Los envites actuales de la democracia / Cornelius Castoriadis

(…) Las constituciones modernas comienzan con declaraciones de los derechos cuya primera frase es o un credo teológico, o una analogía: “La Naturaleza ha ordenado que…”, o “Dios ha ordenado que…”, o “Nosotros creemos que los hombres han nacido iguales”, siendo esta última aserción falsa, además: la igualdad es una creación de los hombres que actúan políticamente. Por comparación, las leyes atenienses contienen un elemento de una profundidad insuperable: siempre comienzan diciendo: “Edoxe tè boulè kai tô dèmô”: “Pareció bueno, ha sido la opinión bien sopesada del Consejo y del pueblo que… “, luego sigue el texto de la ley. Esta edoxe es fantástica, en verdad es la piedra angular de la democracia. No tenemos ciencia de lo que es bueno para la humanidad, y jamás la tendremos. Si hubiese una, no sería la democracia lo que tendríamos que buscar, sino la tiranía de aquél que poseyera esta ciencia. Trataríamos de encontrarlo para decirle: “Bueno, tú vas a gobernar puesto que posees la ciencia política”. Es, además, lo que dice explícitamente Platón y muchos otros; y lo que decían también los aduladores de Stalin: “Dado que tú conoces la historia, la economía, la música, la lingüística… ¡Y que viva el secretario general!”.  Los atenienses, por su parte, decían: “es la opinión bien sopesada del Consejo y del pueblo que decreta esto…” Esto quiere decir que la democracia es el reino de la doxa, es decir, de la opinión bien considerada, de esta facultad que tenemos de formarnos una opinión sobre asuntos que escapan a los razonamientos geométricos.

Tomemos por ejemplo la cuestión de saber a qué edad debe otorgarse el derecho de voto a los ciudadanos y a las ciudadanas. ¿Hay una ciencia que pueda dar una respuesta? ¿Esta ciencia misma es concebible? No, por supuesto. A partir del momento en que una sociedad se plantea esta pregunta, la respuesta supone una elección. Y esto, cualquiera sea el régimen político, incluso bajo la “dictadura del proletariado”: ¿quién es proletario?, ¿y a qué edad lo es? ¿Hay que y alcanza con ser explotado para tener voz en el cabildo? El punto esencial es que en democracia no tenemos una ciencia de la cosa política y del bien común, tenemos las opiniones de la gente; estas opiniones se confrontan, se discuten, se argumentan, y luego, finalmente, el pueblo, la colectividad se determina y zanja con su voto. Esto, entonces, en cuanto al proceso de interrogación, de cuestionamiento establecido por la democracia. Que no es un cuestionamiento en el aire: nosotros sabemos que el pueblo decide, antes bien, incluso, nosotros queremos que el pueblo decida. Y sabemos o deberíamos saber que lo que el pueblo ha decidido no es forzosamente la última verdad, que puede equivocarse, pero que no hay otro recurso. Nunca podrá salvarse al pueblo contra sí mismo, sólo es posible darle los medios institucionales para corregirse a sí mismo si se ha equivocado, para volver atrás si se ha tomado una decisión errónea, o para modificar una ley si ésta es mala. Hay, de entrada, autoconstitución del cuerpo político, sin ayuda de ninguna ciencia. Nosotros mismos debemos trazar y fijar los límites, y nuestra decisión no será demostrable ni científica ni matemáticamente. Se dirá entonces, al