardoso. Todos los proyectos de trabajo son aire. También tengo que cuidar lo que digo cuando voy a reuniones. Llevo mi malestar a cuestas y a veces lo dejo traslucir. No sé por qué voy a lugares donde hay tipos que posan de responsables. Me irritan, me resiento y salto como leche hervida. No soy fiel al lema: «Ahí donde lo tuyo nada vale, nada quieras.» Lo escribí mil veces aquí, y no pasa nada. Los Cuadernos son para masacrar, no para acordar. Se ve que las miserabilísimas ganas de no estar solo pueden más.
Dicho todo esto, Gloria tiene razón, soy un quejoso.
Lectura. Escribo. La mudanza se va armando. Agrego, en desorden. Viene un amigo. Lo voy a buscar a Retiro. Un alivio, ni sabe lo que hago. Ni pregunta. Da por supuesto que me mantiene Gloria y debe pensar que ese es el estado ideal. Si no hablo de mí, todo irá bien. Todos quieren hablar de ellos, incluido yo. Un tedio mayúsculo. Así que paseamos y charlamos.
Vuelvo a casa y sigo con la lectura de En el camino de Wigan Pier. Orwell dice algo concreto: los pobres huelen mal. Me digo a mí mismo: inquilinato una vez, inquilinato para siempre. Nunca tu pasado será ese diamante leyenda roña fiaca que caerá en manos de una vanguardia. Nos bañábamos una vez a la semana. Tacho de zinc gigante. Y siempre me quedó el miedo a oler mal. Tal vez eso me aleja de ese coloquio traductores de lo recontra-traducido. Firmo la tela contra la polilla que se la come. (Sábado 8 de abril)
Todos perdidos o perdidísimos en la vereda del café, un grupo de esquina que habla y mira al aire, o hacia Gloria que se quedó sentada, concentrada en su libro. ¿Hay un hartazgo de no-banda? ¿Nos creemos, cada uno de nosotros, un maestro de los que nos pasa? Están en círculo. La Celia lo mira a Orlando, hoy se lo come con los ojos tal como ayer ella se dejó comer por Gloria. Hay irrupción de miradas, desatino de cruces, no hasta el mordisco. En la raya del entrecruce, pero insisto en el casi. ¿Hoy, algo más que Celia en el centro del círculo, en la cabeza de Orlando y en los celos de Gloria desde más allá de la ventana abierta al calor del norte? Hay Lola y estoy yo. Lo que hay siempre, se quiera o no, es cambio de inflexiones, hay insistencia en no soltarse hasta que la cuerda se rompa. Hasta que uno se vaya, y después el otro, y al otro le siga cada otro. Porque hay un tiempo de hartazgo de celebración.
Anoto: la mentira de la celebración. Hoy estoy hundido en mis heridas. Las malditas. Pero no me decido a eremita. No, al revés. Voy con esos patéticos del saber y como con ellos, y me ablando, y les encuentro virtudes, y pago mi parte, y es un toco de ricos, y vuelvo más metido en el pozo. Y tendría que haberme quedado en casa, meterme en el bolsillo la lista de compras que me dejó Lola y hacerlas. Solo ese paso y los dejaste atrás, te fuiste de la generación, del qué leer, cómo vivir, mejor que el pataleo, o la ofensa, solo dejar atrás a toda esa manga de traidores de buenos modales con la poesía en la boca.
Te aburre mi trama, tediosa, te repugna físicamente mi marca en el orillo de una infancia que olía mal, inquilinato sin mito, hay otros escritores, te dicen cómo tenés que poner un adjetivo, cómo ser un populista precioso, están en oferta de lectura, ahí, al alcance de tu mano, en el pozo de piojos, te esperan, te enseñan a corregirte, te enseñan el camino de la adaptación, cómo llegar lo más rápido posible, cómo no arrepentirte, te ponen los postes indicadores, sin ángulos, no te perdés.
