Tecnologías de la crítica: Encrucijadas y modos de las formas de juzgar / Adrián Cangi

Resistencia como crítica

Contribuir a la crítica de la muerte del “Hombre“ como concepto no implica no participar de todas las manifestaciones para la amplitud o defensa de los derechos de hombres y mujeres. Esta es la diferencia entre el “Hombre“ como sujeto de la antropología filosófica, y el artículo primero de la “Declaración de los Derechos del Hombre“ de 1789: “Todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos…“. El “sujeto filosófico“ y el “sujeto de derecho“ son de distinta naturaleza crítica y constituyen la paradoja señalada por León Rozitchner en una mítica entrevista de El Ojo Mocho, al indicar que el “sujeto de la modernidad“ es “un nido de víboras“. No hay tal “sujeto absoluto“, sino un “sujeto de qué“, un “sujeto de deseo“, un “sujeto de alguna otra cosa“. En esta colección de sujetos, los hay “conquistadores del mundo“, y entonces se dirá que “los dominadores han confundido la universalidad con su propia universalización“. Este sujeto no es el mismo que el del conocimiento, aquel que se realiza como sujeto filosófico; ni es el mismo que aquel que manifiesta por sus derechos. Tampoco es igual al sujeto inventor de la mirada etnográfica, sujeto destructor y explotador del otro, que es el sujeto que se exporta y se expande como matriz colonial. El sujeto de la modernidad es un “nido de víboras“ en el que el sujeto del sentimiento estético es distinto del sujeto filosófico y del sujeto de derechos, abriendo así el desafío político del presente.

Cualquier gesto que se asume y soporta entre la ética y la política se funde con un sentimiento de fondo de naturaleza estética, como agregado sensible o ebullición de las creencias. Cualquier gesto singular esconde un plural, pero su puesta en plural también esconde otro singular, no un singular empírico, de aquellos que uno yuxtapone, sino un singular-común o un universal por descubrirse. Mientras en el Senado de nuestra Nación resuelven leyes sobre cuerpos ajenos: leyes sobre la deuda, sobre el presupuesto, sobre el aborto, las manifestaciones crecen multitudinarias y organizadas. Mientras amenazan y torturan a maestras que dan de comer en escuelas convertidas en ollas populares, las manifestaciones ritman las calles argentinas. Cualquier gesto singular esconde un plural que se vive en cada manifestación performartiva que declara por sus derechos. Escribe María Pía López en su crónica-crítica Intemperie (2018): “El país está a la intemperie y no por la tormenta climática. Las personas que comen en comedores populares y maestros y maestras que acampan alrededor de una escuela estallada“. “Nuestros cuerpos a la intemperie“. “Y un crimen social acontece“. “No hay tormenta. Hay plan“. Cualquier gesto singular esconde un plural que excede a lo empírico, y que busca un universal por descubrir para una pluralidad de existencias que están haciéndose y viviendo a la intemperie, en lo abierto de un singular-común de los cuerpos.

Un plan sobre los cuerpos, un plan que afecta a los cuerpos en el tiempo del ahora, y que no descubre aun el acontecimiento que orienta su sentido en la pluralidad de sus expresiones y reclamos. Cuerpos en el sentido de aquellos que soportan, que están sometidos a alguna humillación. Hay que decirlo con claridad: interpretar es ya transformar, es ya un modo crítico de intervenir en el ahora. Producir pensamiento sobre la cuerda del abismo es intervenir, y esto tiene consecuencias en los afectos y en las políticas. Es cierto que los neologismos no se confunden con conceptos: “tormenta“ y “plan“ no se confunden para las prácticas éticas y políticas de los cuerpos a la intemperie. “Plan“ es una antigua palabra de la “ingeniería social“ tal como se la imaginó en los siglos XVIII y XIX. Toda la cuestión de la técnica está incluida en ella: desde las tecnologías del yo hasta la universalización de los saberes-técnicos como conquista del mundo. En ella pivota la larga historia de la “colonización de los cuerpos“. La ingeniería social reúne como práctica la fabricación de los cuerpos en el plan del Occidente-Democrático-Capitalista-Colonial. Este plan ha estado sostenido por una tecnificación esencializada del lenguaje y de lo político hasta convertirse en un realismo lógico que funciona ejecutándose a sí mismo en el automatismo contemporáneo. Plan no es mera retórica sino un modo de intervenir sobre la historia, lo que nunca indica una clara unidad de las prácticas ni una adecuación a los discursos que atraviesan la historia, sino que traza la estela de una doctrina y de una coartada simultáneas que provienen de la misma ingeniería social especializada desde antaño en “humanismos abstractos“.

Ante la ingeniería social solo es posible un acto de resistencia crítico. La noción de resistencia es compleja y como todos los conceptos posee varios componentes: el preferir no hacer algo, el preferir realizar algo, el liberar una vida ofendida, el desmontar analítica y productivamente el dispositivo de realización, y el fabricar un casillero vacío para hacer posibles todas las variaciones por venir del sentido. Resistir no es posible sin una oscilación entre preferir no hacer y preferir hacer algo que vacía el sentido común dado y produce una liberación que fabrica un modo posible por venir. Lo que se vacía es la imagen dogmática del pensamiento en el límite de lo posible. Lo que se libera es la imagen problemática del pensamiento en el tránsito de una vida humillada a través de la precariedad olvidada de un confín. Conocemos bien la alianza entre acto de producción poética y resistencia. Quien produce poéticas –es decir, quien diciendo que en el “hay-se-da” se abre el acontecimiento trascendental–  no solo se dispone en contra del poder y de la separación en cualquiera de sus formas vitales y subjetivas empíricas, sino que intenta liberar algo aprisionado u ofendido, algo negado o velado en las prácticas vitales. Liberar una potencia de vida ofendida por el dolor supone traer a la presencia un pueblo que faltaba en la historia y no sólo una rebelión de la imagen del pensamiento sin anclaje ético y político.

En este acto de producción poética provocado por el “hay-se-da” de la ética y la política se conectan acontecimiento, síntoma y resistencia para atravesar la imagen contemporánea del pensamiento. La potencia en juego en este acto poético contiene “en sí” una íntima e irreductible resistencia, porque actúa como crítica instantánea ante el impulso ciego de hacer y porque abre otros posibles ritmos de afectos y perceptos en el mundo. Solo el acontecimiento que irrumpe en la historia y el síntoma como dinámica de los latidos estructurales permiten zanjar “el poder hacer” del “poder no-hacer”, la realización del abstenerse, cuando se aspira a una “democracia extrema” que parece el único modo para liberar una vida ofendida. Comprendemos mejor porque la tierra no es sin la deuda en su oscilación entre finita e infinita y sin el componente de la resistencia que supone liberar una vida ofendida.

