ALEJANDRO PANAGULIS (I) / Oriana Fallaci

Aquel día tenía el rostro de un Cristo crucificado diez veces y aparentaba mucho más de treinta y cuatro años.  Sobre sus pálidas mejillas se marcaban ya algunas arrugas, entre sus negros cabellos asomaban mechones blancos, y sus ojos eran dos pozos de melancolía.  ¿O de rabia?  Incluso cuando reía, no creía en su risa.  Por lo demás, era una risa forzada que duraba poco, como el estallido de un disparo.  Inmediatamente sus labios volvían a cerrarse en una mueca amarga y en aquella mueca buscaba en vano el recuerdo de la salud y de juventud.  La salud la había perdido, junto con la juventud, el día que lo ataron por primera vez al potro del tormento y le dijeron:  «Ahora sufrirás tanto que te arrepentirás de haber nacido».  Pero te dabas cuenta enseguida de que no se arrepentía de haber nacido, de que no se había arrepentido nunca y de que no se arrepentiría jamás.  Enseguida te dabas cuenta de que es uno de esos hombres para quienes hasta morir se convierte en una manera de vivir, por el modo en que supieron gastar la vida.  Ni los tormentos más atroces, ni la condena a muerte, ni tres noches transcurridas en espera del fusilamiento, ni la cárcel más inhumana- cinco años en una celda de cemento de un metro y medio por tres- le habían doblegado.  Dos días antes, saliendo de Boiati con la gracia que Papadopoulos había concedido junto a la amnistía para trescientos presos políticos, no había dicho una sola palabra que sirviese para que le dejaran en paz.  Y había declarado despectivamente:  «Yo no he pedido la gracia.  Me la han impuesto ellos.  Estoy dispuesto a volver a la cárcel incluso inmediatamente».  El que le apreciaba temía por su seguridad mucho más que antes.  Fuera de la cárcel era demasiado incómodo para los coroneles.  Los tigres en libertad siempre resultan incómodos.  A los tigres en libertad se les dispara.  O se les tiende una trampa para devolverlos a la jaula.  ¿Cuánto tiempo permanecería al aire libre?  Esto es lo primero que pensé aquel jueves, 23 de agosto de 1973, viendo a Alejandro Panagulis.

Alejandro Panagulis.  Alekos para los amigos y para la policía.  Nacido en 1939 en Atenas, hijo de Atena y de Basilio Panagulis, coronel del ejército y pluricondecorado en la guerra de los Balcanes, en la primera guerra mundial, en la guerra contra los turcos en Asia Menor, en la guerra civil hasta 1950. Alekos, segundogénito de tres hermanos extraordinarios, demócratas y antifascistas.  Fundador y jefe de la Resistencia griega, el movimiento que los coroneles nunca consiguieron destruir.  Autor del atentado que, por un pelo, el 13 de agosto de 1967, no le costó la vida a Papadopoulos y a la Junta.  A raíz de esto lo detuvieron, lo torturaron y lo condenaron a muerte, pena que él mismo había solicitado en una apología que durante dos horas mantuvo sin aliento a los jueces:  «Sois los representantes de la tiranía y sé que me enviaréis ante el pelotón de ejecución.  Pero también sé que el canto del cisne de todo verdadero combatiente es el último sollozo ante el pelotón de ejecución».  Un proceso inolvidable.  Nunca se había visto a un acusado en convertirse en acusador de esa manera.  Se dirigía a toda la sala con las manos esposadas a la espalda, los policías le quitaron las esposas y lo retenían con fuerza ciega, por la espalda, por los brazos.  Pero él seguía igualmente en pie, con el índice tieso, gritando su desprecio.  No lo ajusticiaron para no convertirlo en héroe.  Pero ni qué decir tiene que lo fue igualmente porque morir, a veces, es más fácil que vivir como vivía él.  Lo llevaban de una cárcel a otra diciendo:  «El pelotón de ejecución te espera».  Entraban en su celda y lo deshacían a patadas.  Y durante once meses lo tuvieron esposado, día y noche, a pesar de que tenía ya las muñecas putrefactas.  Durante largos períodos le prohibían fumar, leer, tener un papel o un lápiz para escribir sus poesías.  Y él escribía igual, en minúsculos trozos de cartulina, utilizando su sangre como tinta.  «Una cerilla por pluma / sangre derramada en el suelo como tinta, / como papel la envoltura de una venda olvidada / pero ¿qué escribo?, / tal vez no tenga tiempo más que para mi dirección / ¡qué raro!, la tinta se ha coagulado, / os escribo desde una cárcel / de Grecia.»   Conseguía incluso mandar fuera sus poesías escritas con sangre.  Su primer libro había ganado el premio Viareggio y ahora era un potea reconocido.  Pero más que poeta era un símbolo.  El símbolo del valor, de la dignidad, del amor por la libertad.  Y todo esto me turbaba ahora que lo tenía delante.  ¿Cómo se saluda a un hombre que acaba de salir de una tumba?  ¿Cómo se le habla a un símbolo?  Y me mordía las uñas nerviosamente, lo recuerdo muy bien.  Y lo recuerdo bien porque de aquel jueves, 23 de agosto, lo recuerdo todo.  El anunciar mi llegada.  La búsqueda de la calle Aristófanes, en el barrio de Glifada, donde estaba su casa.  El taxista que finalmente dio con la casa y se puso a gritar haciendo la señal de la cruz.  La tarde calurosa, los vestidos pegados al cuerpo.  La multitud de visitantes que llenaba el jardín, la terraza, cada rincón de la casa.  Los demás periodistas, los operadores de televisión, las voces, los empujones.  Y él, sentado en medio del caos con aquel rostro de Cristo.

