Un concentrado de tiempos. La obra de Nora Strejilevich / Laura Estrin

 

“¿Quién dijo que la historia se sitúa en el  pasado?”

Nora Strejilevich, El arte de no olvida

“Ese peligroso enemigo del hombre que es el Tiempo cuando se puede tocar su existencia, su perdurabilidad, su eternidad”.

                                                                          (TimermanCelda sin número, preso sin nombre)

Cuando Mandelstam afirmó que la literatura es la guerra ya no hubo retorno. Ya no hay belga que valga -escribió Zelarayán-, ni beca ni vaca –agregó-, pobre y disgustada ficción o no-ficción cuando uno dice que la literatura es la guerra. Porque si la literatura es la guerra los escritos salen de los géneros y pasan a la transposición, a la novela directa, al retrato y a la crónica contundente, al grito duro que es escribir lo real. Porque si la literatura es la guerra, es decir, si la literatura es una ética del sujeto, una política crítica, el discurso que nos mira es tiempo, historia, memoria y astilla. Y la tragedia luego, como estadio estético de esta escritura, trae en el discurso la verdad, esa que Nora Strejilevich en su libro El arte de no olvidar señala como la que tiene una consistencia no jurídica.

En la literatura como guerra se trata con tiempos heterogéneos, con sincronías dispares, futuros-pasados y pasados aún sin llegar, intrusiones valiosas, historia extraña y extrañada para los lugares comunes, historia impura para el canon de lo remanido –´trillado´ diría mi mamá que alguna vez fue del campo. Entonces, la literatura como guerra, como tragedia, llega a una legibilidad del tiempo que es auténtica vida histórica y no mantenimiento del orden. Una historicidad radical, intensiva, material, continua, una literatura que dice lo que auténticamente se hizo, una honestidad imperdonable. De este modo, la literatura es casi un complot de imágenes, recuerdos, anotaciones, giros y ritmo propio que cuenta, pone, pregunta, deshace slogans y crea figuras elocuentes. Así, la obra de Nora Strejilevich arma paciente y justa un modo de hacer algo con lo que pasó y con lo que le pasó. Obra de tiempo verdadero enfrentada a esas formas de las que “consideramos que estamos rodeados, (obras) de rentistas perezosos que explotan dulcemente las revueltas pasadas y devienen inocentes, rodeados de gente que querría vivir sin estar muerta” –como afirma Didi-Hubermann.

Queremos decir que la obra de Nora Strejilevich enfrenta hoy un mundo hábilmente deshistorizado, domesticado, donde el imperio del bien hace el mal – y aquí refiero conocidas afirmaciones de Todorov y de Muray. La obra de Nora Strejilevich, que hace literatura-de-vida y así traspone la guerra, nos habla de qué es escribir y nos pone a repetir a Christian Ferrer cuando afirma que la literatura no es “cualquier cosa”. Escribir verdadero es escribir lo inesperado, lo que no tiene forma prevista, lo que nos cambia y afecta. Lo que no tiene retorno. Y escribir así obliga un leer así.

Y ese modo no es fácil, no es una mecánica apacible sino que hay que aguantar la extrema objetividad subjetiva del otro: el que testimonia, el que traspone se pone a sí mismo, cuestiona su propia identidad, se habla, se escribe, se interroga. Y hay que aguantar las repeticiones de ese discurso casi asocial, porque escribiendo-leyendo estos libros uno se vuelve “loco y repetitivo” –como dice Perla Sneh en Lengua vespertina, otro reciente y poderoso relato de guerra.

Escribir la guerra nos vuelve incómodos, incluso aburridos y anacrónicos, Nora cuenta las veces que le dijeron: “ya te dedicaste mucho a esto, ¿no podés escribir de otra cosa?”. En la conversación pública que mantuvimos el año pasado en el marco de mi Seminario “Literatura y guerra”, Nora Strejilevich contó:

“Recuerdo que un milico, cuando empezaron en el 85 los juicios públicos, nos acusó con un ´todos dicen lo mismo´, como si nuestro testimonio fuera un disco rayado. Para él, todos repetíamos la misma cantinela como quien se pasa la receta de qué decir. (…) Para ellos nuestro relato era la repetición de lo mismo: ´ah, vienen a contarnos la misma historia´, pero resulta que no es la misma historia: cada una es una variación infinita. (…  y continuaba Nora:) Justamente por eso a mí me interesaba que otros me contaran sus matices, sus vivencias. Pensé retrucarle: ´ah, ¿así que es la misma historia? Entonces vamos a escucharla una y otra vez. Y vine de Canadá (donde vivía) a la Argentina, a escuchar.”

