Lástima que sea una perdida / John Ford

Se dice con razón que la sombra inmensa de Shakespeare se ha abatido sobre los dramaturgos de su época despojándolos de toda posibilidad de resurrección. Nada más cierto.  Lo más y de mayor volumen ha colmado tiempo y espacio y continúa vencedor indesmontable a través de los siglos.  Cuántos esfuerzos han sido y seguirán siendo necesarios para rescatar por debajo del inmenso autor de Hamlet otras sombras que hubieran sido augustas a no ser por la presencia titánica del gran Will.  Marlowe y Ben Johnson han hallado exégetas en lo que va del tiempo, y aun audiencias complacientes o decididamente entusiastas. Webster y Massinger, en cambio, se debaten contra el constante infortunio… A John Ford (1586-1639) le ha tocado una suerte intermedia entre el silencio más absoluto y la ocasional difusión de una de sus obras más características: ‘Tis a Pity She’s a Whore, curioso tratamiento de un caso de incesto entre hermano y hermana situado en un medio italiano propicio a demasiados desenfrenos.

La palabra genio ha sido pronunciada con reiteración a propósito de este dramaturgo afecto al desarrollo violento y apasionado (propio de la época por otra parte) de argumentos en los cuales se infiltran sutilezas de conceptos y de forma que hacen remontar las obras de su pluma a alturas imprevisibles.  Son precisamente estas sutilezas a la vez formales y conceptuales las que aseguran la modernidad y acaso la perennidad del teatro de John Ford.  De todas maneras la crítica tiende a segregarlo de la vecindad de Shakespeare, con quien mantiene apenas puntos de contacto, o de Ben Johnson, de cuya dramática se aparta fundamentalmente, para vincularlo a escritores tan recientes como Stendhal, por ejemplo, quizá por el mismo espíritu analítico y morboso con que descuella el autor de Rojo y Negro en obras tales como Armance o Lamiel.

Antes de Lástima que sea una perdida, que data de 1633, Ford había escrito no pocos poemas y estrenado tres piezas de teatro:  An ill Beginning has a good End (Un mal principio tiene un buen final), The Witch of Ermonton (La Bruja de Ermonton), y The Lover’s Melancholy (La Melancolía del Enamorado). Posteriormente escribe y da a conocer The Broken Heart (El Corazón Herido), Love´s Sacrifice (Sacrificio de Amor), etcétera. Su carrera de dramaturgo se abre en 1613 y concluye aproximadamente en 1639.

Comporta sin duda un acto de justicia el hecho de traer de nuevo a la luz la obra de este singular dramaturgo abatido como tantos otros tras el peso monumental de la gloria shakespereana.  En la misma Inglaterra se lo representa muy de raro en raro, incluso resulta difícil hallar noticias acerca de su existencia en las más calificadas historias de la literatura inglesa.  Digamos de pasada que un crítico tan certero como Edmund Gosse lo cita apenas y a regañadientes…

Acto de justicia fue por ejemplo, la representación que de ‘Tis A Pity She’s a Whore hizo Charles Dullin en el teatro Atelier de París.  Y como acto de justicia ha de entenderse la presente versión (indirecta, razonablemente aproximada, realizada sin abandonar en ningún momento el directo testimonio de Georges Pillment quien tradujo al francés con gallardía y erudición la dolorosa y por momentos ardua poesía de Ford), versión que ante todo pretende ser homenaje a un dramaturgo olvidado, amén de un intento de difundir la labor de un poeta del teatro acerca del cual es preciso el aporte de otros que trabajen en su vida y obra quizá con menos audacia pero con la sabiduría indispensable.

Arturo Cerretani / 1959

                                          LASTIMA QUE SEA UNA PERDIDA

                                                         PERSONAJES

 

Hermano Buenaventura.

El Cardenal, Nuncio del Papa.

Soranzo, gentilhombre.

Florio, padre de Giovanni y Annabella.

Donado, cuidadano de Parma.

Grimaldi, gentilhombre romano.

Bergetto, sobrino de Donado.

Ricciardetto, disfrazado de médico.

Vázquez, criado de Soranzo.

Poggio, criado de Bergetto.

Annabella, hija de Florio.

Giovanni, hijo de Florio.

Hipólita, esposa de Ricciardetto.

Filotis, sobrina de Ricciardetto.

Putana, aya de Annabella.

Bandidos, cortesanos, soldados, criados, etc.

Las acciones se desarrollan en Parma

A C T O   P R I M E R O

Escena I –  La celda del Hermano Buenaventura.

HNO. BUENAVENTURA –  (Entra acompañado de Giovanni).  No sigas discutiendo sobre este punto. Tus argumentos no son válidos, convéncete.  Una filosofía agradable tolera sofismas inverosímiles, pero el cielo no admite bromas.  Los que se han creído demasiado ingeniosos y trataron de probar mediante los artificios de su arte que Dios no existe, han descubierto el camino más corto del infierno, y han poblado el mundo de un ateísmo diabólico.  Los problemas de esa clase son vanos, hijo mío, y más vale bendecir el sol que preguntarse por qué brilla.  Y sin embargo te permites hablar de alguien que está por encima del sol.

Basta, no puedo seguir escuchándote.

GIOVANNI – Padre mío querido: he descargado mi alma de su peso, he vaciado la bodega de mis pensamiento y de mi corazón, me he despojado de  mis secretos. No he conservado dentro de mi ni una palabra capaz de ocultar el menor de mis atrevimientos.  He dicho lo que pienso y lo que sé.  ¡Y esto es el consuelo que recibo!  ¿Acaso  me está prohibido amar como todo el mundo?

HNO. BUENAVENTURA  – Nadie te lo prohíbe, hijo mío.

GIOVANNI – ¿Acaso no debo reverenciar esa belleza que los mismos dioses convertirían en diosa, si pudieran verla, para venerarla de rodillas, como yo me arrodillo ante ellos?

HNO. BUENAVENTURA – Pero ¿qué estás diciendo, insensato?

GIOVANNI – ¿Por qué razón un cúmulo de palabras vanas, un vulgar prejuicio transmitido de hombre a hombre, de hermano a hermana, debe convertirse en obstáculo?  Alegáis que hemos tenido un mismo padre; argumentáis que un mismo vientre – maldita sea mi alma – nos dió nacimiento y vida a los dos.  Y bien ¿no es precisamente por eso que estamos ligados el uno al otro más que nadie, ya que los lazos que nos unen son también los de la naturaleza, los de la sangre y los de la razón?  Hasta nos unen los de la religión, para persuadirnos de que no poseemos sino un alma, una carne, un amor, un corazón, un todo.

HNO. BUENAVENTURA – Calla, desgraciado.  Estás perdido.

GIOVANNI – Somos hermanos, es cierto.  ¿Pero por eso es necesario que mi felicidad sea expulsada para siempre de su lecho?  No, padre mío.  Estoy viendo que en vuestros ojos la piedad ocupa el lugar de la cólera.  Espero un consejo de vuestra experiencia, padre; un consejo que sea como un sagrado oráculo, como un elixir de vida.  Hombre santo: ¿cúal es el remedio que me devolverá la paz en esta desesperación?

HNO. BUENAVENTURA – El arrepentimiento, hijo.  Y la contricción, pues tu pecado, tu blasfemia, han irritado a la Divina Majestad.

GIOVANNI – Oh, no. ¡Eso no, querido confesor mío!

HNO. BUENAVENTURA – ¿Eres tú, hijo, ese milagro del espíritu que, no hace todavía tres meses, en Boloña era considerado como un prodigio de estos tiempos? Recuerda cómo toda la Universidad aplaudía tu conducta, tu prudencia, tu sabiduría, tu elocuencia.  Yo me sentía orgulloso de ser tu guía, y preferí tal como hice, abandonar mis libros antes que separarme de ti.  Pero el fruto de todas mis esperanzas se perdieron en ti como tú te has perdido en ti mismo.  ¡Oh, Giovanni!  ¿Te has alejado de la ciencia para darte a la lujuria, hijo mío.  Mira, mira el mundo, y verás el destello de mil rostros mucho más glorioso que ese que te has puesto a adorar.  Abandónala.  Elige a otra.  El pecado será menor, por más que este tipo de juegos el que pierde es el que más gana.

GIOVANNI – Es más fácil detener el flujo y reflujo del océano que disuadirme de mis deseos.

HNO. BUENAVENTURA – Entonces no tengo nada que agregar.  Pero en tus llamas voluntarias vislumbro tu propia ruina.  El cielo es justo.  Escucha un consejo, sin embargo.

GIOVANNI – Como a una voz divina.

HNO. BUENAVENTURA – Corre a la casa de tu padre.  Ocúltate en tu habitación.  Ponte de rodillas y arrástrate por el suelo.  Deja sangrar a tu corazón; lava con lágrima – y si es posible con sangre – cada una de las palabras que acabas de pronunciar.  implora que el cielo purifique la lepra lujuriosa que te corroe el alma, reconoce que no eres sino un miserable, un gusano, una nada; llora, suspira, ruega; ruega tres veces durante el día y tres durante la noche; haz esto durante siete días; y entonces, si no sientes ningún cambio en tus deseos, ven a verme: pensaré en otro remedio.  Ruega por ti, en tu casa, mientras también aquí yo rogaré.  Vete.  mi bendición te acompaña.

GIOVANNI – Lo haré todo para escapar a la vara de la venganza.  Si no, juro que no tendré más dios que el destino. (Se va.)

Escena II – Una calle delante de la casa de Florio.

BASCO – (Entra con Grimaldi, espadas en mano.)  Vamos, en guardia, señor.  Si te muestras cobarde tendrás que correr.

GRIMALDI – Bah, no te considero adversario digno de mí.

BASCO – Claro que no; yo nunca estuve en la guerra para traer noticias de ella; tampoco sé hacer el bufón por una buena pitanza, ni jurar que he ganado mis heridas en el campo de batalla.  Fíjate en estos pelos grises: jamás retrocederán ante una nariz roja.

GRIMALDI – ¿Pero, cómo, esclavo?  ¿Piensas de veras que estoy dispuesto a comprometer mi reputación peleando con un bastardo?  Llama a tu amo; el sabrá que no tengo miedo.

BASCO – Puedes seguir chiflando como un cerdo.  Ya vas a saber que mi amo tiene criados que te dan ciento y raya en calidad y en valentía. ¿Quieres pelear en vez de charlar sin descanso?

GRIMALDI – Contigo, ni una cosa ni otra.  Soy un patricio romano, y he ganado mi reputación derramando sangre ajena.

BASCO – Lo que eres es un cobarde embustero; y además un loco.

GRIMALDI – No me provoques, o…

BASCO – ¡En guardia! (Se baten.  Grimaldi lleva la peor parte.  Entran separados Florio, Donado y Soranzo.)

FLORIO – ¿Qué significan estas riñas tan cerca de mis puertas?  ¿No hay otro lugar fuera de las vecindades de mi casa para dar libre curso a esa sangre batalladora?  ¿Es posible que yo deba estar siempre atormentado por semejantes agitaciones que no me dejan ni comer, ni dormir en paz en mi propia casa?  ¿En eso consiste tu amistad, Grimaldi?  Vaya amistad.

DONADO – Y en cuanto a mi, Basco, puedo decirte que está mal enredarse en estas querellas.  Y que siempre eres el primero en tomar parte en las discordias.  (Aparece Annabella y Putana en la galería.)

FLORIO – ¿Qué sucede?

SORANZO – Es lo que yo voy a explicar, señores, con vuestro permiso. Este gentilhombre, de quien se dice que es soldado – a mi no me consta -, me disputa el amor de la hija de Florio.  Prefiere hacerle la corte desacreditándome ante ella, porque piensa que la mejor manera de hacerse valer es menospreciándome en sus conversaciones. Tienes que saber, Grimaldi, que esto transparenta una bajeza de alma que, si no fueras noble, tú mismo llegarías a despreciarte como yo te desprecio por esta indignidad.  Por tal motivo ordené a mi criado que le aplicase un correctivo en mi lugar.  por mi parte lo considero demasiado vil para merecer un adversario de mi calidad.

BASCO – Y si los señores se demoran un poco más le hubiera practicado una sangría digna de recuerdo.

GRIMALDI – Me vengaré Soranzo.

VAZQUEZ – Esto le enseñará los miramientos que se deben a un caballero español.

GRIMALDI – Recordaré esto mientras viva.

SORANZO – No me das miedo, Grimaldi. (Grimaldi, mutis)

FLORIO – No me explico tu preocupación, Soranzo, puesto que tienes mi palabra.  Si posees el corazón de mi hija ¿por qué temes lo que puedan insinuarle al oído?  Los que pierden en el juego son los únicos que tienen derecho a lamentarse.

VAZQUEZ – sin embargo, señor Florio, la infamia de algunas palabras encolerizan hasta a las más suaves palomas.  No hay que reprocharle nada a mi amo, señor.

FLORIO – Menos charla.  Por nada del mundo quisiera que por el amor de mi hija se derramase una sola gota de sangre.  Envaina ese hierro, Vázquez, y ahoguemos esta riña en buen vino. (Mutis)

PUTANA – ¿Qué dices a todo esto, niña mía? Se amenazan, se provocan, se insultan y se baten…  Todo por tu amor.  Habrá que cuidarse mucho, porque son capaces de raptarte mientras duermes.

ANNABELLA – Si crees que esto me alegra…  Yo tengo otros pensamientos, otros fines.  Te lo ruego, déjame.

PUTANA – ¡Que te deje!  Esta sí que es buena.  Dejarte yo, tesoro mío.  Es así como me quieres, ¿eh?  Por otra parte nada te reprocho. Puedes elegir tu amor como la más perfecta dama de Italia.

ANNABELLA – Te lo suplico, no hables tanto.

PUTANA – Veamos, está Grimaldi, el soldado, un muchacho bien construído.  Se dice que es patricio romano, sobrino del duque de Monferrato, y que rindió muy buenos servicios en la guerra contra el milanesado.  Así y todo, pequeña mía, no me gusta; quizá porque es militar.  De veinte capitanes valientes apenas encuentras uno solo que no padezca alguna herida secreta que le impida mantenerse erguido cuando hace falta.  Si de mí dependiese, yo no lo tendría en cuenta.

ANNABELLA – Puf, qué mala lengua tienes

PUTANA – Como mujer prefiero al señor Soranzo.  Es prudente; y lo que vale más, es rico.  Y lo que más vale todavía: es dulce.  Y lo que importa mucho más: es un caballero.  Yo suspiraría y rogaría por conseguir un hombre semejante, así fuese yo la hermosa Annabella.  Además, es bueno; además es bello y, quiero suponerlo, sano; cosa extraordinaria tratándose de un galán de veintitrés años.  Es generoso, lo sé yo; tierno, lo sabes tú;  y sobre todo, hombre.  Esto es seguro puesto que si no, no hubiera quedado tan bien con Hipólita, esa viuda tan ardiente.  Mira, me gustaría que fuese tuyo, aunque no fuera sino por esta última razón.  Hay que alabar a un hombre por sus cualidades, pero para casarse, hay que elegir un marido sincero, capaz. Juraría que el señor Soranzo es así.

ANNABELLA – Con seguridad esta mujer ya bebió su trago matutino. (Entran Bergetto y Poggio.)

PUTANA – Pero mira, mira quien llega ahora.  otro de tus ceros a la izquierda.  Se diría que es un mono vestido de seda. obsérvalo.

BERGETTO – Oye, Poggio:  ¿te parece bien tener que arruinarme el traje nuevo y dejar mi comida para ir a batirme?

POGGIO – No querrás que te considere una criatura.

BERGETTO – Oh, no, soy un poco más que eso, me imagino.  No habrás oído decir nunca que un hermano mayor sea necesariamente un idiota.  ¿No es así, Poggio?

POGGIO – ¿La verdad?  Nunca, mientras le queden tierras y dinero para heredar.

BERGETTO – ¿Es posible, Poggio?  ¡Prodigioso!  Y bien, me voy a comprar una cabeza que esté siempre llena de entendimiento.  Pero, pícaro, ahora tengo otro negocio entre manos.  ha dicho mi tío que voy a conseguir la doncella.  Me voy a lavar la cara y a poneme otros zapatos.  Luego iré a verla, palabra de honor.  Sígueme, Poggio.  (Atraviesa la escena y mutis.  Poggio, aparte, mientras lo sigue:)

POGGIO – ¡Bergetto!… He visto a menudo bailar la pavana española a un asno y a una mula… pero nunca con tanta gracia.

ANNABELLA – También ese idiota me persigue.

PUTANA – Ah, si, y no hace falta describirlo.  el señor Donado, ese ricachón que está allá con tu padre, es el tío de marras.  piensa hacer del sobrino un vellocino de oro delante del cual deberías prosternarte como una perfecta israelita.  Espero, sin embargo, haberte instruído bastante al respecto.  Que vaya a hacerse colgar ese idiota.  (Giovanni atraviesa la escena.)

ANNABELLA – ¡Mira, Putana, mira!  Ha aparecido la forma bendita de una criatura celestial.  ¿Quién es ese hombre que anda sin cuidarse de sí mismo, envuelto en su aire de tristeza?

PUTANA – ¿Dónde?

ANNABELLA – Allá, mira

PUTANA – Es tu primo hermano.

ANNABELLA – No puede ser él.  Es algo desolado, envuelto en su pena, la sombra de un hombre.  Mira, se golpea el pecho y enjuga los ojos inundados en lágrimas.  Creo haberlo oído suspirar.  Bajemos, Putana, y sepamos la causa de esa tristeza.  Estoy segura de que mi hermano, por el amor que me tiene, no se negará a hacerme partícipe de su pena.  (Aparte)  Mi alma está colmada de desconsuelo y de dolor.  (Sale de la galería seguida de Putana.)

Escena III  –  Una sala en la casa de Florio

GIOVANNI – Perdido, estoy perdido: el destino ha decretado mi muerte.  Cuanto más lucho, más amo.  Cuanto más amo, menos esperanza tengo.  Mi ruina es cosa cierta, lo presiento.  Mi razón ha hecho todos los esfuerzos posibles para examinar esta miserable e incurable herida, pero en vano.  ¡Oh, si la religión no considerase pecado endiosar a nuestro amor, y adorarlo!  He fatigado al cielo con mis oraciones, he enjugado el surtidor de mis perpetuas lágrimas, he agotado mis venas con mis diarios ayunos:  he intentado todo lo que mi entendimiento y la ciencia podían aconsejarme, pero nada, no encuentro en todo eso sino fábulas de viejas para aterrorizar a la juventud irresoluta.  Nada cambia en mi.  Es necesario que hable, para no estallar.  sé muy bien que no es el deseo sino mi destino quien me empuja.  Dejemos para los esclavos el temor y la cobardía.  Quiero decirle que la amo.  Oh, aquí llega.  (Entran Annabella y Putana.)

ANNABELLA – ¡Hermano!

GIOVANNI – (Aparte)  Poderes del cielo:  redoblad ahora todo lo que hay de virtuoso en mi lengua.

ANNABELLA – ¿No quieres hablarme hermano?

GIOVANNI – Sí. ¿Cómo estás, hermana?

ANNABELLA –  Esté como esté yo, me parece que tu salud no es tan buena como la mía.

PUTANA – ¡Dios nos bendiga! ¿Por qué estáis tan triste, señor?

GIOVANNI – Te ruego que nos dejes un momento, Putana. hermana quisiera hablarte a solas.

ANNABELLA – Retírate, Putana.

PUTANA – Está bien. (Aparte.) Si no fuera su hermano podría pensar que mi ausencia les serviría de algo.  Pero con ellos no hay peligro.  (Mutis.)

GIOVANNI –  Ven, hermana. Dame tu mano.  Paseemos juntos.  No tienes por qué ruborizarte de pasear conmigo, creo.  Aquí no hay nadie aparte de nosotros dos.

ANNABELLA – ¿Qué quieres decir?

GIOVANNI –  En verdad, no pienso nada malo. ¿Cómo te encuentras? ¿Bien? Yo estoy tan enfermo que me siento morir.

ANNABELLA –  ¡Que la divina misericordia nos preserve! Supongo que no será nada.

GIOVANNI –  Estoy seguro de que me quieres, hermana.

ANNABELLA – No hace falta decirlo.

GIOVANNI – Tienes razón. No hace falta. Eres muy hermosa.

ANNABELLA – Vamos, se ve que tienes una enfermedad muy alegre.

GIOVANNI – He leído que, según los poetas, Juno sobrepasaba en altura a las demás diosas.  Pero yo puedo jurar que tú la sobrepasas a ella como ella a las demás.

ANNABELLA – ¿Sabes que has dicho una cosa muy agradable?

GIOVANNI – Tus ojos son como un par de estrellas. Si emitiesen dulces rayos serían capaces de dar vida a las piedras inanimadas, como el fuego de Prometeo.

ANNABELLA – Qué adulador.

GIOVANNI – El lirio y la rosa se disputan, en lucha extraña, los hoyuelos de tus mejillas.  Y esos labios tentarían a un santo.  Y esas manos llenarían de lascivia a un anacoreta.

ANNABELLA – ¿Me estás adulando, o te burlas de mi?

GIOVANNI – Si quieres ver una belleza más perfecta que la que puede imitar el arte, o que la naturaleza puede crear, mírate en tu espejo y contémplate.

ANNABELLA – Qué galán te has vuelto, hermano.

GIOVANNI – (Ofreciéndole el puñal.) Toma.

ANNABELLA – ¿Para qué?

GIOVANNI – Este es mi pecho. Desgárrame. Encontrarás escrita en mi corazón la verdad de cuanto he dicho. ¿Qué esperas?

ANNABELLA – ¿Hablas en serio?

GIOVANNI – Más en serio imposible. ¿Eres incapaz de amar?

ANNABELLA – ¿A quién?

GIOVANNI – A m. ¡Oh, Annabella, estoy perdido!  El amor que me inspiras, hermana, y a la vista de tu inmortal belleza, han roto toda la armonía de mi reposo y de mi vida. ¿Por qué no me clavas ese puñal?

ANNABELLA – ¡Hasta qué punto mi temor era justo! Si eso fuera cierto , sería preferible haber muerto.

GIOVANNI  – ¿Verdad, Annabella? durante mucho tiempo he sabido contener las llamas secretas que casi me han consumido. he pasado innumerables noches en llanto, he vigilado cada uno de mis pensamientos, he detestado mi destino, he razonado contra las razones de mi amor, he hecho cuanto la virtud de flacas mejillas podía inspirarme. Pero todo fue inútil. Mi destino es morir, o ser amado por ti.

ANNABELLA – ¿Hablas sinceramente?

GIOVANNI – Que el cielo me mate ahora mismo, si disimulo cosa alguna.

ANNABELLA – Eres mi hermano, Giovanni.

GIOVANNI – Y tú mi hermana, Annabella. Lo sé, y razonablemente podría decirte que por ese motivo deberíamos querernos más aún, puesto que la sabia naturaleza, al crearte, te creó para que me pertenezcas. De otra manera hubiera sido pecado y locura dotar de una sola belleza a un alma doble. Los lazos del nacimiento y de la sangre nos compelen a apretar aún más los del afecto. He pedido el consejo de la santa iglesia. Me han dicho que puedo amarte. Entonces es justo desearlo, puesto que estoy autorizado; y lo deseo. ¿Debo morir o vivir, Annabella?

ANNABELLA – Vivir. Has vencido sin combate. Mi corazón cautivo había resuelto hace ya rato eso mismo que me pides. Me avergüenza decírtelo, pero por cada uno de tus suspiros, yo he suspirado diez veces; por cada una de tus lágrimas, yo he derramado veinte. Y esto no era solo porque te amaba sino porque no me atrevía a decirlo. Ni siquiera a  pensarlo.

GIOVANNI – Oh, dioses, que esta armonía no sea solamente un sueño.

ANNABELLA – Por las cenizas de nuestra madre, hermano, te suplico de rodillas que no me sacrifiques ni a tu odio ni a tu entretenimiento. Quiéreme o mátame, hermano.

GIOVANNI – Por las cenizas de nuestra madre, hermana, te suplico de rodillas que no me sacrifiques ni a tu odio ni a tu entretenimiento. Quiéreme o mátame, hermana.

ANNABELLA – Juro.

GIOVANNI – Yo también lo juro. Por este beso. Y por este. Y por este otro. Ahora levantémonos. No cambiaría este instante por ninguno que pudiera tocarme en el paraíso. ¿Qué haremos ahora?

ANNABELLA – Lo que tú quieras.

GIOVANNI – Ven. Luego de tantas lágrimas, aprendamos a hartarnos de sonrisas. Tenemos que besarnos. Tenemos que dormir.

Escena IV – Una calle.

FLORIO – (Entra con Donado.) Entiendo, entiendo vuestros argumentos señor Donado, pero deberíais saber que no puedo obligar a mi hija en contra de su propia voluntad. No tengo más que un hijo y una hija. El muchacho parece absorbido por los estudios y, para decir verdad, temo por su salud. Si él llegase a faltarme, todas mis esperanzas descansarían en mi hija. Por lo que respecta a dinero, a Dios gracias estoy bastante provisto. Mi sola preocupación es la de casar a mi hija de acuerdo con sus preferencias. No quiero que se case por dinero sino por amor. Ahora bien, si ella se interesa por vuestro sobrino, contad con mi aprobación. Es todo lo que puedo deciros señor Donado.

DONADO – Habláis como un verdadero padre, señor. Y por mi parte -que esto quede entre nosotros, os lo ruego- si esos dos jóvenes llegan a agradarse, prometo asegurar a mi sobrino una renta de tres mil florines anuales durante toda mi vida. Cuando yo muera tendrá el resto de mis bienes.

FLORIO – La propuesta es interesante señor. Entretanto vuestro sobrino quedará autorizado para festejar a mi hija. Si consigue interesarla, pues, contará con mi consentimiento. Con lo que me despido de vos, señor. (Mutis.)

DONADO – De modo que habría esperanzas si mi sobrino fuese inteligente: pero es un asno, y temo que no consiga nunca a la muchacha. Juro que yo la hubiera conseguido, en mi juventud; y que él también la conseguiría si quisiera escucharme. (Entran Bergetto y Poggio.)

DONADO – ¿Cómo estás, Bergetto? ¿Adónde os dirigís tan apurados?

BERGETTO – Tío: acabo de oír las noticias más extrañas que se han oído nunca. ¿No es así, Poggio?

DONADO – ¿De qué noticias se trata, Bergetto?

BERGETTO – Y bien, tío, dice mi barbero que acaba de llegar a ciudad un individuo que hace andar los molinos sin la ayuda de ninguna clase de agua o de viento, nada más que con sacos de arena . Y este individuo tiene un extraño caballo, un animal extraordinario, cuya cabeza, para asombro de toda la cristiandad, se encuentra justamente en el lugar de la cola. ¿No es verdad, Poggio?