Tenía un aire muy cansado, casi exhausto.  Pero apenas me vió se levantó, con la agilidad de un gato, y corrió a abrazarme como si me conociese de siempre.  Si no me conocía de siempre, por lo demás nos conocíamos ya.  En la temporada en que le dejaban leer algún periódico, me había dicho, yo le había hecho compañía con mis artículos.  Y él me había dado valor por el simple hecho de existir, de ser lo que era.  Y se desvaneció la preocupación de tener que afrontar un símbolo en lugar de un hombre.  Devolví el abrazo diciendo «ciao».  El replicó «ciao», y no hubo otras palabras de bienvenida o felicitación.  Me limité a decir:  «Tengo veinticuatro horas para estar en Atenas y preparar la entrevista.  Inmediatamente después debo salir para Bonn.  ¿Hay un rincón donde se pueda trabajar con tranquilidad?»  Asintió en silencio y, sorteando la multitud de visitantes, me llevó a una habitación donde había muchos ejemplares de un librito mío, en griego.  Además, había un ramo de rosas rojas que me había enviado al aeropuerto y que luego habían devuelto porque el amigo encargado de recibirme no logró encontrarme.  Conmovida, le di las gracias bruscamente. Pero él comprendió el tono brusco porque durante un instante, la melancolía le desapareció de los ojos y pasó por sus pupilas un relámpago de diversión que me turbó de nuevo.  Era un relámpago que hacía intuir una selva de ternuras y furores en contraste.  ¿Lograría comprender a aquel hombre?

Comenzamos la entrevista.  Y de repente me impresionó su voz seductora, de timbre profundo, casi gutural.  Una voz para convencer a la gente.  El tono era autorizado, tranquilo:  el tono de quien está muy seguro de sí mismo y no admite réplica porque no tiene la menor duda de lo que dice.  Hablaba como un líder.  Y mientras hablaba, fumaba una pipa que, prácticamente, no se quitaba de la boca.  Se hubiera dicho que su atención estaba mucho más centrada en aquella pipa que en mí, y esto le confería cierta dureza que intimidaba, porque no se trataba de una dureza reciente, es decir, madurada en los sufrimiento físicos y morales, sino de una dureza nacida con él, gracias a la cual había podido superar los sufrimientos físicos y morales.  Al mismo tiempo era atento, amable, y quedaba como perdido cuando, en un viraje imprevisto, como gira un fuera de borda lanzado en línea recta y que de repente da la vuelta para volver atrás, aquella dureza se transformaba en dulzura:  cautivadora como la sonrisa de un niño.  La manera como te servía la cerveza, por ejemplo. El modo en que te rozaba la mano para agradecerte una observación.  Esto le alteraba los rasgos del rostro que, más que doloroso, se volvía indefenso.  Su rostro no era bello:  con aquellos ojos pequeños y extraños, aquella boca grande y aún más extraña, el mentón corto, y las cicatrices que lo ajaban todo.  En los labios, en los pómulos.  Pero enseguida te parecía hermoso, de una belleza absurda, paradójica, e independiente de su hermosa alma.  No, tal vez nunca le comprendería.  En aquella primera entrevista decidí que el hombre era un pozo de contradicciones, sorpresas, egoísmos, generosidades, y faltas de lógica, que siempre había encerrado un misterio.  Pero era también una fuente infinita de posibilidades y un personaje cuyo valor iba más allá del estricto valor del personaje político.  Tal vez la política era sólo un momento de su vida, sólo una parte de su talento.  Tal vez si no lo mataban pronto, si no lo encerraban de nuevo, un día oiríamos hablar de él por Dios sabe qué otras cosas.

