Philippe Ariès, Essais de mémoire
1943-1983, París, Seuil, 371 p.
Philippe Ariès ocupó un lugar entre los más influyentes historiadores sociales de su generación. A lo largo de un giro de unos cuarenta años produjo cuatro libros de gran importancia que abarcan asuntos que van de la demografía a la infancia y muerte, cada uno aportando nuevas percepciones relacionadas con una amplia variedad de temas.
Estuvo poco limitado por la periodización tradicional de la historia, y discutió con igual familiaridad la Edad Media tardía en Francia o el siglo XX en Occidente en su conjunto. Sobre todo, estuvo interesado en las percepciones de la gente y en las actitudes hacia los grandes momentos de sus vidas, el tipo de enfoque que ha llegado a asociarse con la escuela de los Annales y que ha caracterizado una contribución particularmente francesa a la historia social del siglo XX. Y sin embargo, durante gran parte de su vida no fue en ningún sentido un annaliste, ni tampoco, ciertamente, miembro de alguna estructura institucional. Fue un intruso, una figura aislada y relativamente desconocida que de vez en cuando producía una obra de gran importancia, la cual impresionaba al público en general e impactaba al medio profesional francés de la historia: su Histoire des populations fran raises et de leurs attitudes devant la vie depuis le dixhuitieme siecle, en 1948; Les temps de l’histoire, en 1954; L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime, en 1960, y finalmente, la más exitosa, L’homme devant la mort, en 1974. Durante estos años, la historia de las mentalidades gozaba en Francia, por supuesto, de una aceptación sin precedentes. Y todo el tiempo Ariès siguió siendo un hombre de negocios, comprando y vendiendo en el mercado y, como pasatiempo, convirtiendo en historia el enfoque-como él mismo decía, no sin orgullo-, de un «historiador de domingos». La fama le llegó relativamente tarde. A principios de los sesenta, como relata Michel Winock en alguna parte, era todavía una figura periférica: el interés surgió cuando, después de la publicación de L’enfant et la vie familiale, se esparció en los círculos intelectuales parisinos el colorido rumor de que un importateur de bananes acababa de publicar algunas ideas asombrosamente nuevas sobre la historia de la familia. Tal oscuridad no podía durar. A principios de los años setenta era ampliamente conocido y respetado; su libro sobre la muerte fue un catalizador para una generación de historiadores sociales y culturales. Siguió recibiendo invitaciones para investigar e impartir clases en los Estados Unidos, donde fue recibido como un gran académico. Pero no fue sino hasta 1980, año en que recibió una llamada telefónica de Francois Furet invitándolo a enseñar en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, cuando, como él mismo lo vio, fue aceptado por el establishment de la profesión histórica francesa. Más que con amargura, observó con burla su aparente rechazo a la universidad, y, en varias ocasiones, señala en esta colección de ensayos que su independencia de la academia lo proveyó de novedosas perspectivas y puntos de vista. Su historia, insiste, tiene sus raíces en las experiencias cotidianas, en los problemas e ideas que la vida contemporánea evoca repetidamente. La vida, la muerte, la adolescencia, la senectud: sus materias de estudio son aquellos que él encontró en chismes y en conversaciones de vecindario, en discursos políticos, en los intereses y preocupaciones de sus clientes frente al mostrador. Escribió también para un público más amplio, en periódicos y en diarios escolares: entre las partes más periodísticas reproducidas en Essais de mémoire, 1943-1983, hay artículos sobre temas de interés común, como el suicidio en la sociedad contemporánea, los inválidos, o el papel cambiante de la calle en la niñez urbana. Ariès se introduce con facilidad en tal tipo de discusiones. En muchos de sus escritos hay una traza de nostalgia, una comparación del presente con el pasado. Eso, insiste, es para mucha gente lo importante, lo que los lleva a leer historia. Y, por supuesto, tiene razón. Pero eso no explica en sí mismo la alienación de Ariès de la vida intelectual francesa a lo largo de un cuarto de siglo y más. Para entender esto -y para entender al hombre mismo- debemos tomar también en cuenta la política.
