Bettina Bonifatti: Cinco años a caballo, un viaje desde el fin del mundo / Editores Argentinos

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Bettina Bonifatti: Cinco años a caballo, un viaje desde el fin del mundo. *

Los mejores libros son aquellos que desmadran el género. Los que se salen de cauce. Los que toman al género como punto de partida, los que arrancan de ahí para después perderse en efusiones, en desdibujamientos, en peripecias y matices del lenguaje. Cinco años a caballo de Bettina Bonifatti es uno de esos libros. El viaje, sí, el relato del viaje –las idas y venidas, las felicidades, las penurias, los encuentros– pero también lo otro: el lenguaje atravesado, bellamente, por una singularidad. Veintitrés cuadernos de cien hojas llenados durante cinco años de cabalgata a lo largo de la República Argentina y más allá (países limítrofes). Que también, como cuenta Bonifatti, tuvieron su aventura, esos cuadernos, una historia narrada en cuatro o cinco frases, a la pasada, pero que podría perfectamente componer otro relato, otra novela. Y después los cortes, la escritura, el trabajo de escritura, el desbroce, pues al fin de cuentas el mundo, como quería Mallarmé, está hecho para eso: para terminar en un libro.

Una hermosa chica de veinte años, y de yapa rubia (“Escondo el pelo rubio debajo del sombrero”), que un día decide largarse a la aventura, realizar un largo viaje a caballo sin siquiera saber cabalgar (“Yo no sabía nada de campo ni de caballos, sólo sabía seguir y tenía un sentido del tiempo.”). “La vida no me iba a dar este viaje, y lo que la vida no da, hay que agarrarlo igual.” Entonces a agarrar el viaje, a ponerle el bozal. Como a un potro. Y todo por aprender. Así, Cinco años a caballo, más que un libro de viaje (“lo mío no es un viaje aunque así lo nombre siempre. Es ejercitar la huida y el encuentro al azar”), es una novela de aprendizaje, de saberes. Un extraño Bildungsroman episódico, fragmentado, que oscila entre el registro técnico o el memorándum (“Aprender a ensillar.” “Comprar ginebra.” “El viento sopla a 130 kilómetros por hora.”) y un lirismo efusivo (“Mil ganas de desistir insistiendo en las ruedas de mí. Riendas de mí. Quiero decirlo y no sé. Besos de nadie”), que narra lo que un espíritu joven y curioso –y valiente, sobre todo valiente– puede aprender a lo largo de cinco años en un mundo del que todo lo desconoce. Y en el que encima la experiencia adquirida nunca sirve porque el mundo siempre cambia (“cuando aprendiste a armarte una vestimenta para que no se te peguen los abrojos, ya no hay abrojos y empieza la arena; y cuando aprendiste que el caballo en la arena se cansa más, y sabés cómo tenés que hacerlo andar, viene la tosca”).

Pero todo termina. Y hay que regresar. No se puede viajar toda la vida. Sin embargo, el viaje, el nomadismo, “tira”: “Cada día decido volver a Buenos Aires. Pero miro el monte y me atraganto. ¿Sabré vivir? ¿Podré vivir como es debido? Cuánto quisiera yo hacer eso, normalizarme, dejar esta locura”. La locura de tener, durante cinco años, otro cuerpo entre las piernas, debajo de uno. Un cuerpo, “una nave de cuero de media tonelada, a ver si lo entendés”. Y a la vuelta un “dolor imposible de explicar”, un “espanto”, sentir “cabras abajo del mundo”. “De tanto cielo, me quedé afuera.”

“Un viaje no se cuenta, no se puede contar.” La vida no puede escribirse, se sabe. La vida es la vida, y la literatura, la literatura. Sin embargo, queda, en la escritura de este hermoso libro de Bettina Bonifatti, la vida del lenguaje.