¿Cuántas horas estuvimos con los libros y las flores hablando en su habitación?  Es el único detalle que no recuerdo.  Escuchándolo a él, no te dabas cuenta de que pasaba el tiempo.  La historia de las torturas, sobre todo, el orígen de sus cicatrices.  Las tenía por todas partes, me dijo.  Me mostró las de las manos, las muñecas, los brazos, los pies, el costado.  Estas se hallaban exactamente donde estaban las heridas de Cristo, a la altura del corazón.  Se las habían hecho en presencia de Constantino Papadopoulos, el hermano de Papadopoulos, con una plegadera despuntada. Pero me las mostraba con indiferencia, sin ninguna autoconmiseración:  lo insensibilizaba un excepcional y casi cruel dominio de sí mismo.  Tanto más cruel cuanto más te dabas cuenta de que sus nervios no habían quedado intactos después de cinco años de infierno.  Y esto lo contaban sus dientes cuando mordía la pipa, lo contaban sus ojos cuando relucían como llamaradas de odio o de mudo desprecio.  Pronunciando el nombre de sus torturadores, se aislaba en pausas impenetrables y no contestaba ni siquiera a su madre que entraba preguntando si quería otra cerveza o un café.  Su madre entraba a menudo.  Era vieja, vestida de negro como las viudas que en Grecia no abandonan el negro, y su rostro era una telaraña de arrugas profundas como sus dolores.  El marido muerto de un ataque al corazón mientras Alekos estaba en la cárcel.  El hijo mayor desaparecido.  El tercer hijo en la cárcel.  También ella había estado en la cárcel durante cuatro meses y medio.  Pero ni siquiera a ella habían conseguido doblegarla.  Ni con amenazas ni con chantajes.  En una carta a un periódico de Londres, había escrito una vez de sus hijos:  «Los árboles mueren de pie»:  Los árboles eran sus hijos.  Uno de aquellos árboles había muerto casi seis años antes: Jorge.

Desde hacía casi seis años, nadie había vuelto a saber nada de Jorge, el hermano mayor que había seguido la carrera del padre y alcanzado el grado de capitán. En agosto de 1967, Jorge se había negado a permanecer en el ejército griego y, como Alekos, había desertado.  A través del río Euros había huído a Turquía y llegado a Estambul para buscar asilo en la embajada italiana.  Para nuestra vergüenza, la embajada  italiana se lo negó, tergiversando la necesidad de informar al gobierno turco, después al gobierno italiano, y después sabe Dios a quién.  Jorge huyó de nuevo, esta vez, a Siria, y en Damasco volvió a la embajada italiana que lo recibió de la misma manera.  Pero una embajada más digna, la embajada escandinava, lo acogió en ella y se quedó durante un mes, hasta el día en que salió a la calle y la policía siria lo sorprendió sin pasaporte.  Huyendo de la policía siria, llegó al Líbano.  En el Líbano quiso embarcarse para Italia, pero no lo hizo porque los países árabes reconocían a la Grecia de los coroneles.  Prefirió entrar en Israel, un país que no tenía con ellos relaciones diplomáticas, para ir a Italia embarcando en Haifa.  Y en Haifa, sin embargo, los israelíes lo detuvieron.  Jorge confió en ellos, les dijo quién era y lo detuvieron: para entregarlo al gobierno griego.  Ni siquiera le dedicaron un proceso.  Simplemente, lo embarcaron en un barco griego que hacía el trayecto Haifa-El Pireo: el «Anna María».  Y en este momento se perdía su rastro.  Parecía que estaba aún en el camarote antes de que la nave entrase en el tramo comprendido entre Egira y El Pireo.  Pero cuando el barco se acercó al puerto el camarote estaba vacío.  ¿Huyó saltando por el ojo de buey?  ¿Lo empujó alguien por el ojo de buey?  Su cuerpo no se encontró jamás.  De vez en cuando el mar devolvía un cadáver, las autoridades llamaban a Atena para que lo reconociese, Atena contestaba: «No, no es mi hijo Jorge».