Pero si Philippe Ariès era de alguna manera un extraño en cuanto a la vida académica, también lo era en sus convicciones políticas. La Soborna, donde él fue estudiante a finales de los años treinta, era marcadamente marxista, atraída tanto por el interés intelectual de una interpretación social de la historia como por la política antifascista del Partido Comunista. Por una parte, la atracción de los intelectuales por Maurice Thorez había redituado grandes beneficios en la medida en que una generación hizo del Partido su hogar espiritual. La sentencia de Palmiro Togliatti de que un día la división real estaría entre aquellos que todavía estuvieran suscritos al Partido y aquellos que lo hubieran dejado, parece particularmente apropiada para los académicos franceses de esa generación. Por otro lado, estaban aquellos que, como Ariès, se sentían alienados por el comunismo y sus doctrinas, que a su vez resultaban alienadas por la universidad y por quienes las practicaban. Sus años en la Soborna, según admitió, no fueron felices. No pudo escapar al arrastre del pasado, de su alcurnia y de su crianza, y ello lo empujó a la derecha del espectro político, más que a la izquierda. Algunos podrán sentir, ciertamente, que él se expuso a obsesionarse por el pasado, por una tradición profundamente conservadora y católica que jamás tuvo inclinación de negar. Ciertamente escribe con una perspicacia muy particular sobre sus orígenes, sobre su propia niñez y sobre su familia, que había emigrado a Burdeos de Saint-Bertrand-de-Comminges a finales del siglo XVIII y que, desde entonces, se había movido de un lado a otro, entre Francia y Martinica, Burdeos y Saint Pierre. El mundo que describe está lleno de nodrizas y tías solteras, de fotografías en sepia y catolicismo tradicional, un cercado y protector mundo bordelés de privacidad y picaportes cerrados. No es que el joven Ariès lo haya encontrado opresivo. Él lo evoca con emotividad, y aun con ternura, notoriamente cuando habla de la destrucción de lo que, tal vez espiritualmente, fue su pueblo-hogar, Saint-Pierre, en el terremoto de 1902. Y aunque raramente discute sobre religión, alude a ella indirectamente cuando expresa su impaciencia con los dogmas del ala izquierda católica. Ella lo hizo como era, un hombre profundamente tradicional en sus lealtades y en sus valores morales, un confesado reaccionario y, por varios años durante los treinta, un militante de la Acción Francesa. Esto sin mencionar que sus héroes intelectuales, como Charles Maurras y Maurice Barres, no evocaban una admiración universal en el Boulevard Saint-Michel o en la Rue d’Ulm. De aquí, en gran medida, su desilusión con los ideales de sus contemporáneos y su impaciencia con las modas intelectuales de la universidad.
