I have weighed these times, and found them wanting.
Hasta donde se sabe, los genes humanos no han sufrido deterioro, por lo menos hasta ahora. Pero sabemos que las «culturas», las sociedades, son mortales. Se trata de una muerte que no es ni general ni necesariamente instantánea. Su relación con una nueva vida, de la que puede ser condición, es un enigma siempre singular. La «decadencia de Occidente» es un tema antiguo, y en el más profundo de los sentidos, es falso. Este eslogan también quiso encubrir las potencialidades de un mundo nuevo que la descomposición de «Occidente» plantea y libera, quiso esconder, en todo caso, el problema de este mundo y sofocar el hacer político con una metáfora botánica. No intentamos postular que esta flor, como las otras, se marchitará, se marchita o se marchitó. Intentamos comprender qué es lo que muere en este mundo histórico-social, cómo muere y, de ser posible, por qué. También intentamos encontrar qué es lo que, quizás, está naciendo.
Ni la primera ni la segunda parte de esta reflexión son gratuitas, neutras o desinteresadas. La cuestión de la «cultura» se enfoca aquí como dimensión del problema político; y puede decirse perfectamente que el problema político es un componente de la cuestión de la cultura en el sentido más amplio. (Por política, claro está, no me refiero ni a la profesión del señor Nixon, ni a las elecciones municipales. El problema político es el problema de la institución global de la sociedad). La reflexión no puede ser más «anticientífica». El autor no movilizó un ejército de asistentes, ni utilizó decenas de horas de computadora para establecer científicamente lo que todo el mundo de antemano ya conoce: por ejemplo, que a los conciertos de la música llamada seria no asisten sino ciertas categorías socio-profesionales de la población. También es una reflexión llena de trampas y de riesgos: estamos sumergidos en este mundo -y tratamos de comprenderlo e incluso de evaluarlo-. Evidentemente, es el autor quien habla. ¿En nombre de qué? En nombre, precisamente, de ser parte integrante, de ser individuo participante de este mundo; en nombre de lo mismo por lo que se autoriza a expresar sus opiniones políticas, a escoger lo que combate y lo que sostiene en la vida social de la época.
Lo que está muriendo hoy, en todo caso, lo que se cuestiona profundamente, es la cultura «occidental». Cultura capitalista, cultura de la sociedad capitalista, pero que supera de lejos este régimen histórico-social, pues comprende todo lo que éste ha querido y podido retomar en lo que lo ha precedido, y muy particularmente en el segmento «greco-occidental» de la historia universal. Esto muere como conjunto de normas y de valores, como formas de socialización y de vida cultural, como tipo histórico-social de individuos, como significado de la relación de la colectividad consigo misma, con aquellos que la componen, con el tiempo y con sus propias obras.
Lo que está naciendo, difícil, fragmentaria y contradictoriamente, desde hace más de dos siglos, es el proyecto de una nueva sociedad, el proyecto de autonomía social e individual. Proyecto que es creación política en sentido profundo, y cuyas tentativas de realización, desviadas o interrumpidas, ya han formado la historia moderna. (Aquellos que de estas desviaciones o interrupciones quieren concluir que el proyecto de una sociedad autónoma es irrealizable, son totalmente ilógicos. No me he enterado de que la democracia haya sido desviada de sus fines bajo el despotismo asiático, ni de que las revoluciones obreras de los Bororo hayan degenerado). Revoluciones democráticas, luchas obreras, movimientos de mujeres, de jóvenes, de minorías «culturales», étnicas, regionales, son pruebas de la emergencia y de la vida continuada de este proyecto de autonomía. La cuestión de su porvenir y de su «cumplimiento» -la cuestión de la transformación social en un sentido radical- queda evidentemente abierta. Pero también queda abierta, o antes bien: debe ser nuevamente planteada una cuestión nada original, por cierto, pero que es redescubierta regularmente por los modos de pensamiento heredados, aun cuando pretenden ser «revolucionarios»: la cuestión de la creación cultural en sentido estricto, la aparente disociación entre el proyecto político de autonomía y un contenido cultural, las consecuencias pero sobre todo los presupuestos culturales de una transformación radical de la sociedad. Las páginas que siguen quieren elucidar, parcial y fragmentariamente, esta problemática.
Tomo aquí el término cultura en una acepción intermedia entre su significado habitual en francés (las «obras del espíritu» y el acceso del individuo a ellas) y su sentido dentro de la antropología norteamericana (que cubre la totalidad de la institución de la sociedad, todo aquello que diferencia y opone sociedad, por una parte, animalidad y naturaleza, por la otra). Entiendo aquí por cultura todo lo que supera, en la institución de una sociedad, la dimensión conjuntista-identitaria (funcional-instrumental) y que los individuos de esa sociedad invisten positivamente como «valor» en el sentido más general del término: en definitiva, la paideia de los griegos. Como su nombre lo indica, la paideia contiene también indisociablemente los procedimientos instituidos por medio de los cuales el ser humano, durante su fabricación social como individuo, es conducido a reconocer y a investir positivamente los valores de la sociedad. Estos valores no son dados por una instancia externa, ni descubiertos por la sociedad en sus yacimientos naturales o en el cielo de la Razón. Son creados cada vez por la sociedad considerada, como núcleos de su institución, referencias últimas e irreductibles de la significancia, polos de orientación del hacer y del representar sociales. Por lo tanto es imposible hablar de transformación social sin afrontar la cuestión de la cultura en este sentido -y de hecho, la afrontamos y «respondemos» a ella hagamos lo que hagamos-. (Así, en Rusia, después de octubre de 1917, la aberración relativa del Proletkult fue aplastada por la aberración absoluta de la asimilación de la cultura capitalista y esto ha sido uno de los componentes de la constitución del capitalismo burocrático total y totalitario sobre las ruinas de la revolución)
Podemos explicitar de manera más específica la relación íntima entre la creación cultural y la problemática social y política de nuestro tiempo. Podemos hacerlo mediante ciertas interrogaciones, y lo que éstas presuponen, implican o traen aparejado (como constataciones de hecho, aunque sean discutibles, o como articulaciones de sentido):
- En un sentido, el proyecto de una sociedad autónoma (tanto como la simple idea de un individuo autónomo) ¿no es «formal» o «kantiano», en tanto que parece no afirmar como valor más que la autonomía en sí misma? Más precisamente: ¿puede una sociedad «querer» ser autónoma por ser autónoma? O incluso: autogobernarse -sí, pero ¿para hacer qué cosa-? La respuesta tradicional es, la mayoría de las veces: para satisfacer mejor las necesidades. La respuesta a esta respuesta es: ¿cuáles necesidades? Cuando no existe el riesgo de morirse de hambre, ¿qué es vivir?