A determinada hora de la noche interrumpimos la entrevista.  La multitud de visitantes se había dispersado y Atena me ofreció hospitalidad para la noche.  También había preparado una cena, presentada sobre su mejor mantel.  Aleko estaba menos tenso, menos solemne, y pronto abrió una de las puertas de sus infinitas sorpresas:  se dejó llevar hacia una conversación divertida.  Por ejemplo, definía su celda como «mi villa de Boiati», y la describía como una villa lujosísima, con piscina cubierta y descubierta, campo de golf, cine privado, salones resplandecientes y un chef que encargaba el caviar fresco de Irán, y odaliscas que danzaban y daban brillo a las manillas.  En este paraíso una vez hizo huelga de hambre «porque el caviar no era fresco ni gris».  O bien ilustraba su «archiconocida amistad» con Onassis, Niarkos, Rockefeller y Henry Kissinger, describía sus jets personales «o el yate que el día anterior había prestado a Ana de Inglaterra».  Y yo no daba crédito a mis ojos, a mis oídos.  Parecía imposible que en la tumba de cemento hubiera conseguido salvar su humor, la capacidad de reír. Pero cuando volvimos a hablar para la entrevista, Alekos volvió a ponerse serio y a morder nerviosamente la pipa.  Esta vez hablamos hasta las tres de la madrugada, y a las tres y media caía exhausta en la cama que me habían preparado en el salón.  Sobre la cama había una fotografía de Basilio, en uniforme de coronel, y del marco pendían medallas de oro, de plata y de bronce, testimonios de las diversas campañas  en las que había tomado parte hasta 1950.  Había, junto al lecho, una fotografía de Alekos cuando era estudiante de ingeniería en el Politécnico y miembro del Comité Central de la Federación Juvenil del Partido «Unión de Centro».  Un rostro inteligentísimo y agudo, en aquel tiempo sin bigote, que no me ayudaba a penetrar un misterio.  Entonces recordé haber visto, en la habitación contigua, las fotografías de los dos hermanos cuando eran niños.  Me levanté y las estudié.  La de Jorge hablaba de un niño elegante y compungido, correctamente sentado en un almohadón rojo.  En cambio, la de Alekos mostraba un tigrecillo de ceño enfurecido y que, erguido sobre el almohadón rojo, en un anuncio de independencia anárquica, parecía decir:  «¡No y no! ¡Yo no estoy sobre esto!»  El trajecito de punto le caía sin gracia como para demostrar que le importaba un bledo su aspecto y que le tenía sin cuidado que mamá le regañase y le suplicara; hacía lo que le daba la gana.  Y como para demostrar su rechazo de los consejos, órdenes e intervenciones ajenas, la manita derecha se apoyaba, orgullosa y provocativamente en la cintura, y la izquierda sostenía los pantalones en el lugar donde había perdido un botón.  ¿Cuánto tiempo permanecí estudiando aquellas fotografías?  Esto, realmente, no lo recuerdo.  Pero me acuerdo de que en determinado instante otra cosa me atrajo la atención: un objeto rectangular y cubierto de polvo.  Lo tomé con la sensación de penetrar un secreto, y descubrí que era una Biblia del siglo XVII, con un documento que atribuía su propiedad a Alekos Panagulis.  Pero era un documento de hacía trescientos años y aquel Alekos era su bisabuelo que había luchado como guerrillero contra los turcos.  Más tarde supe que, del siglo XVII a 1925, la familia Panagulis no había dado más que héroes.  Y algunos se llamaban Jorgos, es decir, Jorge, como aquél joven Jorgos que había muerto en la batalla de Faliero en 1823.  Pero casi todos se llamaban Alekos.

