Entrevista a Carlo Emilio Gadda / Revista “Epoca”

La siguiente entrevista se publicó con el título “Destinazione Luna” en la revista milanesa Epoca en 1958. Los editores la presentaron de la siguiente manera: “El espacio interplanetario ya no es imposible de atravesar. Cualquiera de nosotros, hipotéticamente, podría llegar a la Luna en algún momento. ¿Con qué sentimientos nos alejaríamos de la Tierra? ¿Qué aspecto de la vida terrestre sería difícil de olvidar y cuál sería soslayable? Sobre este hipotético vuelo astronáutico hemos planteado un cuestionario a eminentes personalidades de la literatura, el arte, la política y la ciencia. Después de Cary Grant, William Holden, Ignazio Silone y T. S. Eliot, publicamos ahora la respuesta de Carlo Emilio Gadda, uno de nuestros mejores escritores”.

P: ¿Iría usted a la Luna? ¿Qué razones lo impulsarían a hacer el viaje interplanetario o a rechazarlo? A partir del conocimiento que tiene de usted mismo, ¿piensa que el viaje pondría a prueba sus nervios?

R: Francamente, no viajaría. El tiempo aventurero de mi vida se ha desgastado, el sacrificio del explorador celestial no me va, ya no me es posible. Creo, realmente, que el sistema circulatorio, los nervios expuestos, el cerebro aturdido por las explosiones, el ánimo consternado por la continua lectura del “mal” en el libro de la historia humana y de la crónica, creo que no se sobrepondrían al shock, quiero decir, a los impulsos de aceleración y desaceleración del cohete, del bólido que me secuestra por el camino del cielo, águila rapaz de un hirsuto, por méprise, en un momento de atolondramiento aguilesco. No, no resistiría al sobresalto, al estremecimiento, a la idea de tener que salir del geoide, así, de la nada, y con poquísimas probabilidades de volver a casa. En breve: no creo en un desembarco inminente de los terrícolas sobre la superficie de la Luna, y mucho menos en su posible rebote en el cielo, en un “retorno a la patria” (Heimkehr) de los descendientes espaciales de Ulises. Creo que Colombo y Magallanes y Vasco y Vespucci se afianzaron con sus sextantes y con sus astrolabios a la riesgosa aventura del “sé que voy, no sé si voy a volver”: riesgosa, seguro, pero siempre intentada en un ambiente físico medianamente conocido, parecido al que habían experimentado en sus casas. Y digo medianamente en el sentido de la probabilidad estadística: aire para respirar, agua para navegar, agua para beber, frutas para comer, mujeres que “cortejar”, presión atmosférica y tábanos más o menos iguales. More or less. En la Luna, uno no sabe qué va a encontrarse. Ni siquiera el inglés, el duque Astolfo, que anduvo por ahí, según el testimonio del poeta, ni siquiera él sabía. Anduvo con el caballo alado, el hipogrifo, después de haber encontrado al evangelista de Éfeso, el que vuelve para hablar en el paraíso terrestre, en la cima de la montaña del purgatorio. Fue hasta la Luna sin saberlo y de a ratos sin creerlo: fue por “voluntad divina”. El poeta estense, en ese grotesco surreal y un poco falso que es el canto 34, se preocupa de las condiciones físicas del viaje Tierra-Luna, y mima a su duque como puede, con los ananás más exquisitos del Edén. Tratándose de un problema físico no real sino surreal, es decir enrevesado-endecasílabo, el bravo Ludovico no escatima ni en comida ni en alojamiento.

Los santos acogieron cortésmente 

y dieron una estancia al caballero;

en otra dispusieron al caballo

con excelente y abundante pienso.

Fruta del paraíso le ofrecieron,

de tan rico sabor…

De un sabor tal que a nuestros primeros padres, es decir, a nuestros progenitores Adán y Eva, se les tuvo que dar más que un atenuante, genérico y específico, para que se vieran tentados con el gusto.

El evangelista ilumina y catequiza al duque y lo lleva hasta la Luna, donde le muestra todo un bric-à-brac de símbolos más o menos estrafalarios: objetos-símbolos de los actos y los sentimientos pecaminosos del género humano. Ciertos frascos, parecidos a las botellas de Chianti, contienen el cerebro (el “juicio”, dice el poeta) de los hombres que lo perdieron en la Tierra pero lo tienen todavía en la Luna. El duque destapa el frasco donde está contenido lo que faltaba del suyo: acerca el frasco hasta su nariz y lo levanta, recuperando el restante de un solo golpe. Y lleva de vuelta a la Tierra aquel otro frasco, casi una damajuana que contiene esta vez todo el cerebro desatornillado de Orlando a causa del amor que sentía por Angélica, que se había ido a la cama, por su parte, con el joven Medoro. ¿Se acuerdan? “Esa angélica, respondió don Quijote, señor cura, fué una doncella distraída, andariega, y algo antojadiza…”. Un poco vaga, un poco loca, al parecer y al gusto severo de don Quijote: “Despreció mil señores, mil valientes, y mil discretos, y contentóse con un pagecillo barbilucio”. El duque trae de vuelta a la tierra la damajuana con el cerebro de Orlando, se lo hace aspirar por la nariz y lo sana: para la salvación del Sacro Imperio Romano y del rey Carlo…

P: Si tuviera que establecerse definitivamente en la Luna, ¿qué aspecto de la civilización terrestre permanecería más fresco en su memoria y estimularía la nostalgia? ¿Cuál, por el contrario, abandonaría sin remordimientos?

R: Recordaría con tristeza sincera el aspecto físico de la Tierra, de los campos trabajados, de las selvas, de las aguas, de los diques, de los canales, de los puentes y las calles, y de los puertos y de los muelles y de los faros, albergando en el corazón la idea de todos los bienes obtenidos, de todos los propósitos razonables y actos con los que la sociedad humana ha podido tal vez asistir mi existencia desesperada. No extrañaría cierta arquitectura, pintura y música demasiado superiores a mis facultades para entenderlas y apreciarlas plenamente.

P: Si existiera un planeta sobre el cual la vida, a causa de condiciones particularmente favorables para el organismo humano, pudiera extenderse otros 300 años, ¿iría a habitarlo?

R: Diría que no: excepto, tal vez, en el caso poco probable que el planeta del que usted me habla girara en torno a los cielos de otra humanidad, no mucho más rara que esta.

P: Si supiera que no podría volver a la Tierra, ¿qué libro se llevaría y por qué?

R: Un libro que me ayudara a alejarme de las imágenes preconcebidas, de las frases prefabricadas, de los deberes y de las obligaciones de los rituales del comportamiento que resultan carentes de sentido. Tal vez el así llamado “canon” de Shakespeare. Porque me transmite el metro o la medida de la distancia que hay entre la poesía y el aburrimiento.

P: Si le propusieran hacer el viaje sin retorno en compañía de un amigo, ¿a quién elegiría y por qué?

R: Elegiría a un rubio amigo de sexo femenino, vale decir una amiga rubia: que hablara florentino, o por lo menos castellano, y se pareciera bastante a las amigas del Foscolo: y tuviera las maneras y las aptitudes de una enfermera de moribundos, como la Angélica antes rememorada y loada: además de vestuarista, de cazadora, de cetrera, de recolectora y de amable cocinera. Y a sus padres, porque son gente notable.

Gadda, Carlo Emilio / “Per favore, mi lasci nell’ombra”. Interviste 1950-1972. Adelphi, Milán, 1993.

Traducción: Nicolás Caresano