- Una sociedad autónoma podría «realizar mejor» los valores -o «realizar otros valores» (se sobreentiende: mejores)-; ¿pero cuáles? ¿Y qué son valores mejores? ¿Cómo evaluar los valores? Interrogaciones que toman su sentido pleno a partir de esta otra pregunta «de hecho»: ¿aún existen valores en la sociedad contemporánea? ¿Se puede hablar todavía, como Max Weber, de conflicto de valores, de «combate de dioses»? ¿O hay, antes bien, hundimiento gradual de la creación cultural y -aquello que no por lugar común es necesariamente falso- descomposición de valores?
- Sería imposible, por cierto, decir que la sociedad contemporánea es una «sociedad sin valores» (o «sin cultura»). Una sociedad sin valores es simplemente inconcebible. Hay, evidentemente, polos de orientación del hacer social de los individuos y finalidades a las cuales está sometido el funcionamiento de la sociedad instituida. Por lo tanto hay valores en el sentido transhistóricamente neutro y abstracto indicado más arriba (en el sentido en que para una tribu de cazadores de cabezas, matar es un valor sin el cual esta tribu no sería lo que es). Pero estos «valores» de la sociedad instituida contemporánea parecen y son efectivamente incompatibles con -o contrarios a- lo que exigiría la institución de una sociedad autónoma. Si el hacer de los individuos está orientado esencialmente hacia la maximización antagónica del consumo, del poder, de la posición social y del prestigio (únicos objetos de investidura socialmente pertinentes hoy); si el funcionamiento social está sometido a la significación imaginaria de la expansión ilimitada del control «racional» (técnica, ciencia, producción, organización, como fines en sí mismos); si esta expansión es a la vez vana, vacía e intrínsecamente contradictoria, como lo es visiblemente, y si los humanos no están obligados a servirla más que por medio de la puesta en práctica, del desarrollo y de la utilización socialmente eficaz de móviles esencialmente «egoístas», en un modo de socialización donde cooperación y comunidad no son consideradas y no existen sino bajo el punto de vista instrumental e utilitario; en resumidas cuentas, si la única razón por la cual no nos matamos entre nosotros cuando nos conviene es el miedo a la sanción penal, entonces, no solamente no puede ser cuestión de decir que una nueva sociedad podría «realizar mejor» valores ya establecidos, incontestables
- , aceptados por todos, sino que es necesario ver claramente que su instauración presupondría la destrucción radical de los «valores» contemporáneos, y una nueva creación cultural concomitante con una transformación inmensa de las estructuras psíquicas y mentales de los individuos socializados.
No me parece que el hecho de que la instauración de una sociedad autónoma exija la destrucción de los «valores» que orientan actualmente el hacer individual y social (consumo, poder, posición, prestigio -expansión ilimitada del control «racional»-) no me parece que requiera una discusión particular. Lo que habría que discutir aquí es el hecho de saber en qué medida la destrucción o la usura de estos «valores» ha avanzado, y en qué medida los nuevos estilos de comportamiento que se observan, sin duda fragmentaria y transitoriamente, en los individuos y en los grupos (especialmente de jóvenes), son anunciadores de nuevas orientaciones y de nuevos modos de socialización. No abordaré aquí este problema capital e inmensamente difícil.
Pero el término «destrucción de valores» puede chocar, y parecer inadmisible, al tratarse de la «cultura» en el sentido más específico y más restringido: «obras del espíritu» y de su relación con la vida social efectiva. Es evidente que no propongo bombardear los museos ni quemar las bibliotecas. Mi tesis, antes bien, es que la destrucción de la cultura, en este sentido específico y restringido, ya está ocurriendo en gran medida en la sociedad contemporánea, que las «obras del espíritu» ya han sido ampliamente transformadas en ornamentos o monumentos funerarios, que sólo una transformación radical de la sociedad podrá hacer del pasado otra cosa que no sea un cementerio visitado ritual, inútilmente y con una frecuencia cada vez menor por algunos semejantes maníacos y desconsolados.