Mariano Dupont

*Publicado en Revista Aglaura /   https://revistaaglaura.wixsite.com/periodismocultural

 

 

 

CINCO AÑOS A CABALLO (Fragmentos)

Bettina Bonifatti

 

Olí por primera vez el cuero en 1973. Fue al entrar en una talabartería. En la vidriera había un caballo embalsamado. La conmoción me acompañó toda la infancia. Mi bicicleta era un caballo. Iba a la esquina, la apoyaba contra el mármol negro para observar ese ojo como de vidrio. El único caballo que había montado era el de la calesita, que no bajaba el círculo de madera. Lo noté bastante tarde, cuando advertí que al saludar a mi madre esta volvía a aparecer y entonces supe que no me iba.

La experiencia no se extendió más. El día que me subieron a un verdadero animal de alquiler, un domingo, nunca fue con aquella fuerza: cuando de montar, nada vivo. Caballos automáticos en los que con solo colocar una ficha se movían, con riendas de cuero y cabezadas pintadas. Hasta aquí, el sueño y lo imposible.

 

 

(…)  NOTA ACERCA DE LA CABALGATA I

 

Sufro esta primera cabalgata cada vez que la leo, porque no hay modo de contar el inicio de un viaje a caballo desde Tierra del Fuego a fin de siglo. El dolor, la sed, el cansancio −pensaba− les doy batalla y se rinden. En esta primera cabalgata en la que no sabía montar, cada tanto escribo un deseo de época o cuento un sueño. Pero la vida consistía en ordenar esas frases cortas, frente a los días largos, interminables. Despertaba sin poder moverme, la sangre empezaba a circular en la idea y me volvía alegre aun intentando mover el índice: primera semana.

Estas páginas son el inicio del viaje mismo: frías, entrecortadas, telegráficas. Al principio estuve muda: anoté aquellas frases cortas, y solo me miraban a veces pocos peones sin saber que yo estaba deshaciendo una vida de ciudad, despojándome de todo relleno y necesidad. Luego, invertida la cámara lenta a la que el frío obliga, la velocidad reapareció y al año el viaje fue mi descanso.

 

(…)

 

¿Por qué partir desde el fin del mundo?, pensaba. ¿No hay un punto de partida más fácil que ayude a aprender a andar a caballo? Y no, era desde el fin del mundo, cuestión no solo simbólica: lo entendí la primera noche del viaje cuando tan temprano se hizo la oscuridad y vi tantas estrellas ¡una al lado de la otra!, no quedaba cielo libre de ellas. Empecé a preguntarme qué valor tenían los datos, qué importancia podía tener escribir: los peones toman té dulce y comen capón. O: el viento sopla a ciento treinta kilómetros por hora. Sí, el viaje lo valía.

 

(…)

 

Si supiera por qué hice esto no lo habría hecho de este modo. ¿Uno escribe de lo que sabe? Yo no sabía nada de campo ni de caballos, solo sabía seguir y tenía un sentido del tiempo. La libertad no estaba, no se es libre en una expedición a caballo. Pero hay una pequeña libertad conquistada mucho tiempo después: años de viaje pasaron. Fue cuando el hábito se asentó y cada parte de mi alma se enteró de lo que hacía. Antes solo tuve la noticia de haber partido, pero mi cuerpo estaba todavía en Buenos Aires, años estuvo. Cientos de noches viajé y no estaba del todo ahí. Llegó un día y fue de a saltos abruptos cada vez que otra parte de mi alma se enteraba. Recuerdo una, cuando algo me soltó: iba por la precordillera y vi los baguales, lo llamados en la ciudad caballos salvajes, una tropilla. Anoté que estos padrillos en manada robaban caballos mansos. Ese día vi venírseme al lado uno de estos animales libres; tuve miedo y admiración. ¡Ladrón no humano! ¿Se acercaba a robar mi yegua? Yo la tenía del cabresto, de tiro a la asidera; recuerdo que la agarré con temor y mi zaino binzudo sorpresivamente se adelantó a defender la tropilla. Nunca pensé que este animal mal capado haría las veces de jefe; esto era un comportamiento animal claro, pero yo lo veía como nos deben ver las plantas a nosotros si tuvieran ojos. El ladrón bajó los ollares al suelo, el zaino le enfrentó el cráneo bajando el cogote (quedaron cabeza con cabeza); gritaron como gritan las personas y se pararon de manos; tres veces lo hicieron y yo miraba el ritual, el veredicto esperaba: cuándo, cómo y por qué decidieron quién vencía, no lo sé. A partir de ese momento yo vi otra cosa: algo animal me había soltado (un saber inútil es muy importante tener siempre a mano). Fue una conversión: la yegua había mirado conmigo la escena; y ya la vi de lejos, aunque había logrado conservarla a mi lado, ella ya estaba en un mundo incomprensible donde yo no quería entrar nunca más: eso es ser de campo, no querer entrar en la vida animal. La gente de ciudad ve los animales con romanticismo, ninguna persona de campo hace eso. Y me alegró quedarme de mi lado. Mantuve mi tradición (la de ser una persona) y cuidé mis hábitos, mi sábana, ¡mi tiro de gracias al romanticismo antropomórfico!, el cual desapareció milagrosamente modificando todo de allí en más. Me hice de campo.