Estos mismos temas de continuidad y raigambre desempeñan un papel central en su acercamiento a la historia. Está interesado en las concepciones de la gente acerca del pasado, en las continuidades y tradiciones, en la vida en provincia, en los nacimientos y la muerte. Entiende lo ansiosamente que la gente se aferra a lo familiar, buscando seguridad en el pasado, en sus calles, pueblos y villas, en su fe religiosa e identidad provincial. Como muchos conservadores, es receloso del estado y sus funcionarios, y especialmente, de un estado republicano francés nacido de la Revolución y de su cultura igualitaria. Pero hay aún más que un buen conservadurismo en Ariès. Si buscaba definir y regresar a sus raíces, lo consiguió con la certidumbre de que, a través de un mejor entendimiento de él mismo, podría también aspirar a entender a otros. Sabía que sus propias actitudes habían sido creadas a lo largo de generaciones; se propuso explorar los pensamientos involuntarios y los sentimientos que hacen tanto para generar una representación individual del mundo. Es su simpatía básica hacia la gente y su observa -ción de las emociones humanas lo que ayuda a explicar la calidad de sus enfoques. Pensaba que su vida en el comercio- si bien no en el negocio bananero, como era de esperarse-, le había dado una oportunidad para observar y ver las cosas con empatía, lo que ninguna carrera hubiera podido ofrecerle. Y su independencia del sistema de educación superior, pensaba, le permitió una libertad intelectual que fue negada a muchos otros. Roger Chartier, en una excelente introducción favorable hacia su libro, cita aprobatoriamente la justificación que el mismo Ariès expuso sobre su enfoque de la investigación histórica. Hablando en Saint Antonin en 1981, hacia finales de su vida, Ariès observó que «si yo escribo historia, no es porque inicialmente esté interesado en la historia de la muerte, del niño, o la familia; es para tratar de entenderme a mí mismo en el mundo actual. En otras palabras, mi trabajo es un intento de ofrecer una explicación de la modernidad.» A primera vista, Essais de mémoire podría parecer una colección bastante curiosa, diecinueve ensayos escritos por Ariès durante un periodo de cuarenta años, entre los cuales aparecen temas como los cambios en la vida familiar, actitudes hacia la muerte, y el lugar del servicio doméstico a lo largo de las épocas, ensayos que reflejan los asuntos principales de sus escritos sobre historia. Hay un texto sobre el deseo nostálgico de muchos franceses por un rey, por la aparente seguridad que simboliza la monarquía. Y la colección está dominada por un extenso fragmento titulado «Racines», el cual tiene que ver con el carácter de las provincias francesas, sus continuidades a lo largo del tiempo. Esta sección no es nueva, si bien su reproducción es bienvenida, ya que desde hacía mucho tiempo era imposible de conseguir y porque muestra el amor y comprensión de Ariès por las diferentes culturas y mentalidades que componen las dis- tintas provincias de Francia. Ciertamente, primero apareció en 1943, bajo el título Traditions sociales dans les pays de France, como el primero en una serie de Cahiers de la Restauration Nationale. Hoy parece más notablemente fresco y libre del canturreo pétainista de lo que fácilmente uno hubiera esperado. El joven Ariès, si bien contratado por Vichy para dirigir un instituto de investigación en gran medida ficticio, ya demostraba algo de la independencia de espíritu que lo llevó a admirar a Marc Bloch y a los historiadores de los Annales. Estaba ya dando la espalda a sus días de militante político y distanciándose de la Acción Francesa; temas como la izquierda o la derecha, como subsecuentemente habría de mostrar, podían volverse fácilmente confusos y falaces. Los archiconservadores de los años treinta harían más tarde causa común con los inmigrantes argelinos y con los estudiantes sediciosos de 1968. En términos intelectuales, estaba cerca de Michel Foucault y los annalistes, así como de varios discípulos de Maurras y Barres, cuando se describió a sí mismo como un «verdadero reaccionario». Ariès conocía el impacto de sus palabras y las escribió con una provocativa y autocomplaciente sonrisa.
Hay en estos ensayos mucho de interés para el estudioso de las costumbres francesas. El tema de la anticoncepción es abordado en tres lugares diferentes y discute asuntos del momento como la planeación urbana, la depresión en las ciudades, y hasta los efectos del comercio del tipo «hágalo usted mismo» en las estructuras sociales tradicionales. Las propias experiencias del autor, las cosas que lo marcaron en su vida personal -parecido físico con familias y el papel de lo no dicho, lo inconsciente, el secreto- nunca están lejos de su interés. Éstos, ciertamente, no son los temas históricos tradicionales, pero mues -tran al historiador cada vez más atraído por el enfoque y mentalidad de la escuela de los Annales. La propia historia de Philippe Ariès, las regards en arriere que él nos presenta en estas páginas proveen un apropiado microcosmos de la sociedad más amplia que intenta retratar.
Alan Forrest
Tomado de The Times Literary Supplement, 8 de octubre de 1993, pp. 32- 33
Traducción de Guillermo Turner.
Revista Historias 32, (INAH) 1994