Al día siguiente partí para Bonn.  Ya se comprende que no era una marcha definitiva.  Cuando me acompañaba al aeropuerto, Alekos me hizo prometer que volvería y, pocos días después, cuando él estaba en el hospital, volví, y descubrí cosas que ayudaban un poco a desvelar los secretos de aquella inaprehensible personalidad suya.  Ante todo aquella poesía que me había dedicado.  Se titulaba «Viaje» y hablaba de una nave que partía hacia un viaje sin escala, una nave que no cedía nunca a la tentación o a la necesidad de atracar en un puerto, de acercarse a una orilla, de echar el ancla.  La tripulación lo reclamaba, a veces lo imploraba, pero el comandante les resistía como a la tempestad y continuaba siguiendo a una luz.  La nave era él, Alekos.  Y también el comandante era él, y también la tripulación.  El viaje era su vida.  Un viaje que sólo terminaría con la muerte porque nunca echaría el ancla.  Ni el ancla de los afectos, ni el ancla de los deseos, ni el ancla de un merecido reposo.  Y ningún rozamiento, ningún halago, ninguna amenaza podrían inducirle a hacer lo contrario.  De este modo, si creías en esa nave, si esa nave te importaba, no debías intentar detenerla, detenerla con el espejismo de orillas verdes, paraísos terrestres.  Había que dejarla emprender el insensato viaje que se había elegido y que, en la selva de sus contradicciones, era el punto final de una coherencia absoluta.  «También Ulises al fin descansa.  Llega a Itaca y descansa», observé después de haber leído el poema.  Y él me respondió: «¡Pobre Ulises!»  Luego me envió otra poesía que empezaba sí:  «Cuando desembarcaste en Itaca / que infelicidad experimentarías, Ulises / Si otra vida tenías por delante / ¿Por qué llegar tan pronto?»  Creo que aquel día llegué a ser verdaderamente amiga suya, escuchándolo en el hospital.  En efecto, varias veces fui a Atenas y qué le vamos a hacer si, en cada ocasión, las autoridades griegas estaban menos contentas.  Con todo y no atreverse a negarme el permiso de entrada, la policía fronteriza llenaba para mí papeles que no llenaba nunca para nadie, y durante mi estancia en Atenas, se ocupaba escrupulosamente de mi persona.  Cosa nada difícil, porque yo vivía en la casa de la calle Aristófanes donde el teléfono estaba controlado y cuatro policías de uniforme y quién sabe cuántos de paisano vigilaban cada puerta, cada ventana, la misma calle, a lo largo de las veinticuatro horas.

Psicológicamente, era como si Alekos estuviera todavía en la cárcel y yo estuviese con él.  Una vez me acompañó a Creta, durante cinco días.  Y durante cinco días fuimos constantemente seguidos, espiados, provocados.  En Heraclion, adonde había ido para ver Cnosos, los automóviles de la policía nos salían al encuentro a medio metro de distancia.  Entrábamos a un restaurante a comer, y ellos se instalaban también allí, esperándonos. Entrábamos en un museo y ellos también se instalaban allí, esperándonos.  A menudo los veíamos llegar a nuestro encuentro en dirección contraria porque tenían radio y se turnaban en la vigilancia.  Una pesadilla.  En el aeropuerto de Xania fui insultada por un agente vestido de paisano.  En el avión que nos llevaba a Atenas fuimos relegados a los dos últimos asientos y sometidos a control todo el viaje.  De nuevo en Atenas no podíamos permitirnos el placer de una cena en El Pireo sin que enseguida nos alcanzase un policía que nos iba pisando los talones.  Nos atormentaron incluso en los funerales de un ministro democrático muerto de un infarto de miocardio, y, naturalmente, Papadopoulos no me concedió nunca la entrevista que, según la embajada griega en Roma, parecía dispuesto a concederme.  Lástima.  Hubiera sido divertido preguntarle al señor Papadopoulos qué entendía por democracia.  Y también por amnistía.  Y aún hubiera sido más divertido decirle que, por donde quiera que fuese, Alekos era recibido como un héroe nacional.  La gente lo paraba por la calle, lo abrazaba y a veces intentaba besarle la mano.  Los taxis le hacían subir al coche incluso en las zonas prohibidas.  Los automovilistas paraban el tráfico para saludarle.  Y no era raro que, en los bares, no quisieran que pagase la cuenta.  Estaban todos por él y con él.  Sólo quien estaba al servicio de los coroneles estaba contra él.  Y yo seguía el extraordinario fenómeno comprendiendo finalmente un poco a la difícil criatura objeto de ello.  Intuyendo mejor, por ejemplo, los disgustos y la infelicidad, la sed de una paz que jamás se alcanzaría y que se manifestaba a través de exposiciones de cólera desesperada y desesperante, o inútiles audacias, o rabiosas llamadas telefónicas al hombre fuerte del régimen, Joannidis, para desafiarlo a que lo detuviera de nuevo.  O bien, siguiendo las astucias de Ulises, las fulminantes intuiciones de Ulises a quien se parecía cada vez más en todos los sentidos.  Y las lágrimas que le llenaban los ojos cuando miraba la Acrópolis, símbolo para él de todo aquello en que creía.  Y sus sombríos silencios.  Y los impulsos de alegría que le sacudían por entero en una juventud reencontrada por unas horas, por unos minutos.  Y las repentinas risas de muchacho, las imprevisibles bromas canceladas pronto por sus cambios de humor.  Y el pudor exagerado , más bien puritano, que oponía a las mujeres cuando se le ofrecían con cartas amorosas, francas invitaciones y zorrunas estratagemas.  Por lo demás, tanto si se trataba de sus pasadas aventuras como de sus sentimientos actuales no confiaba nunca en nadie: «Un hombre serio no lo hace». Tímido, terco, orgulloso, era mil personas dentro de una sola persona que nunca podía renunciar a absolver.  Qué alegría oírle decir a propósito de su atentado:  «Yo no quería matar a un hombre.  Yo no soy capaz de matar a un hombre.  Yo quería matar a un tirano».