Tecnologías de lectura

Como pocos escritores y críticos, Philippe Sollers supo dramatizar en Elogio del infinito (2001) las encrucijadas y gestos de lectura de nuestro tiempo. O bien el intelectual es un factor de contaminación y de mezclas, o bien un ingeniero de almas. En el momento actual del espacio público el automatismo de la técnica es una forma de integración hacia una monotonía inmóvil dominada por los nuevos-bienpensantes que operan en ese engendro llamado “opinión pública“, nacido en el siglo XVIII y constituído de procedimientos retóricos reconocibles, destinados a generar sentido común en dos tipos de discursos: uno negativo, melancólico y enervado y otro positivo, servil y fútil. Veo en esta monotonía con sus polos negativo y positivo el modo mediático de una pasividad movida a intervalos equivalentes o el modo especializado de los bancos de memoria y sus sistemas de retención regulada. La sociedad asiste a una modalidad de intelectual que renuncia a la promesa de aventura por fuera de las disciplinas o por fuera de la opinión pública, y se erige bajo el principio de utilidad en un dócil agrupador de opiniones morales y de sentido común. Se nos dice de múltiples modos que la sociedad no necesita pensadores interesados en marginalidades o en extrañas transacciones que indispongan al mercado o a las instituciones. ¡Ya no es tiempo de mezclas, tampoco de artesanos de la palabra! Parece no haber lugar hoy en nuestro Cono Sur para filósofos y críticos como los argentinos León Rozitchner, David Viñas, Oscar del Barco, Nicolás Rosa, Horacio González, o como los chilenos Humberto Giannini, Patricio Marchant, Pablo Oyarzún, Willy Thayer.

Solo parece ser el tiempo en el que funcionan las Aduanas y las Academias de Ciencias Morales. Tiempo de tribunales que exigen ideas justas y se espantan por los márgenes de rigurosa y laboriosa indefinición en la escritura y en la evaluación de las ideologías bien-pensantes. Por doquier se valora la buena voluntad, el sentido común, el reconocimiento de modelos de poder eficientes, el buen sentido moral, la imagen de saber como lugar de la verdad totalizadora, y se practica irresponsablemente la confusión entre verdaderos o falsos problemas. Las efervescencias de los intensos encuentros intelectuales son llamados por los amigos “resistencia“ y por los enemigos “traición“. La proliferación, la mezcla y el desajuste disciplinar, son vistos como neurosis inventivas singulares por el mercado, como una extraña galería de curiosidades monstruosas. Claramente, domina en el presente el espíritu de la monotonía que no soporta convivir con modos inhabituales del estilo, con desviaciones de la memoria, con potenciales transformadores de la historia, con modos no tipificados de la percepción.

El filósofo francés Michel Serres supo definir el problema de nuestra actualidad como el de la orientación del sentido frente al desvanecimiento de las referencias y al acrecentamiento de las patologías de la división producidas por los saberes del automatismo técnico. Las turbulencias erráticas de las circulaciones culturales proclives a las mezclas entre filosofía y literatura, entre ciencias sociales y artes, practican intersecciones más cercanas a las paradojas que a las utilidades. La gran cultura crítica moderna se forjó con un Freud interesado en Sófocles, Shakespeare y Dostoievski, con un Marx tensado entre Epicuro y Ovidio, con un Nietzsche ocupado en las escrituras trágicas, teológicas y en el gran mundo de las fábulas, con un Sartre abocado a Flaubert y a Genet, con un Foucault indagando en los senderos de Raymond Russell, con un Derrida vuelto sobre las filigranas y los márgenes de la escritura de Mallarmé. Nunca imaginamos a la crítica sin una pregunta filosófica de fondo como la que Sartre se hace sobre Flaubert y Genet, Heidegger sobre Hölderlin, Derrida sobre Artaud, Foucault sobre Bataille, Deleuze sobre Lewis Carroll o Kafka…

Recuerdo como una impronta las palabras que el crítico argentino Nicolás Rosa me repetía en nuestros encuentros, “uno escribe lo que lee, uno lee lo que irrumpe”. Palabras que creo poder recuperar en los ensayos críticos de Rozitchner, Viñas, del Barco, Rosa, González, Giannini, Marchant,  Oyarzún, Thayer. La escritura es, antes que nada, un efecto de lectura. Por ello insistía Rosa que “la escritura crítica es la literatura en una de sus versiones, la ficción crítica”, aquello que Viñas o Giannini, González u Oyarzún producen como una ficción útil para la filosofía. A las tecnologías clasificatorias, las  críticas de estos autores les devuelven un desajuste donde sólo se lee por una violencia sufrida, por una discordancia de las facultades, por un encuentro con la exterioridad, por una experimentación que desborda a cualquier saber. Mientras la normalización no cesa de progresar, cada filósofo y crítico organiza las series de lectura a partir de las que piensa. Por ejemplo el filósofo y crítico Oyarzún logra que miremos en La letra volada (2009), con detalle de filigrana, en los procedimientos literarios, que siempre tendrán más pensamiento en Montaigne, Swift, Lichtenberg, Hölderling, Nietzsche, Kleist, Poe, Baudelaire, Carroll, Kafka, Benjamin, Mistral, Borges, Jabès, que en cualquier seminario de metafísica. También logra que nos detengamos en aquello que irrumpe por el estilo como un resto intratable de la escritura.

Modos de escritura

La escritura es un modo singular de ser en el mundo. Al mismo tiempo que confirma el saber de este mundo conserva una distancia que lo interroga. El valor de la escritura no radica en lo que pueda representar o comunicar sino en lo que ella misma puede producir en la expresión. Para la expresión el estilo lo es todo, es comienzo de escritura y objeto de saber. Cuando se intenta precisar qué es un modo de escribir se descubren los efectos materializados de las afecciones. La cosa literaria es un efecto de la afección, es decir, un ser real que posee una esencia y una existencia propias, pero que no existe fuera del atributo en que se produce. Cada atributo expresa una esencia determinada, se concibe por sí y en sí. Expresa, entonces, cualidades y, porque es expresivo implica un entendimiento de lo que es percibido. La cosa literaria es como efecto de las afecciones un ser en otra cosa. Es decir, un ser como escritura. Resulta inevitable que al preguntar por los modos y al precisar de qué modo se ejerce una escritura crítica como efecto de lectura, recalemos en Spinoza, aquel que sostuvo more geométrico el principado de la filosofía y defendió los modos existentes como poderes de afección. La cosa literaria así concebida es una afección del cuerpo por la cual la potencia de acción de este mismo cuerpo es aumentada o disminuida. Por ello escribir es un capítulo de la física y de la psicología, y constituye un problema filosófico. Un ser como escritura se reduce a un modo que es una simple ficción o un ser de razón. Se escribe para aumentar la potencia de acción del cuerpo y sólo se lo hace provocado por un ritmo o una resistencia. El acto de invención como escritura es singular y problemático. Se escribe entre lo involuntario y lo voluntario, entre la resistencia y la preferencia. Nuestras plumas críticas nos muestran en sus obras que encontrar un modo propio de escribir es el único fin de la escritura.

