A raíz del incidente Padilla, los ataques contra lo que el novelista italiano Cario Coccioli llamó «la mafia» literaria latinoamericana alcanzaron una violencia extrema. Tendrá razón Coccioli al afirmar que los escritores de «la mafia» impidieron una difusión mayor de la literatura latinoamericana en Europa o, al contrario, ¿no es en parte gracias a la publicación de sus obras cómo se despertó un interés cada vez más grande por esta literatura?
La desconfianza podría partir del hecho de que nunca discutieron entre sí. O son ángeles o constituyen realmente una pequeña «mafia». Como en todo grupo organizado por razones económicas dan la impresión más o menos global de estar de acuerdo aprovechando para citarse mutuamente todo el tiempo. Según mi opinión, creo que llegaron a establecer incluso la posibilidad de una determinada línea de bajo nivel a través de concursos literarios. Habría que entrar en detalles, pero tengo mi sospecha de que a veces se procura premiar cosas insignificantes a fin de evitar algún elemento de discusión posible con la tendencia ya asegurada. Además, la presencia de estos escritores en Europa desde hace muchísimo tiempo, determinó una serie de factores y de estímulos extraliterarios, como por ejemplo, la generosa cantidad de sandeces con que rodearon el fenómeno cubano.
Recuerdo una polémica que enfrentó el año pasado en un diario español a escritores que defendían lo que se dio en llamar el «boom» latinoamericano con otros que lo atacaban. ¿Tuviste alguna dificultad en el momento de tu llegada para integrarte en el medio cultural de Barcelona?
Hubo una cierta actitud de desconfianza que creo impera frente a todo escritor latinoamericano, por saturación. Personalmente experimenté resistencia en los escritores jóvenes de Barcelona. Una actitud -podríamos decir- de personas invadidas. No sé hasta qué punto es justo. Pero hay un elemento real: las casas editoriales españolas tienen hambre de escritores latinoamericanos. No creo que la discusión sea a otro nivel que el competitivo. El comercial. No se habla de valores o de tendencias. Frente a un fenómeno absolutamente exagerado como es la literatura latinoamericana, sobre todo, la que se ha difundido, no procuran establecer diferencias, buscar qué es lo que realmente vale y lo que pertenece a un fenómeno circunstancial y anecdótico. Como en las mejores familias: se lee mal y se desconoce a unos cuantos escritores latinoamericanos de los que valen y trabajan en silencio.
Trabajas como traductor en Seix-Barral (*) y también, ocasionalmente, como lector. ¿Encontraste algo realmente interesante en las obras de jóvenes españoles que leíste últimamente?
No puedo dar un juicio porque carezco de las lecturas necesarias, pero creo que la literatura española en general no ha roto con una cantidad de problemas que la ahogan. Sigue teniendo una dependencia bastante grande con el realismo. Sucede lo mismo que en América Latina, y eso tiene que llevar a una especie de afonía y a disminuir el nivel de lo que se haga en el futuro: se abandona cada vez más la poesía. La gente de mi generación empezaba a escribir poemas y pasaba al relato (a la prosa de cámara), y sólo mucho más adelante y únicamente por características muy peculiares en cuanto a la necesidad del aliento se intentaba o no la novela, con mucho cuidado y paciencia. Ahora se parte de la novela. A los veinte años cualquiera se pone a escribir una novela sin ninguna experiencia anterior con el lenguaje. Esto no deja de ser sospechoso. En la actualidad, prácticamente no hay poetas jóvenes en América Latina. Quizá eso se deba también a que el llamado «boom» creó una demanda de novelistas lo más latinoamericanos posible. Mucha gente se puso a escribir con una fe casi espantosa en las posibilidades de una actividad, por otra parte, absolutamente en crisis.
Tus novelas son a la vez crítica de su propia expresión. Por otra parte intentas que el lector participe. Son dos de los elementos más interesantes en tu trabajo…
Hay también otro elemento que forma parte básica de mi trabajo. Es la continuidad del proceso cíclico de escritura. Ningún libro podría ser tomado aisladamente del resto. Cada libro se vale de la experiencia anterior y la ilustra. No desde un punto de vista de continuidad temática, sino de actitud. Sin haber escrito el libro anterior sería imposible imaginar la escritura del libro que ha seguido. Porque hay una etapa de experiencia imponderable consumada en la escritura misma, en la búsqueda de un ritmo propio.
¿En qué desemboca esto en la novela que estás terminando ahora?