 

(…)

 

La desilusión me sirvió de alguna manera. Ver fue la acción predominante. Luego, oír. Poco se puede tocar desde el caballo. En algunas zonas tocaba ramas o hielos al pasar, o piedras en las que llegué a encender montada algún fósforo de cera.

 

 

(… )

 

EL SUR

Evitar los pensamientos sobre Buenos Aires.

Engrasar los cueros, pedir grasa a los esquiladores.

Aprender a ensillar.

Montar y practicar con dos de tiro a la asidera.

Nadie me dice nada.

Evitar la nostalgia, es mejor la bronca de no aflojar.

Comprar ginebra.

Los caballos no avisan cuando sufren.

Tantear antes de pisar, manejarse en la noche cerrada sin linterna.

El viento sopla a 130 kilómetros por hora.

Las cosas se vuelan (cuaderno, documentos, pelero).

El tema del vuelo no es un tema menor, porque a esa velocidad es irrecuperable el sombrero.

No olvidar ir a ver a los buscadores de oro del Cordón Baquedano.

Dejar de pensar en la desnudez como un sueño irrealizable.

Inventariar mentalmente para no olvidar las cosas al partir. Si sigo dejando una por día, en 200 kilómetros no tendré nada.

Constato varias veces que los paisanos oyen lo que uno dice en voz baja a distancia.

Averiguar cuál es el antecesor del fósforo.

Para poder fumar mientras escribo, tener a mano piedras de pesa sobre el cuaderno.

Las velas se apagan, probar escribir con la linternita en la boca, aunque se alterne con el cigarrillo.

Antonio Navarro vio el invierno, cuando las ovejas quedaron bajo la nieve y con su propia respiración hicieron agujeros que llegaron hasta la superficie. Vio el vapor desde arriba, los agujeros esparcidos por donde cada una quedó encajonada, y dice que allí abajo se comieron la lana unas a otras para sobrevivir. Sus caballos se comieron las colas, las crines y la corteza de los árboles.

Anotar todas las soluciones caseras y remedios para curar mataduras hasta hoy: jabón neutro, grasa de auto, orín de cristiano, azufre molido con kerosene, carbón de pila, betún y nafta.

La mano en la rienda con el cuerpo agotado al final del día donde surge un solo pensamiento: esto no es para mí.

Reforzar los botones.

Barcaza Melinka. Pasan algas de cuatro metros.

Cumplí veintiún años y tiré al Estrecho de Magallanes el permiso de viaje de mi padre.

Comprar velas.

No saltar sobre los arroyos congelados.

Caminar de a ratos con el cabresto en la mano para entrar en calor y poder tener las manos libres de guantes.

Extraño verme las manos.

Aprender el nudo cola bozal para llevar los caballos de tiro hasta Morro Chico.

Sillón con cuero de oveja en el que me siento muy pequeña y friolenta para semejante emprendimiento. ¿Cómo hacer para ser como ellos y vivir así?

Es muy mal visto no saber ensillar y montar. Cuchichean: No sabe ni subirlo.

Pájaros blancos diminutos vuelan al ras de la tierra cuando anochece. Entre tordos y leña apilada, me quedo dormida en todas partes.