En la literatura el sujeto expresa el mundo desde un cierto punto de vista que es el de la diferencia interna, aunque el mundo expresado no se confunda con el sujeto. Se distingue de él, e incluso de su propia existencia. No existe fuera del sujeto que lo expresa, pero está expresado como la cualidad de un mundo original que se revela al sujeto. Lo involuntario se expresa a través de lo voluntario, la esencia y la potencia lo hacen a través de los procedimientos de expresión. La escritura es para el sujeto escritor la revelación del tiempo de un mundo original, de la unidad de un ritmo singular. Las escrituras críticas no se distinguen en el fondo de esta apreciación. Lo hacen, tal vez, al partir de un tema o una materia para alcanzar un procedimiento, que revelando la singularidad del objeto en cuestión, también lo hace con la singularidad de la propia escritura crítica. Si hay una actitud propia de las escrituras críticas es la de un inevitable merodear, más cercano a la actividad física del caminante aunque se ejerza en la fijeza del lugar. Cuánta razón tenían sobre esto Macedonio Fernández o Juan L. Ortiz. Merodear parece ser el gesto frente a un núcleo siempre intratable que expulsa toda pretensión de completitud y que orienta el destino de un oficio que se recorta entre otros discursos sociales.

Aquellos que han ejercido este oficio han tratado con la cosa literaria concibiéndola como un modo de ser de la ficción. Es que la escritura crítica trata con restos y con intersticios muchas veces desterrados; trata con deformaciones del lenguaje que escapan a cualquier ajuste técnico y con  afecciones materializadas que de ningún modo superan su condición de lujo. Es por ello que al preguntar por los modos de una escritura crítica no partimos de considerarla un saber segundo o derivado sobre un objeto privilegiado. Por el contrario, se trata de un oficio que conserva el mismo estatuto de ficción que la escritura a la que interroga. De esta forma, una escritura crítica no se diferencia de una crítica de la escritura. Si existieran diferencias responderían a modos de escritura. Sostendré entonces que no hay Ser sin maneras de ser y que no se puede acceder al Ser más que por las maneras en las que este se da. El arte del Ser es la variedad infinita de sus maneras de ser o de sus modos de existir. Defiendo de este modo un pluralismo existencial que dice que no hay un único modo de existir ni de existencia, y que incluso un Ser despliega varios modos de existir físicos, psíquicos, espirituales, de valor y de representación. Pero vale reconocer que el modo no es una existencia sino la manera de hacer existir un ser sobre tal o cual plano. Un modo es un gesto. Cada existencia procede de un gesto que instaura y compone, y que resulta inmanente a la existencia misma de un cuerpo singular. El modo delimita una potencia de existir mientras que la manera revela su forma, su línea, su curvatura singulares, que será testimonio de un arte de vivir. Y estos modos cuando alcanzan su máxima potencia son una militancia de la excepción, una construcción afirmativa de una singularidad. Creo haber comprendido en Rozitchner, Viñas o González, en Giannini, Marchant u Oyarzún,  que si la literatura constituye un peligro por afectar a la estabilidad de la lengua, la escritura crítica que la ficcionaliza o la interroga porta sobre sí el mismo destino.

Encrucijadas de la crítica

Nos encontramos en un tiempo de encrucijadas tanto técnicas como de sentido para la crítica. Borges pronuncia en una conferencia dos afirmaciones simultáneas en las que vale detenerse cuando dice: “he pensado escribir una historia del libro“ y “no me interesan los libros como objetos materiales“. Valoriza el libro como reserva social de representación mientras indica premonitoriamente una transformación de los soportes materiales. Benjamin parece haber dicho todo lo necesario sobre la escritura y las imágenes porque la reproducción técnica de las mismas destruye el aura original mientras permite nuevas relaciones. Borges, como Benjamin, supo intuir la tensión entre la reserva simbólica del libro y su desaparición como objeto mistificado. Frente a la multiplicación y automatización de la reproducción técnica parece desvanecerse la mistificación de las bibliotecas y de los libros, sin embargo en ellos sigue insistiendo un conjuro. Ese conjuro está hecho de un conjunto de sentidos que han atravesado los siglos como en El mercader de Venecia de Shakespeare y que han logrado superar la transformación de la mistificación del original en su reproducción fragmentada contemporánea, mostrando que la fuerza conceptual de su sentido se encuentra en aquellas palabras de Shylock, el usurero de Venecia: “las deudas se pagan con una libra de carne“.

Un personaje conceptual como este ha producido sentido y vive más allá del soporte material de su reproducción, para interrogar nuestro tiempo, aquel que Shakespeare supo ver como nacimiento del capitalismo y nosotros como la consumación de un hábito. Nos encontramos en una época más cercana a la encarnación de la palabra escrita como aquella profetizada por Ray Bradbury en Farenheit 451, justo en la época de la desmaterialización del libro. La supervivencia de la cultura impresa no depende solo de la crítica a su fin declarado sino de la encarnadura vital de experiencias sensibles que habitan en nosotros por los personajes conceptuales que sobreviven a la declamada muerte de la literatura, entre fabricaciones imaginarias e insistencias virtuales de sus potencias de afección. Personajes como el Quijote, Shylock, Zaratustra o Venator cruzan los tiempos entre la eternidad y el instante. Entre Cervantes, Shakespeare, Nietzsche y Jünger, plumas que definieron siglos para Borges, hoy prosigue la instauración de los personajes que han sido inventados, e instaurados por aquellos escritores aunque se transformaran los modos de lectura del libro impreso a la pantalla digital. Más allá de las formas de reproductibilidad técnica que sin duda deberán ser consideradas en su  materialidad en el abanico de transformaciones presentes, creo necesario considerar la movilidad del sentido desde la potencia mítica de los personajes conceptuales que se han encarnado en nosotros reclamando una vida de existencia equivalente a las nuestras. Esa es la potencia de la literatura y su poder de conjuro frente al embrutecimiento de la lengua y de la imaginación.

