Raúl Barón Biza: una conversación con Christian Ferrer

Sofía G. Bonorino: Barón Biza está encerrado en su época. Y sin embargo, desde el comienzo se presenta radicalmente asocial, en el sentido de no parecer querer compartir ni los valores ni las costumbres que unen a la mayoría de las personas. Siempre al margen de la sociedad. Hasta de su propia clase, ambivalencia del personaje que tu libro remarca constantemente.

 

Christian Ferrer: Conviene tener en cuenta que por la época había varias fracciones de clase alta en la Argentina. Barón Biza no pertenecía a los estratos más elevados, los de triple o cuádruple apellido, muchos de los cuales descendían de familias que llevaban doscientos, trescientos o cuatrocientos años en el país. Su padre, el que hizo la fortuna familiar, era un inmigrante, un “nuevo rico” de comienzos del siglo XX. Quizás Barón Biza pudo haber incubado resentimiento con relación a eso. Más importante: buena parte de su adolescencia y primera juventud (hasta los treinta años) transcurrió en París –y viajando por el mundo– y allí conoció y compró la “escena vanguardista”, al menos la escena “moderna” en cuanto a libertades de costumbres. Por comparación, lo que encontró en Argentina en sucesivas visitas y luego, cuando se estableció, fue moral de sacristía e hipocresía a granel, y reaccionó en contra de ello. Más que ubicarse “al margen”, y tal como apuntó su hijo Jorge Barón, a Raúl Barón Biza le gustaba “crear su propio margen”. Desde allí salía de cacería. Más que asocial, un vanguardista “a su manera” en cuestiones de opinión sobre sexualidad y libertades eróticas. Supongo que, además, le gustaba sentirse “diferente”, superior quizás. Lo cierto es que se dedicó a “denunciar” a la clase alta –sus secretos y “secretitos”–, aunque no por eso se mezcló con marginales, pobres, izquierdistas o equivalentes. A sus proclamas las lanzaba desde “su” lugar, el que había elegido. O quizás todo se haya debido a una cuestión de temperamento… Quién sabe.

 

Este aislamiento del personaje, este entrar y salir y permanecer siempre en acción, es lo que lo hace tan difícil de atrapar, aunque es indudable su presencia y su materialidad.

 

Sí, “se movía” todo el tiempo, sea porque necesitaba la acción, sea para conseguir resonancia, a la manera de un entrepreneur de sí mismo. Pero mi impresión es que tanta voluntad puesta en marcha no conducía a ninguna dirección. Era una vida sin dirección pero posibilitada, en su accionar, por la fortuna heredada. A la vez, hay años y años en que su nombre no aparece en los periódicos ni se hace notorio por escándalo alguno. Justamente esas “retiradas” hacen que sus momentáneas “entradas” en escena parecen estruendosas, como salidas de la nada, o de un cubil muy suyo.

 

Barón Biza por momentos me parece un sueño, un hombre soñado por tu mano, al que da realidad el medio social en el que vivía, su época, toda esa estructura que armás como se arma un cuerpo y un ámbito alrededor de él para sostenerlo. Organismo compuesto por estructuras dentro de estructuras: me parecía así, por momentos, que se iba armando el personaje.

 

Todos los datos que menciono en mi libro son ciertos. Evité especular por demás, o hacer indagación psicoanalítica del personaje. No, eso no. Pero está claro que el todo relatado da como resultado el delineado de un “personaje”. No obstante, no se trata de una biografía: sólo traté de los momentos en que su figura se volvió notoria para la opinión pública. Luego están los largos períodos en que no se sabe mucho de él: vida de estancia, vida de familia, épocas de viajes y de estadías en Europa. Según me contó Jorge Barón, llevó también una vida relativamente tranquila, o estable, sin tanto revoltijo público. Pero, evidentemente, de vez en cuando, cada tantos años, necesitaba volverse un “protagonista”. Eso debía gustarle. ¿Acaso no es mejor una vida de aventuras o de reyertas públicas que una de rentista aburrido? Cabe pensar en analizar, por comparación, la propia vida de uno y la de los conocidos.