menos eso espero, que participan de la colectividad política todos aquellos que viven habitualmente en el territorio y están involucrados por lo que ocurre en él. Esto puede parecer evidente, pero no lo es en absoluto en las legislaciones existentes, donde sólo los “nacionales” del Estado considerado participan en el voto (en América la naturalización es relativamente fácil, pero no en Europa). Deberíamos decir entonces “aquellos que participan en la vida de la colectividad”. E incluso, para determinar a estos últimos, los criterios elegidos serán forzosamente un poco arbitrarios. No diremos –eso pienso- que un japonés o un francés que hace escala en Montréal un día de elecciones puede ir a votar. No si permanece tres horas. Pero, ¿si se queda tres semanas, si alquila un apartamento? Lo que quiero señalar con estos ejemplos que quizás son menores, es esta necesidad de autoposición, de autoconstitución de la colectividad política, que ha sido olvidada en toda la retórica teológico-filosófica de los dos últimos siglos. ¿Qué filosofía podrá decirnos alguna vez a partir de qué edad, de cuánto tiempo de residencia todos los derechos del hombre se vuelven automáticamente válidos? Pero también podemos ahondar la autodefinición de la colectividad con respecto a la definición del pueblo, del poder y de la participación igual de todos en este poder. Una sociedad democrática, cualquiera sea su tamaño, está siempre formada por una pluralidad de individuos cuya totalidad participa en el poder en la medida en que cada uno tiene, tanto como los demás, la posibilidad efectiva de influir en lo que ocurre. Lo que de ningún modo está en práctica en nuestras sociedades democráticas, que, antes bien, son lo que yo llamaría oligarquías electivas y liberales, con estratos sociales bien protegidos en sus posiciones de poder. Por cierto, estos estratos no son completamente estancos. El famoso argumento de los liberales: “el señor Fulano empezó como vendedor de diarios y luego, gracias a su capacidad, terminó presidente de la General Motors”. Esto simplemente prueba que las capas dominantes también saben renovarse reclutando en los estratos inferiores a los individuos más activos en en el juego social tal como ellas lo han organizado. Y lo mismo ocurre con la política, dominada por la burocracia de los partidos: poco importa que estén en el gobierno o en la oposición, que sean socialistas o conservadores, en un sentido son cómplices con respecto a los envites inamovibles de poder. No cambian en función de alguna voluntad popular, sino según las reglas del juego burocrático del aparato partidario, que van a promover nuevos dirigentes. Y lo poco que queda de democrático en la sociedad actual no es más que la supervivencia de los resultados de luchas llevadas a cabo durante siglos y siglos. Todo esto no podría hacer del pueblo el detentor efectivo del poder en nuestras sociedades llamadas democráticas, las sociedades liberales de oligarquía. El pueblo sólo tiene, como mucho, un vago veto electoral, cada cinco o diez años –veto, como ustedes saben, es más ficticio que real por la simple razón de que el juego está trucado, no en el sentido de fraude electoral, sino porque las posibilidades de elección ofrecidas a los electores siempre están predeterminadas.