Es cierto que la organización del mundo mediante géneros parece haberse desplazado a una fragmentación extrema de la palabra y de las imágenes, sin embargo la verdadera ruptura material se impone frente a la coherencia para la percepción de la llamada unidad de la obra. La concepción de la totalidad imaginaria y simbólica de la obra no aparece cuando se selecciona un extracto buscado al azar bajo el formato digital. La relación lógica entre extracto y conjunto de la obra constituye un cambio irreductible en las técnicas de lectura y en los modos de la crítica. Los textos anteriores a la existencia digital, incluso anteriores a la reproductibilidad técnica de Gutenberg, poseían la unidad de problemas y personajes que hoy vemos como formas de un pasado del lenguaje de tradición reducidos a géneros y operaciones retóricas como procesos de formación de la memoria. Los archivos de los siglos XVIII y XIX engendraron la crítica genética y estructural al servicio de otra metodología de la memoria. Las lógicas digitales no solo fragmentan y diseminan sino que crean un artefacto novedoso que supone aceptar la operación de un borrar perpetuo de la memoria.

Se dice que Borges fue un enorme lector aunque discontinuo, se afirma que nunca leyó un libro enteramente, anticipando una crítica a la continuidad orgánica del género de la novela en nombre del cuento o del relato breve. Se afirma que Althusser nunca leyó El Capital de Marx para componer su libro Para leer El Capital, fundando un modo de lectura que hoy llamamos ficción crítica. Estos inventivos lectores como Borges y Althusser no se ajustan a la descripción de sus lecturas sino a la invención del recuerdo, de la memoria, de la voluntad de construcción de sí mismos, lo que deja en una zona gris la práctica de lectura crítica para transformarla en una práctica inventiva de la memoria como escritura. No leer orgánicamente una obra en sus articulaciones lógicas, en sus causas y efectos y en su codificación de las fronteras entre lo imaginario y lo real se ha convertido en una ruptura de la construcción de la demostración que provenía de la arquitectura de las obras en el lenguaje de tradición. Althusser muestra cómo a través de unos fragmentos de Marx resulta posible entrar en la totalidad del orden de sus razones. Se trata de un cambio en la lectura extensiva previa al siglo XVIII que se transformará en los siglos XIX y XX en una lectura intensiva.

Como ha sostenido el historiador Roger Chartier en Historia de la lectura en el mundo occidental (1995), el lector extensivo acumula lecturas, mientras que el lector intensivo compara fragmentos. El lector extensivo conoce los textos porque estos constituyen su memoria, mientras que el lector intensivo se vuelve un estilista de las vecindades porque asocia fragmentos y por ello se transforma en un inventor de ficciones críticas. Ambos modos de lectura existen entrelazados en lectores de los siglos XVI y XVII porque eran capaces de acumular, al mismo tiempo que comparaban buscando una orientación del pensamiento. La lectura discontinua y fragmentaria se duplica hoy por el tipo de medio técnico que acelera la fragmentación. Se acrecientan dos tipos de lectores intensivos. Mientras en una dirección crece el lector filólogo, erudito e intensivo en el campo de la crítica capaz con su investigación de desciframientos heterogéneos, en la otra se acrecienta el lector de sentido común, estereotípico y fragmentado en las prácticas culturales homogéneas, abandonando una posición de lectura propia que no va más allá del gusto moral.

Sabemos que la representación representa algo, y esto se ve claro en los dos tipos de lectura intensiva del presente, pero para que la crítica se active y encuentre su campo de utilidades resulta necesario que exista una dimensión transitiva entre la representación y lo representado. Lo que parece perderse en nuestro tiempo es el laborioso trabajo de la dimensión transitiva que el lector crítico ilustrado había desarrollado en extensión e intensificación, porque el objeto de fondo de toda crítica es la dominación simbólica y los modos de la emancipación del lector que atraviesa en su conjunto el dispositivo de representación, comprendido en el juego de poder de la representación y de la representación del poder, desde donde se ejerce la crítica de la producción de sentido de un texto o de una imagen. Sabemos que la crítica supone una relación compleja entre el sistema literario tanto con la utopía como con la ética. Las utopías y las narraciones tienen en común una insatisfacción en relación a la realidad, a tal punto que proponen algo posible en vez de lo que hemos acordado en llamar “lo real“. Y las utopías, como las narraciones, operan este desplazamiento partiendo de elementos que son propios a la realidad misma. Por ello Robert Musil ha escrito en El hombre sin atributos (1943) sobre los filósofos, diciendo que estos son la más de las veces prepotentes porque “al no tener a disposición un ejército para dominar el mundo lo encierran en un sistema“. Esta pretensión cerraría el horizonte de lo posible, que por otra parte en la literatura, en las poéticas y en los lenguajes de las artes queda siempre abierto mientras la utopía se marchita sobre sí misma. Lo que vale para las utopías vale también para las anti-utopías. Basta pensar en Orwell o en Huxley comparados con Kafka. En las anti-utopías de aquellos el futuro que profetizaron hoy parece mas vetusto que la realidad desde la que se proyectaban hacia el futuro, que consideraban inexorable e inscripto en su realidad.

Lo posible de los relatos y novelas de Kafka aun no ha sido alcanzado, como si Kafka hubiera escrito desde el punto de vista de algo posible con lo que la realidad sigue comparándose. Podrá decirse entonces que la crítica de Kafka ha sido intensiva y heterogénea en su lectura, porque sigue activa para leer nuestro tiempo en su ética de escritura más allá de las utopías o anti-utopías que definieron su mundo. De los sistemas solo se puede decir que entrañan el peligro de totalización que degrada a cada individuo y a cada cosa al nivel de elementos irrelevantes. De cada sistema se puede decir como Adorno afirma de Hegel en La dialéctica negativa, que expresa una violencia que roza la locura. Eso mismo que en el lenguaje de Bataille se llama el resto del cuerpo, la risa o las lágrimas como la parte maldita de todo sistema. La lectura intensiva de Kafka es una escritura estilística y crítica que incorpora la parte maldita simultáneamente porque expresa una idéntica violencia y una ajenidad de los universales que carecen de realidad sustancial para las experiencias de los cuerpos humanos mismos.

De las formas de juzgar

El sujeto de la literatura es aquel que hace lo que el lenguaje no puede decir, lo que los signos y las palabras no pueden decir, el que interviene e interrumpe el recitativo del sentido común y del sentido moral del lenguaje. El sujeto descentrado escribe y lo hace como crítico del sujeto filosófico y psicológico, porque su ritmo sobrevuela su tiempo sin ser consciente, voluntario y unitario en su gesto. Se escribe desbordado por el inconsciente bajo la forma de la herida que nos constituye para “extraer lo eterno de lo transitorio“ como supo entender Baudelaire a la acción crítica. La crítica del sujeto de la literatura implica una crítica de la racionalidad moderna y de su ingeniería social, una crítica de conjunto que solo puede abordarse por el ritmo singular de quien escribe desbordado por lo común.