Recordar quitarme las antiparras de moto al entrar a una estancia.

Perros prolijos, ante el silbido del arriero traen un mar de ovejas que encandila. Meterse contramano en el arreo de vacas es temible: me arrimo contra el alambrado, con los ojos cerrados como si cada vaca fuera un disparo de bala y espero que pasen. El estruendo es de muerte.

Descansan asegurándoseles el sustento y cuentan con enormes jaulas para su cuidado con un encargado. Se les dice perros jubilados. Hay de vacunos y de lanares, según peguen el tarascón o solo toreen.

Dependo de la eficacia de los nudos que hago.

Silencio magallánico: sin viento. Sonido: solo el viento.

Hay casillas vacías, con alguna vela o yerba. Dejar algo al irse para quien pudiera venir atrás.

Se permite carnear una oveja pero hay que estirar el cuero en el alambrado para contabilidad del dueño del campo.

Cuidado con los números, los hombres confunden el diez con el cien.

Antes de preguntar las distancias asegurarse de que conocen los números.

No corregir a los paisanos cuando afirman algo. Por ejemplo, que España es limítrofe con Argentina. Se puede contestar: queda más apartado.

Ni intentar pescar con arpón, pone fuera de sí errar tanto.

Casi todas las actividades que requieren precisión ponen fuera de sí por el frío.

 

(…)

 

Averiguar por qué esa Bahía se llamaba Inútil.

Ir a Navimag para conseguir el Roll on roll off e ir por mar a continente en el carguero de ganado.

 

(…)

 

Improvisar un corral con pasto en la cubierta por cuatro días dado que en los tres niveles de camiones jaula van mil doscientas vacas hacinadas.

Aconsejan dormirse antes de entrar al Golfo de Pena para evitar la vigilia durante las doce horas de cabeceo y rolido. Imposible dormir en el suelo de un transbordador que se sacude en el Pacífico. ¿Por qué le llamarán pacífico a un océano así?

Hay cuatro puntos cardinales más que nunca.

Para subir por la escalera a cubierta, aprovechar cuando cabecea la proa, lo que hace que uno se caiga para arriba y suba como si bajara.

Subir a cubierta a dar agua a los caballos en el brete improvisado y atarlos cortos a la baranda para que usen su cogote como una quinta pata.

La poca gente de la tripulación bromea. Los que no se marean quieren atar al cocinero para que les cocine.

No pisar de noche a los que están tirados en el suelo.

Esperar la quietud del barco es una tortura.

Agarrarse de las paredes de los pasillos de los camarotes. Recostarse es recibir los sacudones como palizas fuertes, como si la sangre se te fuera para los costados y presionara la piel por horas. Muchas horas, siete, acostada; prefiero andar por el barco, aun con náuseas y jugar con la percepción, para ver si pasa más rápido el tiempo.

 

(…)

 

Ir a ver los cóndores cuando se haga de día.

Ir a conversar con el Capitán.

Bajar a los niveles de camiones jaula a ver cómo sacan las pocas vacas muertas durante la noche.

El Servicio Agrícola Ganadero de Chile (SAG) prohíbe llegar a puerto con animales muertos. El negocio es llevar quinientas de más y que mueran asfixiadas cinco. A las vacas muertas voy a ver cada noche, antes de acostarme en el suelo.

Se necesitan cinco hombres para tirar una vaca al mar: uno la agarra de cada pata y otro empuja el lomo. Las arrastran por la cubierta, como marineros cowboys, hasta alzarla en el borde y la arrojan. Me asomo a ver eso, cuando vuela como una suicida, cae en un estruendo y perfora la negrura del océano con espuma alrededor. Parece un pez muerto y enorme sobre la estela que deja el barco y que la abandona.

Visión de las vacas tiradas al mar desde la altura en cubierta. Visiones intraducibles son las que a veces me hacen seguir. Ver lo nunca visto. Oír lo no oído.