 

Barón Biza es duro, sin gradaciones ni colores, por eso, lo que sorprende es su evanescencia, su dudosa identidad, como si fuera un producto del espectáculo, un grito de protesta que parece salir de una garganta común, estereotipada, ajena a la experiencia: no tocada por la vida. O en todo caso, una vida que es de muchos, de todos, de nadie. En la densidad de tu escritura, Barón Biza aparece inmerso en una sociedad con la cual se vincula pero siempre a la manera de un aristócrata. Es como un fantasma al que nunca se lo escucha hablar verdaderamente con una voz propia, como hablaría un sujeto.

 

Era duro, claro, un hombre recio. “Jodido”, quizás –tal como se suele decir de este tipo de personalidades–. De un lado, él; del otro, la entera sociedad. Un duelo del far-west. Es el individuo contra todos, o bien, paranoicamente, alguien que se defiende a la manera de los animales acosados, en este caso por una sociedad a la que juzgaba “falsa”.

 

Me pareció leer una ambivalencia respecto al personaje. Como si la escritura llegara a un lugar donde las palabras no alcanzan para decir ciertas cosas. La demasiada estupidez de la clase alta argentina: la vemos navegando por mares nórdicos, caminando como zombis emperifollados por las hambrientas calles de San Petersburgo. Barón Biza se me iba armando y desarmando, pero la clase alta argentina, como la mostrás en tu libro, permanece inalterable, de una enorme, despreciable, pobreza intelectual.

 

No, ambivalencia ninguna. Lo afronté –al “personaje”– con curiosidad y consciencia de su excentricidad, pero desde la vereda de enfrente. Casi ninguno de sus atributos de carácter me infundían respeto y diría más bien que tal como él se mostró ante la opinión pública, o bien de lo que se conoce de su conducta privada, poca gente hubiera querido –o querría– tener vínculo de vecindad con alguien cuyo comportamiento lo conducía a llevarse al mundo por delante –incluyendo a los próximos–. Por otra parte, esta variante del “padre terrible”, egocéntrico y esterilizador, deja poco amor o sabiduría como herencia. En cuanto a su propio enfrentamiento con la Argentina, o a su modo de presentarse “en sociedad” en tanto literato, el personaje que construyó de sí mismo –temerario, tremebundo, agresivo, duelista, “revolucionario”, características que pueden haber sido, además, reales– me suscita, a esta altura del partido, hastío. Es la ya cancelada figura literaria del “maldito” –un doblez de “altura” o bien “infernal” del pendenciero de barrio, o sea “bajo”–, algo que todavía era plausible en aquella época pero que hoy medio que es de clase zeta, o peor, encarnado en psicopatitos de ambiente literario, tan reducido ya –el ambiente tal– en cuanto a límites e incumbencias. ¿Lanzar brulotes contra otro escritor, contra las simulaciones de la casta política, contra la falsedad del mundo? ¿Llamar la atención haciéndose el malo-malito, la apasionada-furiosa, el cínico-maquiavelillo? Cualquier emoticón es más convincente. Basta pensar a este “tipo sociológico ideal” en el terreno de la política para darse cuenta –y hay mucho ejemplo, actual o retrospectivo– de su peligrosidad, tanto si en su camino o uso del poder designa enemigos del pueblo o chivos expiatorios, como si se ofrece a modo de espejo para la idolatría resentida y vengativa de masas de población “emocionales”.

 

Cada acto es una creación del futuro en el sentido de que lo convoca, lo avasalla, irrumpe en lo desconocido. ¿Los actos de Barón Biza se expandieron al futuro? ¿Llevamos en nosotros, los argentinos, la marca de sus sueños, de su violencia, de sus mortíferos ideales? ¿En qué sentido es actual Barón Biza? ¿Qué encontraste en él para dedicarle un trabajo tan importante?

 

