Ciudades, aeropuertos, rostros / Florencia Ferre

Subo al avión, me acomodo en un asiento –incómodo– y dos mujeres se sientan a mi lado. Una declara no saber una palabra de otra lengua que no sea español y me pregunta adónde viajo, qué voy a hacer, ¿sé otras lenguas? ¿cómo me las arreglo? Dice que va a tomar el viaje como un ejercicio de silencio.
Me quedo dormida, mal dormida, me muevo. Pienso que compartimos la indeseable intimidad de mostrar nuestras caras de recién despiertas, de recién dormidas, el aliento rancio, el pelo aplastado por el sueño, la cara de cansancio.

Después, intercambian asientos y la otra, menuda y menos habladora, me cuenta que son profesoras de educación física recién jubiladas, y que decidieron empezar a viajar.

Cambio de avión. Ahora, un señor muy atractivo me habla en francés con los juicios implacables de los franceses. Adora París, adora su lengua, dice, detesta el inglés aunque lo habla, trabaja en cultura, lee tres diarios en las dos horas que dura el viaje, El País, Le Monde, The New York Times, en ese orden. Interesado por todo. Dice que los franceses son colectivamente depresivos. Aclara: si usted le pregunta a un francés cómo va todo, él va a contestar que a él le va bien, pero que la situación está muy muy mal.

Llego, de nuevo tengo que ubicarme, entender las indicaciones de quienes viven en una ciudad con pasajes, pasadizos, calles laterales a los parques, atajos y hoteles en jardines. Y me enoja, sin embargo, no encontrar lo que busco inmediatamente. Quiero sentirme parte de esta ciudad calma, conocida y reconocible. No sé cómo confesar que me hace muy feliz. Aunque esté sola aquí.
Podemos establecer una relación con los lugares, donde las personas son una parte pero no todo el vínculo amoroso. Tendré que pensarlo más.
Sí, hay personas que son amigas y son queridas y de quienes he aprendido mucho en esta ciudad. Pero no son las personas en particular, o no es una persona en particular, sino la ciudad, el lugar, el paisaje, el sonido de los cuervos (¿vrana o kavka? Siva vrana je zaščita v Sloveniji, me dicen, el cuervo gris está protegido en Eslovenia; čisto črna in večja je vrana, el que es totalmente negro y más grande es el cuervo; kavka pa ima siva krila ali truplo sivo, el grajillo tiene alas grises o el cuerpo gris.) Tendré que pensarlo más.
Tal vez son las calles y los parques y las plazas, los sitios conocidos y pulidos por un orden apacible, limpio, una forma de caminar, de comportarse, de disponer de la basura sin mostrarla, sin dejarla volando por la calle.
Tal vez se trata del reconocimiento de volver a sitios conocidos, como la Galería Nacional, museo nacional de arte. A esta hora no hay nadie, y suena Haydn en el café aquí adentro. Están limpiando los pisos, el museo todavía está cerrado.

Sí, tal vez es la comprobación de que existe un lugar donde la gente puede tener más de un oficio y no queda cristalizada en uno. Actores novelistas, dramaturgos alpinistas, esquiadores políticos, poetas médicos son tan conocidos por una actividad como por otra.

No, no es sólo esta ciudad; son también otras, donde la vida se desarrolla más o menos independientemente de esta capital, que no se parece a las grandes capitales que eclipsan el resto de muchos países.
Oigo hablar en otra lengua, entiendo; a veces, no. Hoy por primera vez prefiero no hablar demasiado con la gente del lugar. Amables, grandes anfitriones, los eslovenos siempre tienen una palabra de interés por el otro. Hoy no quiero contar de dónde vengo ni por qué hablo esloveno si no tengo raíces eslovenas. Cómo es posible. Por qué se me ocurrió estudiar una lengua tan difícil, dicen. Y subrayan tan difícil. Y si conozco a fulano o a mengano en Argentina. Sí, claro que lo conozco. Sí, claro estuve con ella hace unos meses cuando fue. El mundo es muy pequeño cuando no somos turistas.

Aquí adentro no hay nadie. Afuera, dos mesas con diez y dos personas a su alrededor. Disfrutando del verano y el aire fresco de la mañana. Yo estoy en la última mesa del fondo del hall de entrada del museo, donde también está el bar, la kavarna. Y el aire está cargado de silencio, el silencio de las cosas antes de empezar. Es como si los objetos y los materiales, los vidrios y las vigas de hierro, los sillones y la máquina de café, y las personas, estuvieran esperando la llegada de los visitantes y del bullicio de la calle.
Se oyen movimientos de las paredes, las cortinas, los muebles; se oye la masa de aire reposada y a punto de arremolinarse cuando se abra la puerta de entrada. Y el sol no se arredra frente a las nubes azules que vienen de las montañas y hacen más verde el verde de los árboles.
Sí, ya cambió la luz, los sonidos, el movimiento. Son las 9 y 5.
El grupo de diez jóvenes en la explanada del museo se mueve más animado, uno se toca el pelo, otra gesticula, otra tiene los brazos cruzados por detrás de la cabeza. Hablan más vivaces que hace unos minutos. Cambia la música. Jazz.
No, lounge. Chill out. Qué es qué.