La destrucción de la cultura existente (incluyendo el pasado) ya está ocurriendo, en la exacta medida en que la creación cultural de la sociedad instituida está desplomándose. Allí donde no hay presente, tampoco hay pasado. El periodismo contemporáneo inventa cada trimestre un nuevo genio y una nueva «revolución» en tal o cual campo. Esfuerzos comerciales eficaces para que funcione la industria cultural, pero son incapaces de ocultar el hecho flagrante: en una primera aproximación, la cultura contemporánea es inexistente. Cuando una época no tiene grandes hombres los inventa. ¿Qué otra cosa ocurre actualmente en los diferentes campos del «espíritu»? Se pretende hacer revoluciones copiando e imitando mal –también por medio de la ignorancia de un público hiper-civilizado y neo-analfabeto- los últimos grandes momentos creadores de la cultura occidental, o sea lo que se hizo hace más de medio siglo (entre 1900 y 1925-1930). Schönberg, Webern, Berg ya habían creado la música atonal y serial antes de 1914. Entre los admiradores de la pintura abstracta, ¿cuántos conocen las fechas de nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian (1872)? En 1920, el dadaísmo y el surrealismo ya habían aparecido. ¿Qué novelista podríamos agregar a la enumeración: Proust, Kafka, Joyce…? El París contemporáneo, cuyo provincianismo sólo es comparable a su presuntuosa arrogancia, aplaudió ruidosamente a los audaces escenógrafos que copiaron con audacia a los grandes innovadores de 1920: Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etcétera. Existe un consuelo que sentimos al mirar las producciones de la arquitectura contemporánea: es pensar que, si no se derrumban solas en treinta años, serán demolidas de todos modos por obsoletas. Y todas estas mercancías son vendidas en nombre de la «modernidad» -mientras que la verdadera modernidad ya ha cumplido tres cuartos de siglo-.
Por cierto, aún hay obras intensas que aparecen aquí y allí. Pero yo estoy hablando del balance de conjunto de medio siglo. Por cierto también, están el jazz y el cine. ¿Están o estaban? El jazz, esa gran creación a la vez popular y erudita, parece haber agotado su ciclo de vida ya a principios de los años 1960. El cine presenta otras cuestiones que no puedo abordar aquí.
Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo simplemente al lector la siguiente experiencia mental: que se imagine a sí mismo conversando con los más célebres y los más celebrados creadores contemporáneos y les haga esta pregunta: ¿se consideran ustedes, sinceramente, en el mismo nivel que Bach, Mozart, Beethoven o Wagner, que Jan Van Eyck, Velásquez, Rembrandt o Picasso, que Brunelleschi, Miguel Ángel o Franck Lloyd Wright, que Shakespeare, Rimbaud, Kafka o Rilke? Y que imagine su reacción si el interrogado respondiera: sí.
Dejemos de lado la Antigüedad, la Edad Media, las culturas extra-europeas, y hagamos la pregunta de otro modo. Desde 1400 hasta 1925, en un universo mucho menos poblado e infinitamente menos «civilizado» y «alfabetizado» que el nuestro (de hecho: apenas en una decena de países de Europa, cuya población total era todavía del orden de los 100 millones a principios del siglo XIX), encontramos un genio creador de primera magnitud por lustro. Y he aquí, desde hace alrededor de cincuenta años, un universo de 3 o 4 mil millones de humanos, con una facilidad de acceso sin precedentes a lo que habría podido fecundar e instrumentar, aparentemente, las disposiciones naturales de los individuos -prensa, libros, radio, televisión, etcétera-, que sólo ha producido un número ínfimo de obras de las cuales podría pensarse que, en cincuenta años, nos referiremos a ellas como a obras mayores.
Por cierto, la época no podría aceptar este hecho. Por esta razón, no sólo inventa sus genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo: destruyó la función crítica. Lo que se presenta como crítica en el mundo contemporáneo es la promoción comercial –lo que está totalmente justificado considerando la naturaleza de la producción que se trata de vender-. En el campo de la producción industrial propiamente dicha, los consumidores finalmente han empezado a reaccionar, pues las calidades de los productos, bien o mal, son objetivables y medibles. Pero, ¿cómo tener un Ralph Nader de la literatura, de la pintura o de los productos de la Ideología francesa? La crítica promocional -la única que subsiste- continúa ejerciendo, además, una función de discriminación. Eleva por las nubes cualquier cosa producida en la moda de la estación y, en cuanto al resto, no desaprueba, calla y entierra en silencio. Como la crítica se ha criado en el culto de la «vanguardia»; como cree haber aprendido que casi siempre las grandes obras comenzaron siendo incomprensibles e inaceptables; y como su calificación profesional principal consiste en la ausencia de juicio personal, nunca se atreve a criticar. Lo que se le presenta cae de inmediato bajo una u otra de estas dos categorías: o bien es un incomprensible ya aceptado y adulado- entonces lo elogiará-. O bien es un incomprensible nuevo –entonces callará por miedo a equivocarse en un sentido o en otro-. El oficio del crítico contemporáneo es idéntico al del corredor de bolsa, tan bien definido por Keynes: adivinar lo que la opinión media piensa que la opinión media pensará.
Estas cuestiones no se presentan exclusivamente en relación con el «arte»; se refieren también a la creación intelectual en sentido restringido. Aquí sólo podemos rozar el tema por medio de algunos puntos de interrogación. El desarrollo científico-técnico continúa incontestablemente, incluso tal vez se acelera en cierto sentido. ¿Pero supera lo que podría llamarse la aplicación y la elaboración de las consecuencias de grandes ideas ya adquiridas? Hay físicos que estiman que la gran época creadora de la física moderna ha quedado atrás -entre 1900 y 1930-. ¿No podría decirse que constatamos, también en este campo, mutatis mutandis, la misma oposición que en el conjunto de la civilización contemporánea, entre un despliegue cada vez más amplio de la producción -en el sentido de la repetición (estricta o amplia), de la fabricación, de la implementación, de la elaboración, de la deducción amplificada de las consecuencias– y la involución de la creación, el agotamiento de la aparición de grandes esquemas representativos imaginarios nuevos (como lo fueron las intuiciones germinales de Planck, de Einstein, de Heinseberg), que han permitido otras captaciones diferentes del mundo? Y en cuanto al pensamiento propiamente dicho, ¿no es legítimo preguntarse por qué, en todo caso después de Heidegger pero ya con él, éste se vuelve cada vez más interpretación, interpretación que parece por lo demás degenerar hacia el comentario y el comentario del comentario? Ni siquiera es que se habla interminablemente de Freud, de Nietzsche y de Marx; se habla de ellos cada vez menos, se habla de lo que se ha dicho de ellos, se comparan «lecturas» y las lecturas de las lecturas.
