Cartas no enviadas / Jorge Quiroga

Las cartas que no se envían

no quedan para nadie,

con el correr del tiempo

su ortografía es ilegible.

ACUMULAN PALABRAS OLVIDADAS

dirigidas a seres que,

no vemos más;

Y sin embargo alguna vez

se interesaron en todo.

Por entre los limites de esas cartas,

pasaron hombres y mujeres

de los que no se recuerdan

ninguna señal porque

imprevistamente siguen.

No están aquí y habitan en un

terreno

al que se puede llegar

pero que es un camino

inestable.

Cerca del mar

tiran la línea

donde se juntan

las grutas de luz

que se balancean en el fondo.

Tras el agua

espuma que va esparcida

ondas y burbujas

que llegan pausadamente

a la playa mojada.

Entre las arenas que brillan

las construcciones en el horizonte

anillos en la siesta otoñal.

No están escritas

y remiten al pasado

la letra en aquellas cartas

es irreconocible

nunca cumplieron

a quienes estaban dirigidas

y quedan para siempre olvidadas.

Únicamente un hombre que habla

puede detenerse y buscar

alguna decisión

que hubiera cambiado

lo vivido.

Casi llegamos

nos sentamos donde siempre

y contentos los dos conversamos

sin descanso

todas la tardes.

Se detenían junto a la baranda

mirando la casa

esperando el fin

un movimiento que se producía allá.

Fue durante muchos años

pero no iba a cambiar

y la angustia lo marea

(estuve para que las cosas

puedan suceder de otro modo)

aunque me estaba engañando

entonces envolví

a la soledad de mi cuarto.

Borroneadas con manchas de tinta,

gotas negras derramadas sobre el papel

escritas con manos temblorosas

que se extinguen.

Lo que no está desguardado

no existe, el viento no trae penurias

en este banco de cemento

recorre aquel tiempo

que ya no espera nada,

y ya no se soporta.

Los hechos de cada día continuaban

mientras el río arrastra.

Ya no murmuramos a su lado

(hubo una carta extraviada

que no leyó

que llega a aturdir)

Las habitaciones que frecuenta

son lugares que permanecen,

caen en un vacio

(la pieza al fresco,

la ventana abierta

las ramas del árbol entran

y la avenida disminuye su ritmo)

el transito no corre en la esquina.

Todo se mantiene en un plano oscuro

fijo.

Los minutos son horas

va despacio entre la muchedumbre

no lo acompañan

(volvió una y otra vez

se muda,

el barrio, la fragilidad).

El muñeco

Ella se levanta muy temprano en la mañana, canturreando se perdía en el fondo de la casa. La Santa Rita creía como una enredadera en la pares, llegando al final del sendero de lajas y piedras. Se interrumpe por la medianera. La construyo un vecino que se oculta, entre los helechos. Luego con un balde regaba las plantas que se desbordaban de las masetas.

El leía el diario sentado en la humedad de terreno iluminado por un sol, tan blanco y enceguecedor que hería sus ojos con un resplandor, y volvía visible el rostro.

A veces la mujer lo afeitaba y la espuma cubría casi enteramente la mejilla. Leía en voz alta las noticias, sin que nadie lo oyera. Entonces ella entraba al cuarto en penumbras, le cambiaba de ropa la muñeco descascarado que yacía sobre el almohadón en la cama.

El viejo se reía como si hubiera descubierto algo enigmático, pero evidente. La mujer con una sonrisa asentía, y festejaba las ocurrencias, aunque no le respondía.

El muñeco permanece en la sombra como un ser vivo y quieto.

Ella se paraliza, todas las mañanas desplegando la escena.

El viejo lo trajo de sus viajes o de algún barco, y ahí quedo acostado en el sofá, con sus piernas escamadas.

En cada recuerdo vuelve.

Frente a frente

lo que se olvida

(donde recién se reconoce)

los que siempre lo acompañan

aún están.

Los hechos sin reconstruir

se asimilan entre si.

Todo esta envuelto

en una sensación de dicha.

Los pequeños desmayos

en la noche.

Aunque el día este obligado a continuar.

Lejos permanecen los sueños,

se fue y lo siguieron

una mañana soleada

en el rincón

con ausentes

se reunieron en el bar,

y de pronto se callan.