Desemboca en que cada vez más me permito parodiar a la literatura y en que el humor es el elemento fundamental. Diría que hay un desacato, un replanteo de la fatuidad de escribir. Ya no se trata de discutir con la literatura, sino más bien de parodiarla. Vivimos en medio de una cultura irrisoria, y como mi relación con la cultura es a través de mi propio trabajo como escritor, ese carácter irrisorio tiene forzosamente que volcarse, reflejarse en mi trabajo. Por haber usado y aceptado la paráfrasis como uno de los elementos claves, en este momento todo entra en la escritura. No más el cuidado aquel de lo que podría ser mío o no. Es como si ya toda la literatura, con cada una de sus carencias y todas sus mentiras, formara parte del trabajo mismo y se convirtiera en un gran juego parsimonioso. Quiero poner el acento en el sentido de sentimiento de humor, de falta de respeto frente a uno mismo como imagen del escritor «serio», abrumado de historismo y de supuestas obligaciones inútiles. Hay que perder la grandilocuencia del que trabaja con ideas y transformarse más en un pobre tipo que se mueve en una cultura irrisoria, ciego como todo el mundo, buscándose en un pequeño asomo de sinceridad consigo mismo.
¿Puedes precisar un poco cómo llegaste a esta conclusión de que ya no había que discutir con la literatura, sino directamente parodiarla?
En la primera etapa -mi segundo libro fundamentalmente- se trataba de establecer todo aquello que no debía hacerse. Fue un proceso de decantación, y al mismo tiempo tenía que insinuar que uno no lo estaba haciendo. Hasta que apareció una zona un poco distinta. Empezó la parodia en sí. En la medida en que la posibilidad de escritura crece en su libertad interna, uno se desmitifica, a su vez, como lector. Es un proceso muy extraño que estoy experimentando ahora con mayor alegría y menos remordimiento.
¿Esta segunda novela era una provocación?
Sí, fue una especie de provocación. Porque se partía de un ámbito muy determinado. Tenía necesariamente que desembocar en el realismo. Partir de un grupo marginal de una ciudad grande, tomarlo como tema y tratarlo jazzísticamente, fue la provocación. Porque en todo momento el peligro era caer en lo testimonial o en cualquier cosa que significara juicio sobre la irrupción un tanto desconsiderada, pero para mi mítica, de esa gente.
¿Cuáles fueron las reacciones del público?
Ya que mi primer libro era una novela en primera persona y algo melancólica, un tanto autobiográfica, se esperaba una continuidad de este tono, y la reacción fue, que frente a una escritura rota, fragmentada, el lector común y corriente, la gente que habitualmente cree leer, se negó a participar, a entrar en el juego. Quería leyes establecidas, quería una historia. De pronto no admitía ignorar durante un par de páginas quién era realmente el que estaba escribiendo la novela. Si era el personaje o no, y, además, si eran o no eran personajes.
¿Se debe esto a que todavía en América Latina sólo puede constituir una provocación, un testimonio y no el lenguaje en sí?
Lo testimonial es efectivamente el fenómeno de la literatura latinoamericana más divulgado. En este sentido se produce algo paradójico, porque el lector, al que supuestamente va dirigida esta literatura, lo único que hace en la lectura de esos libros es confirmar su no participación, su comodidad de lectura, y, al mismo tiempo, sus esquemas culturales. Para el estudiante universitario medio, sospechoso de sociologismo de generación espontánea, esos libros vienen a confirmarle sus esquemas. La provocación no es tal. Provocación sería para otra gente que no lee. El lector común no es provocado, es confirmado y descansa en una visión tranquilizadora, pobre, de la literatura. La visión testimonial, casi la novelización del ensayo, que es lo que más abunda en América Latina, representa un doble equívoco: el lector cree que está leyendo literatura, y el que escribe cree que está ideologizando a una determinada persona. Lo que hay allí es un gran descanso de cultura de muerte. Para que verdaderamente se tome conciencia del hecho literario, de la escritura en sí, es necesario por lo menos la intención del que va a escribir. Lo que sucede es que el lector carece de pautas en este sentido. Si generalmente un joven descubre esto es porque ha trabajado, porque está escribiendo o porque no puede escribir, pero es imposible que el lector en sí descubra estas cosas. Es difícil que se busque un libro para preguntarse más cosas. En general se buscan respuestas tranquilizadoras. Sobre todo porque, como te decía, ciertos libros vienen a confirmar que una novela es algo que se lee del principio hasta el fin, sin participar, sin pagar ningún precio de expectativa ni de creación propia inverificable.