POGGIO – Así lo asegura el barbero por lo menos.

DONADO – ¿Y tú lo crees?

BERGETTO – Claro que sí, tío.

DONADO – ¿Siempre has de ser el mismo idiota? Quédate aquí, hazme el favor. Siempre pensando majaderías en vez de aplicarte al asunto de que hemos hablado. Vamos, niño grande, ¿no tendrás juicio jamás y has de ser siempre el hazmereír de todo el mundo?

POGGIO ¿Por qué no contestáis, mi amo?

BERGETTO – ¿Por qué, tío? ¿Tengo que quedarme tranquilamente sentado en mi casa, sin salir a ver las novedades como hacer todos los jóvenes de mi edad?

DONADO – ¡Para ver caballos de madera! Por favor ¿qué clase de conversación has sostenido con Annabella cuando estuviste en la casa del señor Florio?

BERGETTO – Oh, tío: supe encantar a la doncella con un discurso tan brillante que se desternilló de risa.

DONADO – ¿Es posible? ¿Y qué clase de discurso fue ese?

BERGETTO – ¿Qué le dije, Poggio?

POGGIO – Palabra de honor, mi amo: dijo que la amaba casi tanto como al queso Parmesano.

DONADO – ¡Qué grosero!

BERGETTO – Me preguntó si mi padre tenía otros hijos además de mí. A lo cual respondí: «No, antes hubiera sido preferible que se saltase la tapa de los sesos».

DONADO – ¡Intolerable!

BERGETTO – Después me preguntó si el señor Donado, mi tío, pensaba dejarme toda su fortuna.

DONADO – Ah, esto es un buen augurio.

BERGETTO – Claro que sí. Entonces le contesté: «¿Si piensa dejarme toda su fortuna? Pero mujer, si no tiene otra intención. Yo soy su niñito mimado».

DONADO – ¿Y ella?

BERGETTO – Sonrió con toda la boca y se fue. Se ve que le convengo.

DONADO – Ah, desgraciado: lo que se ve es que eres el mismo asno de siempre. Ven, ven a casa conmigo. Puesto que ni siquiera sabes dirigirle la palabra, haré que le escribas con cierta elegancia y que acompañes la carta con alguna joya de precio.

BERGETTO – Muy buena idea, tío.

DONADO – Basta, idiota. Si no se consigue nada, no importa. Total no se trata más que del destino de un estúpido. Vamos.

BERGETTO – Esto marcha, Poggio. Esto marcha. (Mutis.)

                                                       T E L O N

A C T O   S E G U N D O

 

Escena I – Un sector de la casa de Florio

GIOVANNI – (Entra con Annabella.) Ven, Annabella – ya no mi hermana sino mi amante, nombre aún más dulce -; no te avergüences, maravilla de belleza. Tienes que considerarte orgullosa por la facilidad con la que has sabido conquistar e inflamar un corazón cuyo tributo es la vida de tu hermano.

ANNABELLA – ¡Ah, mi vida te pertenece! ¡Qué púdico rubor imprimirían en mis mejillas estos placeres escondidos si algo me privase de las delicias de mi corazón!

GIOVANNI – Me asombra que las más castas de tu sexo consideren que ese bonito juguete llamado doncellez constituye una pérdida tan extraordinaria. Perder eso no significa nada. Tú sigues siendo la misma.

ANNABELLA – Tal vez para ti.

GIOVANNI – La música reside en el oído tanto como en el instrumento.

ANNABELLA – ¡Ah, mala persona! Vales más por lo que eres que por lo que dices.

GIOVANNI – Vamos, bésame. Fue así como Júpiter se colgó del cuello de Leda y absorbió la divina ambrosía de sus labios. Ya no envidio al más poderoso de los seres vivientes. Poseyéndote a ti, me considero más poderoso que si fuese rey del universo. Sin embargo voy a perderte, bien mío.

ANNABELLA – No me perderás.

GIOVANNI – Te casarán con otro.

ANNABELLA – ¿Con quién?

GIOVANNI – Tendrás que pertenecer a alguien.

ANNABELLA – A ti.

GIOVANNI – No. A otro.

ANNABELLA – Te ruego que no hables así. Si hablas en broma, me harás llorar en serio.

GIOVANNI – Jura entonces que no has de vivir sino para mí, y solamente para mí.

ANNABELLA – Lo juro por nuestro doble amor. Lo creerías si supieras, Giovanni, hasta qué punto resultan odiosos a mis ojos los que suspiran a mi alrededor.

GIOVANNI – Me basta con tu palabra. Tenemos que separarnos, delicia mía. Recuerda lo que acabas de jurar. Guárdame tu corazón.

ANNABELLA – ¿Te vas?

GIOVANNI – Es necesario.

ANNABELLA – ¿Cuándo volverás?

GIOVANNI – Luego.

ANNABELLA – No faltes.

GIOVANNI – Adiós.

ANNABELLA – Ve donde quieras. Te conservaré conmigo en mi pensamiento. Y donde tú estés, allí estaré yo contigo. (Mutis, Giovanni.) ¡Putana! (Entra Putana.)

PUTANA – ¡Niña mía! ¿Qué tienes, mi niña? ¿Estás bien? Que el cielo sea loado.

ANNABELLA – ¡Oh, Putana! ¡Si supieras en que glorioso paraíso acabo de entrar!

PUTANA – ¿En qué paraíso glorioso acabas de entrar? ¡Ah, entonces puedo felicitarte, queridita mía: No tengas miedo, pequeña. ¿Que es tu hermano? ¿Qué importa eso? Te repito que si una joven se siente predispuesta, no interesa que se trate de un hermano o de un padre. Todo es uno y lo mismo.

ANNABELLA – Por nada del mundo me gustaría que esto se llegase a saber.

PUTANA – A mí tampoco, por lo que la gente puede murmurar. Si no fuera por eso, la cosa no tendría importancia.

FLORIO – (Fuera.)  ¡Annabella!

ANNABELLA – ¡Dios mío, mi padre! Aquí estoy, señor. Alcánzame el bordado.

FLORIO – (Id.) ¿Qué estás haciendo?

ANNABELLA – Ahora puede entrar. (Entra Florio. Lo siguen Ricciardetto disfrazado de médico, y Filotis, con un laud.)

FLORIO – Siempre en esa labor. Está bien, no hay que perder el tiempo. Mira, te traigo buena compañía. He aquí un sabio doctor recién llegado de Padua. Conoce mucha medicina y, como sé que has estado enferma estos últimos tiempos, he rogado a este notable hombre que te visite de tanto en tanto.

ANNABELLA – Sois bienvenido, señor.

RICCIARDETTO – Mil gracias, señora. Tanto vuestra virtud como vuestra hermosura, han sido muy celebradas ante mí. Por esa razón me he permitido traer conmigo a esta parienta mía. Se trata de una joven cuya música y cuyas canciones tal vez sabrán agradaros. ¿Queréis conocerla?

ANNABELLA – La música es el arte que prefiero. Y por mi afición a ella, sed bienvenida también.

FILOTIS – Gracias, señora.

FLORIO Ya conocéis mi casa, señor. Os pertenece. Y si pensáis que mi hija necesita de vuestro arte, soy yo quien os quedará deudor.

RICCIARDETTO – Señor, estoy a vuestras órdenes.

FLORIO – Señor, os quedaré muy agradecido. Hija mía, tengo que hablarte de cosas que nos conciernen a ambos. Querido doctor, estamos ansiosos de oír el arte de esta niña. Os ruego que entréis. Espero que mi hija no habrá olvidado sus estudios de instrumento. Escucharemos desde aquí.

RICCIARDETTO – Señor, estoy a vuestras órdenes.

Escena II – Habitación en la casa de Soranzo

SORANZO – (Entra con un libro. Lee.) «La medida del amor es extrema; el consuelo, dolor; la vida, inquietud; y la recompensa, desdén…» ¿Qué diablos significa esto? «La medida del amor…» Y sin embargo es así. Así ha escrito el dulce poeta de las rimas licenciosas. Y bien, mientes Sannazaro, porque si tu corazón hubiese sentido una opresión pareja de la mía, hubieras necesitado besar el látigo que te castigaba. Al trabajo, pues, dichosa Musa, y contradigamos lo que escribe el odio del poeta. (Escribe.) «La medida del amor es relativa, dulcísimos son sus problemas, vida sus placeres y goces de toda índole su recompensa». De haber vivido Annabella cuando Sannazaro celebró en su breve Encomium a Venecia, la reina de las ciudades, con seguridad no hubiera escrito este verso que le valió semejante suma de dinero. Una sola mirada de Annabella, y hubiera celebrado sus divinas mejillas. Oh… hasta qué punto mis pensamientos son…

VAZQUEZ – (Afuera.) Escuchad, os lo ruego. Dejadme anunciaros según las reglas de la cortesía. Dirán que he sido negligente en mi servicio.

SORANZO – ¿Qué grosera intrusión viene a irrumpir mi paz? ¿Es que no se puede estar tranquilo en ninguna parte?

VAZQUEZ – (Afuera.) Lo que hacéis no es digno de vuestro honor, palabra.

SORANZO – ¿Que sucede Vazquez? ¿Quién es? (Entran Hipólita y Vázquez.)

HIPOLITA – Soy yo. ¿Me reconoces ahora? Mira, perjuro, a la que fue engañada por ti y por tus locos deseos. Tu sensualidad me ha hecho despreciar a los hombres ¿y ahora debo ser desdeñada por tu corazón inconstante? Sabías, hipócrita libertino, cuando mi reputación estaba aún intacta, que todos los encantos del infierno o de la brujería no podían privar sobre el honor de mi corazón tan casto. Entonces tus ojos vertieron lágrimas, tu lengua juramentos; hasta tal punto que hasta un corazón de mi lecho legítimo, la muerte de mi esposo apresurada por su deshonor, la pérdida de mi reputación de mujer honrada ¿todo eso debe ser recompensado con el odio y el desprecio? No. Tienes que saber, Soranzo, que tengo en el alma el disgusto y el terror de tu esclavitud, como tu sientes desprecio por el recuerdo de todo lo pasado.

SORANZO – Sin embargo, querida Hipólita…

HIPOLITA – No me  llames «querida». Y no creas que con palabras hábiles llegarás a borrar la vergüenza de tu traición. Y no creas que es tu hermosa dama la que ha de triunfar sobre mi abatimiento. Dile de mi parte que soy de cuna más noble que la suya, y que esto me hace más libre que ella.

SORANZO – Eres demasiado violenta.

HIPOLITA – Y tú demasiado falso. ¿Ves este vestido, estos negros velos de duelo? Tú eres la causa de ellos. ¿Y quieres todavía hacerme viuda dentro de mi viudedad?

SORANZO – ¿Quieres escucharme ahora?

HIPOLITA – ¿Para escuchar nuevos perjurios? ¿Qué necesidad tienes de añadir todavía otros?

SORANZO – Voy a dejarte. Ya no tienes sentido común.

HIPOLITA – Ni tú cortesía.

VAZQUEZ – Por favor, señora. estáis sobrepasando los límites de la razón. aún si mi señor tuviera intenciones más nobles que las de la propia virtud, lo que conseguiríais es hacérselas abandonar. señor, no la atormentéis más. No hay duelo que dure cien años. Me atrevo a afirmar que la señora Hipólita ahora va a escuchar pacíficamente.

SORANZO – Hablar a una mujer enfurecida…¿Son estos los frutos de tu amor?

HIPOLITA – Son los de tu hipocresía. Falso: ¿no jurabas, aún en vida de mi marido, que no deseabas otra dicha sino la de llamarme esposa tuya? ¿No juraste que te casarías conmigo no bien él muriese? He aquí por qué tus juramentos, y el demonio que moraba en mi sangre, me obligaron a aconsejarle ese viaje peligroso a Liorna, allí donde supimos que su hermano había muerto dejando una hija joven y sin protección. Deseé vivamente que fuese en busca de esa joven; y él consintió y partió. Murió en camino, ya lo sabes. ¡Pobre hombre, que fue por mi consejo en busca de esa muerte! Y he aquí que tú, causa de todo, olvidas tus juramentos y me abandonas a mi vergüenza.

SORANZO – ¿Quién podía impedirlo?

HIPOLITA – ¿Quién, perjuro? Tú, tú hubieras podido, de tener un poco de confianza o un poco de amor.

SORANZO – Te equivocas. Mis juramentos pudieron no tener ningún valor. Recuérdalo: pudieron ser perversos, ilegales. Pecado más grande era mantenerlos que romperlos. en cuanto a mi no puedo ocultarte mi arrepentimiento. Pero ¿te das cuenta hasta qué punto te has disminuido a ti misma enviando a la muerte a tu marido? Un hombre tan noble por sus cualidades, por su alcurnia, por sus conocimientos… Un hombre tal que la ciudad de Pavia no podía mostrar otro tan perfecto.

VAZQUEZ – (Aparte a Soranzo.) Obráis mal. No era esa vuestra promesa.

SORANZO – Tanto me da. Hagámosla enfrentar con su indignidad. Sería yo maldito si permaneciese sujeto a tan negro pecado. (A ella) Mujer, no vuelvas a presentarte aquí; aprende a arrepentirte y a morir; porque, te lo juro por mi honor, te odio y odio tu lujuria. Has sido un colmo de insensatez. (Mutis.)

VAZQUEZ – (Aparte.) Ha representado su papel de una manera indigna.

HIPOLITA – Hasta qué punto este tonto desdeña su propia felicidad. Cree privarme de lo que ahora yo misma desdeño más de cuanto antes estimé: su amor. (Marcando el mutis.) Pero, dejémosle. Mi venganza aliviará su tormento.

VAZQUEZ – ¡Señora Hipólita! Dos palabras, os lo suplico.

HIPOLITA – ¿Es a mí?

VAZQUEZ – A vos, si no os parece mal.

HIPOLITA – ¿Qué ocurre?

VAZQUEZ – Sé que os sentís encolerizada, y que según pensáis, sobran motivos para estarlo. Es así, en efecto, pero no tanto como podeis suponer.

HIPOLITA – ¡De veras!

VAZQUEZ – Hablasteis con terrible amargura hasta la última sílaba y os aseguro que habeis estado demasiado incisiva. Palabra de honor, era imposible encontrar a monseñor en un momento menos propicio. Mañana será hombre diferente.

HIPOLITA – Bien, sabré aguardar.

VAZQUEZ – Lo decís con bastante acritud para que eso os haya nacido del corazón. Dejadme persuadiros.

HIPOLITA – ¿Acerca de qué?

VAZQUEZ – Para que os dirijais a él en un momento más acomodado. Si lograseis dominar un tanto vuestro humor mujeril, no sabeis hasta qué punto podriais adecuarlo a vuestros fines.

HIPOLITA – No me querrá jamás. Vazquez, has sido siempre un servidor demasiado fiel para semejante amo, y estoy segura de que tu recompensa será tan justa como la mía.

VAZQUEZ – Tal vez.

HIPOLITA – Si hubiera a mi lado alguien tan verdaderamente, tan realmente honrado y tan secreto como lo has sido tú para él, pensaría que no es gran recompensa convertirlo en amo, no sólo de todo lo que poseo, sino de mi propia persona.

VAZQUEZ – ¡Oh, sois una noble dama!

HIPOLITA – ¿Quieres seguir nutriéndote de esperanzas? Sé que eres ponderado… Y bien: considera cuál será la recompensa de un servidor de toda la vida.

VAZQUEZ – El olvido y la miseria.

HIPOLITA – Eso es. Pero, Vázquez, si quisieras participar de mis planes, si quisieras secundarme, aquí te juro que yo misma y todo lo que puedo considerar de mi pertenencia, estaremos a tu disposición.

VAZQUEZ – (Aparte.) ¡Así es como trabajas, viejo topo! (En voz alta.) No me considero con merecimientos que me hagan digno de tanto. Si yo pudiese…

HIPOLITA – ¿Qué?

VAZQUEZ – Lo que deseo es terminar mis días en mis posesiones, con plena paz y seguridad.

HIPOLITA – Dame la mano. Prométeme callar y secundarme para el buen éxito del plan que estoy imaginando. Y te juro por el cielo que una vez cumplido, te haré señor de mi persona y de mi fortuna.

VAZQUEZ – Vamos, es imposible. Me resisto a creer, a pensar en semejante felicidad.

HIPOLITA – Promete silencio y estamos de acuerdo.

VAZQUEZ – Bueno, hago un llamado a nuestros genios favorables para que nos protejan, cualquiera sea vuestro plan y esté dirigido contra quien lo esté. Me convertiré en un comediante extraordinario dentro de mi papel, y jamás ante nadie develaré el secreto hasta la completa ejecución del designio.

HIPOLITA – Tengo tu palabra; y tú por tu parte, ten la mía. Ven, continuaremos esta conversación. (Aparte.) Mis pensamientos se confortarán con este delicioso veneno; el placer de la venganza endulzará la amargura de mi tristeza. (Mutis, con Vázquez.)

Escena III – Una calle. – Entran Ricciardetto y Filotis

RICCIARDETTO – Considera, encantadora sobrina, mis extrañas desventuras; y como todo lo que me ocurre de favorable se torna en vergüenza para mi. En tanto los demás presencian mi deshonor, yo no soy sino espectador del mismo, y permanezco en silencio.

FILOTIS – ¿Pero, qué placer encontráis en ese disfraz?

RICCIARDETTO – Tu volandera tía goza de la más completa impunidad en sus extravíos. Piensa que he muerto durante el viaje que hice a Liorna para ir a buscarte, tal como yo mismo he hecho propalar. Quiero saber con qué impudor ahora da rienda suelta a sus inclinaciones y qué juicio merece de la opinión pública. Hasta ahora he tenido buen éxito.

FILOTIS – Vaya, temo que  tengáis como objeto una extraña venganza.

RICCIARDETTO – No te inquietes. Suceda lo que suceda, a ti te defenderá tu propia ignorancia de los hechos. Volviendo a lo nuestro: ¿supiste que el señor Florio piensa casar a su hija con Soranzo?

FILOTIS – Sí.

RICCIARDETTO – Pero ¿qué clase de amor encuentras que le profesa la joven Annabella?

FILOTIS – A lo que he podido darme cuenta, Annabella no tiene ninguna inclinación por él ni por ningún otro.

RICCIARDETTO – Hay ahí un misterio que sólo el tiempo podrá descubrir. Y ella ¿es amable contigo?

FILOTIS – Sí.

RICCIARDETTO – ¿Busca a menudo tu compañía?

FILOTIS – A menudo.

RICCIARDETTO – Muy bien, eso marcha tal como era mi deseo. Por el momento yo soy un médico, y en cuanto a ti nadie te conoce. Si todo sigue así, triunfaremos. Pero ¿quién se acerca? Lo conozco. Es Grimaldi, un militar romano pariente cercano del duque de Monferrato, y secretario del Nuncio del Papa que actualmente reside en Parma. Por su intermedio espera obtener la mano de Annabella.

GRIMALDI – (Entrando.) Que Dios os guarde, monseñor.

RICCIARDETTO – Déjanos, sobrina. (Mutis de Filotis.)

GRIMALDI – Amo a la hermosa Annabella y querría saber si vuestro arte no posee alguna receta para procurarme su afecto.

RICCIARDETTO – Monseñor, poseo alguna, pero con seguridad no os será de ningún provecho.

GRIMALDI – ¿Cómo así?

RICCIARDETTO – Si no estoy errado, gozáis del favor del Cardenal. Bien, por consideración a su eminencia me tomo la libertad de deciros que, si tratáis de casaros con la hija de Florio, os será necesario sobrepasar un gran impedimento que os separa de ella.

GRIMALDI – ¿Qué queréis decir?

RICCIARDETTO – Soranzo posee el corazón de Annabella; y en tanto él siga con vida, tened la certez de que nada lograréis.

GRIMALDI – Es el hombre a quien más odio en el mundo. Voy en su busca.

RICCIARDETTO – No vayáis. Pero seguid mi consejo. Por respeto a su eminencia el Cardenal, encontraré el medio de poneros sobre aviso cuando él y ella tengan una entrevista. Y, para estar cierto de que no saldrá indemne, os daré un veneno con el cual humedeceréis la punta de vuestra espada. Morirá, aunque tenga más cabezas que la hidra.

GRIMALDI – ¿Debo creeros, doctor?

RICCHIARDETTO – Como en vos mismo, no lo dudéis. (Mutis, Grimaldi.) Así lo decreta el destino. Soranzo, causa de mi fracaso, sucumbirá por mi empeño. (Mutis.)

Escena IV – Otro lugar de la calle – Entra Donado con una carta. Lo siguen Bergetto y Poggio.

DONADO – Bien, heme aquí convertido en tu secretario y mensajero, Bergetto. No sé cuál será el efecto de esta misiva, pero temo que si llegas a hablarle personalmente no termines por deshacer lo que yo he hecho.

BERGETTO – Por favor: ¿acaso no soy lo bastante maduro como para llevar una carta por mi propia cuenta?

DONADO – Por tu cuenta… ¿tú? ¿Tú que tienes entre los hombros una cabeza de tonto? ¿Tú pollino, tú querrías escribir una carta, Y además llevarla a destino?

BERGETTO – Por supuesto que lo querría; y además me agradaría leerla de viva voz. Entended, que si ella no me cree cuando me oye hablar directamente, menos creerá al leer lo que otro ha escrito por mí. Me tomáis por un estúpido, querido tío. No, señor. Poggio sabe que he compuesto una carta por mí mismo.

POGGIO – Es verdad, monseñor. La tengo en mi bolsillo.

DONADO – Debe ser famosa. Muéstramela.

BERGETTO – Me cuesta leer mi propia escritura. Léela tú, Poggio, léela.

DONADO – Empieza ya.

POGGIO – (Leyendo.) «Mi apetitosa y encantadora señora; podría llamaros hermosa y mentir con tanta facilidad como cualquiera de vuestros enamorados. Pero mi tío es hombre mayor y pongo en sus manos esa tarea como más conveniente a su edad y al color de sus barbas. Puedo deciros que soy muy capaz de bromear cuando la ocasión se me presenta. Si preferís su ingenio al mío propio, os casaréis conmigo, y si preferís el mío al suyo, yo me casaré con vos. No me resta sino encomendarme a vos. En cuanto a mí me considero vuestro por lo alto y por lo bajo, según prefiráis. Bergetto

BERGETTO – ¡Ja, ja! ¿No es formidable querido tío?

DONADO – Sí, formidable, a fe mía… para avergonzarnos a todos. ¿De quién has tomado consejo para redactar una carta tan elaborada?

POGGIO – De nadie, lo juro. Yo fui su consejero.

BERGETTO – Todo salió de mi propio cerebro, gracias a Dios.

DONADO – Vete a casa, y quédate ahí hasta mi regreso.

BERGETTO – ¿A casa? ¡Esto es una burla, me parece! Palabra, que no he de aceptarla.

DONADO – ¿Te niegas? Está bien, pero si antes de mi regreso oigo que alguien habla de tus bufonadas y de tus extravagancias, lo pasarás mal. Cuidado con lo que haces, pues. (Mutis.)

BERGETTO – Poggio, corramos a ver a  ese caballo que tiene la cabeza en lugar de la cola.

POGGIO – Atención a las coces, monseñor.

BERGETTO – ¿Me tomas por una criatura, Poggio? Vamos, honrado Poggio, vamos. (Mutis.)

Escena V – La celda del Hermano Buenaventura. Entran el Hermano Buenaventura y Giovanni.

HNO. BUENAVENTURA – Calla, me has hecho un relato, cada una de cuyas palabras amenaza al alma con una eterna carnicería. Lamento haberte escuchado. ¿Por qué no habré ensordecido antes de tu llegada? Desgraciada criatura, reprobada por los religiosos fundadores de mi orden, día y noche he agotado mis fuerzas tratando de mantener mis pobres ojos abiertos para llorar por ti. Pero el cielo está airado, y puedes quedar satisfecho: eres un hombre destinado a conocer el mal. Ya puedes esperarlo. Tal vez demore en presentarse, pero se presentará con toda seguridad.

GIOVANNI – Padre mío, lo que decís no es caritativo. Os probaré que lo que he hecho es cosa digna y buena. La forma y la naturaleza del espíritu deben convenir a la forma y a la naturaleza del cuerpo… Este es un principio que vos mismo me habéis enseñado cuando yo era vuestro discípulo. De ahí que, cuando el cuerpo es bello, el espíritu debe ser virtuoso. Y si lo admitís, ¿la virtud no es acaso la razón depurada, y el amor no es acaso su quintaesencia? Lo cual prueba que siendo la belleza de mi hermana de una extraordinaria pureza, a la vez es de una extraordinaria virtud. Sobre todo en su amor, precisamente en este amor: el que ella siente por mí. Y si eso ocurre con su amor por mí, lo mismo pasa con mi amor por ella. Puesto que los motivos son idénticos, las consecuencias son equivalentes.

HNO. BUENAVENTURA – ¡Oh, ignorancia de la sabiduría! ¡Cuántas veces no te habré prevenido contra eso! En efecto, si estuviésemos persuadidos de que no existe ni Dios, ni cielo ni infierno, guiados por la sola luz de la naturaleza como la filosofía de antaño, entonces sí, tal vez tu caso sería defendible. Pero no es así, y ya verás, pobre insensato, que la naturaleza es ciega ante el cielo.

GIOVANNI – Vuestros años os gobiernan. Si sintiérais en vos una juventud pareja de la mía, habríais hecho de su amor un cielo y de ella misma una diosa.

HNO. BUENAVENTURA – Bien, ahora veo que te has vendido en cuerpo y alma al infierno. No está en mis oraciones la facultad de rescatarte. sin embargo, déjame darte un consejo: trata de convencer a tu hermana acerca de la conveniencia de un matrimonio.

GIOVANNI – ¡Un matrimonio! Eso valdría condenarla, valdría descubrir la avidez de sus sentidos.

HNO. BUENAVENTURA – Desventurado, si no consientes, permíteme al menos confesarla antes de que pueda morir sin absolución.

GIOVANNI – Como gustéis, padre mío. Así os dirá  cuán tiernamente ama mi amor incomparable. Así sabréis qué horroroso sería arrancar al uno de los brazos de la otra. Examinad bien su rostro, y en tan pequeño óvalo, observaréis todo un mundo extrañamente variado. Acerca del color, los labios; de los dulces perfumes, su aliento; de las piedras preciosas, sus ojos; de los hilos del oro más puro, su cabellera; y en cuanto al más delicioso ramillete de flores, sus mejillas; cada parte de su cuerpo es una maravilla. Oídla hablar y juraréis que las esferas destilan música para los habitantes del cielo. Pero, padre mío, de lo que no ha sido creado sino para el placer, no hablaré, por temor de ofender vuestros oídos.