¿Qué es lo que hoy muere?
Ante todo, el humus de los valores donde la obra de cultura puede crecer, humus al que esta última nutre y alimenta en retribución. Las relaciones aquí son más que multidimensionales, son indescriptibles. He aquí un aspecto evidente. ¿Puede existir creación de obras en una sociedad que no cree en nada, que no valora nada verdadera e incondicionalmente? Todas las grandes obras que conocemos han sido creadas en una relación «positiva» con valores «positivos». No se trata de una función moralizadora o edificante de la obra, todo lo contrario. El «realismo socialista» pretende ser edificante: por eso sus productos son muy malos. Ni siquiera se trata simplemente de la katharsis aristotélica. Desde La Iliada hasta El Castillo pasando por Macbeth, el Requiem o Tristán, la obra mantiene con los valores de la sociedad esa relación extraña, más que paradójica: los afirma al mismo tiempo que los pone en duda y los cuestiona. La libre elección de la virtud y de la gloria al precio de la muerte lleva a Aquiles a constatar que más vale ser esclavo de un pobre campesino en la tierra a reinar sobre los muertos en el Hades. La acción que pretende ser audaz y libre, hace ver a Macbeth que sólo somos pobres actores que gesticulamos en una escena absurda. El amor pleno y plenamente vivido de Tristán e Isolda no puede acabar sino en y por la muerte. El choque que provoca la obra es despertar. Su intensidad y su grandeza son indisociables de un sacudimiento, de una vacilación del sentido establecido. Sacudimiento y vacilación que sólo pueden existir si y sólo si este sentido está bien establecido, si los valores valen fuertemente y si se los vive de la misma manera. El absurdo último de nuestro destino y de nuestros esfuerzos, la ceguera de nuestra clarividencia, no aplastaban sino «elevaban» al público de Edipo Rey o de Hamlet -y a aquellos de nosotros que por singularidad, afinidad o educación continuamos formando parte de este público- en tanto vivía en un mundo donde, al mismo tiempo, (y me atrevería a agregar: con razón) la vida era fuertemente investida y valorada. Este mismo absurdo, tema preferido por lo mejor de la literatura y del teatro contemporáneos, no puede tener la misma significación, ni su revelación puede tomar valor de sacudimiento, simplemente porque ya no es verdaderamente absurdo, ya no hay ningún polo de no absurdo, al cual, oponiéndose, pudiera revelarse fuertemente como absurdo. Es negro pintado sobre negro. La literatura contemporánea, con sus formas más o menos refinadas -desde La muerte de un viajante hasta Fin de partida-, con mayor o menor intensidad, no hace más que decir lo que vivimos cotidianamente.
Muere también -otra cara de lo mismo- la relación esencial de la obra y de su autor con un público. El genio de Esquilo y de Sófocles es inseparable del genio del démos ateniense, como el genio de Shakespeare es insperable del genio del pueblo isabelino. ¿Privilegios genéticos? No; manera de vivir, de instituirse, de hacer y de hacerse colectividades histórico-sociales –y, más particularmente, manera de integrar al individuo y la obra en la vida colectiva. No quiere decir que esta relación esencial implicaba una situación idílica, ausencia de fricciones, el reconocimiento inmediato del individuo creador por parte de la colectividad. Los burgueses de Leipzig sólo contrataron a Bach cuando se encontraron desesperados por no haber conseguido los servicios de Telemann. Pero de todos modos contrataron a Bach, y Telemann era un músico de primer orden. Evitemos otro malentendido: yo no digo que las sociedades anteriores estaban « culturalmente indiferenciadas », que en todos los casos el “público” coincidía con toda la sociedad. Los partidarios del Lancashire no frecuentaban el Teatro del Globo, y Bach no tocaba para los siervos de Pomerania. Lo que me importa es la copertenencia del autor y de un público que forma una colectividad «concreta», esta relación que, siendo social, no es fuertemente «anónima», no es simple yuxtaposición. Éste no es el lugar para efectuar siquiera un rápido esbozo de la evolución de esta relación en las sociedades «históricas». Basta constatar que con el triunfo de la burguesía capitalista, a partir del siglo XIX aparece una nueva situación. Al mismo tiempo que la «indiferenciación cultural» de la sociedad se proclama formalmente (y es rápidamente transmitida por instituciones específicamente designadas, en particular por la instrucción general), se establece una separación completa, una escisión, entre un «público cultivado» al que se dirige un arte «erudito» y un «pueblo» que en las ciudades está reducido a alimentarse de algunas migajas caídas de la mesa cultural burguesa y cuyas formas de expresión y de creación tradicionales, en todas partes, tanto en la ciudad como en el campo, son desintegradas y destruidas. Aun en este contexto -aunque un malentendido comienza a deslizarse-, subsiste por algún tiempo una comunidad de puntos de referencia, de marcas, de horizonte de sentido, entre el creador individual y un medio social/cultural determinado. Este público alimenta al creador -no solamente en el sentido material- y también se alimenta de él. Pero la escisión pronto se convierte en pulverización. ¿Por qué? Pregunta enorme a la cual no podemos responder con las tautologías marxistas (la burguesía se vuelve reaccionaria después de su accesión al poder, etcétera), y que sólo puedo dejar abierta. Simplemente puede constatarse que, habiendo llegado esta pulverización después de seis siglos de creación cultural “burguesa” de una riqueza inaudita (¡Extraño Marx! En su odio por la burguesía, y su servidumbre a sus valores últimos, alaba a la burguesía por haber desarrollado las fuerzas productivas, y no se detiene un instante para observar que a ella se le debe toda la cultura occidental desde del siglo XII), ella coincide con el momento en que los valores de la burguesía, progresivamente vaciados desde adentro, finalmente se exponen al desnudo, en eso que desde entonces se ha vuelto su simple chatura. Desde el último tercio del siglo XIX el dilema está claro. Si el artista continúa compartiendo estos valores, sea cual sea su «sinceridad», comparte también su chatura: si la chatura le es imposible, no puede hacer otra cosa que desafiarlos y oponerse a ellos. Paul Bourget o Rimbaud, Georges Ohnet o Lautréamont, Edouard Detaille o Edouard Manet. Y yo sostengo que este tipo de oposición no se encuentra en la historia precedente. Bach no es el Schönberg de un Saint-Saëns de su época.
