
Era la siesta, el verano.
La vieja casa resistía, los bordes de la isla carcomidos por el río, el muelle desvencijado y el perfume del lodo desde las plantas de los pies.
Una pindó adelante, cuyos frutos apretados golpeaban contra la chapa del techo si había viento o si, demasiado maduros, caían por su propio peso. La galería donde ocurría toda la vida de la casa, toallas colgadas de la baranda, libros, el mate ensillado, la reposera … y un viejo sillón de mimbre capaz de una sinfonía de crujidos… la amplia galería, sí, donde se enroscaba la madreselva trepadora y esas otras flores anaranjadas, nectíferas, perfectas para los picaflores por su largo cuello invitante.
En la cocina, última puerta de la casa y con ventana hacia el jardín del fondo ganado por la liana inextricable, una pileta de material, rectángulo amarillo sin gran profundidad ideal para el complicado proceso de lavar y enjuagar la vajilla mediando agua de diferentes recipientes y baldes que esperaban ser recargados en orden, afuera, trajín hasta el muelle al menos dos veces por día. También la mesa y unos armarios sencillos, según la idea de confort de otra época, tal vez.
Sobre todo, lo que reinaba allí era el filtro de agua, que se mantenía siempre trabajando, circundado por abejas demasiado sedientas de dulzura para molestarse con personas. Un trozo de lino limpio aunque amarillento cubría su boca ancha de arcilla. En esa cocina, el secreto consistía en que el filtro fuera alimentado constantemente. No convenía que le faltara agua. Fue casi una percepción casual como la nueva inquilina del verano: no solo las abejas se resentían con la sed sino todo en la casa parecía marchitarse si el gran filtro de barro quedaba sin atender. Había sentido un vahido que la obligó a sentarse de golpe. Luego vio casi sin agua el filtro y con repentina energía buscó el balde lleno junto a la puerta y asimismo lo vació sin titubear. Todo volvió a su cauce normal, dejaron de zumbarle los oídos, en cuestión de segundos todo funcionaba sin mella. Así comenzó este diálogo singular.
La casa había sido de las lujosas del Tigre, las primeras, con sus muebles de caoba e instalación eléctrica incluida. Solo vestigios quedaban de la hermosura primera, como rastros de un mundo perdido. Los sillones de cuero, ya gastadísimos, estaban dispuestos para una conversación; varias mesas, hermosas y distinguidas, de tamaños y alturas diferentes, sugerían gusto por el adorno, los manteles y bordados, vivaces gestos de amistad. Justo ahí, en el cuarto central de los sillones dispuestos para la conversación, el más grave de todos y donde Isabel no soportaba pasar demasiado tiempo, reinaba el gran cuadro.
Era el retrato de una muchachita vehemente, todavía niña y tan hermosa que no se podía dejar de mirarla. Los ojos, más que nada, lo iluminaban todo. Marchaba, con su vestido claro y sus bellos rasgos, avanzando hacia quien la observara, presa de una gran alegría y como a punto de saltar a un abrazo. Vivacidad, belleza… era difícil apartar los ojos de la imagen.
Desde la pequeña mesa a la que Isabel se sentaba para leer o traducir, en el ala opuesta a la cocina, se controlaba la escalera que terminaba en un muelle ya bastante destartalado. En la otra orilla no había vecinos, solo la tupida mata tigrera de la que a veces partían cacareos, ladridos o aleteos desesperados en los que se leía la cacería y su final… Llamados de la naturaleza, domesticidad descarnada. Nada más.
Cada tres días Isabel esperaba el paso lento del lanchón almacenero, la parca presencia del comerciante que puede proveer todo lo indispensable, paliativo de civilización. Aunque no había otra cosa que hacer, repasaba la lista de lo que necesitaba y daba vueltas yendo y viniendo apresurada. Era un momento de ansiedad porque temía que el hombre no se detuviera, o que ella no advirtiera el aviso de su paso… Alerta, pues, hasta que escuchaba el roncar del motor, río abajo, con su lista de lo que iba faltando. Y así, tranquilizadoramente, al abandonar el muelle el lanchón, Isabel había alimentado su resistencia y reanudaba la soledad.
Era la siesta, el verano.
Nada se movía en la tarde enceguecida. Fue cuando, desde su puesto en la mesita, las ventanas abiertas en inútil afán de ráfaga, Isabel giró rápidamente la cabeza como si la hubieran llamado, miró el cuadro y pronunció el nombre. Margarita.