HNO. BUENAVENTURA – Cuanto más te escucho, más piedad me inspiras. Tú, tan eminente, entregado con todo tu talento a una segunda muerte. No puedo sino orar. Pero si te dejases guiar, podría aconsejarte bien.

GIOVANNI – ¿Cómo?

HNO. BUENAVENTURA – Déjala, abandónala. El trono de la misericordia está por encima de nuestro pecado. Todavía ambos tenéis tiempo para arrepentirnos.

GIOVANNI – Para besarnos. Si no, que el tiempo borre por entero cuánto queda de él. Ella es como soy yo, y yo soy como ella: decididos.

HNO. BUENAVENTURA – Basta, iré a verla. Esto me atormenta demasiado. He aquí dos almas perdidas. (Mutis.)

Escena VI – Habitación en la casa de Florio. entran Florio, Donado, Annabella y Putana.

FLORIO – ¿Dónde está Giovanni?

ANNABELLA – Acaba de salir. Le oí que pensaba visitar a su maestro, el Hermano Buenaventura.

FLORIO – Es un hombre bendecido por el cielo, un santo. Confío en que él sabrá enseñarle el camino para ganar la salvación.

DONADO – Hermosa señora, he aquí una carta que os envía mi joven sobrino. Puedo juraros que os ama. Ah, si pudiéseis ser a veces testigo de sus lágrimas y de sus suspiros, sabríais que su pecho es una cárcel para su corazón.

FLORIO – Tómala, Annabella.

ANNABELLA – (Recibiendo la carta) ¡Pobre joven!

DONADO – ¿Qué ha dicho?

PUTANA – Con vuestro permiso, señor, ha dicho: «¡Pobre joven!». Cada noche, antes de dormirse le hablo de vuestro sobrino, porque querría hacerla soñar con él. Y ella me escucha religiosamente.

DONADO – ¿De veras? Que Dios te lo pague, Putana. Y entre tanto, ten algo para ti. (Le da dinero.) Y te ruego que hagas por él lo que puedas. No habrás perdido tu tiempo, créeme.

PUTANA – Os lo agradezco de todo corazón, señor. Y ahora que me habéis mostrado vuestro modo de pensar, dejadme actuar a mí sola.

ANNABELLA – Putana.

PUTANA – ¿Me llamáis?

ANNABELLA – Guarda esta carta.

DONADO -Señor Florio, rogadle que la lea enseguida.

FLORIO – Léela, te lo ruego.

ANNABELLA – La leo, señor. (Lee)

DONADO – ¿En qué disposición la encontráis?

FLORIO – La verdad, no lo sé. No tan bien como sería mi deseo.

ANNABELLA – Señor, quedo deudora de vuestro sobrino. Le devuelvo la joya que me envía, puesto que, si me ama, considero que su amor es en sí mismo una joya.

DONADO – ¿Os parece? No, aceptad ambas, dulce joven.

ANNABELLA – Perdonadme, pero no puedo.

FLORIO – ¿Dónde está el anillo que te regaló tu madre para no ser entregado a nadie sino al hombre destinado a ser tu marido?

ANNABELLA – No lo tengo.

FLORIO – ¿No lo tienes? ¿Dónde está, pues?

ANNABELLA – Mi hermano se lo llevó esta mañana. Dijo que quería usarlo.

FLORIO – Bien, ¿pero qué piensas del joven Bergetto? ¿Te hace feliz comprometerte con él? Habla.

ANNABELLA – Señor… ¿Me permitís una franqueza?

FLORIO – Te la permito.

ANNABELLA – Señor Donado, si vuestro sobrino ansía realizar el brillo de su destino mediante esta alianza, la esperanza que pone en mí entorpecerá tal ansiedad. Señor, si lo amáis, y yo sé que lo amáis, haced que elija mujer más digna que yo de su elección; porque lamento deciros que estoy segura de no llegar  a ser jamás su mujer.

DONADO – He ahí una conducta sincera, al menos. Os felicito, y lo peor que deseo es que el cielo os bendiga. Esto no impedirá que vuestro padre y yo sigamos siendo buenos amigos. ¿No es así señor Florio?

FLORIO – ¿Por qué no? Mirad, llega vuestro sobrino. (Entran Bergetto y Poggio.)

BERGETTO – ¿Dónde está mi tío?

DONADO – ¿Qué nuevas hay, ahora?

BERGETTO – ¡Sosegáos, querido tío! Señores: acertáis pensando que no es sin un propósito que me encuentro aquí. (A Annabella.) ¿Habéis leído mi carta? Os habrá hecho cosquillas, me imagino.

POGGIO – (Aparte, a Bergetto.) Sería más agradable hacerle cosquillas en otra parte.

BERGETTO – Mi dulce paloma, voy a contaros una cosa divertida que acaba de ocurrirme. Adivinad de qué se trata.

ANNABELLA – ¿Para qué adivinar si vos mismo vais a contarlo?

BERGETTO – Hace un instante, mientras marchaba por la acera, tropecé con un valentón empeñado en ocupar el lado de la pared. Me empujó y osadamente lo llamé pillastre. En el acto me rogó que retirase el calificativo. Le dije que pensaba aún más de cuanto había expresado. Al ver que me negaba… pues, me descalabró la cabeza con la empuñadura de su espada y me envió a hacer cabriolas a la cuneta.

DONADO – (Aparte.) ¡ Habráse visto pollino semejante!

ANNABELLA – Pero vos, ¿qué le dijísteis entre tanto?

BERGETTO – Me burlé de él hasta que sentí la sangre humedecerme las orejas. Entonces no encontré nada mejor sino ponerme a gritar tan desgraciadamente que un hombre muy barbudo – dicen que se trata de un médico acabado de llegar aquí – me llevó a su casa y me puso un emplasto. Además, había allí una joven que me lavó la cara y las manos con mucha delicadeza. Creo que la amaré toda la vida. ¿Verdad, Poggio?

POGGIO – Incluso os dió un beso.

BERGETTO – Parece que no me creéis, tío, sin embargo juro que os digo la verdad.

DONADO – Quiera el cielo que quien te descalabró de ese modo te haya infundido un poco de juicio; porque mucho me temo que no llegues a tener ninguno jamás.

BERGETTO – Pero, querido tío, os repito que había allí una joven cuya sola presencia es capaz de regenerar a un hombre. Su rostro, señora Annabella, me pareció diez veces más hermoso que el vuestro.

DONADO – (Aparte.) ¿Ha nacido jamás idiota semejante!

ANNABELLA – Me alegra que esa joven os agrade tanto.

BERGETTO – Sois muy amable; os lo agradezco.

FLORIO – Quizá se trate de la sobrina de ese médico que estaba aquí días pasados.

BERGETTO – La misma.

DONADO – ¿Cómo sabes que es la misma, ignorante?

BERGETTO – ¿No acaba de decirlo el señor Florio? Si lo desmiento recibiré un castigo, cosa a la que me opongo.

FLORIO – A lo que yo sé, se trata de una joven modesta y muy bien educada.

DONADO – ¿Ah, sí?

FLORIO – Si es que no me equivoco.

DONADO – (A Bergetto.) Bien, se te devuelve la libertad. No te preocupes en mandar más cartas. Se te despide. La señora Annabella no tiene interés en ti.

BERGETTO – ¿Y a mí qué me importa? Lo que sobra en Parma son muchachas casaderas. ¿No es así, Poggio?

POGGIO – Con toda seguridad, señor.

DONADO – Señor Florio, os agradezco la ayuda que me habéis prestado. (A Annabella.) tocante a vos, hermosa joven, os hago obsequio de esta alhaja para vuestras bodas. (A Bergetto.) Vamos.

BERGETTO – Adiós, señora, adiós. (Mutis Donado, Bergetto y Poggio. entra Giovanni.)

FLORIO – ¿Dónde has estado, hijo mío? ¿Por qué siempre tan solo? No me gusta verte así. Deberías dejar de lado los libros. Tu hermana acaba de desembarazarse de su bufón. En fin, Soranzo es el único pretendiente de mi agrado. Piénsalo, Annabella. Vamos, se hace tarde. Ya es hora de cenar. (Mutis.)

GIOVANNI – ¿De dónde proviene es alhaja?

ANNABELLA – Obsequio de algún enamorado.

GIOVANNI – Ya me lo parecía.

ANNABELLA – El señor donado me la dió para mis bodas.

GIOVANNI – Devuélvela, puesto que no la vas a usar.

ANNABELLA – ¿Qué? ¿Estás celoso?

GIOVANNI – Es lo que sabrás dentro de un momento con más calma. ¡Sé bienvenida, dulce noche! La oscuridad corona el día. (Mutis ambos.)

                                                             T E L O N

A C T O   T E R C E R O

 

Escena I – Una habitación en la casa de Donado. Entran Bergetto y  Poggio.

BERGETTO – Mi tío me trata todavía como a un párvulo. No, Poggio, ya se va a convencer de que tengo una cabeza sobre los hombros.

POGGIO – No hay que dejarse manejar como el gato al ovillo.

BERGETTO – He de conseguir a la doncella, así tenga diez tíos como él.

POGGIO – La verdad es que la joven os ha puesto buena cara.

BERGETTO – Y su tío jura que me casaré con ella.

POGGIO – Lo juró; me acuerdo.

BERGETTO – ¿Viste el herrete que me obsequió, y el pote de mermelada?

POGGIO – Cierto; y cuando os besó se me hizo agua la boca.

BERGETTO – Te repito que estoy resuelto, Poggio. Me siento lleno de valor. La audacia crece dentro de mí.

POGGIO – ¿Ya no teméis a vuestro tío?

BERGETTO – Que lo cuelguen a ese viejo tunante. Te digo que he de conseguir a la doncella.

POGGIO – Aprovechad el momento ya que estás en forma.

BERGETTO – Me siento capaz de dar satisfacción a todas las prostitutas de Bridewell. ¿Te asombra, Poggio? (Mutis ambos.)

Escena II – Habitación en la casa de Florio. entran Florio, Giovanni, Soranzo, Annabella, Putana y Vázquez.

FLORIO – Señor Soranzo, debo confesaros que si bien son de gran interés las propuestas que se me hacen para el casamiento de mi hija, la seguridad que tengo acerca de vuestro destino, ha prevalecido por encima de todos los demás pretendientes. Hela aquí. Annabella conoce mis intenciones. Habladle. (A Annabella.) Y tú, trata a la nobleza según sus merecimientos. Os dejo solos. (A Giovanni.) Ven, hijo. Y vosotros, todos, dejad que se pongan de acuerdo como puedan.

SORANZO – Os lo agradezco, señor.

GIOVANNI – (A Annabella, aparte.) Hermana mía, no seas demasiado mujer, piensa en mí.

SORANZO – Vázquez, espérame afuera. (Mutis todos, menos Soranzo y Ananabella.)

ANNABELLA – ¿Qué queríais decirme, señor?

SORANZO – ¿No lo sabéis, acaso?

ANNABELLA – Pensáis decirme que me amáis.

SORANZO – Además de jurároslo. ¿Lo creeréis?

ANNABELLA – No es artículo de fe. (Entra Giovanni y se oculta sin ser visto.)

SORANZO – ¿No tenéis ninguna intención de amar?

ANNABELLA – Sí, pero no a vos.

SORANZO – ¿A quién, pues?

ANNABELLA – Es lo que resolverá el destino.

GIOVANNI – (Aparte.) el destino cuyo amo soy yo en este momento.

SORANZO – ¿Qué es lo que deseáis dulce jovencita?

ANNABELLA – Vivir y morir virgen.

SORANZO – ¡Oh, eso no!

GIOVANNI – (Aparte.) ¡Vaya idea muy femenina!

SORANZO -Si pudiéseis ver mi corazón, sabríais que…

ANNABELLA – Que estáis muerto.

GIOVANNI – (Aparte.) ¡Ojalá fuese cierto!

SORANZO – ¿No véis estas verdaderas lágrimas de amor?

ANNABELLA – No.

SORANZO – Imploran vuestro consentimiento.

ANNABELLA – Sin embargo no oigo nada.

SORANZO – Escuchad mi ruego, Annabella.

ANNABELLA – ¿Cúal es?

SORANZO – Que me permitáis vivir.

ANNABELLA – Vivid por cuenta vuestra.

GIOVANNI – (Aparte.) Otra como esa y sus esperanzas fenecen.

SORANZO – Señora, dejemos de lado estos juegos estériles, y sabed que os he amado larga y profundamente. No es el interés de lo que poseéis sino de lo que sois, lo que me atrae. No me dejéis, pues, padecer los rigores de vuestro casto desdén. Si estoy enfermo es porque mi corazón está enfermo.

ANNABELLA -¡Socorro! ¡Un poco de aqua-vitae y una bacinilla!

SORANZO – ¿Qué queréis decir?

ANNABELLA – ¿No es que estáis enfermo?

SORANZO – ¡Os burláis de mi amor! Estas ironías no condicen con vuestra modestia ni con vuestra edad.

ANNABELLA – Para quitaros toda suerte de dudas, os diré, señor, que vuestro sentido común debería advertiros que si yo os amase, o si tuviera alguna intención de amaros, os hubiera dado ciertas esperanzas. Pero como sois un gentilhombre a quien no querría ver dilapidar su juventud en una espera inútil, prefiero aconsejaros que no insistáis en vuestras intenciones. Creedme que si os hablo así es por vuestro bien.

SORANZO – ¿Sois realmente vos quien me habla así?

ANNABELLA – Sí, yo. Con todo, puedo daros este consejo: sabed que si mis ojos hubieran debido elegir a uno entre los que me pretenden, os hubiera elegido a vos. Que esto os baste. Sed noble, prudente y discreto. Escuchad ahora: si alguna vez la virtud ha habitado en vuestra alma, si alguna vez las nobles intenciones os han servido de guía, si necesitáis que crea en vuestro amor… por piedad, que mi padre no sepa jamás por vuestra boca lo que ha ocurrido entre nosotros. Y si, más adelante, me veo en precisión de casarme con alguien, me casaré con vos…

SORANZO – Recordaré vuestras palabras.

ANNABELLA – ¡Oh, oh, mi cabeza!

SORANZO – ¿Qué pasa? ¿No os sentís bien?

ANNABELLA – ¡Oh! Me siento mal.

GIOVANNI -(Aparte.) ¡Que el cielo la proteja! (Sale de su escondite.)

SORANZO – ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Aquí! (Entran Florio y Putana.) ¡Ved a vuestra hija, señor Florio!

FLORIO – Sostenedla, se desmaya.

GIOVANNI – Hermana ¿cómo te sientes?

ANNABELLA – ¿Hermano, estáis ahí? Me siento mal.

FLORIO – Llevadla a la cama. Entre tanto haré llamar al médico. Pronto, pronto.

PUTANA – ¡Pobre pequeña! (Mutis todos, menos Soranzo. entra Vázquez.)

SORANZO – Heme aquí, doblemente arruinado. Vázquez: en mi presente y en mi futuro. Me dijo claramente que no me ama; y acto seguido se sintió mal. Temo que su vida está en peligro.

VAZQUEZ – (Aparte.) También la vuestra, si lo supiérais todo. (Alto.) Lo lamento, señor. Tal vez no se trate sino de un reventón de la doncellez, y entonces no hay otro remedio sino un rápido casamiento. Pero ¿os ha rechazado en forma terminante?

SORANZO – Sí y no. Ah, estoy muy triste. Vamos: te contaré de camino lo que Annabella me dijo.

Escena III – Otra habitación en la casa de Florio. Entran Giovanni y Putana.

PUTANA – ¡Oh, señor, estamos completamente perdidos y deshonrados para siempre! Vuestra hermana, oh, vuestra hermana…

GIOVANNI – ¿Qué sucede? ¡Por el amor de Dios, habla! ¿Cómo está?

PUTANA – ¿Para qué habré nacido, para qué?

GIOVANNI – ¡Dime que no ha muerto, por favor!

PUTANA – Peor. Está encinta. Sabéis bien lo que habéis hecho; ahora es tarde para arrepentiros, que el cielo os perdone y ampare.

GIOVANNI – ¿Encinta? ¿Cómo lo sabes?

PUTANA – ¿Creéis que a mis años debo ignorar el significado de las bascas, los vómitos, los cambios de color, los antojos, amén de otro pormenor que os podría nombrar? Os lo ruego, por su honor y por el vuestro, no perdáis tiempo en indagar cómo ello ha ocurrido. Está encinta, podéis creerme, y si la hacéis examinar por un médico estáis perdido.

GIOVANNI – Pero ¿cómo se siente?

PUTANA – Mejor. Fué un malestar como tantos de los que va a tener en adelante.

GIOVANNI – Háblale de mí, dile que no se inquiete y arréglate para que no la vea ningún médico. Imagina disculpas, encuentra motivos que expliquen su malestar hasta que yo esté de regreso. ¡Oh, preocupaciones! ¡Mi cabeza estalla! No la alarmes. Si mi padre intenta visitarla dile que se ha recobrado, que fue una simple descompostura. ¿Me entiendes, mujer? Ten cuidado.

PUTANA – Id tranquilo, señor.

Escena IV – Otra habitación en la casa de Florio. Entran Florio y Ricciardetto.

FLORIO – ¿Cómo la encontráis señor doctor?

RICCIARDETTO – Bastante bien. No veo ningún peligro. Apenas si se la nota enferma. Me dijo que comió melón y que eso perturbó su joven estómago.

FLORIO – ¿Le habéis ordenado alguna pócima?

RICCIARDETTO – Un purgante liviano, y nada más. No tenéis por qué inquietaros. Pienso que su malestar se debe a robustez de la sangre, ¿me entendéis?

FLORIO – Demasiado. Dentro de poco se encontrará casada son que haya tenido tiempo de darse cuenta de nada.

RICCIARDETTO – No os apresuréis. No debéis hacer una elección indigna.

FLORIO – Sabré elegir, señor doctor. Soranzo es el marido que le destino.

RICCIARDETTO – Noble y virtuoso gentilhombre, Soranzo.

FLORIO – Como no hay otro en toda Parma. El hermano Buenaventura, antiguo preceptor de mis hijos, vive cerca de aquí. Los casaré en su celda.

RICCIARDETTO – Obráis con juicio.

FLORIO – Le enviaré un recado. (Entran el Hermano Buenaventura y Giovanni.) Aquí lo tenemos. Sed bienvenido, hermano. El cielo bendice la casa donde vos entráis.

GIOVANNI – Con toda diligencia, señor, he hecho lo posible para arrancar a este santo hombre de su celda, a fin de que asista a mi hermana con sus confortaciones espirituales en este trance penoso, y para que pueda absolverla ante su temor a la muerte.

FLORIO – Bien hecho, Giovanni. Has puesto de relieve tu inquietud de creyente y tu amor de hermano. Venid, padre; os llevaré a su habitación y os pediré una cosa.

HNO. BUENAVENTURA – Hablad, señor.

FLORIO – Antes de morir necesito ver a mi hija casada como se debe. Sois hombre de pro. Una sola palabra vuestra la persuadirá más que nuestros mejores discursos.

HNOS. BUENAVENTURA – Señor, le diré todo esto para que el cielo venga en su ayuda. (Mutis ambos.)

Escena V – Habitación en la casa de Ricciardetto. Entra Grimaldi.

GRIMALDI – Si el doctor hace honor a la palabra empeñada, Soranzo tiene veinte probabilidades contra una para que Annabella no le pertenezca. Si no, Soranzo ha de morir. Sé que este no es un acto muy noble ni que convenga al valor de un soldado; pero cuando el mérito no sirve, debe ser suplido por la intriga. (Entra Ricciardetto.)

RICCIARDETTO – Llegáis en buen momento. Está convenido que esta misma noche Soranzo se case con Annabella.

GRIMALDI – ¡Cómo!

RICCIARDETTO – Aguardad. El lugar elegido es la celda del Hermano Buenaventura. Tratad de emplear la noche vigilando las vecindades. Si el hombre se os escabulle mañana será tarde.

GRIMALDI – ¿Tenéis el veneno?

RICCIARDETTO – Aquí está. Su efecto es seguro. Sed rápido y certero.

GRIMALDI – No fallaré.

RICCIARDETTO – Marchaos. Es peligroso que os vean aquí. Amigo vuestro.

GRIMALDI – Digo lo mismo. (Mutis.)

RICCIARDETTO – Ya está hecho. Si esto se logra habré coronado mi venganza. Los que sueñan boda quizá tengan que llorar la muerte del novio Pero, vayamos a mi otro asunto. (Llama.) ¡Filotis! (Entra Filotis.) Mi encantadora sobrina, ¿has pensado en mi proyecto?

FILOTIS – Tal como me lo aconsejáisteis, mi corazón aprende a marlo. Quiere casarse conmigo esta misma noche, por temor de que su tío se entere y le dé un tirón de orejas.

RICCIARDETTO – ¡Esta misma noche! Mejor que mejor; pero déjame pensar… Ah, sí, está muy bien… Disfrazados… Iremos temprano a la celda del Hermano Buenaventura. Tengo una idea. (Entran Bergetto y Poggio.) Sé bienvenido, mi digno sobrino.

BERGETTO –  (A Filotis.) ¡Venid a besarme, preciosa criatura! ¡Ah, Poggio! (La besa.)

RICCIARDETTO – Separaos un poco. Ya tendréis tiempo más adelante. Tenemos que hablar.

BERGETTO – ¿No tenéis alguna confitura para mi?

FILOTIS – Habrá lo que queráis, amor mío.

BERGETTO – «Amor mío» ¿Has oído, Poggio? A fe mía, no puedo dejar de besarla de nuevo por ese «Amor mío». Poggio, siento un extraño sobresalto a la altura del vientre… ¿Qué será?

POGGIO – (A Ricciardetto.) ¿No tenéis alguna medicina para eso, doctor?

RICCIARDETTO – Sed  formales. Cuando hayamos hecho lo que hay que hacer, tendréis todo el tiempo para besarla, y aún para casaros con ella.

Escena VI – El cuarto de Annabella. Mesa con candelabros. Annabella se está confesando con el Hermano Buenaventura.

HNO. BUENAVENTURA – Me regocija tanta contrición, porque, creedme, me habéis descubierto un alma tan impura y culpable que me asombra el ver que la tierra no se ha abierto ante vos para devoraros. Llorad, llorad. Este llanto os hará bien. Llorad más copiosamente, mientras rezo una oración.

ANNABELLA – ¡Miserable criatura!

HNO. BUENAVENTURA – ¡Oh, sí, miserable criatura, desgraciada criatura, casi condenada en vida! Escuchad hija mía. Hay un lugar debajo de una negra ojiva donde la luz no penetra jamás. todo allí es fuego consumido por un horror llameante. La claridad es sulfurosa, y las tinieblas infectas son sofocadas por nubosidades de humo. Ese lugar conoce millares y millares de muertos que no mueren jamás. Ahí rugen sin apiadar a nadie las almas condenadas. Ahí los glotones son alimentados con escuerzos y serpientes. Ahí vierten aceite hirviente en la garganta de los alcohólicos. El usurero es obligado a deglutir copas llenas de oro líquido. El criminal es apuñalado de continuo sin gozar jamás de la muerte. Al corrompido se le extiende sobre una reja de acero al rojo, mientras en su alma sufre el tormento de la lujuria exasperada.

ANNABELLA – ¿No queda algún camino para salir de tanta miseria?

HNO. BUENAVENTURA – Queda. El cielo es misericordioso y todavía os brinda su perdón. He aquí lo que debéis hacer: antes que nada, para salvar vuestro honor, os casaréis con el señor Soranzo. Luego, para salvar vuestra alma, debéis abandonar esta vida pecadora y no vivir sino para vuestro esposo.

ANNABELLA – ¡Desgraciada de mí!

HNO. BUENAVENTURA – No suspiréis. Sé que es duro renunciar a los atractivos del pecado. Pero debéis hacerlo. ¿Sois feliz?

ANNABELLA – Lo soy.

HNO. BUENAVENTURA – Mejor así. ¿Quién es? (Entran Florio y Giovanni.)

FLORIO – ¿Habéis llamado, padre?

HNO. BUENAVENTURA – ¿El señor Soranzo está ahí? ¿Lo habéis puesto al corriente de todo?

FLORIO – Lo puse. Está encantado.

HNO. BUENAVENTURA – También nosotros. Rogadle que suba.

GIOVANNI – (Aparte.) Mi hermana llora. Temo la falsedad de este fraile. (Alto.) Voy a llamarlo. (Mutis.)

FLORIO – ¿Estás resuelta, hija?

ANNABELLA – Lo estoy, padre mío. (Giovanni vuelve con Soranzo y Vázquez.)

FLORIO – Monseñor Soranzo, dadme la mano. Os doy esta en cambio. (Une las manos de Annabella y Soranzo.)

SORANZO – ¿Vos también consentís, señora?

ANNABELLA – Juro vivir con vos y para vos.

HNO. BUENAVENTURA – ¡Que mi bendición os acompañe! Lo que queda por hacer lo haréis con el sol de la mañana.

Escena VII – Calle delante del Monasterio. Entra Grimaldi con la espada desenvainada y un farol.

GRIMALDI – Ya es alta noche, y empero es demasiado temprano para rematar semejante empresa. (Se sienta en el suelo.) Veremos qué puede ocurrir. (Entran Bergetto y Filotis con antifaces, seguidos de cerca con Ricciardetto y Poggio.)

BERGETTO – Creo que casi hemos llegado, amor mío.

GRIMALDI – (Aparte.) Alguien dice «Amor mío»… ¡Es él! (Se levanta.) Ahora guía mi mano justicia irritada. ¡Al corazón! (Alto, a Bergetto.) ¡En guardia, señor! (Le clava la espada y huye.)

BERGETTO – ¡Socorro! ¡Tengo una puntada en el vientre! ¡Pronto, un cirujano, Poggio!

FILOTIS – ¿Qué os pasa, amor mío?

BERGETTO – Estoy seguro de que no estoy meando, y sin embargo me siento mojado por delante y por detrás. ¡Luz, traedme una antorcha!

FILOTIS – ¡Socorro! Algún facineroso acaba de asesinar a mi amado!

RICCIARDETTO – ¡Oh, que el cielo lo proteja! Despierta en el acto a los vecinos, Poggio, y trae antorchas. (Mutis, Poggio.) ¿Qué tienes, Bergetto? ¡Asesinado! Imposible. ¿Estás seguro de que te han herido?