Así aparece el artista maldito, el genio incomprendido por necesidad y no por accidente, condenado a obrar para un público potencialmente universal pero efectivamente inexistente y esencialmente póstumo. Y rápidamente, el fenómeno se extiende (relativamente) y se generaliza: la entidad «arte de vanguardia» se constituye y hace existir un nuevo «público». Auténticamente, porque la obra del artista de vanguardia encuentra eco en muchos individuos; inauténticamente, porque no hace falta mucho tiempo para constatar que las monstruosidades de ayer son las obras maestras de hoy. Extraño público, que se origina en una apostasía social -los individuos que lo componen provienen casi exclusivamente de la burguesía y de las capas que le son próximas- que sólo puede vivir su relación con el arte que patrocina en la duplicidad cuando no en la mala fe, que corre tras el artista, en vez de acompañarlo; que debe dejar que la obra lo viole cada vez, en vez de reconocerse en ella; que, por numeroso que sea, sigue siendo pulverulento y molecular; y cuyo único punto de referencia con el artista, en última instancia, es negativo: el único valor es lo «nuevo» buscado por sí mismo, una obra de arte debe estar más «adelantada» que las anteriores.
¿Pero «adelantada» con respecto a qué? ¿Es Beethoven más «adelantado» que Bach? ¿Es retrógrado Velázquez en relación a Giotto? Las transgresiones de ciertas pseudo-reglas académicas (las reglas de la armonía clásica, por ejemplo, que los grandes compositores, empezando por el mismo Bach «violaron» a menudo; o las de la representación «naturista» en pintura, que finalmente ningún gran pintor respetó jamás) son valoradas por sí mismas, con pleno desconocimiento de las relaciones profundas que unen siempre, en una gran obra, la forma de la expresión y de lo que es expresado, si es que puede hacerse esta distinción. ¿Era Cézanne un idiota que pintaba las manzanas más y más cúbicas, porque quería hacerlas cada vez más parecidas y cada vez más redondas? ¿Algunas obras atonales son verdaderamente música sólo porque son atonales? En toda la literatura universal sólo conozco una única obra que sea creación absoluta, demiurgia de otro mundo; obra que en apariencia toma todos sus materiales de este mundo, pero, imponiendo a su ordenamiento y a su «lógica» una imperceptible e inasible alteración, hace con eso un universo que no se parece a ningún otro, y gracias a ella descubrimos -en la admiración y en el horror- que acaso desde siempre hemos estado habitándolo en secreto. Es El Castillo, novela de forma clásica, incluso común y corriente. Pero la mayoría de los literatos contemporáneos se contorsiona para inventar nuevas formas cuando no tienen nada que decir, ni nuevo ni viejo; y cuando su público los aplaude, hay que entender que aplaude hazañas de contorsionistas.
Este “público de vanguardia», así constituido, actúa por contragolpe (y en sinergia con el espíritu de la época) sobre los artistas. Ambos no están unidos más que por la referencia pseudo-“modernista», simple negación, que no puede alimentar más que la obsesión por la novación a cualquier precio y por sí misma. Ninguna referencia contra la cual evaluar y apreciar lo nuevo. ¿Pero cómo podría haber algo nuevo de verdad, si no hay verdadera tradición, tradición viva? ¿Y cómo podría el arte tener como única referencia el arte mismo, sin volverse de inmediato simple ornamento, o bien juego en el sentido más corriente del término? En tanto creación de sentido, de un sentido no discursivo -no solamente: intraducible por esencia y no por accidente al lenguaje corriente, sino haciendo ser un modo de ser inaccesible e inconcebible para éste-, el arte nos confronta también con una paradoja extrema. Totalmente autárquico, bastándose a sí mismo, no sirviendo para nada, también es sólo como remisión al mundo y a los mundos, revelación de éste como un a-ser perpetuo e inagotable mediante la emergencia de aquello que, hasta entonces, no era ni posible ni imposible: emergencia de lo otro. Y no: presentación en la representación de las Ideas de la Razón irrepresentables discursivamente, como pretendía Kant; sino creación de un sentido que no es ni Idea ni Razón, que está organizado sin ser «lógico» y que crea su propio referente como más «real» que cualquier «real» que pudiera ser «re-presentado».
Este sentido, no es «indisociable” de una forma: es forma (eidos), no es más que en y por la forma (lo que no tiene nada que ver con la adoración de una forma vacía por sí misma, característica del academicismo invertido que es el «modernismo» actual). Ahora bien, lo que muere también hoy son las formas mismas, y tal vez las categorías (géneros) heredadas de la creación. ¿No es posible preguntarse legítimamente si la forma novela, la forma cuadro, la forma obra de teatro, no están sobreviviéndose a sí mismas? Independientemente de su realización concreta (como cuadro, fresco, etcétera), está aún viva la pintura? No hay que irritarse fácilmente frente a estas preguntas. La poesía épica está totalmente muerta desde hace siglos, si no milenios. ¿Ha habido, después del Renacimiento, grandes esculturas, fuera de algunas excepciones recientes (Rodin, Maillol, Archipenko, Giacometti…)? El cuadro, como la novela, como la obra de teatro, implican completamente la sociedad donde surgen. ¿Qué ocurre hoy, por ejemplo, con la novela? Desde la usura interna del lenguaje hasta la crisis de la palabra escrita, desde la distracción, la diversión, la manera del individuo moderno de vivir el tiempo, o antes bien, de no vivirlo, hasta las horas pasadas frente a la televisión, ¿no conspira todo hacia el mismo resultado? ¿Podría leer EI Idiota – o un Idiota de hoy- alguien que ha pasado su infancia y adolescencia mirando la televisión cuarenta horas por semana? ¿Podría tener acceso a la vida y a la época novelescas, colocarse en la libertad/receptividad necesarias para dejarse absorber en una gran novela, haciendo con esto algo para sí mismo?