Mientras tanto él había pedido el pasaporte.  Pero ni siquiera obtener los documentos necesarios para la petición le había sido fácil.  En cualquier oficina a la que se dirigiese encontraba obstáculos sordos, kafkianos.  En el ayuntamiento de Glyfada, por ejemplo, no constaba que hubiese nacido.  De pronto su nombre faltaba en el registro.  Estaba el de Atena, pero el suyo no.  El se reía de ello con mal disimulada amargura: «No he nacido, ya ves.  Nunca he nacido».  Pero una mañana volvió saltando de alegría: «¡He nacido! ¡He nacido!».  No se sabe por qué habían cambiado de idea.  Siete días más tarde, un lunes, le dieron el pasaporte:  válido para un solo viaje de ida y vuelta.  Y tres horas más tarde partimos, en un avión de Alitalia, en dirección a Roma.  Ni siquiera nuestra marcha fue una marcha civilizada.  Pasada la aduana, la policía de fronteras, el registro, bajamos a la sala de espera e inmediatamente nos rodeó una nube de policías de paisano con aire eminentemente provocador.  Llamaron el vuelo y nos dirigimos a la puerta número 2.  Exhibimos nuestra tarjeta de embarque.  Nos empujaron hacia atrás. «¿Por qué?», preguntó Alekos. Silencio. «Tenemos un pasaporte en regla y una tarjeta de embarque en regla. Y hemos cumplido todas las formalidades».  Silencio.  Los demás pasajeros ya habían pasado, subido al autobús, bajado del autobús y subido al avión.  El avión no esperaba más que a nosotros.  Y nosotros no podíamos acercarnos ni siquiera a la escalerilla.  Lo peor es que nadie nos daba ningún tipo de explicación ni tampoco a los empleados de Alitalia que nos escoltaban como si fuéramos VIP.  Diez minutos, quince, veinte, veinticinco, treinta… Aún no he comprendido por qué, transcurridos treinta minutos, nos permitieron subir a bordo.  Tal vez habían telefoneado al jefe de Seguridad.  Tal vez éste había informado a Papadopoulos y Papadopoulos había decidido que no convenía, ni siquiera internacionalmente, cometer el error de impedirle la salida en el último momento.  Tampoco comprendí otra cosa: no he comprendido por qué, cerradas las puertas, el avión estuvo bloqueado en la pista cuarenta minutos.  Aquel día no había problemas con la torre de control.  Sólo había una gran incomodidad a bordo.  Incomodidad que desapareció, sin embargo, cuando estuvimos en el cielo.  El cielo más azul del mundo.

Lo que sucedió a continuación constituye otro libro, ya que Alekos se convirtió en el compañero de mi vida, ya que un gran amor nos unió hasta el día de su muerte, que se produjo la noche del Primero de Mayo de 1976, al morir él en un simulado accidente automovilístico que el Poder se apresuró a calificar hipócritamente de desgracia fortuita.  Ello no obstante, es de utilidad, para mejor comprender la entrevista siguiente  – que a él le resultaba muy cara -, conocer los principales acontecimientos que integran la osamenta de su existencia entre el momento en que el avión llegó a Roma y el de su asesinato.  Son como sigue.