La teoría crítica para Adorno y Horkheimer no es una teoría regional sino una teoría de conjunto. Esta idea fue sostenida como modo de la crítica por Eduardo Gruner en Las formas de la espada (1997). De Adorno y Horkheimer a Benjamin se produce la inestabilidad central de la crítica en tanto que esta solo podría funcionar como una teoría del lenguaje y para ello resulta necesario una discusión teológica. La crítica es la búsqueda de la implicación recíproca y de la interacción entre todas las actividades que ponen en juego el lenguaje, como lo ha sostenido Henri Meschonnic en La poética como crítica del sentido (2007). Claude Lefort aborda la crítica en un artículo llamado “Permanencia de lo teológico-político“ (1981) en Debat, en el que analiza el efecto de la Revolución Francesa como una “desunión“ en relación a la “unión“, revisando la idea de “revolución“ sin dejar de glosar la etimología de la palabra cristiana “religión“. Este es el fondo de la crítica que desde Pablo a Spinoza, y de este a Benjamin, persiste en nosotros de distintos modos.

Podrá decirse que entre los cronistas de la crítica ilustrada insiste cierto olvido de esta herencia. La noción de crítica indagada en su pluralidad acompaña a la deconstrucción de la noción de modernidad y de su génesis colonial. De Pablo a Spinoza, salvando todas sus diferencias, persiste la idea de que cualquier gesto singular esconde un plural, pero su puesta en plural también esconde otro singular, no un singular empírico, de aquellos que uno yuxtapone sino un universal por descubrir. La ética como la política siempre han tenido una intimidad con lo sagrado, que es lo contrario de las creencias religiosas, de la esencialización de la lengua y de la sustancialización de los cuerpos. Lo sagrado nunca es una identidad con lo divino sino que refiere a aquello en lo que no se puede ejercer la fragmentación de su unidad. Unidad que excede por igual al sujeto y al objeto y que está escrita como acontecimiento en la historia, como lo eterno que irrumpe en lo transitorio.

En el Fragmento teológico-político escrito por Benjamin en 1920/21, discute críticamente el orden de lo profano para señalar que este es el territorio tanto de la felicidad como del ocaso, del placer y de la caducidad. El hombre y la mujer individuales transitan por el camino del sufrir, o como diría Samuel Beckett “rumbo a peor“. En la eternidad del ocaso de la vida profana la crítica no solo desmantela lo que hay sino integra una restitución de caracter espiritual, pero Benjamin sostiene que para poder llevar adelante esa restitución hay que considerar lo mesiánico o el acontecimiento de ruptura de la continuidad que atraviesa la caducidad de la naturaleza histórica y política. La teocracia y sus sacerdotes no tienen para Benjamin ningún sentido político sino únicamente religioso, y en este sentido reside el juzgamiento de la dinámica de la historia material.

Resuenan como un eco lejano aquellas palabras de Benjamin en Deleuze cuando escribe en Crítica y clínica (1993): “rupturista con la tradición judeocristiana, Spinoza dirige la crítica; y tuvo cuatro grandes discípulos que la recuperaron y que la relanzaron, Nietzsche, Lawrence, Kafka y Artaud. Los cuatro tuvieron que padecer personal, singularmente por culpa del juicio.” De este modo, Deleuze abre dos genealogías en Occidente, la de Kant y la de Spinoza que afectaron a los potenciales modos de lectura y a la experimentación de las escrituras críticas. Claro está hasta aquí que si bien valoramos la tradición kantiana aún con su “tribunal subjetivo” en la producción del saber, nos interesamos más por la construcción spinozista y su “crítica constructiva” sostenida en las afecciones.

¿En qué consiste, entonces, una crítica constructiva sostenida en las afecciones? Antes que nada, en “hacer que exista” cualquier nuevo modo de existencia experimental y vital. El juicio no siempre produce la existencia, antes “impide la llegada de cualquier nuevo modo”. Deleuze afirma “no tenemos por qué juzgar los demás existentes, sino sentir si nos convienen o no nos convienen”, si nos aportan fuerzas o nos reducen en nuestra capacidad de obrar. El problema planteado por Spinoza en la Ética pasa por el amor o el odio y no por el juicio, pasa por las afecciones primeras que incrementan o no nuestras potencias de obrar y no por un tribunal del juicio que clausura existentes y declara la guerra a los actos de invención. Tratamos, en cualquier acto de creación, con unos “compuestos de potencia”, siendo la potencia una idiosincrasia de fuerzas como centro de mutación. El problema de la potencia no pasa por lo justo o lo injusto sino por lo que resiste creando y se transforma. Esto obliga a ir más allá de una crítica subjetiva de los “productos del arte bello” como en Kant, quien solo confirma que “lo bello es lo que gusta universalmente y sin concepto“ –es decir que lo que gusta es el sentido común y moral de un tiempo histórico que se ha vuelto el espesor de una cultura–, para promover, como en Spinoza, la indagación en una descripción singular de un proceso mediante el cual una fuerza se enriquece sumándose a un compuesto de potencia. La crítica de Spinoza se distingue de la de Kant, porque se trata de liberar un compuesto de potencia oprimido que volvería todo acto de invención una experimentación que ante todo resiste a la muerte, material o simbólica, y también lo hace resistiendo en nombre de una vida ofendida.

¿En qué se sostiene la crítica en la tradición de los seguidores de Spinoza? Nietzsche supo ver en el juicio y su doctrina una deuda con la divinidad, deuda infinita e impagable. Lawrence describe el cristianismo como el único destino del poder de juzgar. Kafka se plantea los efectos de la deuda infinita en la absolución aparente y el aplazamiento ilimitado de la pena. Artaud declara la guerra al juicio de Dios. Deleuze dirá que “para los cuatro, la lógica del juicio se confunde con la psicología del sacerdote, como inventor de la más tenebrosa organización: quiero juzgar, tengo que juzgar…” Nietzsche cree en una justicia que libere al cuerpo, Lawrence denuncia la pretensión de juzgar la vida en el nombre de valores superiores, Kafka presenta una lucha continua frente a una justicia legitimada por el encierro y Artaud trastoca al juicio por el sistema de los afectos y la crueldad. Para los cuatro se trata de liberar la vida desde el cuerpo y los compuestos de potencia expresivos que emergen de éste. El amor y el odio serán los únicos centros de las afecciones, todo pasará a ser un problema de composición y de afección pero no de juicio.