 

 

NOTA ACERCA DE QUEDAR A PIE

 

Cuando aprendí todo acerca del frío vino el calor. Cuando me adapté y reaprendí sobre el desierto rionegrino y la pampa, llegó Buenos Aires; lo atravesé conociéndolo. Después me metí en el litoral impresionante; de él me enamoré, y cuando más lo amaba, tuve que irme otra vez. Cuando me resigné apareció un dios llamado Córdoba. Me encandiló Santiago del Estero; en su luz de sal me quedé (o me quemé), pero terminó en una selva, Tucumán. Su geografía pequeña quedó atrás y entré en Salta. Y en Salta, te cambia la vida. Como un oasis quedó Uruguay, un país para no dejar; y como un llanto Paraguay, guarania de un tiempo sin explicación. Yo nunca creí en los desplazamientos. Y sin embargo viajé, como si quieta estuviese.

Cuando salí tenía un entorno conocido en el que más bien había vivido enquistada; era Buenos Aires, un lugar en el que uno se siente seguro; se mueve como pez en el agua. La ciudad tiene sus códigos y no se tiene más que andar, llamar el ascensor, salir a tomar el colectivo, sentir la distancia social callejera, la vida en suma conocida.

Me trasladé a Río Grande para partir de allí con los caballos. En el avión ni pensé, solo me quedé mirando por la pequeña ventanilla la costa de Santa Cruz y las nubes. Bajé en el aeroparque con un viento atroz, abrazada a un sombrero negro que jamás me había puesto; tampoco conocía su utilidad.

Ya en el campo, empecé a sentirme en falta, no entendía una frase completa; como si la gente estuviese hablando en otro idioma. Sabía que debía observar, ser prudente. Tanto espacio y tan poco diálogo empezaron a asustarme. El primer mes llegué a la conclusión de que solo en el truco y en la mateada me sentía normal; eran los únicos códigos que conocía, el resto era de una crudeza sin límites.

Empecé a desenquistarme de lo ciudadano; un parloteo mental me impedía respirar hondo y ver con calma un cielo extremadamente estrellado. Veía carnear los animales con más pánico que interés y luego comía reviviendo la sangre y los gritos. Nunca había matado para comer y menos había visto hacerlo a diario. Cuando el agua se empezó a congelar en las casas, en los charcos y en mi nariz, supe que había vivido en otro mundo. Después, con la sabiduría del campo contra mi perfecta ignorancia en hacer nudos, aparecieron los primeros problemas de cada día; se me desataban los caballos, se me corría la montura, me dolía el cuerpo y sólo veía las ancas enormes caminar como seres de patadas en potencia. Buscaba comunicarme con esos bellos animales; no sabía qué era lo efectivo en ese trato y me quería amigar con quinientos kilos de músculos y tendones paranoides. El tiempo fue el único aliado, además del camino que amansa a los animales volcándolos al hombre cuando se saben perdidos.

Supe que un caballo tiene querencia, que así se llama a su tierra, la que él conoce y en la que se crió; que al salir de la querencia el animal se da cuenta y es entonces cuando te empieza a respetar. Supe que la dependencia por la comida y la sed también lo acercan a uno; que si se tiene agua cada vez que él la desea se puede empezar también a encontrar su confianza. ¿Y para qué?, para facilitarlo todo, para no correrlo durante una hora por la mañana, o simplemente para ver el camino sobre el lomo de un animal que te reconoce.

Con las personas fue distinto. Cuanto más lejos y desolado, más emocionante es ser visita. Me preguntaba por qué razón los demás cobraban una consistencia tan dramática o absoluta en el hombre de campo. Cualquier prójimo tiene para él poderes similares a los de un dios; la capacidad de ejercer el bien y el mal para con el resto. Traté de que ellos no cobraran consistencia en mí, con su solemnidad tácita que en verdad me aburría, porque así como tomé sus enseñanzas padecí sus críticas. Me fui apaisanando, llenando de elogios en una cultura de recados donde se dice que siempre hay que caer parado y donde impera un clima de inquisición ante la duda. En esos momentos el alivio era llegar a una ciudad, conocer a alguien que también se cuestionara, que fuese amigo de la ironía, de entrar en ella desde el lado de lo sorprendente, una mirada que me hiciera reír. Eso era en la ciudad. Sí, es lindo el campo, pero yo escribí y pinté siempre pensando en la ciudad.