En varias oportunidades afirmaste que tus tres novelas anteriores representaban un ciclo de experiencia de escritura cerrado sobre sí mismo e independiente de tu obra futura. ¿Qué relación tiene con dicho ciclo tu cuarta novela «Cómico de la lengua»? ¿Lo prolonga, lo amplía, o directamente lo omite para pasar a otra cosa?
Cuando hablé de un ciclo de experiencia de escritura supuestamente cumplido, siempre procuré referirme a una actitud que solemos olvidar con exagerada frecuencia: «aprendizaje». Un hombre que empieza a trabajar con palabras, debe buscar, antes que nada, la posibilidad de aprender a hacerlo, debe prepararse para reflexionar sobre los resultados parciales y titubeantes, tomar partido y omitir deliberadamente, poco a poco, «todo aquello que no debe hacerse». Este proceso, irrepetible y de gran soledad, sería necesariamente cíclico, no sólo en cuanto a tentativa de escritura, sino en lo relacionado con la propia vida entendida como manifestación y replanteo de un conflicto más o menos eterno y demasiado escrito. «Cómico de la lengua» (libro, por otra parte, escrito en tres países muy diferentes) ha representado para mí la reapertura de un segundo ciclo, que, por supuesto, no podía imaginarme como tal al principio. Valiéndome de lo aprendido y procurando romper con toda posible retórica de mí mismo, intenté, tal vez por primera vez de manera consciente, habilitar otros enfoques de lectura, concebir nuevos lectores, ampliar el espectro de lo irrisorio. En resumidas cuentas: bajo una superficie clara y paródicamente narrativa, mi apoyatura rítmica necesitó abrir el período y sólo entrecortar cadencias menores. De ahí que, a menos de un año, me haya sentido disponible para volver a escribir.
Sin embargo, tanto en tus tres primeras novelas, como en ésta, aparecen elementos comunes de evidente procedencia cinematográfica. ¿Cómo los integras al texto?
Los elementos comunes, creo, hacen y harán a mi sentimiento básico del hecho narrativo: siempre se trata de poesía, es decir, de ritmo, nunca las palabras (ni las presencias) están al servicio de una idea o de una historia preconcebida. Sólo quisiera aclarar que no se trata de la influencia del cine en mí, sino más bien de una predominancia (rítmica, contrapuntística) de la imagen visual en desmedro de cualquier esquema intelectual, como así también de toda noción previa de estructura. Intentaré ser más concreto: primero se «produce» la imagen (es decir, convivo inexplicablemente con ella), primero «veo» y procuro dejar que sedimente; la escritura, por lo tanto, representaría, sobre todo, una cierta capacidad de tensión, el esfuerzo permanente por no caer en la descripción pedestre de esa imagen interna, por aceptarla como futuro elemento desencadenante. La imagen fragmentada de contexto lógico buscaría una resonancia algo primordial en las palabras (nunca un medio de expresión): el perfeccionamiento de estas relaciones entre elemento visual y rítmico desbarata, por lo tanto, todas las preceptivas que siguen afirmando la terrorífica dualidad forma contenido. En «Cómico de la lengua» se explicita la gran dificultad de trabajar en una dirección semejante. Sin embargo, dicha dificultad, precisamente, representaría el único punto donde es posible encontrar la extraña alegría de trabajar con una escritura sin garantías intelectuales. Y esta alegría sería capaz de alentar cierto despojamiento, y acaso este despojamiento podría sugerirnos la alternativa desentumeciente del humor, la ruptura frontal con tanta solemnidad. Claro, lo no solemne, el humor, la falta de respeto para consigo mismo en cuanto escriba empapelado: eso que tanto falta en la literatura de nuestros días.
Albert Bensoussan tiene a su cargo la traducción de «Nosotros dos» y de «Cómico de la lengua» para la editorial Gallimard. ¿A cuál de los dos ciclos que cada una de esas novelas representa crees que se sentirá más ligado el lector francés?