¿Dijo o pensó? No lo supo. Tuvo que torcer el torso y permanecer así un momento. Como si respondiera a un imperioso llamado. Lo repentino. ¿Qué otro nombre hubiera sido?
Sofía decía la nítida firma al pie, ángulo diestro. Ahora Isabel, descalza y vistiendo apenas una camisa fresca, estaba al pie del gran cuadro y volvía a leer todos los rastros. Las líneas seguras de la artista, la nítida firma, Sofía, al pie … ¿Acaso hubiera podido llamarse de otra forma esa niña de belleza inconfundible, otro nombre que el que llegó a labios de Isabel como certeza?
La siesta, hora inmóvil de silencio inapelable, se le antojó espesa, inquietante.
Ni un pájaro. El río también quieto. Se quedó en la orilla, al sol. Sentía en la nuca expuesta la fuerza del calor. Había bajante y se podían ver en el agua los trazos fangosos que bajo la luz singular, aparecían dorados sobre los ocres del agua. En dos zancadas estuvo en la cocina y de la frescura del agua filtrada alzó la pequeña jarra con la que empapó su cabeza y el cuello, el rostro… Y así, con el agua bajando en hilitos por su cuerpo, recuperó su puesto frente a la mesita de los libros. La reverberación del agua dibujaba raros signos en el techo. Apenas penumbra en el salón de los sillones, y de nuevo Isabel se sintió dominando el territorio “casa”.
Margarita llevaba una camisola clara sobre el vestido de mangas largas y espesas enaguas, botines y el pelo suelto alegremente en desorden. Era una niña de otro tiempo y otro territorio, la diferenciaba la notable expresión de su rostro, la dulzura que imantaba la mirada. Miraba directamente a Sofía. Venía triunfal, como si hubiera atravesado una inmensa plaza de un solo tirón. Isabel no despegaba los ojos del enorme dibujo enmarcado tras el vidrio.
Los vidrios, tan antiguos como la misma casa, tenían la extraña cualidad de devolverle, por un lado, claridad y vida al paisaje, y por el otro, descomponían la luz de una manera inexplicable, encantadora. Los ojos se demoraban en los juegos vítreos, la rara consistencia de la lámina transparente. Sorprendiéndose a sí misma, Isabel se encontró limpiando el vidrio de la ventana junto a la que trabajaba durante la siesta, a la antigua usanza, papel de diario y agua, y repasar una y otra vez la mota de polvo. Después del esfuerzo, casi riéndose de sí misma, se zambulló desde la escalera en la matinal frescura del río. El cristal brillaba.
…………………………..
Una mañana, en la cocina, observando a las abejas alrededor de la dulce frescura del agua que se iba filtrando gota a gota, Isabel descubrió que tenía mucha información sobre esa casa y sus habitantes primeros sin poder recordar cómo había llegado a saber tantos detalles.
Durante los primeros días en la isla, había conversado apenas lo usual con los de la inmobiliaria y los muchachos de la lancha almacenera. Claro que en la soledad que a veces se le volvía larga, había abierto y revisado todos los cajones y armarios, mirado la textura de las paredes hasta encontrar el color original de los papeles… Habitaba, más que una casa, una historia. Y así, sin saber cómo, podía contar que Margarita había desembarcado en la isla desde un país nórdico, con la casa íntegra, prefabricada, a cuestas. Venía con un hijo pequeño, que se volvió muchacho y luego hombre del delta: remero vertiginoso, pésimo agricultor, mucho peor comerciante.
La isla, ahora ganada por la zarza impenetrable, debió haber sido quinta de frutales y productora de madera. Isabel posponía cada vez un proyecto de excursión al corazón de la isla. Cómo hacer, sin herramientas ni botas altas, para abrirse paso entre las lianas y la zarza.
Cada día, durante el tiempo que pasaba sentada frente a la hermosa mesita de caoba, con las puertas de par en par abiertas y visitando de reojo el reflejo que de sí misma le devolvían los cristales enfrentados, Isabel traducía poesía del Renacimiento. Otra dama cuya existencia vez a vez se ponía en duda. Pero esos versos sobrevivían, tenían una existencia tan vívida como la Margarita del retrato y la Sofía de la firma.
La dama que había habitado esa casa, decían los que hablaban, acostumbraba usar un largo tapado de piel con el que abrigaba su cuerpo desnudo cuando en invierno salía a recoger encendidas camelias con que adornarse. A ambos lados de la escalera, las añosas plantas seguían aún preparando los capullos, pero Isabel no había estado allí en invierno y no podía imaginar el efecto de esa forma perfecta, ese color espléndido desplegándose en el gris matinal. Dicen que la mujer era muy bella, muy extraña también.