Una vez alguien me contó que se había intentado entrenar la escucha de los que atendían los testimonios de los represaliados, de los deportados, de los que volvían: Hecho que dice que casi nadie sabe, puede y quiere escuchar. Lo que digo es que leer estos discursos, estos libros inclementes como los de Nora Strejilevich, nos afecta y muchos no quieren afectarse. Luis Thonis, Hugo Savino, Nicolás Rosa y Néstor Sánchez nos han mostrado que “el cuento que se cuenta por teléfono” es benigno, es el relato permitido que nos saca lastre, nos tranquiliza, domestica y adormece mientras que casi nadie quiere leer, casi nadie quiere reconocerse en el fracaso que suele pintar un diario, un cuaderno de notas o un libro de guerra. Casi nadie quiere enfrentarse a la caída de un discurso aceptado, pocos quieren saber la verdad de una historia que oscurecida, negada, ha constituido esa identidad irreflexiva de lo permitido, mejor no molestar a Bellancourt –dijo Sartre.

La obra de Nora Strejilevich es un largo trabajo sobre eso, un discurso ensimismado, hábilmente escrito, con perfecta sencillez, que escribe el testimonio múltiple de una víctima de la última Dictadura Militar argentina con ritmo propio. De ahí su genuina singularidad en nuestra literatura. Ella supo que “cada testimonio es un dolor reflexivo” y eso hizo de sus libros una larga disquisición analítica que Nora escribe mientras viaja, mientras anda de un lugar a otro porque el que se fue no termina nunca de regresar.

Desde su primer libro Nora ha multiplicado su experiencia en visión crítica y relato personal. Una sola muerte numerosa, de 1997, es el registro literario de la autora secuestrada en 1977 y llevada al campo de concentración “Club Atlético”.  Luego de su liberación, Nora pasa un año en Israel, luego en España y Brasil hasta que recibe asilo en Canadá. Y ese viaje entrecortado vuelve en estos libros donde la memoria es resistencia y escritura coral como en aquel, su primer y justísimo libro. Biografías y autobiografía concurren a conformar su  obra, Nora se recuerda y recuerda a otros, fundamentalmente a su hermano Gerardo secuestrado casi simultáneamente a ella y asesinado luego.

Vidas que siguen clamando; dicen que cada dos o tres generaciones las guerras se olvidan pero como ha escrito Reati “la fuerza del relato [de Strejilevich] proviene no tanto de la denuncia puntual como del tratamiento lírico del drama personal y humano”. En la obra de Nora Strejilevich la lírica, la palabra puramente literaria, hace del pasado presente, actualiza y vuelve contemporáneo el recuerdo; Reati afirmará que Nora “enlaza el momento de la dictadura con el presente de la escritura y el pasado colectivo argentino intentando hacer inteligible el horror”. Es decir que son libros que claman por un diálogo sin término: cómo contarte, cómo decirte, cómo escribirte –se preguntan una y otra vez con el ritmo de una conversación continua. Nora recordará que al escribirlos se dio cuenta que estaba hablando con los muertos. Ella dirá: “Yo pensaba que en mi caso, yo hablaba con ellos, no por ellos. Y después entendí por qué había puesto al principio del libro ´al irse ustedes tres me dejaron con la palabra en la boca (…)´. Mis padres y mi hermano. […] Después pensé que cuando das un testimonio, siempre tenés que tener alguien que te escuche. En mi caso, los inventé para que me escuchen, hablaba con ellos, esto es lo que creo que hice”.

Singular modo donde todas sus muertes numerosas conforman un relato salpicado de melodías, escenas y retratos, citas y documentos: el fragmento concurre mejor a dar sentido que otras totalidades discursivas. El recorte, los jirones, lo-que-queda en la memoria son la forma del testimonio y del relato que en sus libros Nora Strejilevich entendió como “superposición de mundos”. Esa colección permite seguir viviendo gracias a la yuxtaposición, al quiasma de muchos motivos como el perenne duelo, la desorientación y el desplazamiento geográfico, algunos recuerdos infantiles y algo de su origen judío mezclado [1], colección que inunda sus escritos que son reescrituras de lo mismo [2]

Es decir, todos sus escritos son una obra numerosa, una conversación que no apaga la muerte sino que se vuelve diálogo con el presente: un concentrado de tiempos, el presente sobre el pasado que viene del futuro.