A pesar de que la evidencia se encarga de demostrarme permanentemente lo contrario, todavía me quedan algunas resistencias frente a generalizaciones como «lector francés». Sin embargo debo aceptar que existe un determinado grupo (sin duda progresista y declamatorio) que se interesa aquí por el fenómeno latinoamericano, tomando a la literatura como apéndice. Sospecho que la causa es indudable (salvo raras excepciones), y que hay que rastrearla en el efecto deslumbrador de la epopeya cubana. Es decir, que el tema de América latina es incluido en el repertorio cotidiano a nivel de Vietnam, Beatles, píldora anticonceptiva, alucinógenos. Se busca cierto exotismo narrativo, que al mismo tiempo sirva de guía geográfica, sociológica, política, capaz de mitigar de manera amena la pavorosa falta de información (sin duda deben estar los que, como nosotros con Jarry y Artaud hace quince años, se dedican a leer a Vicente Huidobro, a Macedonio Fernández, pero esto no hace a la historia). Aquel tipo de lector medio, me parece, confía, además, en la opinión de las personas que ganan su vida ejerciendo la crítica literaria de divulgación: por lo tanto, como casi siempre me llevé bastante mal con dichos especialistas semanales, cuando aparezcan las traducciones de mis libros volveré a experimentar la viva inquietud de estar dejando un hijo recién nacido al cuidado de un loco.
A pesar de todo, ¿quiénes son los escritores latinoamericanos con los que te sientes más relacionado?
Tengo deudas concretas con Cortázar, Borges, Macedonio Fernández, Huidobro, con algunos poetas argentinos prácticamente desconocidos, incluso en la Argentina. Pero creo que lo mejor es aclarar mi propia noción de «historia de la literatura sin nombres». Eso mismo: uno va formando en su memoria (y en su biblioteca ambulante) una especie de antología estrictamente arbitraria: un verso de alguien, el arranque del canto XI de «El Paraíso», una frase de Quevedo, alguna de las últimas cartas de Rilke a su mujer. En esta antología se borran por completo las nociones profesorales de géneros, las imposturas de una crítica por lo general abusiva y despistada, y va quedando una única voz, que es todas las voces, y se encarga de recordarnos (siempre a horas imprevisibles, y hasta en días sin pena ni gloria), que en realidad no abundan los momentos en que tocamos a fondo, es decir, deslumbrados, el sentido más o menos inconfesable de la poesía. Sin embargo, hay un costado común bastante notorio (y que expresa una enorme carencia para todo aquel que empieza a escribir en nuestros países); falta, en la inmensa mayoría de escribas, el texto «a la par», las notas de reflexión sobre el propio instrumento; falta el testimonio artesanal, que refiera el proceso de desarrollo como experiencia de vida. En general, los libros sobre literatura escritos por escribas latinoamericanos, siempre de bajísimo nivel, sólo remedan esquemas críticos tradicionales, adhieren a enfoques trasnochados provenientes de la sociología, o de cualquier otra disciplina por completo ajena al hecho literario en cuanto tal. De ahí el carácter de isla que adquieren por ejemplo las «Morellianas» de Cortázar, ciertas páginas de Borges, esa vociferación reconciliante en algunos textos de Lezama Lima. Pienso que sólo un hombre capaz de reflexionar sobre los límites de lo que hace, sobre el sentido o no de lo que intenta, es el único encargado de justificar, en última instancia, la razón de ser de ese monstruo generalmente mongólico que solemos llamar literatura.
En «Cómico de la lengua», los personajes, en cierto momento, viven en comunidad y practican, bajo la dirección de un instructor (o de un iniciado), ejercicios tendientes a adquirir conciencia permanente del propio cuerpo y de todo lo que los rodea: animales, árboles, objetos, una puerta… ¿Se trata de una experiencia puramente vital, que tiende a enriquecer el presente, o supone una finalidad -es decir, una connotación- mística?
La posibilidad de saber algo de sí mismo en cuanto limitación sensorial, en cuanto esclavitud a cierto estado mental asociativo, etc., no sólo está en la base de las grandes tradiciones orientales, sino que representa una dirección posible para todo hombre fatigado de repetirse a sí mismo sin conocer nunca las causas. Desgraciadamente, en nuestra cultura de palabras equívocas, una experiencia de esta índole -a fuerza de ser desconocida, y temida- se emparentaría, un poco groseramente, con lo que suele entenderse por misticismo. Por lo tanto, la posibilidad tribal de equívocos, una vez más, se vuelve poco menos que infinita. La idea de un instructor para procurar saber algo de sí mismo de una manera más impersonal, desmitificada y objetiva, por encima de lo que se piensa y de lo que se cree ser o representar, se transforma en algo necesariamente sospechoso. A pesar de todo, la casi imposibilidad de concebirlo debe estar ilustrando, en alguna medida, uno de los aspectos menos confesables de la terrorífica soledad que cada uno padece, lo más secretamente posible, entre decenas de miles de libros inútiles para aprender a vivir. Tal vez si algún día revisáramos nuestra relación con las palabras que creemos conocer por anticipado (y para eso está una escritura), podríamos llegar a la conclusión de que nos movemos con ellas como con los objetos de la casa paterna: el reloj, la silla, la mesa. Y entonces, de pronto, sin ninguna grandilocuencia y desentendidos del furor de la tribu, podríamos también descubrir (o sospechar), que vivimos estafados por una cultura de casa paterna.