Tras haber salido de Grecia en mi compañía, Alekos escogió Italia como base política y geográfica de su lucha.  En Roma ocupábamos la casa que hubiésemos mantenido durante largos años, de donde partía para sus viajes, a Francia, a Alemania, a Suecia y también a su patria, a donde regresara varias veces durante su exilio, clandestinamente, sin que la policía de Joannidis lo localizase jamás.  La revuelta del Politécnico y la matanza de estudiantes provocaron, en 1973, un golpe dentro del golpe:  Joannidis había desautorizado a Papadopoulos sometiéndolo a arrestos y autoeligiéndose amo indiscutido de Grecia.  El primer enemigo de Alekos había pasado a ser, pues, Joannidis, y era a Joannidis a quien ahora desafiaba con audacia suicida apenas ponía el pie, provisto de un pasaporte falso, en el aeropuerto de Atenas.  Joannidis estaba al corriente de sus movimientos y le buscaba sistemáticamente, pero siempre en vano.  Cual un Pimpinela Escarlata, Alekos conseguía colarse por entre las redes de la policía, y previo a su marcha del país se daba incluso el gusto de enviarles una tarjeta colmada de saludos burlescos.  En Atenas, por lo demás, se detenía poco: entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, el tiempo necesario para organizar a los camaradas o hacer estallar alguna bomba demostrativa.  Había reconstruido la organización Resistencia Helénica dando particular importancia  al grupo denominado Laos, Pueblo.  Con él llevaba a cabo las acciones más peligrosas, atento, sin embargo, a no vertir la sangre de los inocentes: ninguna bomba causó jamás una víctima.  En Europa, en cambio, actuaba a través de los emigrantes, de los partidos demócratas, de la prensa, de la radio, de la televisión y de las relaciones con los partidos socialistas, a los que estaba obviamente vinculado.  Eso duró hasta 1974, cuando la Junta cayó arrastrada por sus errores y su incapacidad.  Papadopoulos se había mostrado un dictador astuto, no exento de sentido político.  Joannidis era un soldado ignorante que de política sabía bien poco.  La vana ilusión de anexionar Chipre a Grecia le llevó a derrocar a Makarios, quien huyó por puro milagro de la isla, hecho que dió lugar a su invasión por los turcos.  Más adelante, y según Grecia se encontraba a punto de entrar en guerra con Turquía, Joannidis convenció a la Junta para que abdicase y, con decisión a un tiempo desesperada y paradójica, entregó el gobierno a los mismos opositores a quienes Papadopoulos había derrocado en 1967.  Karamanlis regresó a Atenas para formar un gobierno de emergencia.  La democracia quedó formalmente restablecida.

En aquellos once meses que pasé con Alekos no dejé de preguntarme cómo reaccionaría él de caer la dictadura y suponiendo que no lo matasen antes.  La política, a mi modo de ver, no era más que un aspecto de su extraordinario talento y de su arrolladora personalidad.  En él se daban, es cierto, los distintivos del tribuno y del líder, y no era fácil que renunciase a ellos. Su valor- estaba convencida de esto-  nacía de una vocación literaria: su auténtico temperamento era el temperamento poético.  No en vano gustaba repetir: «La política es un deber, la poesía es una necesidad».  Pensaba yo, en suma, que sus dotes de tribuno y de líder, que encontraba cabal expresión en las situaciones excepcionales, la hallarían menos cumplida en la normalidad democrática.  Y también a él debió de asaltarle una duda semejante porque, para mi sorpresa, no regresó a Grecia inmediatamente después del retorno de Karamanlis.  Sólo se decidió hacerlo el 13 de agosto, aniversario de su atentado contra Papadopoulos.  El regreso lo restituyó a su destino de combatiente y lo exilió de la literatura.  En Atenas se preparaban las elecciones políticas.  El Partido de la Unión del Centro se apresuró a ofrecerle una candidatura.  El aceptó y, por esa mágica coincidencia de fechas que siempre había acompañado los grandes hitos de su vida  -incluído el de su muerte-, salió elegido el 17 de noviembre, aniversario de su condena al fusilamiento, del que había escapado en 1968.  Y ni que decir tiene que la victoria lo exaltó poquísimo:  una semana más tarde se encontraba ya en Italia, adonde habría de regresar una y otra vez con frecuencia obstinada, fiel.  Había llegado a considerar Italia su segunda patria.  Hablaba el italiano con gran corrección.  Lo escribía casi sin faltas.  Se vestía y comía a la italiana.  Con muebles italianos puso su apartamento en Atenas, haciendo de él una réplica exacta de nuestra casa de Florencia.