BERGETTO – El vientre me arde como una olla en el fuego. Un poco de agua helada, por favor, si no se va a poner a hervir. Me transpira el cuerpo. Podéis retorcer mi camisa. Tócame aquí. ¿Y Poggio? (Poggio vuelve con los soldados y unas antorchas.)

POGGIO – Aquí estoy. ¿Cómo os encontráis, mi amo?

RICCIARDETTO – Dame una antorcha. ¡Qué veo! Bañado en sangre. (A los soldados.) Señores: el sobrino del señor Donado ha sido asesinado. Perseguid al asesino en la ciudad. No puede andar lejos. Perseguidlo, os conjuro. (Los soldados hacen mutis.) Desgarra tus enaguas, sobrina, para vendar sus heridas. Valor, amigo mío.

BERGETTO – ¿Todo esto es sangre? Entonces ya puedo ir diciendo buenas noches. Poggio, ruega a mi tío que por mi recuerdo sea cariñoso con esta joven. Oh, voy por mal camino: me duele el vientre. Adiós, Poggio, adiós. (Muere.)

FILOTIS – ¡Ha muerto!

POGGIO – ¿Ha muerto?

RICCIARDETTO – Sí, pero no es momento para llorar. Llevadlo a su casa. Nosotros iremos en persecución del asesino. (Mutis con Filotis.)

POGGIO – ¡Oh, mi amo, mi amo, mi amo!

Escena VIII – Habitación en casa de Hipólita. Entra ésta seguida de Vázquez.

HIPOLITA – ¿Se ha comprometido con ella?

VAZQUEZ – Yo estaba presente.

HIPOLITA – ¿Cuándo es la boda?

VAZQUEZ – Dentro de dos días.

HIPOLITA – ¡Dos días! Por qué no faltarán dos horas para enviarlo a dormir su último sueño. Ya verás cómo sabré portarme Vázquez.

VAZQUEZ – No dudo de vuestro valor. Ni vos dudáis de mi discreción, supongo.

HIPOLITA – Seré tuya pese al deshonor. ¡De modo que ya se casa! ¡Qué malvado! Estoy segura de que reiría al verme llorar.

VAZQUEZ – Sería una infamia.

HIPOLITA – No, déjalo reir. Yo estoy resuelta; no sé si tú lo estás tanto como yo.

VAZQUEZ – Mi traición es insignificante, dada la dicha a que me permitís aspirar, señora.

HIPOLITA – Tendrás incluso mi corazón, Vázquez. Deja que mi juventud se entregue a estos nuevos placeres. Si tenemos éxito, a Soranzo no le quedan sino dos días de vida.

Escena XI – Calle ante la casa del Cardenal. LLegan Florio, Donado, Ricciardetto, Poggio y los soldados.

FLORIO – Hay que tener valor, señor Donado. Lo hecho, hecho está. Dejáos de lágrimas y reclamad justicia.

RICCIARDETTO – Confieso que cometí el error de no poneros sobre aviso acerca del amor que había nacido entre Bergetto y mi sobrina. Pero su lamentable suerte me afecta tanto como si se tratase de mi propio hijo.

DONADO – ¡Pobre muchacho! Estoy seguro de que no quería mal a nadie.

FLORIO – Yo también lo estoy. Pero, aguardad, amigos míos: ¿estáis seguros de que el asesino entró aquí?

SOLDADO – Con vuestro permiso, señor, tenemos la certeza de que alguien, con una espada ensangrentada en la mano entró por la puerta de su Eminencia el Cardenal. Estamos ciertos, pero, por respeto a su Eminencia -¡que ella nos bendiga!-  no hemos osado entrar.

DONADO – ¿Sabéis que clase de hombre era?

SOLDADO – Seguramente. Se dice que es un militar, y que amaba a vuestra hija, señor Florio. Ciertamente se trata de él.

FLORIO – ¡Grimaldi, por vida mía!

SOLDADO Eso es, el mismo.

RICCIARDETTO – Su Eminencia es un alma noble; no dejará de hacer justicia.

DONADO – Que llamen a la puerta. (Poggio golpea la puerta.)

CRIADO – (Desde adentro.) ¿Qué buscáis?

FLORIO – Necesitamos hablar con Su Eminencia, el señor Cardenal. Se trata de un asunto urgente. Ruego informar a Su Eminencia. (Entra el Cardenal, seguido de Grimaldi.)

EL CARDENAL – ¿Qué ocurre, amigos míos? ¿Quienes son estos osados que no conocen ni su deber ni las buenas maneras? ¿Nuestra casa se ha convertido acaso en albergue, para que derribéis las puertas a estas horas de la noche? ¿Qué prisa os impide hallar una hora más conveniente? ¿Sois dueños del bien público y ya no conocéis la discreción? Con todo, sabemos que venís a darnos ciertas noticias; pero ellas se os han adelantado. (A Donado.) Habéis perdido a vuestro sobrino, Donado. Fue muerto esta noche por Grimaldi; ¿no es ese vuestro asunto? Bien, señor; ya lo sabemos; que ello sea suficiente.

GRIMALDI – Juro ante Vuestra Eminencia que jamás en el fondo de mi pensamiento he odiado a Bergetto. Pero, señor Florio, vois podéis decir con qué desdén Soranzo, sostenido por los suyos, se ha burlado a menudo de mí. Concebí la venganza, y como no podía llevarla a cabo sino con el arma en la mano, proyecté matarlo por sorpresa. Y si no llego a equivocarme, hubiera muerto él en lugar de Bergetto. Bien que mi crimen no se deba sino a mala suerte, humildemente me someto a Vuestra Eminencia. (Cae de rodillas.) Haced de mí lo que os plazca.

EL CARDENAL – Levántate, Grimaldi. (Grimaldi se incorpora.) Y vosotros, ciudadanos de Parma, sabed que si venís en busca de justicia ante esta ofensa, yo, en mi calidad de Nuncio del Papa, recibo aquí a Grimaldi bajo mi santa protección. No es hombre ordinario sino noble por su nacimiento. Su sangre es principesca, aunque vos, Florio, no lo hayáis juzgado digno de ser el esposo de vuestra hija. (A Donado.) Si vos, Donado, necesitáis que se haga justicia, deberéis ir a Roma, pues es allá donde Grimaldi se dirige. enterrad a vuestro muerto entretanto. Tú, Grimaldi, ven conmigo. (Mutis, ambos.)

DONADO – ¿Es esta la voz de un hombre de la Iglesia? ¿Tiene algo que ver esto con la justicia?

FLORIO – La justicia ha huído al cielo, pero no se aleja. ¡De modo que esta muerte estaba destinada a Soranzo! ¡Qué impudor! Tuvo la audacia de decirlo sin enrojecer. Venid, venid, Donado. No hay remedio para esto, ya que los cardenales piensan que el crimen no debe ser castigado. Cada grande del mundo puede actuar según su propia voluntad. No nos queda sino obedecer. Pero serán juzgados por el cielo.

                                                             T E L O N

A C T O   T E R C E R O

 

Escena I – Una habitación en la casa de Donado. Entran Bergetto y  Poggio.

BERGETTO – Mi tío me trata todavía como a un párvulo. No, Poggio, ya se va a convencer de que tengo una cabeza sobre los hombros.

POGGIO – No hay que dejarse manejar como el gato al ovillo.

BERGETTO – He de conseguir a la doncella, así tenga diez tíos como él.

POGGIO – La verdad es que la joven os ha puesto buena cara.

BERGETTO – Y su tío jura que me casaré con ella.

POGGIO – Lo juró; me acuerdo.

BERGETTO – ¿Viste el herrete que me obsequió, y el pote de mermelada?

POGGIO – Cierto; y cuando os besó se me hizo agua la boca.

BERGETTO – Te repito que estoy resuelto, Poggio. Me siento lleno de valor. La audacia crece dentro de mí.

POGGIO – ¿Ya no teméis a vuestro tío?

BERGETTO – Que lo cuelguen a ese viejo tunante. Te digo que he de conseguir a la doncella.

POGGIO – Aprovechad el momento ya que estás en forma.

BERGETTO – Me siento capaz de dar satisfacción a todas las prostitutas de Bridewell. ¿Te asombra, Poggio? (Mutis ambos.)

Escena II – Habitación en la casa de Florio. entran Florio, Giovanni, Soranzo, Annabella, Putana y Vázquez.

FLORIO – Señor Soranzo, debo confesaros que si bien son de gran interés las propuestas que se me hacen para el casamiento de mi hija, la seguridad que tengo acerca de vuestro destino, ha prevalecido por encima de todos los demás pretendientes. Hela aquí. Annabella conoce mis intenciones. Habladle. (A Annabella.) Y tú, trata a la nobleza según sus merecimientos. Os dejo solos. (A Giovanni.) Ven, hijo. Y vosotros, todos, dejad que se pongan de acuerdo como puedan.

SORANZO – Os lo agradezco, señor.

GIOVANNI – (A Annabella, aparte.) Hermana mía, no seas demasiado mujer, piensa en mí.

SORANZO – Vázquez, espérame afuera. (Mutis todos, menos Soranzo y Ananabella.)

ANNABELLA – ¿Qué queríais decirme, señor?

SORANZO – ¿No lo sabéis, acaso?

ANNABELLA – Pensáis decirme que me amáis.

SORANZO – Además de jurároslo. ¿Lo creeréis?

ANNABELLA – No es artículo de fe. (Entra Giovanni y se oculta sin ser visto.)

SORANZO – ¿No tenéis ninguna intención de amar?

ANNABELLA – Sí, pero no a vos.

SORANZO – ¿A quién, pues?

ANNABELLA – Es lo que resolverá el destino.

GIOVANNI – (Aparte.) El destino cuyo amo soy yo en este momento.

SORANZO – ¿Qué es lo que deseáis dulce jovencita?

ANNABELLA – Vivir y morir virgen.

SORANZO – ¡Oh, eso no!

GIOVANNI – (Aparte.) ¡Vaya idea muy femenina!

SORANZO -Si pudiéseis ver mi corazón, sabríais que…

ANNABELLA – Que estáis muerto.

GIOVANNI – (Aparte.) ¡Ojalá fuese cierto!

SORANZO – ¿No véis estas verdaderas lágrimas de amor?

ANNABELLA – No.

SORANZO – Imploran vuestro consentimiento.

ANNABELLA – Sin embargo no oigo nada.

SORANZO – Escuchad mi ruego, Annabella.

ANNABELLA – ¿Cúal es?

SORANZO – Que me permitáis vivir.

ANNABELLA – Vivid por cuenta vuestra.

GIOVANNI – (Aparte.) Otra como esa y sus esperanzas fenecen.

SORANZO – Señora, dejemos de lado estos juegos estériles, y sabed que os he amado larga y profundamente. No es el interés de lo que poseéis sino de lo que sois, lo que me atrae. No me dejéis, pues, padecer los rigores de vuestro casto desdén. Si estoy enfermo es porque mi corazón está enfermo.

ANNABELLA -¡Socorro! ¡Un poco de aqua-vitae y una bacinilla!

SORANZO – ¿Qué queréis decir?

ANNABELLA – ¿No es que estáis enfermo?

SORANZO – ¡Os burláis de mi amor! Estas ironías no condicen con vuestra modestia ni con vuestra edad.

ANNABELLA – Para quitaros toda suerte de dudas, os diré, señor, que vuestro sentido común debería advertiros que si yo os amase, o si tuviera alguna intención de amaros, os hubiera dado ciertas esperanzas. Pero como sois un gentilhombre a quien no querría ver dilapidar su juventud en una espera inútil, prefiero aconsejaros que no insistáis en vuestras intenciones. creedme que si os hablo así es por vuestro bien.

SORANZO – ¿Sois realmente vos quien me habla así?

ANNABELLA – Sí, yo. Con todo, puedo daros este consejo: sabed que si mis ojos hubieran debido elegir a uno entre los que me pretenden, os hubiera elegido a vos. Que esto os baste. Sed noble, prudente y discreto. Escuchad ahora: si alguna vez la virtud ha habitado en vuestra alma, si alguna vez las nobles intenciones os han servido de guía, si necesitáis que crea en vuestro amor… por piedad, que mi padre no sepa jamás por vuestra boca lo que ha ocurrido entre nosotros. Y si, más adelante, me veo en precisión de casarme con alguien, me casaré con vos…

SORANZO – Recordaré vuestras palabras.

ANNABELLA – ¡Oh, oh, mi cabeza!

SORANZO – ¿Qué pasa? ¿No os sentís bien?

ANNABELLA – ¡Oh! Me siento mal.

GIOVANNI -(Aparte.) ¡Que el cielo la proteja! (Sale de su escondite.)

SORANZO – ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Aquí! (Entran Florio y Putana.) ¡Ved a vuestra hija, señor Florio!

FLORIO – Sostenedla, se desmaya.

GIOVANNI – Hermana ¿cómo te sientes?

ANNABELLA – ¿Hermano, estáis ahí? Me siento mal.

FLORIO – Llevadla a la cama. Entre tanto haré llamar al médico. Pronto, pronto.

PUTANA – ¡Pobre pequeña! (Mutis todos, menos Soranzo. Entra Vázquez.)

SORANZO – Heme aquí, doblemente arruinado. Vázquez: en mi presente y en mi futuro. Me dijo claramente que no me ama; y acto seguido se sintió mal. Temo que su vida está en peligro.

VAZQUEZ – (Aparte.) También la vuestra, si lo supiérais todo. (Alto.) Lo lamento, señor. Tal vez no se trate sino de un reventón de la doncellez, y entonces no hay otro remedio sino un rápido casamiento. Pero ¿os ha rechazado en forma terminante?

SORANZO – Sí y no. Ah, estoy muy triste. Vamos: te contaré de camino lo que Annabella me dijo.

Escena III – Otra habitación en la casa de Florio. Entran Giovanni y Putana.

PUTANA – ¡Oh, señor, estamos completamente perdidos y deshonrados para siempre! Vuestra hermana, oh, vuestra hermana…

GIOVANNI – ¿Qué sucede? ¡por el amor de Dios, habla! ¿Cómo está?

PUTANA – ¿Para qué habré nacido, para qué?

GIOVANNI – ¡Dime que no ha muerto, por favor!

PUTANA – Peor. Está encinta. Sabéis bien lo que habéis hecho; ahora es tarde para arrepentiros, que el cielo os perdone y ampare.

GIOVANNI – ¿Encinta? ¿Cómo lo sabes?

PUTANA – ¿Creéis que a mis años debo ignorar el significado de las bascas, los vómitos, los cambios de color, los antojos, amén de otro pormenor que os podría nombrar? Os lo ruego, por su honor y por el vuestro, no perdáis tiempo en indagar cómo ello ha ocurrido. Está encinta, podéis creerme, y si la hacéis examinar por un médico estáis perdido.

GIOVANNI – Pero ¿cómo se siente?

PUTANA – Mejor. Fué un malestar como tantos de los que va a tener en adelante.

GIOVANNI – Háblale de mí, dile que no se inquiete y arréglate para que no la vea ningún médico. Imagina disculpas, encuentra motivos que expliquen su malestar hasta que yo esté de regreso. ¡Oh, preocupaciones! ¡Mi cabeza estalla! No la alarmes. Si mi padre intenta visitarla dile que se ha recobrado, que fue una simple descompostura. ¿Me entiendes, mujer? Ten cuidado.

PUTANA – Id tranquilo, señor.

Escena IV – Otra habitación en la casa de Florio. Entran Florio y Ricciardetto.

FLORIO – ¿Como la encontráis señor doctor?

RICCIARDETTO – Bastante bien. No veo ningún peligro. Apenas si se la nota enferma. Me dijo que comió melón y que eso perturbó su joven estómago.

FLORIO – ¿Le habéis ordenado alguna pócima?

RICCIARDETTO – Un purgante liviano, y nada más. No tenéis por qué inquietaros. Pienso que su malestar se debe a robustez de la sangre, ¿me entendéis?

FLORIO – Demasiado. Dentro de poco se encontrará casada son que haya tenido tiempo de darse cuenta de nada.

RICCIARDETTO – No os apresuréis. No debéis hacer una elección indigna.

FLORIO – Sabré elegir, señor doctor. Soranzo es el marido que le destino.

RICCIARDETTO – Noble y virtuoso gentilhombre, Soranzo.

FLORIO – Como no hay otro en toda Parma. El hermano Buenaventura, antiguo preceptor de mis hijos, vive cerca de aquí. Los casaré en su celda.

RICCIARDETTO – Obráis con juicio.

FLORIO – Le enviaré un recado. (Entran el Hermano Buenaventura y Giovanni.) Aquí lo tenemos. Sed bienvenido, hermano. El cielo bendice la casa donde vos entráis.

GIOVANNI – Con toda diligencia, señor, he hecho lo posible para arrancar a este santo hombre de su celda, a fin de que asista a mi hermana con sus confortaciones espirituales en este trance penoso, y para que pueda absolverla ante su temor a la muerte.

FLORIO – Bien hecho, Giovanni. Has puesto de relieve tu inquietud de creyente y tu amor de hermano. Venid, padre; os llevaré a su habitación y os pediré una cosa.

HNO. BUENAVENTURA – Hablad, señor

FLORIO – Antes de morir necesito ver a mi hija casada como se debe. Sois hombre de pro. Una sola palabra vuestra la persuadirá más que nuestros mejores discursos.

HNOS. BUENAVENTURA – Señor, le diré todo esto para que el cielo venga en su ayuda. (Mutis ambos.)

Escena V – Habitación en la casa de Ricciardetto. Entra Grimaldi.

GRIMALDI – Si el doctor hace honor a la palabra empeñada, Soranzo tiene veinte probabilidades contra una para que Annabella no le pertenezca. Si no, Soranzo ha de morir. Sé que este no es un acto muy noble ni que convenga al valor de un soldado; pero cuando el mérito no sirve, debe ser suplido por la intriga. (Entra Ricciardetto.)

RICCIARDETTO – Llegáis en buen momento. Está convenido que esta misma noche Soranzo se case con Annabella.

GRIMALDI – ¡Cómo!

RICCIARDETTO – Aguardad. El lugar elegido es la celda del Hermano Buenaventura. Tratad de emplear la noche vigilando las vecindades. Si el hombre se os escabulle mañana será tarde.

GRIMALDI – ¿Tenéis el veneno?

RICCIARDETTO – Aquí está. su efecto es seguro. Sed rápido y certero.

GRIMALDI – No fallaré.

RICCIARDETTO – Marchaos. Es peligroso que os vean aquí. Amigo vuestro.

GRIMALDI – Digo lo mismo. (Mutis.)

RICCIARDETTO – Ya está hecho. Si esto se logra habré coronado mi venganza. Los que sueñan boda quizá tengan que llorar la muerte del novio Pero, vayamos a mi otro asunto. (Llama.) ¡Filotis! (Entra Filotis.) Mi encantadora sobrina, ¿has pensado en mi proyecto?

FILOTIS – Tal como me lo aconsejásteis, mi corazón aprende a amarlo. Quiere casarse conmigo esta misma noche, por temor de que su tío se entere y le dé un tirón de orejas.

RICCIARDETTO – ¡Esta misma noche! Mejor que mejor; pero déjame pensar… Ah, sí, está muy bien… Disfrazados… Iremos temprano a la celda del Hermano Buenaventura. Tengo una idea. (Entran Bergetto y Poggio.) Sé bienvenido, mi digno sobrino.

BERGETTO –  (A Filotis.) ¡Venid a besarme, preciosa criatura! ¡Ah, Poggio! (La besa.)

RICCIARDETTO – Separaos un poco. Ya tendréis tiempo más adelante. Tenemos que hablar.

BERGETTO – ¿No tenéis alguna confitura para mi?

FILOTIS – Habrá lo que queráis, amor mío.

BERGETTO – «Amor mío» ¿Has oído, Poggio? A fe mía, no puedo dejar de besarla de nuevo por ese «Amor mío». Poggio, siento un extraño sobresalto a la altura del vientre… ¿Qué será?

POGGIO – (A Ricciardetto.) ¿No tenéis alguna medicina para eso, doctor?

RICCIARDETTO – Sed  formales. Cuando hayamos hecho lo que hay que hacer, tendréis todo el tiempo para besarla, y aún para casaros con ella.

Escena VI – El cuarto de Annabella. Mesa con candelabros. Annabella se está confesando con el Hermano Buenaventura.

HNO. BUENAVENTURA – Me regocija tanta contrición, porque, creedme, me habéis descubierto un alma tan impura y culpable que me asombra el ver que la tierra no se ha abierto ante vos para devoraros. Llorad, llorad. Este llanto os hará bien. Llorad más copiosamente, mientras rezo una oración.

ANNABELLA – ¡Miserable criatura!

HNO. BUENAVENTURA – ¡Oh, sí, miserable criatura, desgraciada criatura, casi condenada en vida! Escuchad hija mía. Hay un lugar debajo de una negra ojiva donde la luz no penetra jamás. Todo allí es fuego consumido por un horror llameante. La claridad es sulfurosa, y las tinieblas infectas son sofocadas por nubosidades de humo. Ese lugar conoce millares y millares de muertos que no mueren jamás. Ahí rugen sin apiadar a nadie las almas condenadas. Ahí los glotones son alimentados con escuerzos y serpientes. Ahí vierten aceite hirviente en la garganta de los alcóholicos. El usurero es obligado a deglutir copas llenas de oro líquido. El criminal es apuñalado de continuo sin gozar jamás de la muerte. Al corrompido se le extiende sobre una reja de acero al rojo, mientras en su alma sufre el tormento de la lujuria exasperada.

ANNABELLA – ¿No queda algún camino para salir de tanta miseria?

HNO. BUENAVENTURA – Queda. El cielo es misericordioso y todavía os brinda su perdón. He aquí lo que debéis hacer: antes que nada, para salvar vuestro honor, os casaréis con el señor Soranzo. Luego, para salvar vuestra alma, debéis abandonar esta vida pecadora y no vivir sino para vuestro esposo.

ANNABELLA – ¡Desgraciada de mí!

HNO. BUENAVENTURA – No suspiréis. Sé que es duro renunciar a los atractivos del pecado. Pero debéis hacerlo. ¿Sois feliz?

ANNABELLA – Lo soy.

HNO. BUENAVENTURA – Mejor así. ¿Quién es? (Entran Florio y Giovanni.)

FLORIO – ¿Habéis llamado, padre?

HNO. BUENAVENTURA – ¿El señor Soranzo está ahí? ¿Lo habéis puesto al corriente de todo?

FLORIO – Lo puse. Está encantado.

HNO. BUENAVENTURA – También nosotros. Rogadle que suba.

GIOVANNI – (Aparte.) Mi hermana llora. Temo la falsedad de este fraile. (Alto.) Voy a llamarlo. (Mutis.)

FLORIO – ¿Estás resuelta, hija?

ANNABELLA – Lo estoy, padre mío. (Giovanni vuelve con Soranzo y Vázquez.)

FLORIO – Monseñor Soranzo, dadme la mano. Os doy esta en cambio. (Une las manos de Annabella y Soranzo.)

SORANZO – ¿Vos también consentís, señora?

ANNABELLA – Juro vivir con vos y para vos.

HNO. BUENAVENTURA – ¡Que mi bendición os acompañe! Lo que queda por hacer lo haréis con el sol de la mañana.

Escena VII – Calle delante del Monasterio. Entra Grimaldi con la espada desenvainada y un farol.

GRIMALDI – Ya es alta noche, y empero es demasiado temprano para rematar semejante empresa. (Se sienta en el suelo.) Veremos qué puede ocurrir. (Entran Bergetto y Filotis con antifaces, seguidos de cerca con Ricciardetto y Poggio.)

BERGETTO – Creo que casi hemos llegado, amor mío.

GRIMALDI – (Aparte.) Alguien dice «Amor mío»… ¡Es él! (aSe levanta.) Ahora guía mi mano justicia irritada. ¡Al corazón! (Alto, a Bergetto.) ¡En guardia, señor! (Le clava la espada y huye.)

BERGETTO – ¡Socorro! ¡Tengo una puntada en el vientre! ¡Pronto, un cirujano, Poggio!

FILOTIS – ¿Qué os pasa, amor mío?

BERGETTO – Estoy seguro de que no estoy meando, y sin embargo me siento mojado por delante y por detrás. ¡Luz, traedme una antorcha!

FILOTIS – ¡Socorro! Algún facineroso acaba de asesinar a mi amado!

RICCIARDETTO – ¡Oh, que el cielo lo proteja! Despierta en el acto a los vecinos, Poggio, y trae antorchas. (Mutis, Poggio.) ¿Qué tienes, Bergetto? ¡Asesinado! Imposible. ¿Estás seguro de que te han herido?

BERGETTO – el vientre me arde como una olla en el fuego. Un poco de agua helada, por favor, si no se va a poner a hervir. Me transpira el cuerpo. Podéis retorcer mi camisa. Tócame aquí. ¿Y Poggio? (Poggio vuelve con los soldados y unas antorchas.)

POGGIO – Aquí estoy. ¿Cómo os encontráis, mi amo?

RICCIARDETTO – Dame una antorcha. ¡Qué veo! Bañado en sangre. (A los soldados.) Señores: el sobrino del señor Donado ha sido asesinado. Perseguid al asesino en la ciudad. No puede andar lejos. Perseguidlo, os conjuro. (Los soldados hacen mutis.) Desgarra tus enaguas, sobrina, para vendar sus heridas. Valor, amigo mío.

BERGETTO – ¿Todo esto es sangre? Entonces ya puedo ir diciendo buenas noches. Poggio, ruega a mi tío que por mi recuerdo sea cariñoso con esta joven. Oh, voy por mal camino: me duele el vientre. Adiós, Poggio, adiós. (Muere.)

FILOTIS – ¡Ha muerto!

POGGIO – ¿Ha muerto?

RICCIARDETTO – Sí, pero no es momento para llorar. Llevadlo a su casa. Nosotros iremos en persecución del asesino. (Mutis con Filotis.)

POGGIO – ¡Oh, mi amo, mi amo, mi amo!

Escena VIII – Habitación en casa de Hipólita. Entra ésta seguida de Vázquez.

HIPOLITA – ¿Se ha comprometido con ella?

VAZQUEZ – Yo estaba presente.

HIPOLITA – ¿Cuándo es la boda?

VAZQUEZ – Dentro de dos días.

HIPOLITA – ¡Dos días! Por qué no faltarán dos horas para enviarlo a dormir su último sueño. Ya verás como sabré portarme Vázquez.

VAZQUEZ – No dudo de vuestro valor. Ni vos dudáis de mi discreción, supongo.

HIPOLITA – Seré tuya pese al deshonor. ¡De modo que ya se casa! ¡Qué malvado! Estoy segura de que reiría al verme llorar.

VAZQUEZ – Sería una infamia.