Crítica entre filosofía y literatura

En la literatura y en las escrituras críticas que me interpelan y provocan modos de leer, hay un procedimiento común, una tensión entre filosofía y literatura, y un interés por la creación poética. Existen, en éstas, búsquedas de las fronteras inciertas entre saberes y del intervalo como cesura en la lengua. En nuestra contemporaneidad, algunos rumbos singulares de las escrituras críticas celebran la tensión entre filosofía y literatura, recuperando su pertenencia a una tradición que emerge como oficio en el s. XVIII y que opone, como hemos visto, a Spinoza y a Kant. Si bien se dice que la literatura tiene el poder de crear figuras y la filosofía conceptos, el problema de nuestro tiempo en las escrituras críticas pasa por la creación de personajes conceptuales que nos permiten enfrentar e indagar la historia. Y es la tensión entre la autonomía abstracta del concepto y el poder aurático de la figura sensible aquello que se resuelve paradójicamente en éstas. Por ello, diremos que las escrituras críticas que pensamos como ejemplo tienen una cara abierta al concepto que establece las condiciones que posibilitan los juicios de gusto, como juicios estéticos condicionados por estados del sujeto. Y otra cara abierta al poder aurático de la figura sensible, como movimiento de la sensación que establece un pasaje entre potencias no visibles y visibilidades singulares.

Tradición de la cual resulta que la filosofía es ella misma una parte de la literatura y entre ambas se establece una inclusión indecidible. También, que la literatura es objeto de juicio para la filosofía y entre ambas se establece un dominio de saber. Pero sin dudas podemos decir que la literatura se dispone como la fuerza figurativa que el concepto filosófico desea. Por ello, la literatura puede ser interrogada como material sensible, como portadora de juicios estéticos y como evocadora de conceptos. De esta tensión productiva o transacción la literatura emerge dispuesta como potencia de la filosofía, como orientación estética y objeto de la filosofía y como relación genealógica y condición de la filosofía.

Esta posible sistematización plantea un conjunto de tácticas que dicen de las posiciones y modos de las escrituras críticas. O bien, la filosofía al afirmar la superioridad del conocimiento conceptual sobre la expresión poética y al reducir a ésta a mera ficción, culmina incorporando la expresión sensible al saber inteligible (idealismo hegeliano). O bien, la filosofía sería sólo un camino para desarrollar el arte, en cuanto que la intuición creadora es superior al concepto (romanticismo alemán). O bien, la filosofía se encontraría en la misma condición de intuición creadora que el arte (constructivismo expresionista). En la primera estrategia, la filosofía y la escritura crítica que de ésta emerge se encontrarían en una relación de superioridad a la literatura. El camino del concepto constituye un “absoluto filosófico” que establece su modo jerárquico absorbiendo y reduciendo el saber sensible al inteligible. La distinción entre conocimiento y “mera ficción” es la base de la orientación del pensamiento. En la segunda estrategia, la filosofía y la escritura crítica que de ésta emerge se encontrarían en una relación de servidumbre a la literatura. La intuición creadora puede definirse como un “absoluto literario” que busca su modo jerárquico en la poesía sustrayéndose ésta al orden del concepto. La construcción filosófica y la escritura crítica emergente de esta estrategia escapa a la filosofía porque el concepto sería incapaz de alcanzar aquello que la poesía dona como forma sensible y orientación del pensamiento. En la tercera estrategia, la filosofía y la escritura crítica aceptan que su modo de alcanzar el concepto sea por medio de la impureza de la escritura, aunque exijan como condición de producción filosófica la creación del concepto con autonomía y equivalencia del compuesto sensible. La construcción filosófica y la escritura crítica emergente de esta estrategia, alcanzan en el concepto el acto de creación que el poema logra en el compuesto sensible. El concepto filosófico se autonomiza de la literatura forzado por ésta y al hacerlo ella se dispone como la fuerza figurativa que el concepto filosófico busca.

Tal vez, podamos invocar una fórmula en relación con las tres estrategias: cuanto más existencial resulta la filosofía tanto más literaria, cuanto más racionalista más cercana resulta a la argumentación conceptual. Sin embargo, las diferencias de grado de la transacción parecen ser el destino de la tensión entre filosofía y literatura y de las operaciones de lectura como objetivación del pensamiento. Transacción en la que se juegan las posiciones ante el saber que la literatura produce a través de los modos de lectura y escritura.

Estilos de lectura y escritura

El estilo es la operación táctica de lectura y el comienzo de la escritura. El sujeto de la expresión es el que puede esclarecer la distancia entre el pensamiento y el poder. Entendemos la escritura como el agotamiento del poder de dominio y el triunfo de la voluntad de expresión, en la que se despliega un tiempo autoimplicado del ser o ritmo constituyente. De este modo, pensamos que el estilo es en literatura un nacimiento continuado y refractado del nacimiento del mundo como esencia singular o ritmo primero. Diremos, entonces, que en el estilo el mundo de las elecciones intencionales expresan a su vez involuntariamente un tiempo original. Lo expresado como intención del pensamiento y procedimiento compositivo hace pasar lo involuntario que se despliega como revelación en la escritura. El estilo como valor de excepción es ruptura, y ésta es acontecimiento que converge en la expresión. El acontecimiento es otro nombre de la unidad del ritmo como impresión que afecta indirectamente a los procedimientos de expresión.

El estilo pensado de este modo, es la inscripción de las fisuras del ser en el interior de la gramática. Blanchot está en lo cierto, lo que es primero no es la plenitud del ser, es la fisura, la erosión, la privación. El estilo hace pasar por la enunciación de la escritura un lenguaje sismográfico, una metamorfosis ciega y obstinada –un infralenguaje, como lo define Barthes– que intensifica o perturba la economía de la lengua. La agudeza de Montaigne al considerar al estilo un “nervio” de la escritura o de Rabelais al ejercitar un pensamiento como escritura, anticipan el gran debate de los saberes del s. XVIII. Contemporáneamente al nacimiento del oficio de las escrituras críticas, Buffon introduce la fórmula: estilus primus, doctrina ultimus. La Historia natural es una de las caras de la confrontación que impresionó al joven Baudelaire, tal vez la otra es La comedia humana de Balzac que aspira, en su prólogo, al gesto de estilo frente a los saberes técnico-normativos. El estilo es la escritura, afirmaban estos nombres propios y anudaban de este modo su insistencia al oficio de las escrituras críticas.

El estilo será desde el s. XVIII una desviación, una deformación coherente que atraviesa como residuo la operación codificadora de la gramática. El efecto de este debate proseguirá hasta perderse en la modernidad. Nietzsche sostiene que “el gran estilo” no posee otra función que la de traducir en forma de lenguaje un pathos del cuerpo. Aragón, por su parte, piensa el estilo como “digresión”, inseparable de una forma de existencia que no respeta el “triste horizonte de lo sedentario”. Valéry ve en éste la invención del acto por la materia que supone una fuerza que organiza expresivamente el pensamiento. En grandes trazos ejemplificadores el estilo ha quedado grabado bajo la figura del “pájaro migrante” que se opone a la tarea del gramático como “insecto cavador”. Barthes señaló agudamente que “el estilo siempre tiene algo de bruto: es una forma sin destino, es un producto de un brote, no de una intención”. El estilo emerge de un no saber como brote repentino e involuntario donde la escritura alcanza y da forma a la fuerza, al ritmo. El estilo es un peligro para la lengua porque introduce un rasgo anómalo o una cifra misteriosa. Tal vez, pueda decirse que ésta es la paradoja última de la escritura como efecto de lectura, la de ser un entrelugar, a la vez vehículo consciente e insistencia ciega proclive a las mezclas y a las tensiones.