Uno de los personajes principales ha acumulado, a lo largo de su vida, experiencias para escribir un libro. El libro queda inconcluso. El libro que leemos, «Cómico de la lengua», representa, en cierto modo, la descripción de ese libro-vida, así como podría ser la descripción de algo cuyas significaciones son imprecisas y múltiples: un sueño o un poema. ¿Hay en ello la voluntad de eludir el mundo de la experiencia como productor de literatura, de declararlo prescindible, y una afirmación de la literatura como creadora de mundos paralelos?
Me parece que el mundo de la experiencia siempre es ineludible, a lo sumo el de la experiencia que nos excede y al mismo tiempo nos delata, que nos muestra mucho más pobres de lo que creemos ser. En este sentido, acaso, «Cómico de la lengua» no sea más que la verificación de una experiencia poco menos que irrealizable en relación con la brevedad escandalosa de la vida. Pero en realidad esto no pasa de una suposición ulterior, que casi no me concierne. Cuando escribo sólo parto de sospechas, y procuro, por todos los medios, dejar de lado cada cosa que podría considerarse como ya comprendida, o aceptada de una vez para siempre.
Por lo tanto, si mi impresión no es equivocada, los hechos que generan (o en torno a los que se genera) tu frase, que fluye impertérrita, como un agua o una melodía, parecen estar ya pulverizados, deshechos. Como el pensamiento o el sentimiento en la música. Esto me lleva a una pregunta que, quizá, pueda ser desarrollada: ¿El ritmo de la frase y el del párrafo preceden, al escribir, a las palabras que constituirán la frase, el párrafo? ¿Crees que más allá de los significados, la esencia de lo literario es musical?
Desde que empecé a escribir, este tema me motivó muchas notas a margen y, sobre todo, una generosa cantidad de rupturas con escribas que carecen fatalmente de «oreja». Incluso (aunque esto más adelante) necesité «espiar» mi propio proceso de escritura, a fin de no caer en la gran tentación de un texto motivado, por ejemplo, en su propia acentuación interna. De manera general, y por supuesto desarrollable, puedo asegurar que nunca podría desentender a mi escritura de eso que llamaste esencia musical. Reconozco la búsqueda permanente de cuatro ritmos primordiales, íntimamente relacionados: el de la frase, el del período, el del capítulo, el del libro como totalidad de contrapuntos. Quiero decir, que si no escucho el ritmo por anticipado, soy incapaz de escribir una frase; por lo general, ni siquiera puedo figurarme el período, etc. El encuentro de dos palabras no sólo es musical, sino que representa la clave de una «resonancia» inhabilitada en nosotros hasta ese momento, y que tiende a arrebatarnos de la «marejada de lo evidente». «Siberia blues», por ejemplo, es más que nada la historia del tratamiento jazzístico de un tema condenado de antemano a transformarse en testimonio naturalista (o, si se prefiere, realista); «El amhor, los orsinis y la muerte» representaría, en cambio, la voluntad de asumir un mundo previamente fracturado (ya jazzístico) para ir transformándolo poco a poco en una prolongadísima sonata, digamos de Scarlatti. Pero esto sólo comenta un costado, una manía, acaso nada más que cierta veleidad.
En cada una de tus novelas aparece el elemento «gángster» y la presencia de la muerte. ¿Tienen acaso en ti una connotación común?