Pero no habría que creer, sin embargo, que las oligarquías dominantes, capitalistas o políticas, violan siempre y en todas partes a un pueblo inocente, contra su voluntad. Los ciudadanos se dejan llevar por narices, se dejan engañar por políticos hábiles o corruptos, y manipular por medios de comunicación ávidos de novedades, pero ¿no tienen ningún medio para controlarlos? ¿Por qué se han vuelto tan amnésicos? ¿Por qué olvidan tan fácilmente que el mismo Reagan o el mismo Mitterrand, hace un año, hace cuatro años, sostenía discursos muy diferentes…. ? ¿Fueron convertidos en zombis por espíritus maléficos? Y si así fuera, ¿qué podemos hacer? Pero yo no creo que se hayan vuelto zombis, creo simplemente que atravesamos una fase histórica muy crítica en la cual se plantea efectivamente el problema de la participación política. Todo ocurre como si la gente recibiera con un cinismo extremo lo que se les dice –“¡Todos corruptos! ¡Todos los políticos pertenecen a la mafia!”- lo que no les impide forzosamente que vayan a votar.

(…) A propósito de la participación igual de todos en el poder, quisiera eliminar primero la confusión entre igualdad e identidad. Dar a todos las mismas posibilidades efectivas de participar en el poder no significa de ninguna manera volverlos idénticos, evidentemente es un absurdo. El asunto de partida: hay un poder en la sociedad; la tesis democrática –que podemos cuestionar, a la vez en lo absoluto y en lo relativo-, es que este poder debe ser el poder de todos, de todos aquellos que quieran participar en él. Me dicen entonces: “Pero tal vez no participen todos los ciudadanos; siempre quedará una desigualdad entre los activos y los pasivos.” No he dicho que la democracia realiza esta igualdad; tal cualidad no pertenece al régimen, aunque a la larga pueda pertenecerle, por medio de la educación de la gente, porque van a comprender que la ciudad, es asunto suyo… He dicho: dar la posibilidad efectiva. Si la gente no la quiere, no hay nada que hacer. Tranquilícense: volveremos al gobierno liberal, y ocurrirá lo que ha ocurrido a menudo, especialmente en los sindicatos. No podemos salvar a la humanidad contra sí misma. Y nadie puede preservarla ni de la locura ni del suicidio. Supongo que la democracia implica ciudadanos activos, que quieren de verdad participar. Pero no podemos tomarlos como si fuesen un dato absoluto, independientemente del régimen en que viven, de lo que el régimen hace de ellos, y de lo que ellos pueden hacer con el régimen. Por otra parte, la posibilidad efectiva para todos de participar en el poder, excluye, en mi opinión, que un individuo o un grupo de individuos sea el único propietario de fábricas que son el pan de doscientos mil obreros. Esto me parece incompatible. A la colectividad le corresponde decidir. Por mi parte, me opongo tanto a la prohibición de empresas individuales como a las colectivizaciones forzadas, pero, en una sociedad moderna, a partir del momento en que tenemos empresas importantes, son éstas lugares de poder tanto político como económico.

¿Qué hacer con la minoría? Es evidente que debe ser libre de expresarse, de organizarse. Además, allí donde la mayoría ha podido expresarse de verdad, nunca oprimió a las minorías. Las minorías han sido oprimidas, y las mayorías también, cada vez que una minoría dada ha tomado el poder, para ejercerlo en nombre… del proletariado, de la raza alemana, de todo lo que se les ocurra. Esto no es opresión de las minorías por la mayoría, aunque en 1933, el 43% de los alemanes votó por Hitler. La idea de que la mayoría tendería a eliminar a la minoría carece de ejemplo concreto en la historia. Aquellos que eliminan a las minorías son siempre minorías que han acaparado el poder. En última instancia, evidentemente, estoy en acuerdo total con ustedes: en un régimen democrático, la gente debe ser libre de expresar sus opiniones, sin impedimentos ni persecuciones. Esto no es negociable. Pero es sólo una consecuencia de un régimen democrático. Porque una democracia no puede funcionar más que en la discusión, en la apertura, en el conflicto de opiniones; y nadie discutirá sabiendo que su cabeza está en peligro si el voto le resulta desfavorable. Es evidente. Dicho esto, si tienen un poco de sentido de la realidad, saben bien que lo que protege actualmente a las minorías, no son esencialmente las reglas constitucionales. Las constituciones han sido hechas, y pueden ser deshechas: quince naciones soberanas en Europa occidental tuvieron ciento cincuenta constituciones en los dos últimos siglos. ¿Qué prohibe, en la Constitución de Estados Unidos que una mayoría calificada decida, no sé, que todos los pelirrojos sean automáticamente esclavos del Estado? La verdadera protección de las minorías en la sociedad contemporánea –y los acontecimientos de los años 1960 lo mostraron ampliamente en lo que se refiere a los negros- no reside tanto y solamente en las reglas escritas de la Constitución, sino en la construcción de un tipo de individuo democrático, que ha incorporado en sí mismo los componentes democráticos de las instituciones. Y que, siendo blanco, no tolera que los negros en los Estados del sur no puedan inscribirse en las listas electorales, y se moviliza para obtener su derecho de voto. Un individuo que, respetando la ley común, no sacraliza sin embargo la autoridad, se atreve a imponerse cuando un policía abusa de esta autoridad, anota su número… Y este tipo de individuo no existe forzosamente en otra parte, en todo caso, no existe en Irán hoy en día, quizás tampoco en Rusia, y sin duda cada vez menos en nuestras sociedades contemporáneas.

Cornelius Castoriadis / Extraído de una conferencia en la Universidad de Montréal, el 9 de abril de 1986, publicada parcialmente con este mismo título en Possibles (Montréal), vol. 10, n° 3-4, 1986

De: Una sociedad a la deriva, Ediciones Katz, marzo de 2006
Une société à la dérive: Entretiens et débats, 1974-1997

Traducción: Sandra Garzonio
Ph /Gregory Heisler, Dot-Com Dozen, 1999