Singularidad crítica

El joven Flaubert anotó “Escribir es empadronarse en el mundo, en sus prejuicios, en sus virtudes, y presentarlo en un libro”. La literatura habita en la vecindad de los murmullos de la existencia en los que filosofía, política, ciencia, moral se vuelven posibles en la trama de lo escrito. Recorrer la gracia y desgracia de la literatura es la insistencia vital de quien no abandona la escritura aunque percibe sus lagunas e incluso sus desastres. Y con la literatura la filosofía descubre la escisión entre palabra y cosa, y sobre todo la escisión entre la representación lingüística y la experiencia del ser del lenguaje. Quien se instala en este entre-lugar como modo de existencia, no pertenece como dice Flaubert, a la “raza de los profesores pedantes” anclados en un autor para “vivir de él”. El ser del lenguaje desaparece si sobreviven los parásitos que crecen y se multiplican alrededor de la escritura de otro. Quien ama la literatura, ama la verdad del mito y el mito de la verdad. Encarna a su modo la paradoja de Epiménides: todo mito dice la verdad, el mito miente sobre la verdad.

De improvisto, en el gesto de una conversación, Nicolás Rosa enuncia con perplejidad: “En los libros de estética y de crítica no se habla más de la escritura de Flaubert, de Proust o de Mann sino de categorías que impiden la experiencia del tránsito por los textos”. Entonces insiste: “¡Se trata de aproximarse al mito en la filosofía y al logos en la narración!”. Sentir y pensar la literatura supone saber descolocarse y ponerse en riesgo en las fronteras del sinsentido y de la inevitable locura. Poner en riesgo aquello que Leopardi llamaba “razón solo razonante” para indagar en los extremos, en los fondos o en los restos de lo posible. Aprendí del maestro-amigo los gestos de la existencia material que se preguntan por las fronteras y los tránsitos entre lo posible y lo imposible para descolocar los rituales auto-referenciales y las reclusiones en cualquier escuela de pensamiento. Escribir es una interferencia dramática y festiva entre el murmullo del mundo, la existencia de sí y la incompatibilidad con un lenguaje disponible para decir lo sentido.

Entre adusto y burlesco enseñó que la risa es desestructurante y la irrisión, siempre defensiva. La irrisión es la protección de los profesores de profesión que enseñan sólo lo que saben sin aventurarse en el ensayo sobre lo que no saben. El maestro y amigo experimentó en la institución pedagógica el saber dulce de los lugares comunes donde se celebra el pleonasmo interminable de comentarios sobre nada. Oponía a éstos la palabra inútil y no comunicativa de la poesía o de la teoría confundida con el sentido común en la trama de la oralidad y de la escritura. Aventuraba que no se puede leer ni a Jorge Luis Borges, ni a Osvaldo Lamborghini, ni a Néstor Perlongher sino se medita sobre aquellos pensamientos de Freud perdidos en las páginas de El pequeño, de Bataille: “Escribir desnudo el vientre y el culo en la franqueza de la oscuridad húmeda”. La frase memorizada en una versión libre aparece como el teatro de las tensiones entre inocencia y perversión, entre sensualidad y espíritu, entre el cuerpo de la experiencia y la lengua social.

Rosa decía que las figuras del lenguaje sólo pueden pensarse en una sensación vital aunque no conceptual. Sus libros llaman a este dominio de las reservas de la escritura el lugar de los restos, en el que la lengua parece la de todo el mundo pero en ella suena una palabra que produce efectos luminosos o abisales. Le bastaba recordar que para Baudelaire, Proust, Kafka o Beckett la escritura era un no-lugar donde se juega la insistencia vital, un cara a cara con la muerte para extraer de allí inéditas posibilidades de vida. Supo ver que la escritura no puede ser abordada con un sistema que pretenda comprenderlo todo, porque en ella cualquier forma se disuelve en lo informe, cualquier visible se pierde en lo invisible y cualquier idea encuentra su reverso bastardo. Sólo se escribe con la herida a cuesta y en una pobreza de la experiencia comunicable, renunciando a la verdad pero nunca a la autenticidad de lo sensible. Se escribe más cerca del gesto del automatismo contagio con aquello que se lee y habla que con aquello otro que se medita en los saberes. Repetía una y otra vez que sólo se escribe para desaprender, aunque para hacerlo se transite el esforzado aunque placentero camino entre biografías y saberes.

Como crítico, Rosa ha sido un hombre clásico en sus modos y maneras e intempestivo a su tiempo. Quiso como Flaubert confundirse con un “hombre-pluma”, más propenso a iluminaciones que a demostraciones, a sentencias que a prosas encadenadas. Su pluma avanza por estocadas, a cada paso se aprecia una deliberada intención crítica y una pregunta que sobrevuela ideas aceptadas y verdades dominantes. Quizás la novela más citada en sus seminarios, aquella a la que retornaba sin cesar como ejemplo fuera Bouvard y Pécuchet. Ésta actuaba como una verdadera educación sentimental ante los lugares comunes. Su sola mención parecía portar una sentencia ¡no hay más remedio, hay que detenerse y pensar antes de hablar! La paradoja que motivaba su interés partía de una doble actitud ante los estereotipos y los lugares comunes. Odio acérrimo, equivalente al de Bouvard cuando abandona la repetición incansable de aburridos efectos. Amor enigmático, propio de Pécuchet cuando construye opiniones chocantes y enfrentadas a quienes piensan “como es debido”. Tal vez, porque el lugar común sea la fuente última de la literatura, existe en Bouvard y Pécuchet una fidelidad a la letra aprendida y una revisión incesante de aquello repetido por inaceptable.

Este gesto que Rosa asume y soporta impregna el espíritu de quien valora los temas rastreros con justa distancia de su uso. Es que el lugar común está al mismo tiempo anegado de vulgaridad y de un resto del que vive todo acto creador. Su repetición encierra tanta opacidad como transparencia para desmontar el espíritu de un tiempo. El lugar común es un compuesto que activa la asociación, la pasividad y la aceptación. Asociación fijada a un discurso dominante, pasividad receptiva ante una autoridad enunciativa y aceptación irreflexiva de la autoridad. Nicolás Rosa se deleitaba al comprobar una inercia confundida con comodidad en la que se hace o se dice algo, porque al fin se dice o se hace así en la telaraña de la costumbre. Descubría cómo el síntoma se confunde con el tópico y permitía describir tanto como conocer a la humanidad en escena, en sus ejercicios de poder por los efectos acumulados en la lengua. Supo ver en el lugar común una práctica reaccionaria y una cantera de combinaciones creadoras. Mezcla de pereza y exaltación, el estereotipo insiste como cómplice ignorante tanto como enigmático y ocurrente.