En esta ciudad,

recluido,

viaja a la casa de un amigo.

Es una aventura,

si el ómnibus deja cerca

nos conviene; muchas veces uno desiste

y termina olvidándose,

pero se termina

maldiciendo el peso de unos bolsos enormes.

Llego hasta una esquina donde hay una parada de micros de larga distancia.

Esperando no dudamos de nada, soy de los primeros en empacar.

Mi compañero de trabajo, que viene del pueblo cercano,

me da conversación.

Es un tipo especial. Festejan mi llegada,

charlamos y reímos. El domingo una vez apareció

llegando a Piracicaba. Los vecinos nos ayudan

tengo continuamente la idea que voy a volver

y esa noche duermo en la terminal.

Se reclina al borde del cordón

o el agua cae en los extremos.

Los ríos recogen a los restos

que se acumulan

el cielo iluminado cerraba con destellos

al surco que llegaba a ver en el medio

de la noche. Se estremeció hasta el cansancio

entonces las voces se oyeron

y caminan juntos

parecían unirse

No hacia falta ninguna señal.

El adiós y la despedida.

Después

los papeles extraviados

ahora están ocultos

como países borrosos

que surgen

de la ciudad hostil

(la vida donde todo fue muy rápido)

hoy se puede decir

que volveré a ver

es lo único.

Mientras la suerte no alcanza.

Los países

las mujeres

los días

(el mar golpeaba las entradas

de los túneles las cuevas

de cielo abierto)

atraviesan la noche

señales intermitentes

o reflejos que el tiempo asienta.

En la multitud

los signos de cansancio,

las costas y las orillas.

La casa junto al río

que pasa dejando un fragor

atenuado por la oscuridad,

desde la habitación

y desde la cocina.

Por su ventana

se pueden ver las hojas de los arboles

y la maleza que rodea

en un arco de luz

del reflector

y el pasto mojado

cerca del pasillo.

El viento cierra las puertas

y el aire es raro

y se quiebra entre las piedras blancas.

El hombre se toma la cabeza

y piensa

las ultimas palabras

preguntan

antes

la ciudad crece,

los rostros de las tierras subterráneas

aturdiendo la calma.

Nadie puede ser.

El péndulo señala las horas

nos despierta durante la siesta

en aquel departamento

antiguo y blanco de la esquina.

Las escaleras en pendiente

(por donde subimos continúan hasta la plaza)

Nuestra casa sigue ahí

entre la muchedumbre.

El clima destemplado

del final de primavera

(a veces frío

a veces cálido

o con nubes que trae lluvia

se precipita)

Rumbo al puerto

cerca de la playa

revolotea una gaviota

se eleva en el cielo

por la costanera

andan transeúntes

que se apuran

en el horizonte

un barco pasa.

Corre de un lugar a otro

sus manos se alzan

hasta las cintas de luz

ella quieta, lo espera

cuando detrás de la puerta

en el umbral

los pasajeros

se mueven y se renuevan

las calles estrechas

en la oscuridad de la noche

tiemblan

a donde una vez

los seres que lo abandonan

son olvidados.

El encuentro de los amantes

(en sitios brumosos)

el paseo arbolado

sobre los tejados del pueblo

como si estuvieran suspendidos

en el aire limpio.

Ellos agonizan

unidos en silencio

mientras atardece.

La brisa y el viento,

cruzan el mar.

Sentados a la mesa del café

la gente oscura y ociosa

esta al borde del mediodía

beben vasos rojizos.

El cielo ausente

mientras llovizna y sale el sol

al mismo tiempo volvemos

caminando lentamente

por la galería

hasta llegar al frente

me aguardan

y ponen su palma en mi hombro.

Una imagen como en la fotografía.

El mar se abre

y el agua toca las piedras

el ultimo soplo se difunde

en este banco de madera

nos detenemos a descansar

una luz cálida en los cuerpos

era el viento en la plaza

los pájaros ahuyentaban la lluvia

que caía sobre el asfalto

mira a los vecinos

y le parecen extraños

las torcazas aletean

cuelgan del techo sogas

mascaras y chucherías

(la pipa humea entre los labios).

Jorge Quiroga

Ph / Michael Kenna / Muelles de Sadakichi, Otaru, Hokkaido, Japón, 2012