En el Parlamento no tardó Alekos en mostrarse el más contestatario de los diputados.  No daba cuartel a nadie, y menos todavía al ministro de Defensa, Evanghelis Tositsas Averoff: hombre que bajo el régimen anterior había tenido relaciones turbias.  La potencia de Averoff superaba a la de Karamnlis porque se apoyaba en el ejército y porque de éste procedía el peligro de un nuevo golpe de Estado.  Alekos le consideraba una amenaza para el país, y cuando pedía la palabra era siempre para acusarle en tales términos.  Conocía, en realidad, la existencia de documentos que demostraban el ex colaboracionismo de Averoff y los motivos que le habían llevado a no depurar en ningún momento a los generales, coroneles y capitanes que habían ostentado el mando durante la tiranía.  Aquellos documentos se encontraban en custodia en los archivos del EAT-ESA, la policía militar misteriosamente desaparecida con la caída de la Junta.  Durante todo 1975, la actividad principal de Alekos, sin que nadie lo supiese, consistió en la búsqueda de esos archivos.  Y los juicios contra Papadopoulos, Makarezos, Pattakos, Joannidis y los demás representantes de la Junta, amén de los que luego se siguieron contra verdugos como Theofiloyannakos y Hazizikis, le ayudaron, en cierto modo, a guardar el secreto, ya que distrajeron la atención general.  Durante aquellos meses sólo se habló de Alekos para mencionar su noble actitud hacia los encausados.  Luchó verdaderamente a fin de que Papadopoulos y los demás no fuesen condenados a muerte:  «En época de dictadura el tiranicidio es un deber, en época de democracia el perdón es una necesidad.  La justicia no se obtiene abriendo tumbas».  Fue muy generoso cuando declaró contra Theofiloyannakos, que con tanta crueldad lo había maltratado físicamente: su testimonio duró apenas cuarenta minutos y en él se refirió sólo a los episodios más graves, que expuso con frialdad y desapasionamiento.  Llegó a declarar que en aquel momento sus enemigos no eran los ex esbirros encadenados sino los dudosos representantes del nuevo poder.

En los primeros meses de 1976 Alekos consiguió hacerse con los archivos de ESA y, en particular, con los documentos que buscaba. Entre ellos los encontró, incluso, comprometedores para un diputado que militaba en su partido, Demetrio Tzatzos.  Eso contribuyó a su decisión de abandonar la Unión del Centro y de permanecer en el Parlamento como independiente de izquierdas. Pero la orgullosa soledad en que se envolvió a partir de ese momento centuplicó los peligros que en todo instante se habían cernido sobre él.  Se había convertido en el hombre más incómodo de Grecia. Sabía demasiadas cosas acerca de los amos de una democracia falsa y vacilante.  Y, como suele suceder, era demasiado valeroso para dejarse intimidar.  Su sentencia estaba firmada.  Lo eliminaron la víspera del día en que había de entregar los archivos al Parlamento.  Instigada por Averoff, la Magistratura había prohibido su publicación.  Y, por ese motivo, no le quedaba a Alekos más salida que entregárselos a Karamanlis, en el Parlamento, en un gesto que produjese una sacudida.  El acto debía producirse la mañana del 3 de mayo.  La noche del viernes al sábado día Primero de mayo, y cuando se dirigía a Glifada, para dormir en casa de su madre, dos automóviles comenzaron a seguirle.  En la calle Vouliagmeni uno de ellos le dió alcance a gran velocidad y, mediante una hábil maniobra de morro-trasera, lo empujó fuera de la calzada.  Murió casi en el acto.  A sus funerales acudió un millón y medio de personas.

Pero, como he dicho antes, eso constituye otro libro.  Un libro que venga a esclarecer exclusivamente los hitos más importantes de su vida tras la entrevista.  Una entrevista que va harto más allá del autorretrato del hombre a quien amé, a quien amo, y que me amó.  A cuatro años de distancia no puedo menos de considerarla, verdaderamente, una especie de testamento espiritual, una exposición de lo que Alekos buscó siempre en vano.  Porque lo que él buscó siempre, lo que toda criatura digna de haber nacido debe buscar, no existe.  Es un sueño que se llama libertad, que se llama justicia.  Y llorando, blasfemando y sufriendo podemos sólo alcanzarlo diciéndonos a nosotros mismos que cuando una cosa no existe se inventa.  ¿No hemos hecho lo mismo con Dios?  ¿Acaso el destino de los hombres no es inventar lo que no existe y pelear por un sueño?

Oriana Fallaci / Atenas, 1973

Traducción: Antonio Samons

Publicado en Entrevistas con la historia / Ediciones Noguer, 1981