Ni dudas ni claridad ni pensar. Bajar por esta calle hasta que no destiña ese recuerdo. O no aceptar ese destiñe, rehacer el recuerdo o los remiendos, como sea, pero no soltarlo en la caminata patas que dan paso y un paso sigue al otro paso. Obstinación de rememoria. De cada esquinas y ángulo venía alguien de la noche, o alguien que se metía en el día, saludos o dos minutos de charla, pasa Orlando que baja para Avellaneda, camina con un desconocido, cara blanca entre nube colgada del cielo y luna llena que me mira desconfiado, saludo rápido y Orlando que asegura café nocturno. Hoy tengo una soledad libre. Otra esquina y me saluda la vieja reloca que cayó hace poco al barrio. En esta calle de otoño a primerísima hora de la mañana con todas las panaderías y cafés abiertos. Piso las hojas amarillas y quebradizas y no voy, no cuento nada, tampoco estoy perdido, no, estoy solo, así, no me reescribo el pasado, no lo busco.
Oigo oigo la punta del sol que murmura entre el río y las vigas del puente. Y a veces pasan en fila india las viejísimas piezas avellanedenses de mis amigos de infancia y creo que nunca me acercaré a esas ausencias.
Cuaderno de Luis Cardoso. Nota breve. Hoy no tengo ganas de hacer cuaderno. La máquina del cotorreo. Lo clásico. Todo el día en esa noria del chimento. El que cuenta la difamación se la cree. Cardenal de Retz básico. Elia reconcentra su cosa topo. (Sábado 15 de abril)
Cita: «Ejerzo mi derecho a leer un libro.»
Viejo amigo de Roque Juan. Un soltero extremo. En un café casi vacío empezó a mostrarme lo que quería decir exactamente cuando me explicaba la diferencia entre un zapateador y un bailarín de tangos, se levantó y dio tres vueltas en una baldosa y otras tres en la misma, y se sentó.
Franeleo de espectros contra resistencia de lector picapedrero. Casi en el abismo de la estúpida profundidad que es igual a la estúpida no profundidad. Le digo a Luis Cardoso que no lo traiga a la mesa, por lo que más quiera, grita, da clase, levanta una taza y empieza a hablar horas.
Todo se juega entre rico o semi rico y poligriyo. Seco o casi seco y tipos que pagan una mesa. Balde de zinc con rebarbas suena hueco y balde de bazar con terminación. No hay más. Y yo, mientras tanto, escribo otra novela que irá al vacío.
Paraíso del topo es clandestino e innegociable. Refugio del topo deber ser invulnerable y dirección desconocida. Ahí, de inventario a inventario, una semana entera sin ver a nadie tratando de no servirle al tiempo que te quieren organizar, ahí, en la madriguera de tu tiempo. Elia, hay un no acatamiento posible.
Todo distinto según ir y venir. Voy por una vereda y vengo por la otra. Salgo de la boca del subte en Santa Fe y Juan B. Justo y tuve dos visiones. De esa boca a Plaza Italia, la serie de negocios de la vereda derecha, café, ropa de caballeros, panadería, pizzería, café con apellido que olvidé, me robaron el alma por una taza de café con leche con una tarta de calabaza y unas hojas de lechuga mustias de verde hacia un amarillo otoño. Miro libros y vuelvo por la otra vereda hasta la entrada del subte, paredón largo, edificio público, casas de departamentos de otra época, infinito de las serie de calles laterales, años treinta en mi cabeza de novelas.
Cuaderno de Luis Cardoso. Leo su vida en ese libro subtitulado Perfil perdido. La idea de crear un bar en el que refugiarse me recuerda a la idea del grupo de los diez. Era una isla en ese analfabetismo generalizado. I Ch. termina aíslado. Sus últimos años son la rutina de la locura. Hoy compré el libro de Harpo Marx. (Domingo 16 de abril)
Escándalo de gorriones en la rama que da a mi ventana.