Al menos en lo que hace a su actuación política, muchos rasgos de la personalidad de Barón Biza pueden ser encontrados actualmente en los miembros de la casta política local, comenzando por el inextinguible narcisismo, soterrado apenas por continuas salvas de declaraciones en favor de los desfavorecidos en la lucha por la vida; siguiendo por la violencia retórica contra el adversario, que en épocas “contenidas” ensucia el espacio público pero que en tiempos “encontrados” conduce a la eliminación física del adversario, cuanto menos a enfrentamientos que terminan saldados con sangre; y en fin, la suposición de que tan sólo por “actuar” en política un hombre o mujer ya deben ser considerados personas estimables (“bueno es el que lucha”) y eso por enunciar a viva voz “ideales” o “buenas causas” o “pobrismos” que prometen solucionar. Quizás, de todas las obsesiones recalcadas por Barón Biza una y otra vez en sus libros, la que supuestamente sería la menos vigente es la que alude al sexo como “problema negado”, o bien a las interdicciones que padece el deseo sexual para poder fluir “libremente” y que nutren malestares y frustraciones que se cobran carísimo al final de la vida. En un tiempo como el actual, “hipersexualizado”, o bien en combate por redefinir cómo debe ser sexualizado “correctamente” el comportamiento libidinal de las personas, las tesis de Barón Biza (nada novedosas en su tiempo, Freud, Schopenhauer y Nietzsche eran lectura corriente) parezcan perimidas. Pero no lo están: la “miseria sexual” de la población no ha menguado. Sólo se ha modificado el terreno histórico que la sigue exigiendo.

 

Su histrionismo es muy actual, una proyección de identidades que se construyen y caen, se construyen y caen. Se puede ser todo, aspirar a todo, tenerlo todo. Barón Biza, como construcción, tiene algo de la realidad virtual, esas existencias que algunos llaman existencias menores.  Con la diferencia de que él ponía el cuerpo. Siento que hay en Barón Biza una inconsistencia que lo nombra sin nombrarlo, porque cuando habla, no dice nada, y cuando escribe es muy aburrido por los lugares comunes, su falta de conexión con la verdad.

 

El estilo de Barón Biza puede ser reiterativo y por momentos francamente farragoso, pero no necesariamente aburrido. Hay que imaginarse a un lector de aquella época, no los del tipo “culto” o “vanguardista”, sino los lectores “comunes y corrientes”, que lo son la mayoría. Los argumentos de sus novelas, siempre testeando el umbral de tolerancia social, o bien sus menciones a escenas eróticas que hubieran sido llamadas “perversas” –y quizás aún hoy–, y todo entremezclado con peroratas acerca de la explotación económica de la “plebe”, bueno, todo ello constituía uno de los “erotismos posibles” de aquellos tiempos, un modo de hacer saltar la santabárbara en el cerebro del lector. Su firma en la tapa de sus libros siempre fue “mala palabra”. En todo caso, los “lugares comunes” de nuestros días eran los tabús de entonces, y habría que ver si, en cuestiones de sexo o política, los límites actuales que encapsulan pensamiento y acción no son impuestos por prejuicios –lugares comunes, entonces– a los que consideramos modelos de “buena conducta” o de pensamiento “políticamente correcto”. Toda época tiene sus impensables y sus modos de sancionar a quienes “se pasan de la raya”. Y si bien es cierto que en la así llamada “realidad virtual” cada cual tiene derecho a construirse y deconstruirse como seres que creen tener derecho “a-decir-lo-que-se-me-canta” y a lanzar proclamas cancheras o autoemancipatorias, son aquellos que “ponen el cuerpo” los que restituyen un “principio de realidad”.

 

Barón Biza parece ser el padre imposible de un adolescente genial que se va al destierro con la madre desfigurada. Así lo conocí yo. Y es el único Barón Biza que me interesa. A través de la novela de su hijo vi toda su bajeza, su fatuidad, su pedantería, su estupidez. También su valentía, su convicción al actuar, su indiferencia hacia la opinión de los demás, ese llevarse el mundo por delante. Sus limitaciones. Limitaciones que su hijo, mucho más valiente que él, fue capaz de ver, de sufrir, de dar realidad en la escritura. Jorge habla de su padre. Oscila entre la admiración y el desprecio. El deseo terrible y desgarrador de no perderlo, de no perder todo, de rescatar algo.

 

El fracaso de Raúl Barón Biza no reside en haber sido dejado de lado, en no pertenecer ahora a ningún canon de lectura importante, sea del tipo académico o bien marginal, sino en que ese doble apellido ya no le pertenece a él –ni le pertenecerá–, sino a su hijo Jorge Barón Biza, no sólo porque era mejor escritor, sino porque el hijo pudo enfrentarse al infierno desatado por el padre –no siempre es posible– por medio del amor: amor filial por la madre, amor por la belleza, amor por la escritura. Jorge Barón diseminó amor, y no la cizaña que tanto orgullecía a su padre.

 

Sofía González Bonorino, 2019

Ph / Horacio Coppola / Roque Sáenz Peña, 1936