Pero es posible también que esté muriendo lo que hemos aprendido a llamar la obra de cultura misma: el «objeto” durable, destinado por principio a una existencia temporalmente indefinida, individualizable, asignado al menos en derecho a un autor preciso, a un medio preciso, a una datación precisa. Cada vez hay menos obras, y cada vez hay más productos, que comparten con los demás productos de la época el mismo cambio en la determinación de su temporalidad: destinados no a durar, sino a no durar. Comparten también el mismo cambio en la determinación de su origen: ya no hay ninguna esencialidad en su relación con un autor definido. Comparten, por fin, el mismo cambio de estatuto de existencia: ya no son singulares o singularizables, sino ejemplares indefinidamente reproducibles del mismo tipo. Macbeth es por supuesto una instancia de la categoría tragedia, pero es sobre todo totalidad singular: Macbeth (la obra) es un individuo singular -como las catedrales de Reims o de Colonia son individuos singulares-. Una obra de música aleatoria, las torres que veo del otro lado del Sena, no son individuos singulares más que en sentido «numérico», como dicen los filósofos.
Trato de describir los cambios. Puede ser que me equivoque, pero en todo caso no hablo con la nostalgia de una época donde un genio designado por su nombre creaba obras singulares a través de las cuales era plenamente reconocido por la comunidad (a menudo muy mal llamada «orgánica») de la que formaba parte. Este modo de existencia del autor, de su obra, de su forma y de su público, evidentemente, es a su vez una creación histórico-social que, grosso modo, se puede localizar y fechar. Aparece en las sociedades «históricas» en sentido restringido, seguramente ya en aquellas del «despotismo oriental», con certeza desde Grecia («Homero» y lo que viene después) y culmina en el mundo greco-occidental. No es el único, y tampoco -aun desde el punto de vista «cultural» más restringido- el único válido. La poesía demótica neo griega iguala ampliamente a Homero, así como el flamenco o el ganelan igualan a cualquier gran música, las danzas africanas o balinesas de lejos son superiores al ballet occidental y la estatuaria primitiva no va a la zaga de ninguna otra. Más aún: la creación popular no está limitada a la «prehistoria». Ha continuado durante mucho tiempo, paralelamente a la creación «erudita», por debajo de ésta, sin duda alimentándola la mayoría de las veces. La época contemporánea está destruyendo a las dos.
¿Dónde situar la diferencia entre un arte popular y lo que se hace hoy en día? No en la individualidad con nombre, asignada al origen de la obra -desconocida en el arte popular-; ni en la singularidad de ésta –que no se valora como tal-. La creación popular, «primitiva» o ulterior, permite por cierto e incluso vuelve activamente posibles una variedad indefinida de realizaciones, así como hace un lugar a la excelencia particular del intérprete que nunca es simple intérprete sino creativo en la modulación: cantor, bardo, bailarín, alfarero o bordadora. Pero lo que la caracteriza por encima de todo, es el tipo de relación que mantiene con el tiempo. Aun cuando no está hecha explícitamente para durar, de hecho dura de todas maneras. Su durabilidad está incorporada en su modo de ser, en su modo de transmisión, en el modo de transmisión de las «capacidades subjetivas» que la portan, en el modo de ser de la colectividad misma. Por esto, se sitúa exactamente en el lado opuesto de la producción contemporánea.
Ahora bien, la idea de lo durable no es ni capitalista ni greco-occidental. Altamira y Lascaux, las estatuillas prehistóricas son prueba de ello. ¿Pero por qué es necesario que exista lo durable? ¿Por qué es necesario que haya obras en ese sentido? Cuando uno llega por primera vez al África negra, el carácter «prehistórico» del continente antes de la colonización salta a la vista; no hay construcciones con materiales duros, excepto las hechas por los blancos o los que los imitaron. ¿Pero por qué haría falta a todo precio que hayan construcciones con materiales duros? La cultura africana se ha manifestado tan duradera como cualquier otra, sino más: hasta hoy los esfuerzos continuados de los occidentales para destruirla no han tenido un éxito completo. Ella dura de otra manera, a través de otras instrumentaciones y sobre todo mediante otra condición; y al destruir esta condición la invasión del Occidente está creando esta situación monstruosa, en la que el continente se descultura sin aculturarse. Ella dura, cuando lo hace, a través de la continua investidura de los valores y de las significaciones imaginarias sociales propias de las diferentes etnias, que continúan orientando su hacer y su representar sociales.
Ahora bien -y es la otra cara de las constataciones «negativas» formuladas más arriba sobre la cultura oficial y erudita de la época-, pareciera no solamente que cierto número de condiciones para una nueva creación cultural están reunidas hoy, sino que una cultura tal, de tipo «popular», está emergiendo. Innumerables grupos de jóvenes, con algunos instrumentos, producen una música que en nada se diferencia -excepto en los azares de la promoción comercial- de la de los Stones o la de Jefferson Airplane. Cualquier individuo con un mínimo de gusto, que haya contemplado pinturas y fotos, puede producir fotos tan hermosas como las más hermosas. Y, puesto que hemos hablado de construcciones con materiales duros, nada impide imaginar materiales inflables que permitirían a cualquiera construir su casa y cambiarle la forma cada semana, si así lo desea. (Me han dicho que estas posibilidades, utilizando materiales plásticos, ya están experimentándose en Estados Unidos). No comento las promesas conocidas, discutidas, que ya se materializan, de la computadora barata a domicilio: cada cual con su música aleatoria -o no-. No será difícil programar la composición y la ejecución de un pastiche de un Nomos de Xenakis o incluso una fuga de Bach (parecería más difícil en el caso de Chopin).
