El morral / Claudia Schvartz

En la rara rareza de esas tardes convocadas alrededor de la lectura de poesía, varias personas circulaban en el ligero sol previo a la entrada en la sala ya preparada para la ocasión. El camino desde el portón de la entrada recorría un cuidado jardín con arbustos bien recortados y plantas diversas. Al fondo otra construcción, más sencilla y en medio del terreno la antigua casona ahora museo. Por esos jardines se reunían y disgregaban los que iban llegando, generalmente jóvenes pero también de generaciones más gastadas.

Los grupos eran como pequeñas convenciones donde los saludos y abrazos matizaban con otras gestualidades más contenidas. También alguna que otra figura alejada recorría los jardines como si fuera la asombrada primera vez en caminarlos.

El sol era la gran causa porque ya era otoño y sin embargo no había viento ni hacía frío aunque nadie se había quitado el abrigo. También había un lindo cartel que anunciaba la actividad del museo en esa tarde y el nombre, después, de las y los poetas invitados a leer.

Margie había traído en su morral tres ejemplares de su libro que no se había presentado todavía aunque ya hacía más de siete meses que había salido de la imprenta. Y dudaba, a quién habría de regalarle ese objeto insoportable. Llena de dudas y quebrantos, paseaba tensa entre los grupos saludando y recibiendo las variadas respuestas. Había cometido la estupidez de tentarse llevando esos tres libros que ya, ahora, sabía que volverían a su casa intocados. Esa especie de tristeza y mordacidad para consigo era un hábito más al que su incómodo oficio la había acostumbrado. Entonces levantó la cabeza y respondió a una mirada. Es decir, alguien la había divisado.

Alguien que ahora ocultaba su rostro no sólo al darle la espalda sino provocando la risa de una muchacha completamente ajena, inocente en la trama ya urdida, a la que enlazaba con total propiedad, por la cintura. Una pareja feliz, cualquiera diría. Y era fácil darse cuenta de quién era el poeta, cuyo nombre además estaba inscrito en la cartelera del día. Margie lo conocía. Un escritor bien reputado por escritores cercanos a ella, respetuoso y concertado, al que ella no había logrado leer hasta el momento. Más de una vez se habían encontrado en alguno de esos brindis que luego daban pie a conversaciones animadas, inteligentes, donde uno u otro de sus queridos amigos abrían conversaciones que la entusiasmaban y convocaban. Bromear requería estilo, y también referencias, no solo literarias. Eso hacía la contemporaneidad, eso que circulaba entre algunos de ellos, con lecturas a cuestas y disensos o tramas complejas que los años y los diferentes gobiernos habían ido zarandeando. Y por supuesto, las despedidas definitivas.

Pero allí estaba, Margie con su morral que ya pesaba y entonces entró en la sala y buscó una silla no muy distante pero tampoco al borde. Y afortunadamente entonces una joven poeta le acercó su libro y charlaron unos minutos mientras el público se iba acomodando en las sillas dispuestas teatralmente y ella pudo calmar un poco su inquietud, la de siempre, cuando ejercer presencia implicaba una sensación de desnudez casi insoportable. “No es timidez” le había dicho uno de sus queridos amigos, y erróneamente ella había cedido a esa acusación que ahora ya sabía falsa. Sí era timidez ese despojamiento horrible que la hacía maldecir en sus adentros el maldito instante en que antes de salir de casa había elegido el morral y los tres ejemplares y aceptado así el desafío desde ya perdido de otra cita con poetas sorprendentes en un ámbito aún más sorprendente, en un museo rodeado de jardines y el otoño inverosímil.

Entonces también entró ese autor con su acompañante y mirando con profundidad de campo se sentó justo delante de Margie, evitando saludarla. Ella, entonces, permaneció un instante inmóvil y luego le tocó el hombro.

-Perdón, no nos conocemos, nosotros?

-Oh claro! Cómo estás? -Dijo muy cordialmente el hombre, girando su cabeza hacia atrás y haciendo ya un gesto con su brazo, que fue abarcativo y parecía destinado a transformarse en un beso. Pero Margie rápidamente se inclinó hacia atrás y rehuyendo el contacto dijo “ya me parecía”.

En general, le costaba muchísimo dar respuesta a los comentarios o gestos ofensivos. Reconocía casi instintivamente a los que intentaban borrar con su indiferencia a cualquier otra persona, no solo los gestos que le estaban destinados particularmente. Por eso, esa tarde, la breve “interlocución” con el poeta invitado, pues al cabo de un momento pasó al frente a leer sus poemas, la llenaba de un inesperado contento, tal, que le impedía por completo seguir la lectura. Estaba celebrando este chiste privado con un giro del pie que se mantenía en el aire, piernas cruzadas. Por otra parte, la poesía siempre permanecería un arte esquivo.

Claudia Schvartz

Oh / FAN – HO, Sombras