Además, Nora Strejilevich escribió desde su primer relato algo del escepticismo y simultáneamente algo de lo inevitable del seguir insistiendo en lo que se escribe una y otra vez. Ella anotó: “Nada de cerrar las heridas con ceremonias. A mí que me queden bien abiertas. La muerte y sus vueltas. No te hago monumentos pero te llevo en el cuerpo, en las neuronas, en los pies”. Como Ruth Kluger, ella siguió recordando para seguir viviendo, siguió escribiendo sin creer en dogma alguno sino casi todo lo contrario. Así anotó: “peores son los recuerdos que nunca podré tener: la hora en que fue arrojado desde un avión ya sea al río o al mar. Peores son las memorias que ni siquiera pueden llegar a ser recuerdos”.

Se escribe lo que sucedió y lo que nunca debió suceder, se escribe un dilema de la memoria –y aquí refiero el libro de Jacks Fucks, se escribe un dilema de la memoria que solo la escritura resuelve. No hay justicia que alcance ha dicho la autora pero los manuscritos no arden –sentenció Bulgakov [3]. Porque esta literatura trágica supone que el mal siempre anda ahí, mezclado en los días, en lo que nos rodea y Ruth Kluger dice que tal vez eso suceda porque “son precisamente los recuerdos más exactos lo que constituyen una tentación contra la verdad, porque no se ocupan de nada que esté fuera de ellos mismos”. De hecho, su libro de memorias, Seguir viviendo, tiene un epígrafe de S.Weil que vuelve sobre lo que decíamos inicialmente, sobre estos textos extragenéricos. El epígrafe de las memorias de Kluger dice: “Soportar el desacuerdo entre / la imaginación y el hecho.”

La alemana que sufrió el nazismo sabe que también hay una guerra en el canon del relato de la memoria, lo que Todorov denominó “el abuso de memoria”, y Kluger escribió desafiándolo: “Vosotros habláis sobre mi vida, pero habláis sin contar conmigo, hacéis como si os refiriéseis a mí, y en realidad no os referís sino a vuestros propios sentimientos”.

La literatura deshace el negocio de la memoria que solemne explica, interpreta, consuela y tapa el horror singular de lo que sucedió. Los profesionales del recuerdo –propongo esa figura que paralelizo a la que Muray piensa como vanguardista profesional, especificidad crítica inútil y burócrata del mundo contemporáneo que empaña todo camino individual y verdadero de la memoria en la escritura, y digo que los profesionales del recuerdo hacen del campo de concentración un lugar de debate político menor, de explotación sentimental y automática [4], controlando analogías y construyendo monumentos honorables al  honorable lugar común. En el último capítulo de El arte de no olvidar, escribe Strejilevich: “Mi propia voz se rebela: Ningún género literario me bastaba, ninguna filosofía de las aprendidas me ayudaba a pensar, ningún amigo me podía dar una palabra de apoyo que me sirviera para mover el mundo… El único espacio donde pude poner en escena el desastre y, en la medida en que le daba forma, sobreponerme a su impacto, fue el literario”. Algo así como decir: solo literatura después de Auschwitz.

La literatura sabe disponer lo múltiple, lo ambiguo, lo complejo, lo increíble sin suspenderlo, Nora en ese mismo ensayo recuerda a Appenfeld cuando decía que “La vida en el Holocausto era tan rica que no había necesidad de inventar nada”. Digamos, el soldado no vuelve mudo del campo de batalla, solo hay que saber y querer escucharlo ya que los libros de Nora Strejilevich han podido escribirlo.