HIPOLITA – No, déjalo reir. Yo estoy resuelta; no sé si tú lo estás tanto como yo.

VAZQUEZ – Mi traición es insignificante, dada la dicha a que me permitís aspirar, señora.

HIPOLITA – Tendrás incluso mi corazón, Vázquez. Deja que mi juventud se entregue a estos nuevos placeres. Si tenemos éxito, a Soranzo no le quedan sino dos días de vida.

Escena XI – Calle ante la casa del Cardenal. LLegan Florio, Donado, Ricciardetto, Poggio y los soldados.

FLORIO – Hay que tener valor, señor Donado. Lo hecho, hecho está. Dejáos de lágrimas y reclamad justicia.

RICCIARDETTO – Confieso que cometí el error de no poneros sobre aviso acerca del amor que había nacido entre Bergetto y mi sobrina. Pero su lamentable suerte me afecta tanto como si se tratase de mi propio hijo.

DONADO – ¡Pobre muchacho! Estoy seguro de que no quería mal a nadie.

FLORIO – Yo también lo estoy. Pero, aguardad, amigos míos: ¿estáis seguros de que el asesino entró aquí?

SOLDADO – Con vuestro permiso, señor, tenemos la certeza de que alguien, con una espada ensangrentada en la mano entró por la puerta de su Eminencia el Cardenal. Estamos ciertos, pero, por respeto a su Eminencia -¡que ella nos bendiga!-  no hemos osado entrar.

DONADO – ¿Sabéis que clase de hombre era?

SOLDADO – Seguramente. Se dice que es un militar, y que amaba a vuestra hija, señor Florio. Ciertamente se trata de él.

FLORIO – ¡Grimaldi, por vida mía!

SOLDADO Eso es, el mismo.

RICCIARDETTO – Su Eminencia es un alma noble; no dejará de hacer justicia.

DONADO – Que llamen a la puerta. (Poggio golpea la puerta.)

CRIADO – (Desde adentro.) ¿Qué buscáis?

FLORIO – Necesitamos hablar con Su Eminencia, el señor Cardenal. Se trata de un asunto urgente. Ruego informar a Su Eminencia. (Entra el Cardenal, seguido de Grimaldi.)

EL CARDENAL – ¿Qué ocurre, amigos míos? ¿Quienes son estos osados que no conocen ni su deber ni las buenas maneras? ¿Nuestra casa se ha convertido acaso en albergue, para que derribéis las puertas a estas horas de la noche? ¿Qué prisa os impide hallar una hora más conveniente? ¿Sois dueños del bien público y ya no conocéis la discreción? con todo, sabemos que venís a darnos ciertas noticias; pero ellas se os han adelantado. (A Donado.) Habéis perdido a vuestro sobrino, Donado. Fue muerto esta noche por Grimaldi; ¿no es ese vuestro asunto? Bien, señor; ya lo sabemos; que ello sea suficiente.

GRIMALDI – Juro ante Vuestra Eminencia que jamás en el fondo de mi pensamiento he odiado a Bergetto. Pero, señor Florio, vois podéis decir con qué desdén Soranzo, sostenido por los suyos, se ha burlado a menudo de mí. Concebí la venganza, y como no podía llevarla a cabo sino con el arma en la mano, proyecté matarlo por sorpresa. Y si no llego a equivocarme, hubiera muerto él en lugar de Bergetto. Bien que mi crimen no se deba sino a mala suerte, humildemente me someto a Vuestra Eminencia. (Cae de rodillas.) Haced de mí lo que os plazca.

EL CARDENAL – Levántate, Grimaldi. (Grimaldi se incorpora.) Y vosotros, ciudadanos de Parma, sabed que si venís en busca de justicia ante esta ofensa, yo, en mi calidad de Nuncio del Papa, recibo aquí a Grimaldi bajo mi santa protección. No es hombre ordinario sino noble por su nacimiento. Su sangre es principesca, aunque vos, Florio, no lo hayáis juzgado digno de ser el esposo de vuestra hija. (A Donado.) Si vos, Donado, necesitáis que se haga justicia, deberéis ir a Roma, pues es allá donde Grimaldi se dirige. enterrad a vuestro muerto entretanto. Tú, Grimaldi, ven conmigo. (Mutis, ambos.)

DONADO – ¿Es esta la voz de un hombre de la Iglesia? ¿Tiene algo que ver esto con la justicia?

FLORIO – La justicia ha huído al cielo, pero no se aleja. ¡De modo que esta muerte estaba destinada a Soranzo! ¡Qué impudor! Tuvo la audacia de decirlo sin enrojecer. Venid, venid, Donado. No hay remedio para esto, ya que los cardenales piensan que el crimen no debe ser castigado. Cada grande del mundo puede actuar según su propia voluntad. No nos queda sino obedecer. Pero serán juzgados por el cielo.

                                                                    TELON 

A C T O   C U A R T O

Escena I – Habitación en la casa de Florio. Mesa dispuesta para un banquete. Música a cargo de varios ejecutantes de oboe. Entran el Hermano Buenaventura, Giovanni, Annabella, Filotis, Soranzo, Donado, Ricciardetto, Putana y Vázquez.

HNO. BUENAVENTURA – Cumplidos los sagrados ritos, ya se puede pasar en fiesta el resto de la jornada. Estos banquetes de circunstancias son agradables a los santos convertidos en invitados, si bien invisibles a los ojos de los mortales. Os deseo en este día una gran prosperidad. Feliz pareja, sed siempre el uno la dicha del otro.

SORANZO – Padre mío, vuestro ruego ha sido escuchado; la mano de Dios para mí ha sido una protección contra la muerte; y para bendecirme aún más, ha enriquecido mi vida con joya tan preciada como jamás ha visto la tierra. Vamos, valor, amor mío. Y vosotros, gentileshombres amigos, regocijaos conmigo a causa de mi felicidad; coronaremos este día bebiendo numerosas copas a la salud de Annabella.

GIOVANNI – (Aparte.) Oh, tortura: si la boda todavía no hubiera tenido ocasión, más que soportar este espectáculo y ver a mi amor en brazos de otro hombre, preferiría padecer el horror de diez mil muertes.

VAZQUEZ – ¿No os encontráis bien, señor?

GIOVANNI – Te ruego que no te metas en lo que no te importa; no necesito de tus amables cuidados.

FLORIO – Acercaos, señor Donado. Olvidad vuestra reciente desdicha y ahogad las penas en el vino.

SORANZO – ¡Vázquez!

VAZQUEZ – ¿Señor?

SORANZO – Dame esa copa; hermano Giovanni, bebo a vuestra salud; si bien todavía sois soltero, vuestro turno se acerca; bebo a la dicha de vuestra hermana y a la mía. (Bebe y le ofrece la copa.)

GIOVANNI – Yo no puedo beber.

SORANZO – ¿Cómo?

GIOVANNI – Os aseguro que me desagradaría.

ANNABELLA – Os ruego que no insistáis si se niega. (Oboe.)

FLORIO – ¿Qué es esta música?

VAZQUEZ – Oh, señor: olvidé deciros que unas jóvenes de Parma ofrecen esta contribución al festejo y piden humildemente vuestra indulgencia y vuestro silencio.

SORANZO – Al contrario, nos sentimos muy reconocidos, sobre todo por lo que tiene de inesperado; traedlas aquí. (Entra Hipólita seguida por varias damas vestidas de blanco, enmascaradas y con guirnaldas. Música. Danza.) ¡Gracias, vírgenes encantadoras! Podremos saber ahora a quién somos deudores de esta muestra de amistad?

HIPOLITA – Sí, lo sabréis. (Se quita el antifaz.) ¿Qué decís ahora?

TODOS – ¡Hipólita!

HIPOLITA – La misma, no os asombréis. Y vos, joven y encantadora desposada, no os ruboricéis porque no vengo para arrebataros a vuestro marido. No es este el momento de renovar los rumores que durante mucho tiempo hicieron murmurar a Parma acerca de nosotros. Dejádlos correr; el soplo que los lleva terminará por estallar como una burbuja. Pero ahora él es vuestro, dulce criatura; dadme la mano. Tal vez os han dicho que yo pretendía a Soranzo, ahora, vuestro señor; bien sabe su alma qué tengo derecho a a hacer; pero mi deber acerca de vuestros nobles merecimientos, y el interés que me inspiráis, dulce Annabella, me hace aceptar lo hecho y permitido por la santa Iglesia. tomad, Soranzo, aceptad esta mano. ¿He hecho bien?

SORANZO – Yo no pedía tanto.

HIPOLITA – Una palabra más. Conocéis mi espíritu de caridad: generosamente os relevo de todo compromiso que podría reclamar; y como testimonio de ello dadme una copa de vino. (Vázquez le da una copa envenenada.) Señor Soranzo, bebo por vuestra larga paz. (Bebe. Aparte, a Vázquez.) No olvides, Vázquez.

VAZQUEZ – No temáis.

SORANZO – Os lo agradezco, Hipólita, y bebo por esta unión tan dichosa como otra vida. ¡Venga más vino!

VAZQUEZ – No lo tendréis ni beberéis a su salud.

HIPOLITA – ¿Cómo es eso?

VAZQUEZ – Debéis saber ahora, Señora-diablesa, que vuestra propia traición os ha matado, no me casaré con vos.

HIPOLITA – ¡Desgraciado!

TODOS – ¿Qué ocurre?

VAZQUEZ – Mujer insensata, hete aquí como un tizón que ha inflamado a los otros y arde él mismo. Troppo sperar inganna.  Tu vana esperanza te ha embaucado. Hete aquí casi muerta. Si tienes alguna religión, ruega.

HIPOLITA – ¡Monstruo!

VAZQUEZ – Muere como cristiana. Este saco de malicias, esta mujer, secretamente me corrompió mediante promesa de matrimonio, y trató de envenenar al señor para vengarse de él fingiendo esta reconciliación. Le prometí todo lo que quiso. Con gusto le hubiera evitado la muerte, pero supe cual hubiera sido mi recompensa, ya que estaba al tanto de sus maquinaciones peligrosas; de modo que le pagué con su misma moneda. Miradla… Termina tus días en paz, mujer vil, porque en cuanto a vida ni sueñes con que te queda alguna.

TODOS – ¡Asombrosa justicia!

RICCIARDETTO – Eres justo, cielo.

HIPOLITA – Oh, es cierto: siento llegar mi último minuto. Si este esclavo hubiera cumplido su promesa  -¡oh, cómo sufro¡- a esta hora estarías muerto, Soranzo. Ah, me queman los fuegos del infierno…. y sin embargo, soy yo quien muere. Crueles, crueles llamas! ¡Que mi maldición se extienda sobre ti, que tu lecho nupcial sea una grilla para tu corazón, que tu sangre arda y hierva en la venganza! ¡Oh, corazón mío, mi fuego es intolerable! ¡Que seas padre de bastardos, que del vientre de tu mejer salgan monstruos, y que los dos muráis en pecado, odiados, despreciados y lejos de toda piedad! ¡Oh! ¡Oh! (Muere.)

FLORIO – ¿Se ha visto jamás criatura más vil?

RICCIARDETTO – He aquí el fin adonde conducen la lujuria y el orgullo.

ANNABELLA – ¡Qué cosa horrible!

SORANZO – Vazquez, te tengo ahora por fiel servidor. Jamás olvidaré esto. Vamos a casa, amor mío, y agradezcamos al cielo el haber escapado a esta muerte. Padre, amigos: debemos renunciar a toda alegría. esta es una fiesta demasiado triste.

DONADO – Llevaos el cuerpo.

HNO. BUENAVENTURA – (Aparte, a Giovanni.) Es un presagio siniestro. Presta atención, Giovanni: me da miedo el desenlace; rara vez es feliz un matrimonio cuando la fiesta de la boda empieza así, con sangre. (Mutis.)

Escena II – Una habitación en la casa de Ricciardetto. Entran Ricciardetto y Filotis.

RICCIARDETTO – Mi miserable mujer, más miserable por su vergüenza que por sus culpas con respecto a mí, ha pagado demasiado pronto el tributo a sus desórdenes. Y estoy seguro, querida sobrina, a pesar de que mi venganza flota sobre él esperando su caída, de que Soranzo sucumbirá bajo su propio peso. Ya no necesito -mi corazón me persuade de ello- apresurar su ruina. Hay alguien por encima de nosotros que empieza a trabajar, porque, según he oído decir, las querellas entre él y su mujer se multiplican para desunirlos. Ella, dicen, desprecia su amor; y él la abandona. Se habla mucho de ésto.  Ya que las cosas marchan así, querida sobrina, por el cariño que te profeso y por la piedad que me inspira tu juventud, te aconsejaría librarte del azar de estas desgracias y marchar a la luminosa Cremona, donde podrías dedicar tu alma a la devoción y convertirte en una santa religiosa. Yo permaneceré aquí para ser testigo del final de estas intrigas. Todos los caminos del mundo son arduos. Ninguna ruta está bendita, salvo la del cielo.

FILOTIS – Tío de mi alma: ¿tengo que optar por hacerme religiosa?

RICCIARDETTO – Sí, sobrina mía; y en tus continuas oraciones recuerda a tu pobre y desventurado tío. Parte para Cremona, y que en adelante el claustro sea tu mansión, que tu vida casta y solitaria sea la corona de tu nacimiento. Las que mueren vírgenes han vivido en la tierra como las santas.

FILOTIS – Entonces, adiós. Mundo y pensamientos mundanos, ¡adiós! Sed bienvenidos castos votos; a vosotros me someto. (Mutis.)

Escena III – Una habitación en la casa de Soranzo. Entra éste a medio vestir y arrastrando a Annabella.

SORANZO – ¡Aquí, perra, famosa puta! si cada gota de la sangre que corre en tus venas adúlteras fuese una vida, esta espada  -¿la ves?- de un solo golpe las confundiría todas. ¡Puta! Rara, acreditada puta, cuya frente de cobre disimula el pecado, ¿no había en Parma otro hombre sino yo para atraparlo en tus redes? Tu caliente deseo y tu ardor lujurioso deben ser colmados hasta el asco, entonces. ¿No podías elegir a otro, en vez de elegirme a mí, para servir de tapadera a tu obscenidad secreta, a los juegos de tu vientre? ¿De modo que soy yo quien debe ser el papá de ese batiburrillo que te llena el vientre de pútridos bastardos? Habla, ¿no podías haber elegido a otro?

ANNABELLA – ¡Hombre bestial! Y bien: ¡es tu destino! Yo no te pedí nada; al contrario;si no hubiera tenido miedo de tu amorosa señoría no se hubiese vuelto loca ante un rechazo mío, y si me hubieras dado tiempo, te hubiera dicho el estado en que me encontraba. Pero no me dejaste hacerlo.

SORANZO – ¡Puta de una puta! ¿Te atreves a decirme eso?

ANNABELLA – Sí, ¿por qué no? Estás equivocado. No por honor sino para salvar mi honor, fue que te elegí. Escucha esto, ahora: si tienes paciencia y ocultas tu vergüenza, ya veré si puedo llegar a quererte.

SORANZO – ¡Excelente bribona! ¿Acaso no estás encinta?

ANNABELLA – Lo acepto.

SORANZO – Dime de quién.

ANNABELLA – Despacio, no me agrada que me apuren. Sin embargo, señor, para contentar un poco tu impaciente curiosidad, me complace hacerte saber que el hombre extraordinario que me hizo este pícaro varón  -porque será varón-  razón por la cual, para tu gloria, señor, tendrás un hijo…

SORANZO – ¡Abominable monstruo!

ANNABELLA – Si no quieres escucharme no digo nada más.

SORANZO – Sí, habla. Termina con lo que tienes que decir.

ANNABELLA – Entendido. Esa noble criatura era desde todo punto de vista tan semejante a un ángel, tan gloriosa, que una mujer simplemente humana como yo lo soy, no podía sino arrodillarse a sus pies y mendigar su amor. Tú no eres digno ni siquiera de pronunciar una sola vez su nombre sin verdadera veneración o, en verdad, a menos que te arrodilles para escuchar como otro lo nombra.

SORANZO – ¿Cómo se llama?

ANNABELLA – Todavía no hemos llegado a eso. Debe bastarte la gloria de servir de padre a aquel que tal padre ha engendrado. En suma, si eso no hubiera sucedido, jamás me hubiera preocupado el pensamiento de que tú eres un ser viviente.

SORANZO – Dime cómo se llama.

ANNABELLA – Ya está todo dicho. ¿No me crees?

SORANZO – ¿Qué?

ANNABELLA – Que no sabrás jamás cómo se llama.

SORANZO – Dímelo.

ANNABELLA – Nunca. Si llegas a saberlo, que sea yo por siempre condenada.

SORANZO – ¿Así que no quieres decirlo, perra? ¿A que te parto el corazón y encuentro el nombre ahí escondido?

ANNABELLA – Hazlo, hazlo.

SORANZO – Y con los dientes te desgarraré miembro a miembro, prodigiosa disoluta.

ANNABELLA – Ja, ja, ja: qué hombre más gracioso.

SORANZO – ¿Te ríes? Aquí, puta. Dime quién es tu amante o te juro que te arranco la carne pedazo a pedazo. ¿Quién es?

ANNABELLA – (Canta.) Che morte piú dolce che morir per amore?

SORANZO – Te voy a agarrar del pelo para arrastrar por el polvo tu cuerpo podrido por la letra de la lujuria. (La sacude.) Dime su nombre.

ANNABELLA – (Canta.) Morendo in grazia del morir senza dolore.

SORANZO – ¿Crees triunfar? Los tesoros de la tierra no te rescatarían. Podría haber reyes de rodillas implorando por tu vida, ángeles bañados en lágrimas bajados del cielo para abogar por ti, y nada prevalecería contra mi rabia. ¿No tiemblas ahora?

ANNABELLA – ¿Por qué? ¡Morir! No, sé un galante verdugo. Te desafío: pega, y pega justo. Dejo tras mí una venganza, y tú la sentirás.

SORANZO – Sin embargo, antes de morir, dime sinceramente: ¿tu anciano padre sabe esto?

ANNABELLA – No, por mi vida.

SORANZO – Confiesa y no te mato.

ANNABELLA – Bah, mi vida no vale tanto.

SORANZO – No demoraré mi venganza. (Saca la espada. Entra Vázquez.)

VAZQUEZ – ¿Qué hacéis, señor?

SORANZO – Déjame Vázquez, semejante puta no merece piedad.

VAZQUEZ – Los dioses lo prohiben. ¿Queréis ser su verdugo, y matarla? Oh, qué cosa inhumana sería. es vuestra esposa. Las faltas que cometió antes de la boda no eran contra vos. ¡Vaya, pobre señora! lo que ella hizo, ¿no lo hubiera hecho en un caso semejante cualquier dama de toda Italia? Señor, debéis dejaros guiar por la razón, no por la cólera. Sería inhumano y bestial.

SORANZO – No debe vivir.

VAZQUEZ – Sí, debe. ¿Queréis que os confiese quién es el autor de los presentes infortunios? Os juro que es un pedido irrazonable; y si ella os contestase, por mi parte perdería toda la estimación a que me la hacen acreedora sus merecimientos… Pero, señor, de todos los hombres vivientes, sois el único que no debe saber nada. Mi buen señor, vamos, reconciliaos. ¡Pobre señora!

ANNABELLA – Bah, no imploréis por mí. Mi vida no vale nada; y si este hombre necesita hacer el loco, dejadlo hacer.

SORANZO – ¿La oyes, Vázquez?

VAZQUEZ – Sí, y la alabo por ello. Muestra la nobleza de un alma elevada y, maldecid mi corazón, pero le sienta bien. (Aparte, a Soranzo.) Señor, ahogad vuestra venganza. Dejadme husmear esta intriga. Conteneos, si no lo arruinaréis todo. (Alto.) Señor, si alguna vez mis servicios han merecido cierto crédito a vuestros ojos, no seáis tan violento en vuestros arranques. Si vosotros os reconciliáis, Oh, ¡qué triunfo sobre los pretendientes desplazados cuando lleguen a enterarse! Además es humano soportar las desgracias, así como es divino perdonarlas.

SORANZO – Oh, Vázquez… Yo había encerrado en ese montón de carne, en el pérfido rostro de esta mujer, todo el tesoro de mi corazón. Si hubieras sido virtuosa, mujer perversa, la dicha de mi alma no me hubiese hecho desear vivir con una santa sino contigo. Pérfida criatura, ¡cómo te has burlado de mis esperanzas, hasta qué punto me has enterrado vivo en tu matriz impúdica! Te amé demasiado tiernamente.

VAZQUEZ – (Aparte, a Soranzo.) Así está bien. Continuad en ese tono apasionado. Sed breve y patético; es lo que conviene.

SORANZO – Que tu alma y tus pensamientos sean testigos de mis palabras. Y dime, ¿no sentías en tu corazón que yo te adoraba demasiado supersticiosamente?

ANNABELLA – Debo confesar que sé que me quieres mucho.

SORANZO – ¡Y querías servirte de mi, sin embargo! Oh, Annabella, ten la seguridad de quien sea el miserable que te ha cubierto con tanta vergüenza, habrá podido desearte, pero nunca te habrá amado tanto como yo. El capricho de sus ojos se dejó conquistar por esa pintura que son las mejillas de una mujer hermosa, pero no pudo amar esa parte tuya que fue sólo mía: tu corazón

ANNABELLA – ¡Oh, señor! Tales palabras me penetran más profundamente que lo haría vuestra espada.

VAZQUEZ – Yo no me enternezco nunca, y sin embargo ya me véis llorando. Ved, señora, yo sabía muy bien lo que sería de él una vez calmada su cólera.

SORANZO – Perdóname, Annabella. A pesar de que tu juventud te tentó por encima de tus fuerzas, extraviado por esta locura, no olvidaré lo que debería ser y lo que soy: un esposo. Lo divino se oculta bajo ese nombre. Si veo que en adelante me eres fiel, perdonaré todas tus faltas y te acogeré en mi corazón.

VAZQUEZ – A fe mía, esta es noble caridad.

ANNABELLA – Señor, de rodillas…

SORANZO – Levántate. Vuelve a tu habitación, procura que no se te note ninguna alteración. Yo iré a verte luego. Mi razón me dice ahora que «mujer quiere decir fragilidad pronta a desfallecer». Vete a tu cuarto. (Mutis Annabella.)

VAZQUEZ – Muy bien, es lo mejor que se podía hacer. ¿Qué pensáis ahora, señor?

SORANZO – Llevo el infierno dentro de mi, toda mi sangre tiene sed de una rápida venganza.

VAZQUEZ – Eso es factible, pero, ¿sabéis como vengaros, y de quién? Vaya, casarse con una mujer grávida creyendo haberla desflorado, parece cosa corriente hoy en día. lo que hace falta saber es quién ha penetrado en vuestra conejera.

SORANZO – La obligaré a confesar o…

VAZQUEZ – ¿O qué?  No es así como hay que proceder. Dejadme persuadir un instante a vuestro padecimiento. Id a ella, tratadla suavemente. Llevadla si es posible a la mayor espontaneidad, a las lágrimas. en cuanto al resto, si aceptáis, corre de mi cuenta. Os lo ruego, señor, id. Las próximas novedades que os daré serán maravillosas.

SORANZO – La demora en la venganza hará más pesado el golpe.

VAZQUEZ – ¡Ah, bribona, buen trabajo tenemos esta vez! Ya tenía en la cabeza la sospecha de un asunto torcido, y desde hace tiempo; pero luego de haber visto las miradas desdeñosas de mi señora, sus caprichos, sus aires irritados que siempre encontraban algo que decir sobre todo lo que aquí se hacía, recordé el proverbio que dice que «las casas donde las gallinas cantan y los gallos callan son tristes casas». Paso a paso. Si la habilidad de una modista puede ocultar semejante hinchazón de vientre, ya no sabré escarnecer por el resto de mis día… (Entra Putana llorando.) He aquí el medio, o no hay remedio. ¿Cómo, lágrimas, pobre vieja? Vaya, vaya, no puedo reprocharle nada. Tenemos un amo, el cielo nos proteja, tan loco como el mismo diablo, que la vergüenza caiga sobre su cabeza.

PUTANA – ¡Oh, Vázquez, sería preferible no haber nacido, para ver semejante día! ¿También a tí te trató así, Vázquez?

VAZQUEZ ¿A mí? Pero si a mí me trata como a un perro. Ah, si alguien estuviese de acuerdo conmigo, yo sabría lo que se debe hacer. Tan seguro como que soy hombre honrado, el amo terminaría por matar a la señora con su crueldad. Ya sé que está encinta, pero lindo asunto como para echárselo en cara a una mujer de su edad.

PUTANA – Pobrecita. Bien tuvo que hacerlo llena de tristeza y contra su propia voluntad.

VAZQUEZ – Juraría que toda la rabia viene de que ella se niega a confesar quién es el culpable. El quiere saberlo, y cuando lo sepa, estoy lo bastante al corriente de su carácter como para tener la seguridad de que lo olvidará enseguida. Bien, haría falta que ella lo dijese de una vez. Es la única solución.

PUTANA – ¿Te parece?

VAZQUEZ – Estoy seguro. Con tal que él no se vea obligado a arrancarle la confesión por la fuerza. Hace un rato suponía que vos sabríais algo y tenía la intención de haceros cantar, pero de algún modo conseguí calmarlo. Sin embargo, debéis saber bastante.

PUTANA – Que el cielo nos perdone a todos. Sé un poco, Vázquez.

VAZQUEZ – ¿Quién aparte de vos, debería saberlo?. Por mi conciencia, ella os ama tiernamente; y vos no querríais traicionarla por nada del mundo.

PUTANA – Ni siquiera por todo el universo, lo juro, Vázquez.

VAZQUEZ – Estaría muy mal si lo hiciérais. Pero en el presente caso deberíais al mismo tiempo aliviar su tristeza, tranquilizar al amo y conseguir para vos misma alguna ventaja.

PUTANA – ¿Te parece, Vázquez?

VAZQUEZ – Estoy convencido. debe tratarse de un amigo muy cercano.

PUTANA – De uno muy cercano, en efecto.

VAZQUEZ – Pero, vamos: no tengáis miedo de nombrarlo. Está mi vida entre vos y cualquier clase de peligro que os amenace. Se me ocurre que no fue nadie de baja ralea.

PUTANA – ¿Te pones tú entre mi vida y cualquier peligro que la amenace?

VAZQUEZ – Naturalmente. Y más todavía: recibiréis alguna recompensa, creedme.

PUTANA –  Se trata de su propio hermano.

VAZQUEZ – ¿Su hermano Giovanni?

PUTANA El mismo, Vázquez. El más amable gentilhombre  que jamás dama alguna ha besado alguna vez. Oh, se aman para toda la eternidad.