De entrada tuve la idea de que iría a tolerar la naturaleza y no solamente a disfrutar de ella, y era eso precisamente lo que me impulsaba; hacerlo igual. Meterme en el mundo del campo para poner mi cuerpo en esa prueba, bancarme el cuerpo de los animales cerca (demasiado cerca para uno). Porque nunca tuve la ilusión de que la vida es más o menos verdadera según el grado de contacto con lo natural. Así que no me fui, como podría suponerse, a realizar el sueño mítico de una vida primitiva sino a hacer muchas vidas, todas originales y falsas a la vez. Me seducía esta idea: no saber por qué uno hace las cosas pero seguir haciéndolas, no buscarle el sentido sino tratar de esquivarlo, hasta que ese saber se impone de golpe, como en Salta.

Tampoco me fui por renegar de la ciudad, si es lo que más me gusta. Por el contrario, tomé el recorrido por esos caminos como un gran viaje urbano y, en las circunstancias desfavorables (tormenta, por ejemplo) después de pensar que no debía estar así, a la intemperie, me proponía continuar, en fin, desobedecer pero quedándome con algo.

Una vez escuché a un escalador de montañas decir que lo que más le atraía de todo era bajar. Ese tipo escalaba con un vasito de tinto, despacito se la bancaba, hasta se fumaba un pucho en el ascenso (cosa que se supone inadmisible y antideportiva); pero el tipo quería bajar y subía tratando de pasarla bien. Bueno, a mí me ocurrió eso. El campo fue la subida.

Sentía al paisano cerca cuando desde la acción me enseñaba cosas de trabajo que yo necesitaba aprender, quitándome la ignorancia sobre ese hecho concreto que tenía que resolver con urgencia. En esos casos dejaba partes de lado, desechaba esa solemnidad característica, no le creía todo. Porque el paisano no deja ver debilidades en la reflexión. Ese lado fuerte, sobre todo el de sus dichos, siempre fue algo que tuve que soportar. La falta de duda me desesperaba. Sin embargo, algunas veces a la noche tomando vino, sus confesiones eran como un contraste.

 

(…)

 

Ahora solo veo agua en vasos y canillas. Me siento un absurdo animal encerrado. Todo aún lo quiero gritar. Me desespero y me violento frente a mi cabezada vacía en el rincón del departamento, y en vez de ver un perro muerto sobre el camino, veo perros vivos caminando sobre el camino muerto.

 

En el ojo que guía los sobresaltos me tocará un disparo. Eran días de luz al tranco de unos caballos, y a la noche, la ansiada oscuridad como una bendición. Dolor imposible de explicar es ahora, cuando de noche hay luz artificial, y siento el espanto.

 

No lloro caballos, ni vida nómada. Porque no era el hecho de viajar, era el acto. Entro en los bares y todos están hablando. Admiro ahora a estas personas parlantes, pero no puedo entrar. Quedé afuera. De tanto cielo me quedé afuera. Y siento cabras abajo del mundo.

 

Me fui del viaje. Cierro los ojos entre los edificios con la sensación de los pies descalzos contra las costillas del caballo. La sombra está en todos lados; antes tenía dueño y yo aprendí a pedirla. Ahora no sé qué hacer con tanta sombra colectiva. Entre todas estas puertas que parecen cantidades, pongo la pava. Hice abandono del no hogar. Y salgo a viajar por mi casa y a conocer gente como mi madre.

 

Los ponchos del pasado me buscan la cabeza. Veo mis riendas tan gastadas que me da euforia de crines ausentes. Me da por tener un cogote cerca de mis piernas y un temblor de relincho en las rodillas. Basta. Ya no sueñes. Ni siquiera la boina me corresponde. Y ando así, en cabeza.

 

Bettina Bonifatti / Cinco años a caballo, un viaje desde el fin del mundo

Editores Argentinos, 2018

Five Years on horseback, 1° ediciónEditores Argentinos, 2018