Afirmo así que esta obra puede con lo extremo, con lo que he dado en llamar ´guerra´ y Nora Strejilevich trabajó toda su vida en esos reservorios cuantiosos que son los libros de guerra. En Un día allá por el fin del mundo, aunque yo ya lo había subrayado en su primera versión, en Viaje Inmóvil, ella notó que: “El problema de una lengua en ocaso (…) es su núcleo. (Dice Nora:) Yo había resumido en mi cuaderno ese capítulo en varias frases que ahora cobraban mayor fuerza. Todo lenguaje posee un centro y si el centro se destruye, destruye la lengua; una lengua se muere a partir de un nudo de silencio. (Y Nora cita:) “Allí dentro está encerrada una palabra que es una frase que es una historia agonizando sin poder extinguirse”. (Y continúa reflexionando:) Ningún idioma es inocente de la historia que lleva a cuestas (…). En mi lectura nuestra tragedia, transmutada en telenovela negra por decente gente de bien, era una lengua muerta. Conclusión: me salvé de un huracán y me gané otro ­–palpar la agonía de esta lengua, también mía.”

En nuestro país, Perla Sneh trató en Palabras para decirlo [5], pero también en su poesía, en Jarabe de pico y en su relato último, Lengua vespertina, trató –repito- con lo que queda, con el idish que los guetos y los campos nazis mataron y –como dice Milita Molina- con ese poquito de amor que todavía anda suelto. Así también trabajó Figes en Los que susurran los estados de lengua perdidos en el Gulag y Daniel Siniavski anotó el remolino horrible que el totalitarismo le hace a su lengua. En esta serie leo la obra de Nora Strejilevich. Ella me contó alguna vez el efecto que le hizo regresar al país luego de su primer momento de exilio y descubrir la literal muerte que encerraban los carteles de las paradas de nuestros colectivos que denunciaban: “Zona de detención”.

Por todo esto creo, insisto, que lo real siempre es más que toda ficción y que la literatura es el discurso que puede trasponerlo. Y releo entonces la historia de Nora en Un día allá por el fin del mundo y me pregunto, ¿qué tiempo y qué espacio señalan? ¿Ahora o allá? Recuerdo entonces su relato escandido en miles de referencias, inclusos las referencias al atentado de la Amia que ella hace… pero lo que siempre me vuelve es la imagen de su carita alegre, sus ojos celestes un poco perdidos como preguntándose adónde dejar los huesos de la memoria. Y ella misma se responde más que claramente:

“¿Por qué da testimonio?, me preguntan. ¿Cómo explicarlo? Preferiría gritarlo pero los buenos modales me lo impiden. Preferiría lanzar un alarido que no pare hasta que no le contagie la garganta a alguien. (Ella continúa:) ¿Habrá sido eso lo que le dije? Lo que sí recuerdo haber pensado, ya en algún café, es agregarle al título del tango «Volver» un par de signos de interrogación. ¿Volver?”

 Nora Strejilevich hubiera querido gritar. Nora Strejilevich sabe bien que “primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma”. Nora sabe de las trampas del tiempo y anota que “según Pavese vale la pena vivir una gran injusticia, una traición, para saborear la propia victoria moral sobre la bajeza del otro, para que el drama se vuelva sublime. Lástima que estos dramas –afirma Nora-, al borde del siglo veintiuno, hayan perdido su brillo poético. Se han masificado. Somos muchos los que dimos con rufianes no melancólicos -concluye.”

Por eso supongo que su obra señala que el que escribe lo hace para poder vivir entre la vida que nos toca y la que quisiéramos vivir –como también grita y se pregunta Osvaldo Lamborghini.

En el prólogo que acompaña a El lugar del testigo que hoy presentamos, escribí (y con esto quiero finalizar):

“La literatura sabe. La historia pierde las batallas que la literatura traspone. La literatura puede con la historia, la serie más cercana que la acecha. La bandera de rendición sólo está en la ciudadela de las instituciones que regularizan y ordenan el pensamiento y sus discursos. Cuando la literatura, la terrible y valiente lírica, el retrato de lo que pasó, el más complejo y simple a la vez, toma la historia, la trabaja a través de incalculables saberes y la conserva a perpetuidad. [6]

 La institución crítica intenta también escribir historias y a menudo emprende la batalla contra las crónicas, las memorias y las cartas. Pero crónicas, memorias y cartas son el testigo, el testimonio material más humano, escrito por los que allí estuvieron y recuerdan. Obras que sostienen el horror y, así, un verdadero encuentro cruza historia y literatura. La literatura, verdadera hermana del tiempo, sostiene el milagroso hilo de la historia real.