Sin embargo, sería hacer trampas tratar de equilibrar el vacío de la cultura erudita actual con lo que intenta nacer como cultura popular y difusa. No es solamente que esta extraordinaria amplificación de las posibilidades y de las habilidades alimenta también o sobre todo la producción «cultural» comercial (la película más lamentable de Lelouch, desde el estricto punto de vista de la «toma», no es inferior a lo que copia). Sucede que no podemos evitar el misterio de la originalidad y de la repetición. Desde hace cuarenta años, esta pregunta me acosa: ¿por qué el mismo trozo, digamos una Sonata “N ° 33” de Beethoven, escrita por cualquier contemporáneo, sería considerada como una diversión, y como obra maestra imperecedera si fuera descubierta de repente en un granero de Viena? (Queda muy claro que la serie que culmina con el Opus 111 está lejos de agotar las posibilidades de aquello que Beethoven «descubría» al final de su vida -y que ha quedado sin continuación en la historia de la música-.) No he visto a nadie reflexionar seriamente sobre el problema que surgió, hace algunos años, con el descubrimiento de la serie de «falsos Vermeer» que durante mucho tiempo engañaron a todos los expertos. ¿Qué es lo que era realmente «falso» en estos cuadros -aparte de la firma que sólo interesa a los comerciantes y a los abogados-? ¿En qué sentido la firma forma parte de la obra pictórica?
No conozco la respuesta a esta pregunta. Quizás los expertos se equivocaron porque juzgaron muy correctamente el «estilo» de Vermeer, pero no vieron su llama. Y puede ser que esta llama esté en relación con lo que hace que, sin que haya para ello «ninguna razón en nuestras condiciones de vida sobre esta tierra», nos creemos «obligados a hacer el bien, a ser delicados y hasta corteses», y «el artista ateo» se cree «obligado a volver a empezar veinte veces una obra y la admiración que ésta excita poco importa a su cuerpo carcomido por los gusanos, como el trozo de muro amarillento que pintó con tanta ciencia y refinamiento un artista para siempre desconocido, a penas identificado con el nombre de Vermeer». Proust -retomando casi literalmente un argumento de Platón- creyó encontrar aquí el indicio de una vida anterior y ulterior del alma. Yo simplemente veo en esto la prueba de que sólo nos volvemos verdaderamente individuos por la dedicación a otra cosa que a nuestra existencia individual. Y si esta otra cosa no existe más que para nosotros, o para nadie -es lo mismo- no hemos salido de la simple existencia individual, simplemente estamos locos. Vermeer pintaba por pintar -y esto quiere decir: para hacer algo por alguien o por algunos para quienes esta cosa sería pintura-. Al no interesarse de manera rigurosa más que en su cuadro, entronizaba en una posición de valor absoluto a la vez a su público inmediato y a las generaciones indefinidas y enigmáticas del futuro.
La cultura «oficial», «erudita» de hoy, está partida entre aquello que conserva de la idea de la obra como duradera, y su realidad que no llega a asumir: la producción en serie de lo consumible y lo perecedero. Por este hecho, la vivimos entre la hipocresía objetiva y la mala conciencia, que agravan su esterilidad. Ella debe simular que crea obras inmortales y al mismo tiempo proclamar «revoluciones» a una frecuencia acelerada (olvidando que toda revolución bien concebida comienza por la demostración práctica de la mortalidad de los representantes del Antiguo Régimen). Sabe perfectamente que los edificios que construye no valen casi nunca (ni estética ni funcionalmente) lo que vale un iglú o una habitación balinesa -pero se sentiría perdida si se lo confesara-.
Después de Salamina, cuando los atenienses regresaron a su ciudad, se encontraron con que los persas habían incendiado y destruido el Hekatompedon y los demás templos de la Acrópolis. No los restauraron. Utilizaron lo que quedaba de ellos para emparejar la superficie de la roca y rellenar los cimientos del Partenón y de los nuevos templos. Si Notre-Dame fuera destruida por un bombardeo, es imposible imaginar por un instante que los franceses hicieran otra cosa que no fuera juntar piadosamente sus restos, intentando una restauración o dejando las ruinas como han quedado. Y tendrían razón. Pues más vale un minúsculo resto de Notre-Dame que diez torres Pompidou.
Y el conjunto de la cultura contemporánea está partida entre una repetición que sólo puede ser académica y vacía, puesto que está separada de aquello que antes garantizaba la continuación/variación de una tradición viva y sustancialmente ligada a los valores sustantivos de la sociedad; y una pseudo-novación archi-académica en su «anti-academicismo» programado y repetitivo, reflejo fiel, por una vez, del desmoronamiento de los valores sustantivos heredados. Y esta relación, o ausencia de relación, con valores sustantivos es también uno de los puntos de interrogación que pesa sobre la cultura neo popular moderna.
Nadie puede decir lo que serán los valores de una nueva sociedad, o crearlos en su lugar. Pero debemos observar «con sobrios sentidos» lo que es, fustigar las ilusiones, decir fuertemente lo que queremos; salir de los circuitos de fabricación y difusión de los tranquilizantes, mientras esperamos poder romperlos.