Finalmente ninguno de los emprendimientos comerciales o productivos había funcionado… por cosas del país, de la extrañeza, del hijo tal vez. Él terminó casándose con la lugareña que limpiaba y cocinaba para él; mientras, la casa seguía decayendo más y más y de las perfectas cañerías originales, se pasó al filtro de agua; la electricidad ya no iluminó la casa con la sencillez de una tecla apretada en la pared. Ahora la claridad se retrotraía al sino de las velas y tal vez, con suerte, a alguna lámpara de kerosén … en fin, la decadencia se llevó puesto los motores, la embarcación, las máquinas… hasta las gallinas.
Para sobrevivir, después, el hombre fue vendiendo las alfombras, los libros, el tocadiscos y las pesadas grabaciones. Todo lo que vestía la casa, poco a poco había ido desapareciendo: la platería, la vajilla, todo lo que bruñía o había significado un lujo o un simple recuerdo… y cuando finalmente ya no quedaba nada accesorio, el hombre aceptó vender la casa.
Como prácticamente él no tocaba tierra firme, los compradores llegaron con un escribano. Los papeles se firmaron al pie de la cama que antes había sido de la madre y ahora ocupaba el hijo. Así acostado recibió el dinero, lo contó y estampó la firma al pie de la escritura. Solo que no había entendido el alcance de la transacción. Totalmente fuera de su posibilidad comprender que debía abandonar el único mundo que conocía. Atenazado a su cama, y pegando alaridos tremebundos, así lo sacaron de allí los nuevos propietarios, con ayuda de la ley.
En la fresca, diáfana atmósfera de la mañana, Isabel se escucha cantar. Ha roto si querer el silencio y el camino del río hace sonar su voz de modo tal que casi no la reconoce. Porque se ha puesto a cantar como quien respira hondo, sin saber siquiera lo que canta. Será así la alegría, pensó…
Y vuelve a sus papeles en la entrañable mesita de caoba. La dama es Louise Labé, a quien el padre educó con los mejores maestros del Renacimiento. Una muchacha tan espléndida y audaz que antes de los quince años ha hecho esgrima con su rey y en matrimonio blanco logra la independencia legal. Sonetos en la juventud, elegías en la madurez. Isabel la traduce siglos después. Usa la primera persona singular, invoca el yo.
El río persistente pasa a sus pies cuando a la tarde toma mate en el muelle. Inmediatamente después, prepara las velas y candelabros para repartir en rincones estratégicos, con cuidado de que la luz no se refleje contra ningún vidrio. De noche pasa a toda velocidad por la habitación de los sillones llevando una luz que la ilumine. No quiere mirar el gran cuadro cubierto por el sensible vidrio veteado de materia. Parece que Margarita imperceptiblemente se moviera, la siguiera con los ojos… Incluso la intranquiliza que desde afuera cualquiera al pasar velozmente por el río, observe la luz solitaria. Zonas de prudencia, durante la noche. No es miedo, se dice. Sabe que las puertas están apenas guarnecidas y dormir le cuesta. Apenas una capa de sueño que cualquier sonido extraño quiebra. La noche la pasa alerta aunque se ha ido acostumbrado a los sonidos de la vida nocturna, la presencia de animales curiosos, rasguidos entre las ramas.
Pero en la siesta ardiente reanuda el trabajo. La traducción avanza. Las ventanas abiertas, enfrentadas, se oscurecen mutuamente. Poco a poco se fue acostumbrando, Isabel, a mirarse en ese espejo. Mientras busca una palabra, su mirada vaga hacia fuera, recorre la mata de lianas que ya conoce una por una desde su punto de vigilia, como si fueran una madeja que se ovilla. Se queda inmóvil frente a los vidrios enfrentados que espejan su imagen. Aunque no absolutamente nítida, se ve bella. Joven y bella, serena. Se distrae del libro y de la página que escribe. Insensiblemente vuelve hacia el reflejo, se cruza con los ojos que la esperan. Se mira, se detiene. Qué honda es la mirada, la visión arde, imanta. El mundo se inclina, llama. Algo se ha abierto allí, cómo brilla. Sencillo es abandonarse en esos ojos. Es joven esa muchacha en que se observa, ojos apacibles y hondos la siguen y más y más se entrega al mirar en los cristales.
Ya no es quien mira la que ve.
Todo está inmóvil en la siesta.
Claudia Schvartz
Ph / Ana / Humberto Rivas, 1982