VAZQUEZ – ¡Un amable gentilhombre, en efecto! bien, en cuanto a eso apruebo su elección. (Aparte.) De mejor en mejor. (Alto.) ¿Estáis segura de que es él?

PUTANA – Segura. Y ya verás cómo no permanece mucho tiempo lejos de ella.

VAZQUEZ – Sería vituperable si lo hiciera. ¿Pero puedo creeros, Putana?

PUTANA – ¿Creerme? Acaso me tomas por un turco o por un judío? No, Vázquez, conozco desde hace mucho sus relaciones para calumniarlos ahora.

VAZQUEZ – ¿Estáis ahí? ¡Entrad! (Entran los bandidos.)

PUTANA – ¿Quienes son estos hombres?

VAZQUEZ – Ya lo sabréis. Adelante, señores. Sujetadme a esta vieja bruja, amordazadla en el acto y reventadle los ojos. Pronto, pronto.

PUTANA – ¡Vázquez, Vázquez!

VAZQUEZ – Amordazadla, digo. ¿La dejaréis gritar? ¿Qué esperáis? Lo voy a hacer yo mismo. Voy a taponar sus viejas encías, especie de puta con vientre de sapo. (La amordazan.) Bajadla secretamente a la carbonera y reventadle los ojos sin tardar. Si grita, partidle el hocico. ¿Me oís? Obrad prontamente y con seguridad. (Salen los bandidos y Putana.) He aquí lo excelente y por encima de toda expectativa. ¡Su propio hermano! ¡Qué cosa horrible! ¡A qué hazañas condenables conduce el diablo a nuestra época! Su hermano, está bien. Esto no es sino un comienzo. Debo instruir a mi amo y guiar su venganza. Bien, basta ya. ¿Quién viene ahí? ¡Giovanni! Tal como lo deseaba. Mi convicción se afirma, y es tan sólida como el invierno y el verano. (Entra Giovanni.)

GIOVANNI – ¿Dónde está mi hermana?

VAZQUEZ – Tuvo un nuevo malestar, señor, y no se encuentra muy bien.

GIOVANNI – Habrá abusado de la carne, supongo.

VAZQUEZ – En efecto, señor. Habéis dado en el clavo, pero mi virtuosa ama…

GIOVANNI – ¿Dónde está?

VAZQUEZ – En su habitación. Ir a verla. Está sola. (Giovanni le da dinero.) Vuestra liberalidad me hace doblemente servidor. Lo seré siempre, siempre. (Mutis, Giovanni. Entra Soranzo.) Señor, soy hombre habilísimo y he representado mi papel con buen éxito. Pero os hablaré en secreto.

SORANZO – El hermano de mi mujer está allá. Lo va a saber todo.

VAZQUEZ – Dejad que lo sepa. Está hecho lo preciso con quien ya os diré. ¿Cómo os habéis portado con mi ama?

SORANZO Fui dulce como me lo aconsejaste. Oh, mi alma muerde ideas de venganza, pero debes saber, Vázquez….

VAZQUEZ – No, yo no quiero saber nada, porque os ha llegado a vos el turno de saber. Pero no quisiera hablaros abiertamente aquí. (Aparte.) Permitamos que el joven aproveche el poco tiempo que le queda. está vendido a la muerte y ni el mismo diablo podrá rescatarlo. (Alto.) Señor, voy a hablaros en secreto.

SORANZO – Nadie podrá envanecerse de una gloria conquistada sobre mi cobardía. (Salen.)

                                                                 T E L O N

 

 

 

SORANZO – ¡Os burláis de mi amor! Estas ironías no condicen con vuestra modestia ni con vuestra edad.

ANNABELLA – Para quitaros toda suerte de dudas, os diré, señor, que vuestro sentido común debería advertiros que si yo os amase, o si tuviera alguna intención de amaros, os hubiera dado ciertas esperanzas. Pero como sois un gentilhombre a quien no querría ver dilapidar su juventud en una espera inútil, prefiero aconsejaros que no insistáis en vuestras intenciones. creedme que si os hablo así es por vuestro bien.

SORANZO – ¿Sois realmente vos quien me habla así?

ANNABELLA – Sí, yo. Con todo, puedo daros este consejo: sabed que si mis ojos hubieran debido elegir a uno entre los que me pretenden, os hubiera elegido a vos. Que esto os baste. sed noble, prudente y discreto. Escuchad ahora: si alguna vez la virtud ha habitado en vuestra alma, si alguna vez las nobles intenciones os han servido de guía, si necesitáis que crea en vuestro amor… por piedad, que mi padre no sepa jamás por vuestra boca lo que ha ocurrido entre nosotros. Y si, más adelante, me veo en precisión de casarme con alguien, me casaré con vos…

SORANZO – Recordaré vuestras palabras.

ANNABELLA – ¡Oh, oh, mi cabeza!

SORANZO – ¿Qué pasa? ¿No os sentís bien?

ANNABELLA – ¡Oh! Me siento mal.

GIOVANNI -(Aparte.) ¡Que el cielo la proteja! (Sale de su escondite.)

SORANZO – ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Aquí! (Entran Florio y Putana.) ¡Ved a vuestra hija, señor Florio!

FLORIO – Sostenedla, se desmaya.

GIOVANNI – Hermana ¿cómo te sientes?

ANNABELLA – ¿Hermano, estáis ahí? Me siento mal.

FLORIO – Llevadla a la cama. Entre tanto haré llamar al médico. Pronto, pronto.

PUTANA – ¡Pobre pequeña! (Mutis todos, menos Soranzo. Entra Vázquez.)

SORANZO – Heme aquí, doblemente arruinado. Vázquez: en mi presente y en mi futuro. Me dijo claramente que no me ama; y acto seguido se sintió mal. Temo que su vida está en peligro.

VAZQUEZ – (Aparte.) También la vuestra, si lo supiérais todo. (Alto.) Lo lamento, señor. Tal vez no se trate sino de un reventón de la doncellez, y entonces no hay otro remedio sino un rápido casamiento. Pero ¿os ha rechazado en forma terminante?

SORANZO – Sí y no. Ah, estoy muy triste. Vamos: te contaré de camino lo que Annabella me dijo.

Escena III – Otra habitación en la casa de Florio. Entran Giovanni y Putana.

PUTANA – ¡Oh, señor, estamos completamente perdidos y deshonrados para siempre! Vuestra hermana, oh, vuestra hermana…

GIOVANNI – ¿Qué sucede? ¡por el amor de Dios, habla! ¿Cómo está?

PUTANA – ¿Para qué habré nacido, para qué?

GIOVANNI – ¡Dime que no ha muerto, por favor!

PUTANA – Peor. Está encinta. Sabéis bien lo que habéis hecho; ahora es tarde para arrepentiros, que el cielo os perdone y ampare.

GIOVANNI – ¿Encinta? ¿Cómo lo sabes?

PUTANA – ¿Creéis que a mis años debo ignorar el significado de las bascas, los vómitos, los cambios de color, los antojos, amén de otro pormenor que os podría nombrar? Os lo ruego, por su honor y por el vuestro, no perdáis tiempo en indagar cómo ello ha ocurrido. Está encinta, podéis creerme, y si la hacéis examinar por un médico estáis perdido.

GIOVANNI – Pero ¿cómo se siente?

PUTANA – Mejor. Fué un malestar como tantos de los que va a tener en adelante.

GIOVANNI – Háblale de mí, dile que no se inquiete y arréglate para que no la vea ningún médico. Imagina disculpas, encuentra motivos que expliquen su malestar hasta que yo esté de regreso. ¡Oh, preocupaciones! ¡Mi cabeza estalla! No la alarmes. Si mi padre intenta visitarla dile que se ha recobrado, que fue una simple descompostura. ¿Me entiendes, mujer? Ten cuidado.

PUTANA – Id tranquilo, señor.

Escena IV – Otra habitación en la casa de Florio. Entran Florio y Ricciardetto.

FLORIO – ¿Como la encontráis señor doctor?

RICCIARDETTO – Bastante bien. No veo ningún peligro. Apenas si se la nota enferma. Me dijo que comió melón y que eso perturbó su joven estómago.

FLORIO – ¿Le habéis ordenado alguna pócima?

RICCIARDETTO – Un purgante liviano, y nada más. No tenéis por qué inquietaros. Pienso que su malestar se debe a robustez de la sangre, ¿me entendéis?

FLORIO – Demasiado. Dentro de poco se encontrará casada son que haya tenido tiempo de darse cuenta de nada.

RICCIARDETTO – No os apresuréis. No debéis hacer una elección indigna.

FLORIO – Sabré elegir, señor doctor. Soranzo es el marido que le destino.

RICCIARDETTO – Noble y virtuoso gentilhombre, Soranzo.

FLORIO – Como no hay otro en toda Parma. El hermano Buenaventura, antiguo preceptor de mis hijos, vive cerca de aquí. Los casaré en su celda.

RICCIARDETTO – Obráis con juicio.

FLORIO – Le enviaré un recado. (Entran el Hermano Buenaventura y Giovanni.) Aquí lo tenemos. Sed bienvenido, hermano. El cielo bendice la casa donde vos entráis.

GIOVANNI – Con toda diligencia, señor, he hecho lo posible para arrancar a este santo hombre de su celda, a fin de que asista a mi hermana con sus confortaciones espirituales en este trance penoso, y para que pueda absolverla ante su temor a la muerte.

FLORIO – Bien hecho, Giovanni. Has puesto de relieve tu inquietud de creyente y tu amor de hermano. Venid, padre; os llevaré a su habitación y os pediré una cosa.

HNO. BUENAVENTURA – Hablad, señor

FLORIO – Antes de morir necesito ver a mi hija casada como se debe. Sois hombre de pro. Una sola palabra vuestra la persuadirá más que nuestros mejores discursos.

HNOS. BUENAVENTURA – Señor, le diré todo esto para que el cielo venga en su ayuda. (Mutis ambos.)

Escena V – Habitación en la casa de Ricciardetto. Entra Grimaldi.

GRIMALDI – Si el doctor hace honor a la palabra empeñada, Soranzo tiene veinte probabilidades contra una para que Annabella no le pertenezca. Si no, Soranzo ha de morir. Sé que este no es un acto muy noble ni que convenga al valor de un soldado; pero cuando el mérito no sirve, debe ser suplido por la intriga. (Entra Ricciardetto.)

RICCIARDETTO – Llegáis en buen momento. Está convenido que esta misma noche Soranzo se case con Annabella.

GRIMALDI – ¡Cómo!

RICCIARDETTO – Aguardad. El lugar elegido es la celda del Hermano Buenaventura. Tratad de emplear la noche vigilando las vecindades. Si el hombre se os escabulle mañana será tarde.

GRIMALDI – ¿Tenéis el veneno?

RICCIARDETTO – Aquí está. su efecto es seguro. Sed rápido y certero.

GRIMALDI – No fallaré.

RICCIARDETTO – Marchaos. Es peligroso que os vean aquí. Amigo vuestro.

GRIMALDI – Digo lo mismo. (Mutis.)

RICCIARDETTO – Ya está hecho. Si esto se logra habré coronado mi venganza. Los que sueñan boda quizá tengan que llorar la muerte del novio Pero, vayamos a mi otro asunto. (Llama.) ¡Filotis! (Entra Filotis.) Mi encantadora sobrina, ¿has pensado en mi proyecto?

FILOTIS – Tal como me lo aconsejáisteis, mi corazón aprende a marlo. Quiere casarse conmigo esta misma noche, por temor de que su tío se entere y le dé un tirón de orejas.

RICCIARDETTO – ¡Esta misma noche! Mejor que mejor; pero déjame pensar… Ah, sí, está muy bien… Disfrazados… Iremos temprano a la celda del Hermano Buenaventura. Tengo una idea. (Entran Bergetto y Poggio.) Sé bienvenido, mi digno sobrino.

BERGETTO –  (A Filotis.) ¡Venid a besarme, preciosa criatura! ¡Ah, Poggio! (La besa.)

RICCIARDETTO – Separaos un poco. Ya tendréis tiempo más adelante. Tenemos que hablar.

BERGETTO – ¿No tenéis alguna confitura para mi?

FILOTIS – Habrá lo que queráis, amor mío.

BERGETTO – «Amor mío» ¿Has oído, Poggio? A fe mía, no puedo dejar de besarla de nuevo por ese «Amor mío». Poggio, siento un extraño sobresalto a la altura del vientre… ¿Qué será?

POGGIO – (A Ricciardetto.) ¿No tenéis alguna medicina para eso, doctor?

RICCIARDETTO – Sed  formales. Cuando hayamos hecho lo que hay que hacer, tendréis todo el tiempo para besarla, y aún para casaros con ella.

Escena VI – El cuarto de Annabella. Mesa con candelabros. Annabella se está confesando con el Hermano Buenaventura.

HNO. BUENAVENTURA – Me regocija tanta contrición, porque, creedme, me habéis descubierto un alma tan impura y culpable que me asombra el ver que la tierra no se ha abierto ante vos para devoraros. Llorad, llorad. este llanto os hará bien. Llorad más copiosamente, mientras rezo una oración.

ANNABELLA – ¡Miserable criatura!

HNO. BUENAVENTURA – ¡Oh, sí, miserable criatura, desgraciada criatura, casi condenada en vida! Escuchad hija mía. Hay un lugar debajo de una negra ojiva donde la luz no penetra jamás. Todo allí es fuego consumido por un horror llameante. La claridad es sulfurosa, y las tinieblas infectas son sofocadas por nubosidades de humo. Ese lugar conoce millares y millares de muertos que no mueren jamás. Ahí rugen sin apiadar a nadie las almas condenadas. Ahí los glotones son alimentados con escuerzos y serpientes. Ahí vierten aceite hirviente en la garganta de los alcohólicos. El usurero es obligado a deglutir copas llenas de oro líquido. El criminal es apuñalado de continuo sin gozar jamás de la muerte. Al corrompido se le extiende sobre una reja de acero al rojo, mientras en su alma sufre el tormento de la lujuria exasperada.

ANNABELLA – ¿No queda algún camino para salir de tanta miseria?

HNO. BUENAVENTURA – Queda. El cielo es misericordioso y todavía os brinda su perdón. He aquí lo que debéis hacer: antes que nada, para salvar vuestro honor, os casaréis con el señor Soranzo. Luego, para salvar vuestra alma, debéis abandonar esta vida pecadora y no vivir sino para vuestro esposo.

ANNABELLA – ¡Desgraciada de mí!

HNO. BUENAVENTURA – No suspiréis. Sé que es duro renunciar a los atractivos del pecado. Pero debéis hacerlo. ¿Sois feliz?

ANNABELLA – Lo soy.

HNO. BUENAVENTURA – Mejor así. ¿Quién es? (Entran Florio y Giovanni.)

FLORIO – ¿Habéis llamado, padre?

HNO. BUENAVENTURA – ¿El señor Soranzo está ahí? ¿Lo habéis puesto al corriente de todo?

FLORIO – Lo puse. Está encantado.

HNO. BUENAVENTURA – También nosotros. Rogadle que suba.

GIOVANNI – (Aparte.) Mi hermana llora. Temo la falsedad de este fraile. (Alto.) Voy a llamarlo. (Mutis.)

FLORIO – ¿Estás resuelta, hija?

ANNABELLA – Lo estoy, padre mío. (Giovanni vuelve con Soranzo y Vázquez.)

FLORIO – Monseñor Soranzo, dadme la mano. Os doy esta en cambio. (Une las manos de Annabella y Soranzo.)

SORANZO – ¿Vos también consentís, señora?

ANNABELLA – Juro vivir con vos y para vos.

HNO. BUENAVENTURA – ¡Que mi bendición os acompañe! Lo que queda por hacer lo haréis con el sol de la mañana.

Escena VII – Calle delante del Monasterio. Entra Grimaldi con la espada desenvainada y un farol.

GRIMALDI Ya es alta noche, y empero es demasiado temprano para rematar semejante empresa. (Se sienta en el suelo.) Veremos qué puede ocurrir. (Entran Bergetto y Filotis con antifaces, seguidos de cerca con Ricciardetto y Poggio.)

BERGETTO Creo que casi hemos llegado, amor mío.

GRIMALDI – (Aparte.) Alguien dice «Amor mío»… ¡Es él! (Se levanta.) Ahora guía mi mano justicia irritada. ¡Al corazón! (Alto, a Bergetto.) ¡En guardia, señor! (Le clava la espada y huye.)

BERGETTO ¡Socorro! ¡Tengo una puntada en el vientre! ¡Pronto, un cirujano, Poggio!

FILOTIS ¿Qué os pasa, amor mío?

BERGETTO Estoy seguro de que no estoy meando, y sin embargo me siento mojado por delante y por detrás. ¡Luz, traedme una antorcha!

FILOTIS ¡Socorro! Algún facineroso acaba de asesinar a mi amado!

RICCIARDETTO – ¡Oh, que el cielo lo proteja! Despierta en el acto a los vecinos, Poggio, y trae antorchas. (Mutis, Poggio.) ¿Qué tienes, Bergetto? ¡Asesinado! Imposible. ¿Estás seguro de que te han herido?

BERGETTO – El vientre me arde como una olla en el fuego. Un poco de agua helada, por favor, si no se va a poner a hervir. Me transpira el cuerpo. Podéis retorcer mi camisa. Tócame aquí. ¿Y Poggio? (Poggio vuelve con los soldados y unas antorchas.)

POGGIO – Aquí estoy. ¿Cómo os encontráis, mi amo?

RICCIARDETTO – Dame una antorcha. ¡Qué veo! Bañado en sangre. (A los soldados.) Señores: el sobrino del señor Donado ha sido asesinado. Perseguid al asesino en la ciudad. No puede andar lejos. Perseguidlo, os conjuro. (Los soldados hacen mutis.) Desgarra tus enaguas, sobrina, para vendar sus heridas. Valor, amigo mío.

BERGETTO – ¿Todo esto es sangre? entonces ya puedo ir diciendo buenas noches. Poggio, ruega a mi tío que por mi recuerdo sea cariñoso con esta joven. Oh, voy por mal camino: me duele el vientre. Adiós, Poggio, adiós. (Muere.)

FILOTIS – ¡Ha muerto!

POGGIO – ¿Ha muerto?

RICCIARDETTO – Sí, pero no es momento para llorar. Llevadlo a su casa. Nosotros iremos en persecución del asesino. (Mutis con Filotis.)

POGGIO – ¡Oh, mi amo, mi amo, mi amo!

Escena VIII – Habitación en casa de Hipólita. Entra ésta seguida de Vázquez.

HIPOLITA – ¿Se ha comprometido con ella?

VAZQUEZ – Yo estaba presente.

HIPOLITA – ¿Cuándo es la boda?

VAZQUEZ – Dentro de dos días.

HIPOLITA – ¡Dos días! Por qué no faltarán dos horas para enviarlo a dormir su último sueño. Ya verás como sabré portarme Vázquez.

VAZQUEZ – No dudo de vuestro valor. Ni vos dudáis de mi discreción, supongo.

HIPOLITA – Seré tuya pese al deshonor. ¡De modo que ya se casa! ¡Qué malvado! Estoy segura de que reiría al verme llorar.

VAZQUEZ – Sería una infamia.

HIPOLITA – No, déjalo reir. Yo estoy resuelta; no sé si tú lo estás tanto como yo.

VAZQUEZ – Mi traición es insignificante, dada la dicha a que me permitís aspirar, señora.

HIPOLITA – Tendrás incluso mi corazón, Vázquez. Deja que mi juventud se entregue a estos nuevos placeres. Si tenemos éxito, a Soranzo no le quedan sino dos días de vida.

Escena XI – Calle ante la casa del Cardenal. LLegan Florio, Donado, Ricciardetto, Poggio y los soldados.

FLORIO – Hay que tener valor, señor Donado. Lo hecho, hecho está. Dejáos de lágrimas y reclamad justicia.

RICCIARDETTO – Confieso que cometí el error de no poneros sobre aviso acerca del amor que había nacido entre Bergetto y mi sobrina. Pero su lamentable suerte me afecta tanto como si se tratase de mi propio hijo.

DONADO – ¡Pobre muchacho! Estoy seguro de que no quería mal a nadie.

FLORIO – Yo también lo estoy. Pero, aguardad, amigos míos: ¿estáis seguros de que el asesino entró aquí?

SOLDADO – Con vuestro permiso, señor, tenemos la certeza de que alguien, con una espada ensangrentada en la mano entró por la puerta de su Eminencia el Cardenal. Estamos ciertos, pero, por respeto a su Eminencia -¡que ella nos bendiga!-  no hemos osado entrar.

DONADO – ¿Sabéis que clase de hombre era?

SOLDADO – Seguramente. Se dice que es un militar, y que amaba a vuestra hija, señor Florio. Ciertamente se trata de él.

FLORIO – ¡Grimaldi, por vida mía!

SOLDADO Eso es, el mismo.

RICCIARDETTO – Su Eminencia es un alma noble; no dejará de hacer justicia.

DONADO – Que llamen a la puerta. (Poggio golpea la puerta.)

CRIADO – (Desde adentro.) ¿Qué buscáis?

FLORIO – Necesitamos hablar con Su Eminencia, el señor Cardenal. Se trata de un asunto urgente. Ruego informar a Su Eminencia. (Entra el Cardenal, seguido de Grimaldi.)

EL CARDENAL – ¿Qué ocurre, amigos míos? ¿Quienes son estos osados que no conocen ni su deber ni las buenas maneras? ¿Nuestra casa se ha convertido acaso en albergue, para que derribéis las puertas a estas horas de la noche? ¿Qué prisa os impide hallar una hora más conveniente? ¿Sois dueños del bien público y ya no conocéis la discreción? Con todo, sabemos que venís a darnos ciertas noticias; pero ellas se os han adelantado. (A Donado.) Habéis perdido a vuestro sobrino, Donado. Fue muerto esta noche por Grimaldi; ¿no es ese vuestro asunto? Bien, señor; ya lo sabemos; que ello sea suficiente.

GRIMALDI – Juro ante Vuestra Eminencia que jamás en el fondo de mi pensamiento he odiado a Bergetto. Pero, señor Florio, vois podéis decir con qué desdén Soranzo, sostenido por los suyos, se ha burlado a menudo de mí. Concebí la venganza, y como no podía llevarla a cabo sino con el arma en la mano, proyecté matarlo por sorpresa. Y si no llego a equivocarme, hubiera muerto él en lugar de Bergetto. Bien que mi crimen no se deba sino a mala suerte, humildemente me someto a Vuestra Eminencia. (Cae de rodillas.) Haced de mí lo que os plazca.

EL CARDENAL – Levántate, Grimaldi. (Grimaldi se incorpora.) Y vosotros, ciudadanos de Parma, sabed que si venís en busca de justicia ante esta ofensa, yo, en mi calidad de Nuncio del Papa, recibo aquí a Grimaldi bajo mi santa protección. No es hombre ordinario sino noble por su nacimiento. Su sangre es principesca, aunque vos, Florio, no lo hayáis juzgado digno de ser el esposo de vuestra hija. (A Donado.) Si vos, Donado, necesitáis que se haga justicia, deberéis ir a Roma, pues es allá donde Grimaldi se dirige. enterrad a vuestro muerto entretanto. Tú, Grimaldi, ven conmigo. (Mutis, ambos.)

DONADO – ¿Es esta la voz de un hombre de la Iglesia? ¿Tiene algo que ver esto con la justicia?

FLORIO – La justicia ha huído al cielo, pero no se aleja. ¡De modo que esta muerte estaba destinada a Soranzo! ¡Qué impudor! Tuvo la audacia de decirlo sin enrojecer. Venid, venid, Donado. No hay remedio para esto, ya que los cardenales piensan que el crimen no debe ser castigado. Cada grande del mundo puede actuar según su propia voluntad. No nos queda sino obedecer. Pero serán juzgados por el cielo.

                                                          T E L O N

A C T O   C U A R T O

Escena I – Habitación en la casa de Florio. Mesa dispuesta para un banquete. Música a cargo de varios ejecutantes de óboe. entran el Hermano Buenaventura, Giovanni, Annabella, Filotis, Soranzo, Donado, Ricciardetto, Putana y Vázquez.

HNO. BUENAVENTURA – Cumplidos los sagrados ritos, ya se puede pasar en fiesta el resto de la jornada. Estos banquetes de circunstancias son agradables a los santos convertidos en invitados, si bien invisibles a los ojos de los mortales. Os deseo en este día una gran prosperidad. Feliz pareja, sed siempre el uno la dicha del otro.

SORANZO – Padre mío, vuestro ruego ha sido escuchado; la mano de Dios para mí ha sido una protección contra la muerte; y para bendecirme aún más, ha enriquecido mi vida con joya tan preciada como jamás ha visto la tierra. Vamos, valor, amor mío. Y vosotros, gentileshombres amigos, regocijaos conmigo a causa de mi felicidad; coronaremos este día bebiendo numerosas copas a la salud de Annabella.

GIOVANNI – (Aparte.) Oh, tortura: si la boda todavía no hubiera tenido ocasión, más que soportar este espectáculo y ver a mi amor en brazos de otro hombre, preferiría padecer el horror de diez mil muertes.

VAZQUEZ – ¿No os encontráis bien, señor?

GIOVANNI – Te ruego que no te metas en lo que no te importa; no necesito de tus amables cuidados.

FLORIO – Acercaos, señor Donado. Olvidad vuestra reciente desdicha y ahogad las penas en el vino.

SORANZO – ¡Vázquez!

VAZQUEZ – ¿Señor?

SORANZO – Dame esa copa; hermano Giovanni, bebo a vuestra salud; si bien todavía sois soltero, vuestro turno se acerca; bebo a la dicha de vuestra hermana y a la mía. (Bebe y le ofrece la copa.)

GIOVANNI – Yo no puedo beber.

SORANZO – ¿Cómo?

GIOVANNI – Os aseguro que me desagradaría.

ANNABELLA – Os ruego que no insistáis si se niega. (Oboe.)

FLORIO – ¿Qué es esta música?

VAZQUEZ – Oh, señor: olvidé deciros que unas jóvenes de Parma ofrecen esta contribución al festejo y piden humildemente vuestra indulgencia y vuestro silencio.

SORANZO – Al contrario, nos sentimos muy reconocidos, sobre todo por lo que tiene de inesperado; traedlas aquí. (Entra Hipólita seguida por varias damas vestidas de blanco, enmascaradas y con guirnaldas. Música. Danza.) ¡Gracias, vírgenes encantadoras! Podremos saber ahora a quién somos deudores de esta muestra de amistad?

HIPOLITA – Sí, lo sabréis. (Se quita el antifaz.) ¿Qué decís ahora?

TODOS – ¡Hipólita!