Descomposición de la «cultura»; y cómo no, si por primera vez en la historia la sociedad no puede pensar nada ni decir nada sobre sí misma, sobre lo que es y lo que quiere, sobre lo que vale y lo que no vale para ella -y en primer lugar, sobre la cuestión de saber si ella se quiere como sociedad y como cuál sociedad-. Se debate ahora la cuestión de la socialización, del modo de socialización y de lo que éste implica en cuanto a la socialidad sustantiva. Ahora bien, los modos de socialización «externa» tienden cada vez más a ser modos de de-socialización «interna». Cincuenta millones de familias aisladas cada una en su casa mirando la televisión representan a la vez la socialización «externa» más formidable que se haya conocido jamás, y la de-socialización «interna», la privatización más extrema. Sería falaz decir que la naturaleza técnica de los medios de comunicación, como tal, es responsable de esto. Por cierto, esta televisión se ajusta como un guante a esta sociedad, y sería absurdo creer que algo cambiaría si se modificara el «contenido» de las emisiones. La técnica y su utilización son inseparables de lo que ellas son vectores. Lo que está en el tapete es la incapacidad/imposibilidad para la sociedad actual no solamente -y no tanto- de imaginar, inventar e instaurar otro uso de la televisión, sino de transformar la técnica televisiva de modo que pueda hacer que los individuos se comuniquen y participen en una red de intercambios -en vez de aglomerarlos pasivamente alrededor de algunos polos emisores-. ¿Y por qué? Porque desde hace ya mucho tiempo, la crisis ha roído la socialidad positiva misma como valor sustantivo.
Está además, la cuestión de la historicidad. La heteronomía de una sociedad -como la de un individuo- se expresa y se instrumenta también en la relación que ella instaura con su historia y con la historia. La sociedad puede estar encolada a su pasado, repetirlo -creer que lo repite- interminablemente; como las sociedades arcaicas o la mayoría de las sociedades «tradicionales». Pero hay otro modo de heteronomía, nacido ante nuestros ojos: la pretendida «tabula rasa» del pasado que en verdad es -porque nunca hay «tabula rasa»- la pérdida, por parte de la sociedad, de su memoria viva, en el momento mismo en que se hipertrofia su memoria muerta (museos, bibliotecas, monumentos clasificados, bancos de datos, etcétera), la pérdida de una relación sustantiva y no sierva de su pasado, de su historia, de la historia –equivale a decir: la pérdida de sí misma-. Este fenómeno es sólo un aspecto de la crisis de la conciencia histórica del Occidente, que llega después de un historicismo-progresismo llevado al absurdo (bajo la forma liberal o bajo la forma marxista). La memoria viva del pasado y el proyecto de un porvenir valorado desaparecen juntos. La cuestión de la relación entre la creación cultural del presente y las obras del pasado, en el sentido más profundo, es la misma que la de la relación entre la actividad creadora autoinstituyente de una sociedad autónoma y lo ya dado de la historia, que nunca se podrá concebir como simple resistencia, inercia o servidumbre. A la falsa modernidad como a la falsa subversión (que ellas expresan en los supermercados o en los discursos de ciertos izquierdistas extraviados) le oponemos una reanudación y una re-creación de nuestra historicidad, de nuestro modo de historización. No habrá transformación social radical, nueva sociedad, sociedad autónoma, más que en y por una nueva conciencia histórica, que implica a la vez una restauración del valor de la tradición y otra actitud frente a esta tradición, otra articulación entre ésta y las tareas del presente / provenir.
Ruptura con la servidumbre al pasado en tanto pasado, ruptura con las ineptitudes de la «tabula rasa»; ruptura también con la mitología del «desarrollo», con las fantasías del crecimiento orgánico, con las ilusiones de la acumulación adquisitiva. Negaciones que sólo son la otra cara de una posición: la afirmación de la socialidad y de la historicidad sustantivas como valores de una sociedad autónoma. Así como debemos reconocer en los individuos, en los grupos, en las etnias, su verdadera alteridad (lo que no implica que debamos conformarnos a ella, porque sería otra vez una manera de desconocerla o abolirla) y organizar a partir de este reconocimiento una coexistencia verdadera; así, el pasado de nuestra sociedad y de las otras nos invita a reconocer en esto -en la medida (incierta e inagotable) en que podemos conocerlo- otra cosa que un modelo o un contraste. Esta elección es indisociable de aquella que nos hace querer una sociedad autónoma y justa, en la que los individuos autónomos, libres e iguales, viven en el reconocimiento recíproco. Reconocimiento que no es solamente una simple operación mental, sino también y sobre todo afecto.
Y aquí, reanudemos nuestro propio lazo con la tradición: «Parece que las ciudades se mantienen cohesionadas por la philia, y que los legisladores se preocupan más por ella que por la justicia… Para los philoi, la justicia no es necesaria, pero los justos necesitan philia, y la justicia más alta participa de la philia… Las philiai de las que hemos hablado [sc. las verdaderas] están en la igualdad… En la medida en que hay comunión/comunidad, en la misma medida hay philia; y también justicia. Y el proverbio “todo es común para los philoi” es correcto; pues la philia está en la comunión/comunidad»1.
La philia de Aristóteles no es la «amistad» de los traductores y de los moralistas. Es el género cuyas especies son amistad, amor, afecto paternal o filial, etcétera. Es philia el vínculo que entablan la afección y la valoración recíprocas. Y su forma suprema sólo puede existir en la igualdad –que, en la sociedad política, implica la libertad, es decir, lo que hemos llamado autonomía-.
Cornelius Castoriadis / ph. Herzog: Cueva de Chaveaut
Diciembre de 1978
Traducción Sandra Garzonio
*Primera publicación in Sociologie et sociétés, vol. 11, 1º de abril de 1979 ; retomado en Le contenu du socialisme, París, UGE « 10/ 18 », 1979, pp. 413-439.
Publicado en F.C.E. 2008
1- Ética a Nicómaco, VIII, 1154b; 1158b; 1159b.>