Pago el café con leche. Tal vez para no olvidar de dónde vengo, tengo en la billetera euros y pesos argentinos. Esos pesos que no voy a usar en un buen tiempo y bien podría poner en otro lado. Pero no, cada vez que abro la billetera veo esos otros billetes, una moneda que aquí no es de cambio.

Ahora va a ser más fácil, dice la coordinadora del taller. Pasamos de un poeta modernista que explica su poética a través de la mecánica cuántica a una escritora de literatura para niños y jóvenes. Vamos a trabajar sobre un relato de una nena gitana en una escuela.
La autora dice que tenía desde siempre una relación romántica con la idea de los gitanos, aunque incluso su madre –no eslovena–, decía cuando chica portate bien o te van a llevar los gitanos. Y dice que aprendió que las cosas son más complicadas. De todos modos muestra ése y otros libros en los que relata cómo viven los niños del mundo entero y está muy orgullosa de la reacción de los chicos de las escuelas eslovenas cuando ella cuenta que a este niño negro de la tapa del libro no lo cuida su mamá o su papá sino todo, todo el pueblo, y cuando después dice que se embadurna la cara con barro y también el pelo para ahuyentar los insectos. Ahora sí los chicos eslovenos ya no hacen muecas de asco por el barro en la cara sino que respetan más a ese niño al que cuida toda la aldea. Qué románticos los pueblos exóticos que viven de otro modo y lejos lejos de acá. La autora también cuenta que ella misma vio y vivió tiempos en que a los niños rom en las escuelas los cambiaban y lavaban al llegar, y a la hora de salir les volvían a poner sus ropas sucias. Para que no desentonaran con el resto, para que no insultaran a los otros niños o fueran discriminados por ellos… De donde vengo resulta de lo más normal que las maestras cambien y laven a los chicos en la escuela, aunque está prohibido tocarlos; y nada de cambiarlos de nuevo al salir; la ropa que se les pone se les deja y sale de entre las prendas olvidadas o desechadas por las familias de las mismas maestras. Y es de lo más normal tener vecinos enfrente que son «okupas», con una hija de quince que va por el segundo embarazo, un hijo de 18 que ya entró dos veces y lo largaron, con un yerno que de tanto en tanto le rompe toda la casa. Y es de lo más normal que te corten el alambre del cerco y no digas nada. La autora de libros para niños dice que los chicos gitanos van a la escuela y están a tientas porque todos son analfabetos; lo serán en la lengua oficial, ¿lo son también en la propia?

La hospitalidad eslovena indica que kadar pride eden od potovanja je žejen in lačen, cada vez que se llega de viaje se tiene hambre y sed. Y ofrecen comida y bebida al recién llegado. Yo, en cambio, estoy sucia y cansada y lo único que quiero es bañarme y dormir.

Me gusta la viajera Alma Karlin, que dio la vuelta al mundo con una valijita de cuero y aprendió once lenguas. Yo cambio de casa todo el tiempo y creo que busco volver a aquella primera casa de infancia que fue mi único hogar.

Čitalnica quiere decir en esloveno sala de lectura. Estoy en la más bella que haya visto en muchos años. Las arañas de cobre, bronce; las patas de las mesas, de mármol. Todo es perfecto. No se habla, se lee, se escribe. En el primer piso que balconea sobre la sala hay colecciones en tapa dura del mismo color.
Cuando estaba en la escuela secundaria me llevaron a conocer la maravillosa sala de lectura de la biblioteca de la universidad. En La Plata. Una calma parecida, pero oscura y funesta, invadía ese espacio donde pensaba entonces que iba a pasar los siguientes cinco o seis años de mi vida. Después, con el tiempo, extrañé siempre esa sala de lectura adonde jamás fui a leer ni a estudiar.
Es como la casa de infancia, en la que viví hasta los diez años. Nos mudamos a otra, la nueva casa, cuando yo tenía esa edad, pero jamás fue mía.
En cambio aquella, con sus dos granados, con la veredita de baldosas en damero, rojas pálidas unas y amarillentas otras, con la parra y el tanque de agua en lo alto, con todos esos jazmines y rosales y los viejos mandarinos que ya no daban mandarinas. Y limoneros… Esa era mi casa. Una rabia profunda y perenne me quedó cuando dejamos al gato que nadie sabía que era mío en la familia. O se hacían los que no sabían.
El gato que un tiempo después vi en esa misma casa, adonde se mudó mi tía y su familia, magullado y deformado por quién sabe qué enfermedad o riña. Mi padre volvió a negar, dijo que no era el mismo gato.
Todo lo que yo quería se fue destruyendo en poco tiempo.
Con los años, aquella casa se vendió y los nuevos dueños la volvieron una casa ordinaria, sin sus ventanales italianos de vidrios de fantasía, con nuevas ventanas sin celosías y cortinas externas de tablitas de madera: me puse a llorar cuando las vi. Ahí estaba mi casa de techos altos vuelta una casa de dos plantas. Qué habrá sido de su sótano, de sus galpones llenos de cosas arrumbadas, trastos, ratones, fierros oxidados, de la curiosa ventanita en la medianera del fondo que daba a un galpón donde nunca se oía a nadie.
Y de pronto me encontré arañando los objetos, las casas, los lugares perdidos, encarnados en nuevos departamentos derruidos que yo volvía habitables, y que tenían algún rasgo de aquella vieja casa que jamás pude reemplazar.
Tenían que ser casas viejas, desechadas por muchos, y yo trabajosamente emprendía la reparación imposible, siempre imperfecta.
Entonces, aquella destrucción parecía pedirme reparar, restituir, conservar, aunque seguí desechando y volviendo a intentar recuperar el azarero y los cedros azules bajo los que mi hermana jugaba con la tierra donde nunca crecía el pasto.