HIPOLITA – La misma, no os asombréis. Y vos, joven y encantadora desposada, no os ruboricéis porque no vengo para arrebataros a vuestro marido. No es este el momento de renovar los rumores que durante mucho tiempo hicieron murmurar a Parma acerca de nosotros. Dejadlos correr; el soplo que los lleva terminará por estallar como una burbuja. Pero ahora él es vuestro, dulce criatura; dadme la mano. Tal vez os han dicho que yo pretendía a Soranzo, ahora, vuestro señor; bien sabe su alma qué tengo derecho a a hacer; pero mi deber acerca de vuestros nobles merecimientos, y el interés que me inspiráis, dulce Annabella, me hace aceptar lo hecho y permitido por la santa Iglesia. Tomad, Soranzo, aceptad esta mano. ¿He hecho bien?

SORANZO – Yo no pedía tanto.

HIPOLITA – Una palabra más. Conocéis mi espíritu de caridad: generosamente os relevo de todo compromiso que podría reclamar; y como testimonio de ello dadme una copa de vino. (Vazquez le da una copa envenenada.) Señor Soranzo, bebo por vuestra larga paz. (Bebe. Aparte, a Vázquez.) No olvides, Vázquez.

VAZQUEZ – No temáis.

SORANZO – Os lo agradezco, Hipólita, y bebo por esta unión tan dichosa como otra vida. ¡Venga más vino!

VAZQUEZ – No lo tendréis ni beberéis a su salud.

HIPOLITA – ¿Cómo es eso?

VAZQUEZ – Debéis saber ahora, Señora-diablesa, que vuestra propia traición os ha matado, no me casaré con vos.

HIPOLITA – ¡Desgraciado!

TODOS – ¿Qué ocurre?

VAZQUEZ – Mujer insensata, hete aquí como un tizón que ha inflamado a los otros y arde él mismo. Troppo sperar inganna.  Tu vana esperanza te ha embaucado. Hete aquí casi muerta. Si tienes alguna religión, ruega.

HIPOLITA – ¡Monstruo!

VAZQUEZ – Muere como cristiana. Este saco de malicias, esta mujer, secretamente me corrompió mediante promesa de matrimonio, y trató de envenenar al señor para vengarse de él fingiendo esta reconciliación. Le prometí todo lo que quiso. Con gusto le hubiera evitado la muerte, pero supe cuál hubiera sido mi recompensa, ya que estaba al tanto de sus maquinaciones peligrosas; de modo que le pagué con su misma moneda. Miradla… Termina tus días en paz, mujer vil, porque en cuanto a vida ni sueñes con que te queda alguna.

TODOS – ¡Asombrosa justicia!

RICCIARDETTO – Eres justo, cielo.

HIPOLITA – Oh, es cierto: siento llegar mi último minuto. Si este esclavo hubiera cumplido su promesa  -¡oh, cómo sufro¡- a esta hora estarías muerto, Soranzo. Ah, me queman los fuegos del infierno…. y sin embargo, soy yo quien muere. Crueles, crueles llamas! ¡que mi maldición se extienda sobre ti, que tu lecho nupcial sea una grilla para tu corazón, que tu sangre arda y hierva en la venganza! ¡Oh, corazón mío, mi fuego es intolerable! ¡Que seas padre de bastardos, que del vientre de tu mejer salgan monstruos, y que los dos muráis en pecado, odiados, despreciados y lejos de toda piedad! ¡Oh! ¡Oh! (Muere.)

FLORIO – ¿Se ha visto jamás criatura más vil?

RICCIARDETTO – He aquí el fin adonde conducen la lujuria y el orgullo.

ANNABELLA – ¡Qué cosa horrible!

SORANZO – Vazquez, te tengo ahora por fiel servidor. Jamás olvidaré esto. Vamos a casa, amor mío, y agradezcamos al cielo el haber escapado a esta muerte. Padre, amigos: debemos renunciar a toda alegría. esta es una fiesta demasiado triste.

DONADO – Llevaos el cuerpo.

HNO. BUENAVENTURA – (Aparte, a Giovanni.) Es un presagio siniestro. Presta atención, Giovanni: me da miedo el desenlace; rara vez es feliz un matrimonio cuando la fiesta de la boda empieza así, con sangre. (Mutis.)

Escena II – Una habitación en la casa de Ricciardetto. Entran Ricciardetto y Filotis.

RICCIARDETTO – Mi miserable mujer, más miserable por su vergüenza que por sus culpas con respecto a mí, ha pagado demasiado pronto el tributo a sus desórdenes. Y estoy seguro, querida sobrina, a pesar de que mi venganza flota sobre él esperando su caída, de que Soranzo sucumbirá bajo su propio peso. Ya no necesito -mi corazón me persuade de ello- apresurar su ruina. Hay alguien por encima de nosotros que empieza a trabajar, porque, según he oído decir, las querellas entre él y su mujer se multiplican para desunirlos. Ella, dicen, desprecia su amor; y él la abandona. Se habla mucho de ésto.  Ya que las cosas marchan así, querida sobrina, por el cariño que te profeso y por la piedad que me inspira tu juventud, te aconsejaría librarte del azar de estas desgracias y marchar a la luminosa Cremona, donde podrías dedicar tu alma a la devoción y convertirte en una santa religiosa. Yo permaneceré aquí para ser testigo del final de estas intrigas. Todos los caminos del mundo son arduos. Ninguna ruta está bendita, salvo la del cielo.

FILOTIS – Tío de mi alma: ¿tengo que optar por hacerme religiosa?

RICCIARDETTO – Sí, sobrina mía; y en tus continuas oraciones recuerda a tu pobre y desventurado tío. Parte para Cremona, y que en adelante el claustro sea tu mansión, que tu vida casta y solitaria sea la corona de tu nacimiento. Las que mueren vírgenes han vivido en la tierra como las santas.

FILOTIS – Entonces, adiós. Mundo y pensamientos mundanos, ¡adiós! Sed bienvenidos castos votos; a vosotros me someto. (Mutis.)

Escena III – Una habitación en la casa de Soranzo. Entra éste a medio vestir y arrastrando a Annabella.

SORANZO – ¡Aquí, perra, famosa puta! Si cada gota de la sangre que corre en tus venas adúlteras fuese una vida, esta espada  -¿la ves?- de un solo golpe las confundiría todas. ¡Puta! Rara, acreditada puta, cuya frente de cobre disimula el pecado, ¿no había en Parma otro hombre sino yo para atraparlo en tus redes? Tu caliente deseo y tu ardor lujurioso deben ser colmados hasta el asco, entonces. ¿No podías elegir a otro, en vez de elegirme a mí, para servir de tapadera a tu obscenidad secreta, a los juegos de tu vientre? ¿De modo que soy yo quien debe ser el papá de ese batiburrillo que te llena el vientre de pútridos bastardos? Habla, ¿no podías haber elegido a otro?

ANNABELLA – ¡Hombre bestial! Y bien: ¡es tu destino! Yo no te pedí nada; al contrario;si no hubiera tenido miedo de tu amorosa señoría no se hubiese vuelto loca ante un rechazo mío, y si me hubieras dado tiempo, te hubiera dicho el estado en que me encontraba. Pero no me dejaste hacerlo.

SORANZO – ¡Puta de una puta! ¿Te atreves a decirme eso?

ANNABELLA – Sí, ¿por qué no? Estás equivocado. No por honor sino para salvar mi honor, fue que te elegí. escucha esto, ahora: si tienes paciencia y ocultas tu vergüenza, ya veré si puedo llegar a quererte.

SORANZO – ¡Excelente bribona! ¿Acaso no estás encinta?

ANNABELLA – Lo acepto.

SORANZO – Dime de quién.

ANNABELLA – Despacio, no me agrada que me apuren. Sin embargo, señor, para contentar un poco tu impaciente curiosidad, me complace hacerte saber que el hombre extraordinario que me hizo este pícaro varón  -porque será varón-  razón por la cual, para tu gloria, señor, tendrás un hijo…

SORANZO – ¡Abominable monstruo!

ANNABELLA – Si no quieres escucharme no digo nada más.

SORANZO – Sí, habla. Termina con lo que tienes que decir.

ANNABELLA – Entendido. Esa noble criatura era desde todo punto de vista tan semejante a un ángel, tan gloriosa, que una mujer simplemente humana como yo lo soy, no podía sino arrodillarse a sus pies y mendigar su amor. Tú no eres digno ni siquiera de pronunciar una sola vez su nombre sin verdadera veneración o, en verdad, a menos que te arrodilles para escuchar como otro lo nombra.

SORANZO – ¿Cómo se llama?

ANNABELLA – Todavía no hemos llegado a eso. Debe bastarte la gloria de servir de padre a aquel que tal padre ha engendrado. En suma, si eso no hubiera sucedido, jamás me hubiera preocupado el pensamiento de que tú eres un ser viviente.

SORANZO – Dime cómo se llama.

ANNABELLA – Ya está todo dicho. ¿No me crees?

SORANZO – ¿Qué?

ANNABELLA – Que no sabrás jamás cómo se llama.

SORANZO – Dímelo.

ANNABELLA – Nunca. Si llegas a saberlo, que sea yo por siempre condenada.

SORANZO – ¿Así que no quieres decirlo, perra? ¿A que te parto el corazón y encuentro el nombre ahí escondido?

ANNABELLA – Hazlo, hazlo.

SORANZO – Y con los dientes te desgarraré miembro a miembro, prodigiosa disoluta.

ANNABELLA – Ja, ja, ja: qué hombre más gracioso.

SORANZO – ¿Te ríes? Aquí, puta. Dime quién es tu amante o te juro que te arranco la carne pedazo a pedazo. ¿Quién es?

ANNABELLA – (Canta.) Che morte piú dolce che morir per amore?

SORANZO – Te voy a agarrar del pelo para arrastrar por el polvo tu cuerpo podrido por la letra de la lujuria. (La sacude.) Dime su nombre.

ANNABELLA – (Canta.) Morendo in grazia del morir senza dolore.

SORANZO – ¿Crees triunfar? Los tesoros de la tierra no te rescatarían. Podría haber reyes de rodillas implorando por tu vida, ángeles bañados en lágrimas bajados del cielo para abogar por ti, y nada prevalecería contra mi rabia. ¿No tiemblas ahora?

ANNABELLA – ¿Por qué? ¡Morir! No, sé un galante verdugo. Te desafío: pega, y pega justo. Dejo tras mí una venganza, y tú la sentirás.

SORANZO – Sin embargo, antes de morir, dime sinceramente: ¿tu anciano padre sabe esto?

ANNABELLA – No, por mi vida.

SORANZO – Confiesa y no te mato.

ANNABELLA – Bah, mi vida no vale tanto.

SORANZO – No demoraré mi venganza. (Saca la espada. Entra Vázquez.)

VAZQUEZ – ¿Qué hacéis, señor?

SORANZO – Déjame Vázquez, semejante puta no merece piedad.

VAZQUEZ – Los dioses lo prohiben. ¿Queréis ser su verdugo, y matarla? Oh, qué cosa inhumana sería. es vuestra esposa. Las faltas que cometió antes de la boda no eran contra vos. ¡Vaya, pobre señora! lo que ella hizo, ¿no lo hubiera hecho en un caso semejante cualquier dama de toda Italia? Señor, debéis dejaros guiar por la razón, no por la cólera. Sería inhumano y bestial.

SORANZO – No debe vivir.

VAZQUEZ – Sí, debe. ¿Queréis que os confiese quién es el autor de los presentes infortunios? Os juro que es un pedido irrazonable; y si ella os contestase, por mi parte perdería toda la estimación a que me la hacen acreedora sus merecimientos… Pero, señor, de todos los hombres vivientes, sois el único que no debe saber nada. Mi buen señor, vamos, reconciliaos. ¡Pobre señora!

ANNABELLA – Bah, no imploréis por mí. Mi vida no vale nada; y si este hombre necesita hacer el loco, dejadlo hacer.

SORANZO – ¿La oyes, Vázquez?

VAZQUEZ – Sí, y la alabo por ello. Muestra la nobleza de un alma elevada y, maldecid mi corazón, pero le sienta bien. (Aparte, a Soranzo.) Señor, ahogad vuestra venganza. Dejadme husmear esta intriga. Conteneos, si no lo arruinaréis todo. (Alto.) señor, si alguna vez mis servicios han merecido cierto crédito a vuestros ojos, no seáis tan violento en vuestros arranques. Si vosotros os reconciliais, Oh, ¡qué triunfo sobre los pretendientes desplazados cuando lleguen a enterarse! Además es humano soportar las desgracias, así como es divino perdonarlas.

SORANZO – Oh, Vázquez… Yo había encerrado en ese montón de carne, en el pérfido rostro de esta mujer, todo el tesoro de mi corazón. si hubieras sido virtuosa, mujer perversa, la dicha de mi alma no me hubiese hecho desear vivir con una santa sino contigo. Pérfida criatura, ¡cómo te has burlado de mis esperanzas, hasta qué punto me has enterrado vivo en tu matriz impúdica! Te amé demasiado tiernamente.

VAZQUEZ – (Aparte, a Soranzo.) Así está bien. Continuad en ese tono apasionado. Sed breve y patético; es lo que conviene.

SORANZO – Que tu alma y tus pensamientos sean testigos de mis palabras. Y dime, ¿no sentías en tu corazón que yo te adoraba demasiado supersticiosamente?

ANNABELLA – Debo confesar que sé que me quieres mucho.

SORANZO – ¡Y querías servirte de mí, sin embargo! Oh, Annabella, ten la seguridad de quien sea el miserable que te ha cubierto con tanta vergüenza, habrá podido desearte, pero nunca te habrá amado tanto como yo. El capricho de sus ojos se dejó conquistar por esa pintura que son las mejillas de una mujer hermosa, pero no pudo amar esa parte tuya que fue sólo mía: tu corazón.

ANNABELLA – ¡Oh, señor! Tales palabras me penetran más profundamente que lo haría vuestra espada.

VAZQUEZ – Yo no me enternezco nunca, y sin embargo ya me véis llorando. Ved, señora, yo sabía muy bien lo que sería de él una vez calmada su cólera.

SORANZO – Perdóname, Annabella. A pesar de que tu juventud te tentó por encima de tus fuerzas, extraviado por esta locura, no olvidaré lo que debería ser y lo que soy: un esposo. Lo divino se oculta bajo ese nombre. Si veo que en adelante me eres fiel, perdonaré todas tus faltas y te acogeré en mi corazón.

VAZQUEZ – A fe mía, esta es noble caridad.

ANNABELLA – Señor, de rodillas…

SORANZO – Levántate. Vuelve a tu habitación, procura que no se te note ninguna alteración. Yo iré a verte luego. Mi razón me dice ahora que «mujer quiere decir fragilidad pronta a desfallecer». Vete a tu cuarto. (Mutis Annabella.)

VAZQUEZ – Muy bien, es lo mejor que se podía hacer. ¿Qué pensáis ahora, señor?

SORANZO – llevo el infierno dentro de mi, toda mi sangre tiene sed de una rápida venganza.

VAZQUEZ – Eso es factible, pero, ¿sabéis como vengaros, y de quién? Vaya, casarse con una mujer grávida creyendo haberla desflorado, parece cosa corriente hoy en día. Lo que hace falta saber es quién ha penetrado en vuestra conejera.

SORANZO – La obligaré a confesar o…

VAZQUEZ – ¿O qué?  No es así como hay que proceder. Dejadme persuadir un instante a vuestro padecimiento. Id a ella, tratadla suavemente. Llevadla si es posible a la mayor espontaneidad, a las lágrimas. en cuanto al resto, si aceptáis, corre de mi cuenta. Os lo ruego, señor, id. Las próximas novedades que os daré serán maravillosas.

SORANZO – La demora en la venganza hará más pesado el golpe.

VAZQUEZ – ¡Ah, bribona, buen trabajo tenemos esta vez! Ya tenía en la cabeza la sospecha de un asunto torcido, y desde hace tiempo; pero luego de haber visto las miradas desdeñosas de mi señora, sus caprichos, sus aires irritados que siempre encontraban algo que decir sobre todo lo que aquí se hacía, recordé el proverbio que dice que «las casas donde las gallinas cantan y los gallos callan son tristes casas». Paso a paso. Si la habilidad de una modista puede ocultar semejante hinchazón de vientre, ya no sabré escarnecer por el resto de mis días… (Entra Putana llorando.) He aquí el medio, o no hay remedio. ¿Cómo, lágrimas, pobre vieja? Vaya, vaya, no puedo reprocharle nada. Tenemos un amo, el cielo nos proteja, tan loco como el mismo diablo, que la vergüenza caiga sobre su cabeza.

PUTANA – ¡Oh, Vázquez, sería preferible no haber nacido, para ver semejante día! ¿También a tí te trató así, Vázquez?

VAZQUEZ ¿A mí? Pero si a mí me trata como a un perro. Ah, si alguien estuviese de acuerdo conmigo, yo sabría lo que se debe hacer. Tan seguro como que soy hombre honrado, el amo terminaría por matar a la señora con su crueldad. Ya sé que está encinta, pero lindo asunto como para echárselo en cara a una mujer de su edad.

PUTANA – Pobrecita. Bien tuvo que hacerlo llena de tristeza y contra su propia voluntad.

VAZQUEZ – Juraría que toda la rabia viene de que ella se niega a confesar quién es el culpable. El quiere saberlo, y cuando lo sepa, estoy lo bastante al corriente de su carácter como para tener la seguridad de que lo olvidará enseguida. Bien, haría falta que ella lo dijese de una vez. Es la única solución.

PUTANA – ¿Te parece?

VAZQUEZ – Estoy seguro. Con tal que él no se vea obligado a arrancarle la confesión por la fuerza. Hace un rato suponía que vos sabríais algo y tenía la intención de haceros cantar, pero de algún modo conseguí calmarlo. Sin embargo, debéis saber bastante.

PUTANA – Que el cielo nos perdone a todos. Sé un poco, Vázquez.

VAZQUEZ – ¿Quién aparte de vos, debería saberlo?. Por mi conciencia, ella os ama tiernamente; y vos no querríais traicionarla por nada del mundo.

PUTANA – Ni siquiera por todo el universo, lo juro, Vázquez.

VAZQUEZ – Estaría muy mal si lo hiciérais. Pero en el presente caso deberíais al mismo tiempo aliviar su tristeza, tranquilizar al amo y conseguir para vos misma alguna ventaja.

PUTANA – ¿Te parece, Vázquez?

VAZQUEZ – Estoy convencido. debe tratarse de un amigo muy cercano.

PUTANA – De uno muy cercano, en efecto.

VAZQUEZ – Pero, vamos: no tengáis miedo de nombrarlo. Está mi vida entre vos y cualquier clase de peligro que os amenace. Se me ocurre que no fue nadie de baja ralea.

PUTANA – ¿Te pones tú entre mi vida y cualquier peligro que la amenace?

VAZQUEZ – Naturalmente. Y más todavía: recibiréis alguna recompensa, creedme.

PUTANA –  Se trata de su propio hermano.

VAZQUEZ – ¿Su hermano Giovanni?

PUTANA El mismo, Vázquez. El más amable gentilhombre  que jamás dama alguna ha besado alguna vez. Oh, se aman para toda la eternidad.

VAZQUEZ – ¡Un amable gentilhombre, en efecto! Bien, en cuanto a eso apruebo su elección. (Aparte.) De mejor en mejor. (Alto.) ¿Estáis segura de que es él?

PUTANA – Segura. Y ya verás cómo no permanece mucho tiempo lejos de ella.

VAZQUEZ – Sería vituperable si lo hiciera. ¿Pero puedo creeros, Putana?

PUTANA – ¿Creerme? Acaso me tomas por un turco o por un judío? No, Vázquez, conozco desde hace mucho sus relaciones para calumniarlos ahora.

VAZQUEZ – ¿Estáis ahí? ¡Entrad! (Entran los bandidos.)

PUTANA – ¿Quienes son estos hombres?

VAZQUEZ – Ya lo sabréis. Adelante, señores. Sujetadme a esta vieja bruja, amordazadla en el acto y reventadle los ojos. Pronto, pronto.

PUTANA – ¡Vázquez, Vázquez!

VAZQUEZ – Amordazadla, digo. ¿La dejaréis gritar? ¿Qué esperáis? Lo voy a hacer yo mismo. Voy a taponar sus viejas encías, especie de puta con vientre de sapo. (La amordazan.) Bajadla secretamente a la carbonera y reventadle los ojos sin tardar. Si grita, partidle el hocico. ¿Me oís? Obrad prontamente y con seguridad. (Salen los bandidos y Putana.) He aquí lo excelente y por encima de toda expectativa. ¡Su propio hermano! ¡Qué cosa horrible! ¡A qué hazañas condenables conduce el diablo a nuestra época! Su hermano, está bien. Esto no es sino un comienzo. Debo instruir a mi amo y guiar su venganza. Bien, basta ya. ¿Quién viene ahí? ¡Giovanni! Tal como lo deseaba. Mi convicción se afirma, y es tan sólida como el invierno y el verano. (Entra Giovanni.)

GIOVANNI – ¿Dónde está mi hermana?

VAZQUEZ – Tuvo un nuevo malestar, señor, y no se encuentra muy bien.

GIOVANNI – Habrá abusado de la carne, supongo.

VAZQUEZ – En efecto, señor. Habéis dado en el clavo, pero mi virtuosa ama…

GIOVANNI – ¿Dónde está?

VAZQUEZ – En su habitación. Id a verla. Está sola. (Giovanni le da dinero.) Vuestra liberalidad me hace doblemente servidor. Lo seré siempre, siempre. (Mutis, Giovanni. Entra Soranzo.) Señor, soy hombre habilísimo y he representado mi papel con buen éxito. Pero os hablaré en secreto.

SORANZO – El hermano de mi mujer está allá. Lo va a saber todo.

VAZQUEZ – Dejad que lo sepa. Está hecho lo preciso con quien ya os diré. ¿Cómo os habéis portado con mi ama?

SORANZO Fui dulce como me lo aconsejaste. Oh, mi alma muerde ideas de venganza, pero debes saber, Vázquez….

VAZQUEZ – No, yo no quiero saber nada, porque os ha llegado a vos el turno de saber. Pero no quisiera hablaros abiertamente aquí. (Aparte.) Permitamos que el joven aproveche el poco tiempo que le queda. Está vendido a la muerte y ni el mismo diablo podrá rescatarlo. (Alto.) Señor, voy a hablaros en secreto.

SORANZO – Nadie podrá envanecerse de una gloria conquistada sobre mi cobardía. (Salen.)

                                                               T E L O N

A C T O   Q U I N T O

 

Escena I – La calle, delante de la casa de Soranzo. Annabella está asomada a una ventana.

ANNABELLA – Adiós placeres; y adiós vosotros, minutos pródigos cuyas falsas alegrías hilasteis una vida fatigada. Ahora debo despedirme de toda esa dicha que fué la mía. Tú, tiempo precioso que velozmente recorres el mundo, detén aquí tu inquieta carrera para terminar la de mi destino y entregar a las edades todavía no nacidas la tragedia de una miserable y lamentable mujer. Mi conciencia se yergue ahora contra mi deseo y me acusa de él como de un crimen. (Aparece el Hermano Buenaventura.) Me dice que estoy perdida y yo confieso que la belleza que viste el rostro está maldita si la gracia no vive en ella. aquí como una tórtola encerrada en su jaula, hablo sin compañía al espacio y a los muros, y pienso en mis viles desgracias. Giovanni, has conseguido los despojos de tus propias virtudes y de mi honor. ¡Oh, querría que el castigo de nuestro crimen se apartase de ti, y que yo sola pudiese sentir el tormento de una llama sin término!

HNO. BUENAVENTURA – (Aparte.) ¿Qué estoy oyendo?

ANNABELLA – Este hombre, el santo ermitaño que ligó mi mano con el nudo ceremonial del matrimonio a la de aquél cuya esposa soy, me dijo a menudo que yo recorría el camino de la muerte, y me mostró de qué manera. Pero los que duermen en el letargo del deseo besan el propio odio y acusan al cielo de injusticia. Así hice yo.

HNO. BUENAVENTURA – He aquí música para mi alma.

ANNABELLA – Perdonadme, mi genio bueno, y esta vez ayudadme. Que algún hombre de bien pase por este camino, a quien pueda yo confiar este papel húmedo de lágrimas y de sangre. Si me lo concedéis, juro arrepentirme y abandonar esta vida donde durante tanto tiempo estuve como muerta.

HNO. BUENAVENTURA – Señora, el cielo os ha escuchado y la santa Providencia ordena que sea yo el instrumento de vuestra salvación.

ANNABELLA – ¿Quién sois?

HNO. BUENAVENTURA – El amigo de vuestro hermano, el ermitaño. Mi alma se siente dichosa por haber escuchado esa franca confesión. ¿Qué necesitáis? ¿A quién queréis dirigiros? Hablad sin miedo.

ANNABELLA – ¿Tan generoso se muestra el cielo? Pues, encuentro en él más favor de cuanto esperaba. Tomad, santo hombre. (Le arroja una carta.) Decid a mi hermano que me recuerde, dadle esa carta, rogadle que la lea y se arrepienta. Decidle que a mí, prisionera en mi habitación, separada de toda compañía, incluso de mi aya  -lo cual mucho me hace temer-  me sobra tiempo para avergonzarme de lo pasado. Suplicadle que sea prudente y que no crea en las muestras de amistad de mi marido. Temo todavía más de cuanto digo. Buen padre, el lugar es peligroso y los espías están a la escucha. Debo ocultarme. ¿Haréis lo que os pido?

HNO. BUENAVENTURA – Tened la seguridad de que cumpliré. Que mi bendición sea por siempre sobre ti, hija mía. Y trata de vivir para morir más santamente. (Mutis.)

ANNABELLA – Os agradezco, cielos, por haber prolongado mi existencia hasta este buen empleo que hago de ella. Ahora puedo esperar la muerte. (Se retira de la ventana.)

Escena II – Habitación en la casa de Soranzo. entran éste y Vázquez.

VAZQUEZ – ¿Me creéis ahora? Primero os casáis con una mujer que si se os arroja en brazos es para burlarse de vuestra cornamenta, para divertirse con vuestra desventura, para regocijarse con vuestra humillación, que os cornifica en el lecho nupcial y malgasta vuestros bienes con mediadores y alcahuetes.

SORANZO -¡Basta, te digo, basta!

VAZQUEZ – El cucú es un hermoso pájaro, monseñor.

SORANZO – Estoy decidido. No digas una sola palabra más. Mis pensamientos son anchos y tan rotundos com el rayo. Entretanto obligaré a mi mujer a vestir su traje nupcial. La voy a acariciar y a apretar suavemente sobre mi pecho… Vete. Pero dime antes: ¿los bandidos están preparados para esconderse?