La literatura soporta lo desesperante, lo trágico. Es el drama sin atenuantes, más allá de toda épica, de toda imposible explicación. La palabra y la frase literaria presentan, muestran, señalan. Afectan. No tienen retorno: hay libros que nos cambian la vida y así funcionan los de Nora Strejilevich.

Alguien dijo que la historia puede ser el tiempo que tarda un libro en ser leído. En ese sentido es que algunas obras todavía no llegaron. No fueron aceptadas, no fueron soportadas por los discursos legitimadores de la cultura: hay libros que la crítica y la teoría, la apaciguadora norma, no pueden ver. Son esos en que la literatura, los autores-que-saben, dan un paso después del abismo y ponen lo que pasó. Allí se establece una verdadera guerra de posiciones y permisos. Porque las aduanas oficiales piden distancias, umbrales, biombos, jergas, incluso pensamientos paradojales y errancias: todas formas del miedo, muros consecutivos a la potencia del arte.

Pero la literatura goza de extrema salud, la literatura es una salud frente a la policía secreta de la historia oficial, de los estados críticos oficiales, de la lectura permitida. Los manuscritos no arden, sobreviven, vuelven del futuro y del pasado. La institución traza cánones, la literatura páginas cuneiformes de dolor –eso escribí recordando un verso de Ajmátova.

La literatura puede con causalidades múltiples, con capas y capas de tiempo, puede decirlas; la literatura sabe que puede incluso con palabras sin ironía: la literatura dice lo que dice y así dice la horrorosa historia. Las instituciones de la historia, de la crítica, de la teoría, domestican, naturalizan, tranquilizan. Novelizan. Mitifican incluso con prólogos preventivos. A veces ni leen.

Es el totalitarismo de la idea general el que mata la lengua de cada registro y la verdadera historia al explicarla con lugares comunes y ordenarla en abstractos sistemas previos. Sin embargo, la lengua se recupera hasta en el campo de concentración, la lengua es el único lujo cuando allí ya no queda nada, lo muestra Dovlátov en Los nuestros. Porque la literatura va con el cuerpo-que-queda mientras la crítica amañada hace metafísica.

Entonces, las memorias, las biografías, los recuerdos, los diarios, los cuadernos y testimonios son una única y última honestidad, una ética, una patria singular pero poderosa. La razón crítica envejece, administra pobrezas, la literatura colma nuestro corazón horrorizado de injusticias.”

Laura Estrin, 15 de mayo de 2019

Ph / Robert Bresson

 

[1] Nora Strejilevich citá en El arte de no olvidar a Timermann: “el nazismo en la Argentina significa que cada vez que hay una dictadura militar, en la represión figura el tema judío”.

[2] En la segunda edición, Una sola muerte numerosa, se narra un viaje más, en 2001, cuando la narradora se presenta ante la Subsecretaría de Derechos Humanos y se enfrenta a la burocracia absurda creada en torno a los desaparecidos.

[3] No hay justicia. No hubo juicio por el Gulag y Nüremberg tampoco lo fue en su totalidad. Una enorme cantidad de nazis  es condenada pero no cumplen más que un par de años de condena. Algunos condenados a muerte pasaron a tener cadena perpetua y luego de pocos años quedaron en libertad. Otros ni siquiera sufrieron juicios y algunos más siguieron siendo consejeros, funcionarios públicos o simples civiles en Alemania y en el resto del mundo (Alfred Rosenberg, Diarios 1934-1944).

[4]Aquí la referencia son las figuras que deslinda Todorov en Memoria del mal, tentación del bien como Historiador/Rememorador y Conmemorador.

[5] Palabras para decirlo es el estudio que da cuenta de la muerte del idish en los Campos de Concentración nazis. Envés singular de  Los que susurran de Figues donde la lengua rusa de antes del Gulag se pierde allí salvo en los testimonios recopilados de los que susurran al volver. Muertes abandonadas como no se abandona –tal como dice Herzog-  la muerte de las ballenas y otras ecologías, según recuerda el imperdonable Herzog (Herzog por Herzog).

[6]“Conservar a perpetuidad” era la faja que distinguía los archivos de los escritores en la Cheka Soviética. Una institución del totalitarismo que al decir de Mandelstam “hacía crítica literaria”.