En el aeropuerto de Nápoles cierran entre la una y las tres y media (por altoparlantes dicen entre las once y media y las tres y media). No lo sabíamos. Camino afuera, encuentro una publicidad «nun sapé tené tre cicere mmucca». La publicidad alienta a correr el boca a boca sobre las bondades de no sé qué empresa, elogiando la riqueza de la lingua napoletana. Sucios, cansados, excluidos del ámbito que nos permite pensarnos como viajeros, somos dos (somos más, unos cuantos más) personas despojadas de su condición, sentados en el cordón de la vereda, aferrados a nuestro equipaje, mendigando un lugar detrás de las puertas vidriadas donde los empleados limpian la mugre que los pasajeros dejamos durante el día.
Los que llegan al aeropuerto frescos y descansados se encuentran también con la ingrata noticia. Pensé (tal vez varios pensamos), que los aeropuertos estaban siempre abiertos, como los árboles de navidad de plástico. Todos los pasajeros en algún momento, en un largo momento, usan sus teléfonos celulares. Dos chicas orientales acomodan prolijamente sus valijas rígidas delante de ellas y ponen su tablet delante; se calzan los auriculares y emiten unas risitas cómplices mientras miran la pantalla. Un muchacho me pregunta en inglés a qué hora abren e insiste en hablar inglés aún cuando le pregunto qué lengua habla. Evidentemente el inglés no es su lengua natal.
Aburridos, sin saber muy bien qué hacer o hasta cuándo esperar, intentamos obviar la presencia militar de tres hombres armados y vestidos con prendas camufladas, que se pasean frente a nosotros y vuelven a detenerse junto al vehículo militar (parece un jeep). A uno evidentemente no le gusta mi actitud y viene por detrás a mirar qué hago; se detiene junto a mí y mira la pantalla de las chicas coreanas. El señor italiano espera optimista en la puerta del aeropuerto. No sabe que falta al menos una hora más para que abran. Los muchachos con sus boinas negras conversan abrazados a sus armas y sus intercomunicadores. Se aburren. Se acercan a conversar con uno que otro pasajero.

Hoy cumple años mi hermana. Estoy en una pequeña ciudad medieval. Casi al final del viaje. Intercambiamos ideas acerca de si ir a las ruinas arqueológicas, antiguo templo dedicado a Mitra. En bicicleta. A pie. Por el puente. O en auto. Hay algunos poetas en el festival que hablan esta lengua. Pero no conversé con ellos. Estoy encerrada en mi lengua. Hablo en otra y cuando me distraigo aparece. Asoma algún adverbio, o conector.
Veo un desfile de poetas desconcertados por las canciones de un coro de señores, una cantante lírica que canta desde un balcón al paso de la comitiva, una banda que encabeza el cortejo, algunos vestidos con atuendos medievales. Estoy en Ptuj.

En algún lado dejé el espejo que dice que nada pasó, que lo que ocurrió no es pasado y está ocurriendo o pasó antes de pasar. Y pasará. Es apenas una sensación cinematográfica de un zoom a un vestidito de infancia, blanco con bordados rojos. O al momento y el lugar y el olor de la sangre cuando ocurrió una tragedia muy cercana a mi vida.
¿Y si aquel año hubiera quedado entonces por fin embarazada? Habría nacido nueve meses después… o sea, si todo fue a fin de octubre (¿o fue a comienzos de octubre?) habría nacido en julio o en agosto. Ahora tendría quince años.
¿Sería una niña? Sí, no creo que fuera varón. Pero no puedo reconocer su rostro.

En esta ciudad canturreamos con Stanko Klinar, el papá de Meta, Gor čez izero, y acá Branka Jesenovec, la mamá de Mojca, me contó sobre su infancia en Kočevje. Aquellos de quienes pensamos que no tienen nada que ver con nosotros, aquellos a quienes creemos que solo conocimos fugazmente, aquellos que están en los bordes de las fotografías. Sus nombres van lavándose en los ríos. Pero nos olvidamos menos y menos. Y más vivo es el recuerdo. Y si nos gritan olvidame, olvidame, escuchamos nomeolvides.

Eslovenia, Italia, 2017

Argentina, 2023