Hay épocas en que la mentira se acelera. Y entonces la verdad desparece de la ciudad. No queda ni una gota de verdad. Es una cita que rehago en mi cabeza y no sé de dónde la saqué. Hasta los traidores se vuelven un poco más falsos.
Luis Cardoso se queja de que su cuaderno es un cuaderno de rutinas y repeticiones. ¿Y qué otra cosa se puede escribir cuando uno hace cuaderno? Todavía tiene un respeto latente por las ideas. La zanahoria del mundo respetable de los artistas y profesores.
Acumulación de rechazos. Acumulación de ausencias. O de indiferencias. Ningún ruido de pasos, o más bien, ausencia de pasos en el patio de abajo, final de la tarde desde mi ventana, las sábanas de la dueña se secan en un rincón de la terraza, en ese mismo rincón donde estuvo el mono de Viento del Noroeste, no hubo suicidios ni tragedias amorosas en el barrio, solo algunas comadronas que se juntaron en la esquina de España y Australia, bolsa en la mano y pasaron revista acerca de usos y costumbres del vecindario. El interés cayó en los que trasnochan. Sean hombres o mujeres. Gotas de excremento chismosos que crearon un microclima. Casi les imploro perdón, les mendigo una felicitación. La comadre es una revelación repentina en una esquina de barrio o en Corrientes y Montevideo. Catinga. Círculo piojero de la mañana sin sol. El lenguaje es ordinario, siempre, a secas. Resignarse poetas. La melancolía, maldición originaria, se reubica siempre. Y está al alcance de cualquiera, incluso de los que llevan un vino Talacasto en el bolsillo.
El monigote francés empezaba a reinar en esos años.
Cerré los ojos y me puse a recomponer los flecos del pasado, hice otra vez una lista con todos mis fracasos, aburridísima, y agregué: no hay nadie en la otra punta de la mesa. Fin del melodrama de la interioridad. Apagué la luz y bajé la escalera.
No era un gato manchado. Era pelirrojo. Y yo vivía aterrado ante su posible escape. Imaginaba un salto por la ventana y que se fuera por la terraza. Y terminara en gato errático de la calle. Algún día le escribiré una página donde lo muestre ahí tirado, mirando hacia el sur. Ahora no puedo. No estoy metido en la regla, y eso es un alivio.
Celia era fatalmente chaqueña y Gloria más o menos porteña. Las dos sin declamaciones ni entusiasmo en su procedencia. Fin del teatro de la pertenencia. Y entrada en algo más fuerte que una identidad. Y las opiniones no cuentan. Releo una de mis novelas preferidas, tengo la costumbre de hacer copia, como si copiara un Lacámera en el Museo Quinquela Martín, y hoy descubro que el personaje es un no-lector tenaz. Decepción casi hasta la maldición originaria.
Cuaderno de Luis Cardoso. Cambio la yerba y caliento un poco el agua. Sigo con la segunda parte. Ahora busca su Paso del Noroeste. Estoy harto de la literatura inmunda de los virtuosos. Elia nunca más encontró a esos que abandonó, esa raza quedó atrás. Nunca admitirá que necesita ayuda, amigos, un oído que no aconseje, pero los necesita. (Jueves 20 de abril).
Uno de sus atributos no era el silencio, pero sí la vigilancia estrecha de todos los diarios y firmas que ahí hacían reseñas, se inclinaba hasta la punta de los zapatos, lo mejor era tenerlo lejos, tiña que se come el tapiz. Una coincidencia feliz fue no esperar nada recíprocamente uno del otro. Seguimos nuestro camino de despedida ininterrumpida.
En el patio de abajo se oyen ruidos, hay taconeo de regreso definitivo de la calle, ¿paseo? ¿mandado? ¿visitas?, ahora, pasos concentrados en la cocina. Paso insonoro a escalera, María sube para ver si estoy. Cada tanto hay acuerdo de merienda. Bajo en cinco minutos.
Hugo Savino, abril 2013
Ph / Alberto Greco, La mala letra, 1963
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