El más formidable de los lugares comunes sobre el que el maestro volvía sin cesar es el oficio del crítico. La entrada de “crítico” en el Diccionario de lugares comunes de Flaubert (1847; publicado póstumo en 1911) dice: “se supone que lo conoce todo, que lo sabe todo, que lo ha leído todo, que todo lo ha visto”. El propio Flaubert atacaba su práctica evocando tal contenido. Tantas veces Nicolás Rosa supo desmontar la ilusión del que todo lo sabe, guardando para sí un verdadero lugar común al decir “¡Lo he leído todo!” Es que el lugar común permite un doble movimiento: un acercamiento al carácter objetivo de toda producción colectiva y una orientación de las repeticiones de la subjetividad. Si el siglo XIX en el campo literario es una batalla contra los lugares comunes, la gran literatura del siglo XX sólo parece vivir de éstos. Por ello Nicolás Rosa practicó en su escritura un progresivo abandono del mecanismo de interpretación para abrazar el peso denotativo entre las palabras y las cosas. Siempre imaginé que íntimamente pensaba que el mejor modo de unir las preguntas “qué es el hombre” y “qué es la cosa literaria” era a través de la escritura de un “Estupidiario”.

Entre los últimos textos que escribió se encuentra “Una semiología del mundo natural” que cierra Relatos críticos. Cosas animales discursos (2006). Texto dividido en dos partes que evocan sus grandes problemas: el hombre y el animal a la luz del tema de la pasión. Supo ver en la literatura las más agudas descripciones de los fenómenos pasionales, el “estar allí de las cosas”, que trae a la presencia por el relato la anatomía del cuerpo. Sólo el lugar común que lleva a buscar la  “anatomía como destino” permite señalar las grandes pasiones de inventario, como las de Balzac o Zola que atravesaron buena parte de las escrituras argentinas. Como si la voluntad de alcanzar lo puramente biológico no reconociera la traducción programática que media bajo el efecto de perdurables estereotipos, como por ejemplo “los hombres no lloran”, que se desplaza en el final del siglo XIX de las novelas al folletín. Es que el lugar común se llena a fuerza de anomalías psíquicas y sociales, de locuras y bestialidades que aparecen tipificadas por el recurso de la ficción. Para Rosa éstos son  efectos retóricos que no pueden subvertir el orden social sino que lo confirman y legitiman. Si bien se sentía atraído por la gesta de las fuerzas oscuras que mueven al hombre, no dejaba de afirmar que es en las pasiones escritas donde descansan las configuraciones retóricas que dependen de las transformaciones del sujeto que transcribe su pasión vital.

Más proclive a pensar las pasiones animales en la frontera entre mito e historia, podemos imaginar bajo el nombre de “semiología” una Historia natural del disparate. Historia narrada como un catálogo de lugares comunes en el que cada relato nos conduce a la perplejidad. Pongamos como ejemplo uno de los estereotipos más insistentes de la cultura occidental que dice que “los peces caen del cielo durante las tormentas fuertes”. Para algunos narradores no son sólo peces sino también ranas, tortugas, mejillones, caracoles y hasta un becerro entero. Para los más intrépidos han llovido cosas mucho más extrañas como hongos, protoplasma, hachas, máscaras y atuendos. Entre el siglo XV y el  XVIII se discute la verdad de esta historia. Jhon Swan en Speculum Mundi (1643) sostiene que no acepta que el cielo nos haya prodigado un becerro pero afirma que ha llovido leche en verano y en países cálidos. Agrega que las ranas son engendradas en el cielo por el vapor que ha sido exhalado de los terrenos pantanosos. La tesis de Humboldt parece aún más delirante. En los cráteres de los volcanes inactivos, viven peces. Si el volcán entrara en erupción cocinaría los peces y cual un géiser los dispararía como perdigones.

El lugar común, ha sostenido Rosa, sólo vive de la repetición narrativa y del acto de confianza en el narrador bajo los cuales yace el valor fiduciario de la verdad. Se pregunta, entonces “¿cómo separar narración y documento?” Volviendo al ejemplo narrado que motivaba el espíritu risueño de Rosa, hasta muy avanzado el siglo XIX las creencias en las lluvias de peces fueron presentadas como explicación científica no evolucionista de la presencia de fósiles marinos en los distritos montañosos. La ciencia se confundía con las sagradas escrituras y el lejano océano suspendido a pocos kilómetros sobre la tierra, más allá del alcance de la gravedad, aparecía como un yacimiento de peces. Este relato fue invertido como hipótesis y transformado en ficción cuando los fósiles comparados con formas marinas existentes demostraron que no provenían de los cielos sino de las profundidades del mar. La narración y el documento se confunden con la fantasía ficcional sustentada en el lugar común. Rosa pensaba toda teoría sobre el mundo animal como un Manual de zoología fantástica. Manual capaz de probar como diagnóstico y pronóstico que “los hombres de a caballo son caballos con la destreza humana”. Para su mirada, algo excéntrico domina la demostración de la ciencia, más cercana a las transformaciones y metamorfosis literarias que a pruebas objetivas irrefutables. El Manual de zoología fantástica culminó creyendo que se constituiría como colección de anómalos o de monstruos en la que el enigma humano sería réplica del enigma animal.

Todo el saber sobre el mundo animal funcionaría como una prueba por contigüidad. Por contigüidad, Flaubert en La tentación de San Antonio, quiere volar, nadar, ladrar, mugir, aullar, el animal le descubre su humanidad y también, su propia animalidad. Sentirse animal en cohabitación implica para Rosa una respuesta ante las ficciones de la ley del relato como historia que se distinguen de la naturaleza animal del hombre. Acreditamos, como lo ha repetido sin cesar, que el hombre inventa lo real como enigma y de la perplejidad de su invención nacen los sistemas imaginarios que presiden tanto a la ciencia como a la escritura. Entre el botánico Freud y el zoógrafo Deleuze, Rosa encuentra que las ciencias naturales y las literaturas fantásticas residen en un destino biológico común que permite ver al instinto como fuerza de un dinamismo originario. Y ese dinamismo será el más inquietante de los lugares comunes donde lo imaginario humano comparte solidariamente el instinto con sus semejantes animales. Después de leerlo sabemos que insiste en su obra la justa distancia entre la ingeniería social que diseña planes para la vida y la resistencia como crítica que busca modos de existencia por venir en favor de maneras anómalas e incalculables.

Adrián Cangi / 2018

ph/ Jiri Kolar