Más que una connotación común, la permanencia de esos dos elementos (que por supuesto se me imponen) señalan una especie de constante en lo relacionado con cierto sentimiento más o menos básico de la vida. Aparte de lo mal estudiado e interpretado por los sociólogos sin empleo, el mundo de los gangsters (por supuesto mucho más diáfano que el del periodismo o el de la política) es un mundo ético, uno de los pocos donde sigue produciéndose, por ejemplo, el fenómeno de la amistad. Claro que también se produce la traición; ¿pero entre quienes no? Entre esa gente (hablo, siempre, de individualidades, y no de burócratas del crimen), la muerte excede los límites de nuestra cordura habitual para volverse algo implícito y palpable hasta en la conducta más inofensiva. Me limitaré a un ejemplo paradójico para conmigo mismo: todo gángster arriesga siempre su vida; un escriba lo único que arriesga, en el noventa y ocho por ciente de los casos, es su vanidad. Hasta cierto momento clave, incluso los hombres que después vivirán para un mundo histórico, son necesariamente gángsters: Lenin, Fidel. En cuanto a la muerte lisa y llana, basta con leer, en última instancia, biografías al azar: siempre, acompañando a la fecha de nacimiento, hay otra fecha, y ambas aparecen separadas por un simple guión. Sin embargo, los mecanismos de defensa son enormes, y nuestra pobre cultura cuenta con propagandistas desorbitados de la vida tal cual. A veces pienso que si por un instante nos diésemos cuenta de la ceguera, podríamos volvemos locos en el acto ante la superabundancia de «sentido» acumulado para nuestra menesterosa eternidad culterana en miniatura. Que yo sepa, aprender a morir sigue siendo la segunda empresa más difícil de la vida; o en todo caso la más honda, la que no requiere testigos, ni campañas publicitarias, ni siquiera la más mínima pauta de verificación tribal.
¿Qué tipo de lector esperas encontrar?
Antes que nada, todo aquel lector que esté, a su vez, cuestionado como existencia dentro de los límites del sistema solar. A pesar de tantas habladurías sigo pensando que un libro es nada más que una nueva pregunta, y que sólo exige como tal cuando se transforma en una pregunta compartida, compartida y sin ninguna posibilidad de consuelo. Además, me gustaría encontrar a ese no tan frecuente lector fatigado, como yo, de leer historias más o menos entretenidas, más o menos inteligentes. Sólo en estos casos, creo, quedarían claras las prescindencias convencionales a las que sometí a mi escritura, por aterradoramente conocidas y cómplices del confort ideológico de los demás: el diálogo; la metáfora; los tres puntos; el supuesto símbolo; la descripción del paisaje y de los fenómenos meteorológicos; la posibilidad de saber lo que piensa un personaje equis en un momento equis; la tercera persona deliberadamente oficiante y demostradora: la primera persona de un esquizofrénico, o de un oficinista, o de una tía, etcétera.
En la actualidad trabajas en una nueva novela. ¿Podrías anticipar algo al respecto?
En términos generales (y demasiado vagos por ahora), procuraré afianzar cierta actitud básica que respeté durante la escritura de «Cómico de la lengua»: hacer que las leyes del juego entre la literatura y yo, al ser impuestas por mí, disipen toda posible tentación de aislamiento. Es decir, que vuelve a preocuparme la «conducta de la novela en los otros», sobre todo cuando se trata de desmitificar esquemas previamente consagrados por los asesores de la tribu. Será el libro de un estafador argentino, ex estudiante más o menos típico de filosofía y ahora millonario, dominado por un irrefrenable delirio ·ambulatorio; su abuelo paterno, inmigrante que tuvo decenas de hijos en tres matrimonios y que murió loco, es la obsesión central de su vida y, por lo tanto, el gran estímulo de su delirio verbal. Se llama Esteban, como Dedalus, y lo sabe. En esta novela, presiento, entrará todo lo que callé hasta ahora, las cosas que quiero y las que desprecio, la gente que conocí y que conozco, tres continentes: todo en la dirección de alentar hasta sus últimas consecuencias, a manera de logopea, lo que me permitiría llamar un estado de sinceridad irremediable.
¿Por qué vives en París? ¿Piensas volver a la Argentina?
Me limitaré, si no te parece mal, a citar una frase de Yü Tsing (anotada oportunamente por Lü Dsu): «La tierra que no está en ninguna parte, ésta es la verdadera patria.»
Jean Michel Fossey / Galaxia Latinoamericana (Siete años de entrevistas)
Inventarios Provisionales, Las Palmas de Gran Canaria, 1973
(*) Conocí a Néstor Sánchez en Barcelona, durante el mes de septiembre de 1971. El texto de la entrevista fue publicado en el «Suplemento de las Artes y las Letras», de «Informaciones» (Madrid) el 13 de enero de 1972. El conocido diario madrileño también dio a conocer la segunda entrevista que le hice al escritor argentino en ocasión de la aparición en Seix· Barral de su cuarta novela «Cómico de la lengua».