VAZQUEZ – Mi buen señor, no os atormentéis más con motivo de vuestra digna resolución. Recordad que el tiempo malgastado no se recobra.

SORANZO – Mediante todas las hábiles palabras que conoces invita a los nobles de Parma a la fiesta de mi cumpleaños. Corre a la casa de mi rival y de su padre, e invítalos cortesmente. Ruégales que no falten. Haz pronto y vuelve.

VAZQUEZ – Que vuestra piedad no os traicione antes de mi regreso. Pensad en el incesto y en el adulterio.

SORANZO – Esta venganza es la sola ambición que me domina. O la alcanzo o sucumbo. Mi sangre está en llamas. (Mutis.)

Escena III – Habitación en la casa de Florio. Entra Giovanni.

GIOVANNI – El prejuicio es una tontería que, como la férula en el colegio, mantiene al niño lleno de temor y espanta sólo a las almas inexpertas. Así yo, antes del casamiento de mi hermana, suponía que todo el sabor del amor iba a perderse con semejante unión, y sin embargo no encuentro cambio alguno en el placer. Me pertenece como siempre, y cada uno de nuestros besos es tan dulce y tan delicioso como el primero que le robé cuando el privilegio de su juventud le daba el título de virgen. ¡Oh, la gloria de dos corazones unidos como el suyo y el mío! Dejemos a los sabios engolfados soñar con otros mundos. Para mí el mundo y todas sus delicias están aquí, y no lo cambiaría por el mejor de los mundos futuros. Una vida de placer vale el Paraíso. (Entra el Hermano Buenaventura.) Padre mío, llegáis cuando mi dicha secreta alcanza el júbilo más profundo. Ahora puedo manifestaros que el infierno con que me habéis amenazado a menudo no es sino un servil, débil y supersticioso temor. Y soy capaz de soportarlo…

HNO. BUENAVENTURA – Tu ceguera te mata. Mira aquí lo que te escriben. (Le entrega la carta.)

GIOVANNI – ¿Quién?

HNO. BUENAVENTURA – Rompe el sello y mira. La sangre que todavía te hierve pronto será de un hielo más duro que el coral congelado. ¿Por qué mudas de color, hijo mío?

GIOVANNI – Por el cielo, representáis el papel de un mensajero del diablo entre mi amor y vuestros sortilegios presuntamente religiosos. ¿Quién os ha entregado ésto?

HNO. BUENAVENTURA – Tu conciencia joven, se ha secado; de otro modo ya te habrías sometido a este aviso.

GIOVANNI – Reconozco que es de su propia mano, y que lo ha escrito con sangre. No sé de qué me habla. ¡Muerte! ¡No soy yo hombre que tema ni siquiera el rayo lanzado contra mi corazón! Escribe que hemos sido descubiertos. ¡Que la viruela se lleve los sueños de la cobardía de vil entraña! ¿Hemos sido descubiertos? ¡Al diablo si lo hemos sido! ¿Cómo es posible? ¿Nos hemos convertido en traidores de nuestros propios placeres? ¡Basta de semejantes chocheces! No se trata sino de invenciones, de vuestra propia garrulería, mi pobre anciano. (Entra Vázquez.) Y bien, señor, ¿qué os trae?

VAZQUEZ – Mi amo, según la costumbre que sigue año tras año, ofrece una fiesta con motivo de su cumpleaños, y os invita. Vuestro digno padre, como así también el reverendo nuncio del Papa y otros altos personajes de Parma, han prometido su presencia. ¿Os agradaría contaros entre ellos?

GIOVANNI – Sí, dile que me atrevo a ir.

VAZQUEZ – «¡Que me atrevo a ir!»

GIOVANNI – Como lo oyes. Y dile más: que iré sin falta.

VAZQUEZ – Estas palabras me parecen extrañas.

GIOVANNI – Dile que iré.

VAZQUEZ – ¿No faltaréis?

GIOVANNI – ¿Todavía? Iré, señor. ¿No tenéis ya mi respuesta?

VAZQUEZ  – Se lo comunicaré. Fiel servidor. (Mutis.)

HNO. BUENAVENTURA – No irás, me imagino.

GIOVANNI – ¿Por qué no habría de ir?

HNO. BUENAVENTURA – Oh, no vayas. Esta fiesta, lo juro por mi alma, no es sino una intriga para arruinarte. Sé juicioso, no vayas.

GIOVANNI – ¿Que no vaya? Aún cuando la muerte se irguiese ante mí, y me amenazase con su ejército de plagas malditas, con su multitud de peligros ardientes como estrellas fulgurantes, no dejaría de ir. ¿Que no vaya? Sí, iré resuelto a hundirme en el exterminio tan profundamente como todos ellos. Sí que iré.

HNO. BUENAVENTURA – Ve donde quieras. Veo extraviarse tu destino; toca a su fin; un desgraciado y terrible fin. No debo permanecer aquí para asistir a tu derrumbe. Regreso de prisa a Boloña para evitar el daño que se avecina. Adiós, Parma. ¡Quisiera no haberte conocido nunca, ni nada relacionado contigo! Bien, hijo mío, ya que ninguna súplica puede salvarte, te dejo librado a tu desesperación. (Mutis.)

GIOVANNI – La desesperación o la tortura de mil infiernos, tanto me da. Tengo mi decisión tomada. Entretanto trabaja, trabaja pensamiento mío sobre mis proyectos de destrucción. Sé todo un hombre, alma mía. No permitas que la maldición de un viejo prejuicio arranque de mí la hiel de tu coraje en procura de una muerte gloriosa. Si debo caer como roble vigoroso, muchos arbustos quedarán aplastados en mi caída y morirán conmigo. (Mutis.)

Escena IV – Sala en casa de Soranzo. Entran Soranzo, Vázquez y los bandidos.

SORANZO – No vacilaréis, de aquí a allá, y no marraréis el golpe?

VAZQUEZ – Respondo por ellos. Tratad, amigos míos, de ser tan sanguinarios como es menester y tan despiadados como si asaltáseis un rico botín en las altas montañas de la Liguria. Tocante a vuestro perdón, confiad en el amo. Pero tocante a la recompensa no debéis confiar sino en vuestros propios bolsillos.

LOS BANDIDOS – Nos haremos cargo del crimen.

SORANZO – He aquí el oro. (Les da un bolso.) No temáis nada. Lo que hacéis es noble acto de buena venganza. Os enriqueceré, bandidos, y os libertaré.

LOS BANDIDOS – ¡Libertad! ¡Libertad!

VAZQUEZ – Tened: un antifaz cada uno de vosotros. (Los entrega.) Cuando os ocultéis, guardad todo el silencio posible. Ya conocéis la voz de orden. No os mováis mientras no sea pronunciada; pero no bien la oigáis precipitaos como un torrente luego del huracán. En fin, no necesito instruiros acerca de vuestra profesión. Marchad, pues seréis ampliamente recompensados. (Se van los bandidos.)

SORANZO – ¿Vendrán todos los invitados, Vázquez?

VAZQUEZ – Sí señor. Y ahora permitidme apuntalar un tanto vuestra decisión. Ya veis, todo está a punto para el gran acontecimiento, salvo una firme resolución de vuestra parte. Recordad vuestras desventuras, la pérdida de vuestro honor, la sangre de Hipólita y sostened vuestro coraje con la furia de vuestras propias humillaciones. Una venganza a la que realmente podáis llamar vuestra, he ahí lo mejor que os queda por hacer.

SORANZO – Menos hablo y más ardo. Y la sangre ahogará esta brasa.

VAZQUEZ – Por fin comenzáis a ser italiano. Otra cosa: cuando llegue nuestro joven incestuoso, estará ávido de su viejo bocado. Dadle bastante tiempo para que se deslice a vuestra habitación y a vuestro lecho; dejad en completa libertad a nuestra liebre en celo, antes de perseguirla a muerte, a fin de que, a ser posible, sea enviado al infierno en el preciso instante de su propia condenación.

SORANZO – Así será: y mira, como lo deseabas, llega el primero. (Entra Giovanni.) Sed bienvenido, mi querido hermano, pero, ¿dónde está mi padre?

GIOVANNI – Con los demás nobles, aguardando al Nuncio del Papa para saludarlo. ¿Cómo se encuentra mi hermana?

SORANZO – Como buena ama de casa, apenas preparada todavía. Deberíais ir a verla a su habitación.

GIOVANNI – Si así lo queréis…

SORANZO – Debo agasajar a mis honorables amigos. Mi buen hermano, haced que se dé prisa.

GIOVANNI – Estáis muy atareado, señor. (Mutis.)

VAZQUEZ – ¡Esto marcha como si el príncipe de los demonios quisiera perderlo! Dejad que se harte de su propia destrucción. (Trompetería, afuera.) Escuchad, el Nuncio se aproxima. Mi buen señor aprontáos para recibirlo. (Entran el Cardenal, Florio, Donado, Ricciardetto y gente de la escolta.)

SORANZO Muy reverendo señor, este favor que os dignáis acordar a mi casa me enorgullece. Seré siempre vuestro humilde servidor a raíz de esto.

EL CARDENAL – Sois nuestro amigo, monseñor. Su santidad sabrá con cuánta solicitud sabéis honrar al vicario de San Pedro en la persona de su representante. Os amamos con especialísima amistad.

SORANZO – Monseñores, sed bienvenidos. Y mi mayor gratitud por esta insigne cortesía. Se digna Vuestra Gracia entrar?

EL CARDENAL – Monseñor, venimos a celebrar vuestro día con honesta alegría, según autoriza la vieja costumbre. Precedednos.

SORANZO – Señores, seguidnos. (Mutis.)

Escena V – Dormitorio de Annabella. Esta  -muy ricamente vestida- y Giovanni están acostados.

GIOVANNI – Cómo ¿tan pronto has cambiado? ¿Acaso tu nuevo señor encuentra en los juegos nocturnos un placer distinto del que conocíamos nosotros, en nuestra sencillez? Ah, ¿es así? ¿Cuál es el momento en que te muestras perjura a los votos y juramentos pasados?

ANNABELLA – ¿Por qué reír en mi desgracia sin ver el peligro en que nos encontramos?

GIOVANNI – ¿Qué peligro comparable siquiera a la mitad de tu cambio? Eres una hermana sin fe, de otro modo sabrías que toda su malicia y todas sus traiciones consiguientes quedarían detenidas ante el fruncimiento de mis cejas. Ah, yo tenía el destino en un puño y hubiera podido gobernar el curso del eterno movimiento del tiempo, Si tú hubieras sido más firme que un mar agitado. Y ahora, ¿está resuelto? ¿quieres ser honrada?

ANNABELLA – Hermano mío, hermano querido: debes saber que ahora no corre sino el tiempo de un festín entre nosotros y nuestra ruina. No dilapidemos estas horas preciosas con palabras vanas e inútiles. Vaya, este fastuoso vestido no me lo he puesto sin un objeto; esta repentina y solemne fiesta no tiene ocasión sólo por el placer de gastar con exceso; y yo, que estaba sola aquí, prisionera, separada de mi aya y de todos, no sin razón he sido liberada un momento para que tu tuvieras acceso a mi lado. No te engañes, hermano, este banquete es el signo anunciador de la muerte para tí y para mí. No te fíes y prepárate para recibirla bien.

GIOVANNI – Está bien, entonces; que los sabios nos enseñen que todo este globo de tierra será convertido en ceniza en un minuto.

ANNABELLA – Yo también lo leí.

GIOVANNI – Pero ¿no será algo más extraño ver arder las aguas? Si pudiera creer eso, no tendría inconveniente en creer que existen un cielo y un infierno.

ANNABELLA – Eso es algo más verdadero todavía.

GIOVANNI – ¡Un sueño, un sueño! ¿De modo que en el otro mundo tú y yo nos conoceríamos?

ANNABELLA – Así es.

GIOVANNI – ¿Lo has oído decir?

ANNABELLA – Estoy segura de que así es.

GIOVANNI – Pero,  ¿supones que yo te veré? ¿Vamos a poder besarnos, hablar o reír, o hacer lo que hacemos aquí?

ANNABELLA – No sé. Pero, hermano mío, por el momento, ¿cómo crees que huiremos de este peligro? Piensa si hay algún medio de escapar. Estoy segura de que ya llegaron los invitados.

GIOVANNI – Mira, mira aquí. ¿Qué ves en mi rostro?

ANNABELLA – Señales de extravío, y de una conciencia turbia.

GIOVANNI – La muerte y una ira gimiente… Pero, mira, ¿qué ves en mis ojos?

ANNABELLA – Creo que estás llorando.

GIOVANNI – Es verdad, lloro; son lágrimas funerarias que vierto sobre tu tumba. Son las mismas que surcaban mis mejillas cuando empecé a amarte y no sabía cómo decirte mi amor. Hermosa Annabella, si ahora te recordase la historia de mi vida, sería una pérdida de tiempo. Oh, vosotros, todos los espíritus del aire y todas las cosas que existen: recordad que día y noche, mañana y tarde, el tributo que mi corazón ha pagado al amor sagrado de Annabella, fueron estas lágrimas, estas mismas lágrimas que lloran sobre ella en este momento. ¿Era necesario que nunca hasta el presente, la Naturaleza se hubiese sobrepasado tanto a sí misma mostrando al mundo una beldad sin parangón, para que en un instante, apenas entrevista, los Destinos celosos la reclamen? ¡Ruega, Annabella, ruega! Ya que debemos separarnos, vete, con tu hermosa alma cándida, a ocupar en el cielo un trono de inocencia y santidad. ¡Ruega, hermana mía, ruega!

ANNABELLA – Ya veo tu propósito, ahora… Vosotros, mis ángeles benditos, ¡protegedme!

GIOVANNI – Y a mí también. Si alguna vez los tiempos venideros oyen hablar de nuestro afecto tan fuertemente enlazado, a pesar de que las leyes de la conciencia y las costumbres puedan execrarnos, tal vez cuando se sepa lo que fue nuestro amor, quedará borrado todo el horror que se prueba por otros incestos. Dame la mano. ¡con qué suavidad circula la vida en estas venas tan bien coloreadas! ¡Qué buena salud prometen estas palmas! Pero si hasta podría reprocharle a la naturaleza esta perfecta adulación. Bésame otra vez…. Perdóname….

ANNABELLA – Con toda mi alma.

GIOVANNI – ¡Adiós!

ANNABELLA – ¿Te vas?

GIOVANNI – ¡Oscurece, brillante sol, y truécate en noche para que tus rayos dorados no lleguen a contemplar un acto que hará su esplendor más sombrío que el que los poetas dan a los ríos infernales! Otro beso, hermana mía.

ANNABELLA – ¿Qué piensas hacer?

GIOVANNI – Salvar tu honor y matarte en un beso. (La apuñala.) ¡Muere, y muere por mí y por mi mano! La venganza es mía, el honor manda al amor.

ANNABELLA – ¡Oh, por tu mano, hermano mío!

GIOVANNI – Cuando hayas muerto, diré mis razones. Porque si fuese menester contradecirte, aún en la muerte, oh mi beldad perfecta, ello me haría vacilar en el cumplimiento de esta acción que me enorgullece.

ANNABELLA – Cielo, perdonad sus pecados; y a mí los míos. Adiós hermano cruel, adiós. Piedad, oh, cielos. Oh… (Muere.)

GIOVANNI – ¡Ha muerto ya, pobre alma! El fruto desventurado que en su vientre recibió de mí la vida, también recibe de mí una cuna y una tumba. No debo demorarme. Este triste lecho nupcial conoce, vivo y muerto, cuanto hubo de mejor en ella. Soranzo, has fallado en tu objetivo en cuanto a esto. Acabo de adelantarme a tu acción matando un amor para una sola de cuyas gotas de sangre yo hubiera dado mi corazón en prenda. Hermosa Annabella, más que gloriosa cubierta de heridas: ¡cómo triunfas de la infamia y del odio!  No vaciles, mano valiente, e intrépidamente cumple tu último y más importante papel.

Escena VI – Otra de las salas del festín. entran el Cardenal, Florio, Donado, Soranzo, Ricciardetto, Vázquez y varios criados.

VAZQUEZ – (Aparte a Soranzo.) Recordad señor lo que debéis saber. Sed prudente y decidido.

SORANZO – No sigas; mi corazón está resuelto. (Al Cardenal.) Suplico a Vuestra Gracia que pruebe estas groseras confituras. Si bien el interés de esta clase de fiestas reside especialmente en la costumbre, no por ello me siento menos obligado a vuestra presencia, reverendo señor.

EL CARDENAL – En cuanto a nosotros, seremos siempre vuestro amigo.

SORANZO – Pero ¿dónde está mi hermano Giovanni? (Entra Giovanni con un corazón en la punta del puñal.)

GIOVANNI – Aquí, aquí, Soranzo. Revestido de sangre humeante, triunfador de la muerte y orgulloso de los despojos del amor y la venganza. Ni el destino, ni ninguno de los poderes que presiden el movimiento de las almas inmortales han podido contenerme.

EL CARDENAL – ¿Qué significa esto?

FLORIO – ¡Mi hijo Giovanni!

SORANZO – (Aparte.) ¿Se me han anticipado?

GIOVANNI – No os asombréis, si vuestros corazones llenos de aprensiones se crispan ante esta vana visión. ¡Con qué espanto, con qué cobarde ira, vuestros sentidos no hubieran sido aferrados si hubiéseis sido testigos del robo de vida y de belleza que acabo de cumplir! ¡Hermana, oh, hermana mía!

FLORIO – ¿Qué sucede?

GIOVANNI – La gloria de mi acción ha apagado el sol y ha hecho noche del mediodía. Llegasteis a una fiesta, señores, con intención de hartaros. Yo también vine al festín, pero me atormenté para obtener un alimento más precioso que el oro y las piedras más preciosas. Un corazón, un corazón, señores míos, dentro del cual el mío está sepultado. Miradlo bien. ¿Lo reconocéis?

VAZQUEZ – (Aparte.) ¿ Qué extraño enigma es este?

GIOVANNI – Es el corazón de Annabella, ¡es su corazón, señores! ¿Por qué os sobresaltáis? Juro que es el suyo. Este puñal se ha hundido en su vientre fecundo y me ha valido la gloria del más glorioso de los verdugos.

FLORIO – ¡Cómo, insensato: tú mismo!…

GIOVANNI – Sí, padre mío. Y que los tiempos futuros sepan cómo me ha honrado a la vez mi venganza y mi destino. Escuchad, padre mío: voy a confiar a vuestros oídos hasta qué punto he merecido ser hijo vuestro.

FLORIO– ¿Qué estás diciendo?

GIOVANNI – Nueve lunas han pasado desde que por primera vez vigorosamente poseí y sinceramente amé a vuestra hija y hermana mía.

FLORIO – ¡Qué dices! Señores: ¡está loco furioso!

GIOVANNI – No, padre mío. Durante nueve meses, en secreto, he gozado del tálamo de la dulce Annabella. Durante nueve meses he vivido convertido en dichoso monarca de su corazón y de toda ella. Soranzo: tú lo sabes, tu pálida mejilla revela la confusa impresión de tu desgracia, porque su vientre demasiado fecundo traicionó demasiado pronto el dichoso pasaje de nuestras delicias robadas y la hizo madre de un hijo no nacido.

EL CARDENAL – ¡Infame incestuoso!

FLORIO – Su furia lo desmiente.

GIOVANNI – No es cierto. Lo que digo es el oráculo. Lo juro.

SORANZO – Voy a estallar de rabia. Traed a la puta.

VAZQUEZ – Voy, señor. (Mutis.)

GIOVANNI – Como gustéis. ¿No tenéis pues ya bastante fe para creer en mi triunfo? Juro por todo lo que consideráis sagrado, por el amor que profesé a mi Annabella en vida… que estas manos arrancaron de su pecho el corazón. (Vuelve Vázquez.) ¿Es cierto o no, señor?

VAZQUEZ – Es extrañamente cierto.

FLORIO – Hombre maldito. He vivido yo para…(Muere.)

EL CARDENAL – Valor, Florio. Monstruosa creatura, mira lo que has hecho, has roto el corazón de tu anciano padre… ¿No hay quien se apodere de él?

GIOVANNI – ¡Dejádlos! ¡Oh, padre mío! ¡Qué bien conviene esta muerte a su gran dolor! Ya nadie sobrevive de nuestra casa, salvo yo, dorado por la sangre de una hermana demasiado hermosa y la de un padre desventurado.

SORANZO – ¡Inhumano, desprecio de los hombres! ¿Piensas sobrevivir a tus crímenes? (Saca la espada.)

GIOVANNI – ¡Sí, te digo que sí! ¡Porque en mis bocamangas traigo las riendas de la vida! Soranzo, mira este corazón que fue el de tu esposa. Pues lo cambio regiamente por el tuyo. ¡Así, así!  (Se baten. Soranzo, cae.)  ¡Ahora ya está cumplida mi venganza!

VAZQUEZ – No aguanto más… Vos, señor mostráis una carnicería demasiado insolente. ¡En guardia!

GIOVANNI – Ven, te espero. (Se baten.)

VAZQUEZ – ¿ No es este puntazo? ¿No? Será entonces este otro. ¿Todavía no? Voy a serviros…¡Venganza! (Ante ésta, que era la palabra convenida, los bandidos entran en tropel.)

GIOVANNI – ¡Sed  bienvenidos! ¡Entrad aún más! Tantos como seáis, os desafío. (Lo rodean y lo hieren.) Ah, no puedo más…Débil brazo ¿has perdido tu fortaleza? (Cae.)

VAZQUEZ – ¡Ahora, sed bienvenido, señor! (A los bandidos, aparte.) Idos, amigos. Ya todo está hecho. Huid. Os habéis ganado la recompensa.

LOS BANDIDOS – Marchemos, marchemos. (Mutis.)

VAZQUEZ – ¿Cómo os halláis, señor? (Señalando a Giovanni.) ¿Lo veis a ese? ¿Cómo os sentís?

SORANZO – Muero, pero me siento feliz en la muerte por haber visto vengados los ultrajes de este negro demonio. Oh, Vázquez, déjame lanzar mi último suspiro sobre tu pecho. Haz que ese monstruo deje de vivir… Oh… (Muere.)

VAZQUEZ – Que el reposo sea la recompensa y la compañía de mi siempre muy querido señor y amo.

GIOVANNI – ¿Qué mano ha hecho esta herida?

VAZQUEZ – La mía señor. Fui vuestro primer adversario. ¿Os basta con ella?

GIOVANNI – Gracias: has hecho por mí lo que yo mismo hubiera hecho al cabo. ¿Estás seguro de que tu amo ha muerto?

VAZQUEZ – ¡Oh, impúdico esclavo! Tan seguro como lo estoy de que te veré morir a ti.

EL CARDENAL – Piensa en tu vida y en tu muerte , y pide perdón.

GIOVANNI – ¿Perdón? Lo he hallado en este acto de justicia.

EL CARDENAL – Sin embargo, trata de implorar al cielo.

GIOVANNI – ¡Oh, cómo sangro! ¡Muerte! Eres un comensal largamente esperado. Te beso y beso las heridas. Oh, llega mi último minuto. Vaya donde vaya, que me sea dado contemplar libremente el rostro de Annabella. (Muere.)

DONADO – ¡Extraño milagro de justicia!

EL CARDENAL – Que recojan las armas: nos van a asesinar a todos.

VAZQUEZ – No tenéis nada que temer; la extraña tarea ha terminado: le he pagado al hijo el deber que le tenía jurado al padre.

EL CARDENAL – Habla, miserable villano: ¿qué demonio encarnado en tí ha llevado a todo esto?

VAZQUEZ – La honradez y la piedad que sentí ante las ofensas hechas a mi amo. Sabed, monseñor, que soy nacido en España. El padre del señor Soranzo me trajo aquí de pequeño. Le fui fiel mientras vivió. Luego, mi fidelidad fue para el hijo. Lo que hice fue hecho por deber y de nada me arrepiento, salvo de que mi vida no haya servido para rescatar la suya.

EL CARDENAL – Dime: ¿conoces a alguien más que estuviera en el secreto del incesto?

VAZQUEZ – Sí, una vieja. El aya de la señora Annabella.

EL CARDENAL – ¿Dónde se encuentra ahora?

VAZQUEZ – Se ha encerrado en su cuarto. Luego de su confesión he ordenado que le fuesen reventados los ojos, pero la mantuve viva para que confirme de viva voz lo que fue oído en los propios labios de Giovanni… Monseñor: os dejo que seáis juez de mi conducta. Y que vuestro propio buen juicio sea juez de vuestras razones.

EL CARDENAL – Ordeno que esa mujer sea llevada fuera de la ciudad y que allí sea quemada viva.

DONADO – Gran justicia es esa.

EL CARDENAL – He ahí vuestra misión, Donado. Vigilad su exacta ejecución.

VAZQUEZ – ¿Y en cuanto a mí? Si me condenáis, la muerte será bienvenida. Fui tan fiel al padre como al hijo.

EL CARDENAL – A tí, por haber hecho lo que no te correspondía, y por no ser italiano, te condenamos al ostracismo. Marcharás en los próximos tres días. Procedemos así no con motivo de tus desafueros sino porque la razón así lo indica.

VAZQUEZ – Lo acepto. Y me regocija, por ser español, haber sobrepasado a un italiano en la sed de venganza. (Mutis.)

EL CARDENAL – Llevaos estos cuerpos y procurad que sean enterrados. Todo el oro y las joyas que les pertenecen serán confiscados en nombre del Papa.

RICCIARDETTO – (Quitándose el desfraz.) Solicito perdón a Vuestra Eminencia por haber usado este disfraz durante tanto tiempo; pero necesitaba ver a qué fin vergonzoso conducían los efectos del orgullo y la concupiscencia.

EL CARDENAL -¡Ricciardetto, os creíamos muerto!

DONADO – Erais vos, señor…

RICCIARDETTO – Amigo vuestro.

EL CARDENAL – Ya tendremos tiempo de hablar largamente de todo esto. Jamás hasta este instante el incesto y el crimen no se habían tan extrañamente reunido. Lamentable Annabella… Ante una tan joven y tan rica abundancia, quién no podría decir a su respecto: ¡lástima que sea una puta!

                                                         T E L O N

Traducción: Arturo Cerretani

Publicado por Ediciones del Carro de Tespis, Buenos Aires / Selección Teatral n° 57 / 1959

ph/  Alain Delon y Romy Schneider en una de las representaciones de la obra teatral ‘Dommage qu’elle soit une putain’ (Tis Pity She’s a Whore), de John Ford, dirigida por Luchino Visconti / París / 1960