Escribir es para Néstor Sánchez un instrumento de búsqueda, de duda, de indagación personal. No trata de dominar a sus personajes, trata de encontrarse a sí mismo a través de ellos con un rigor que no le escatima dolores.
¿Por qué los escritores, en general, no estudian? Digamos que tanto un músico como un pintor, necesariamente deben aprender determinadas técnicas para poder producir. Así sucede en casi todas las profesiones. ¿No es válida la regla para un escritor, se puede hablar de musas inspiradoras o de una genialidad natural?
Ese es un problema éticamente muy grave. Las demás disciplinas de esa fea palabra que es el arte, admiten el aprendizaje y, por una especie de fatalidad, de tradición equívoca, romántica tal vez, el escritor, el que va a escribir, no acude al taller como el pintor, o el músico, o la persona que hace danza. No se trata de buscar qué hay que hacer; en todo caso por lo menos de buscar qué no hay que hacer. Aprovechar la experiencia humana, la experiencia de otros. Yo, personalmente, ni remotamente quiero irrumpir en la intimidad de mis alumnos, pero intento convocar un tipo de escritura. Lógicamente tengo que contar con la adhesión a mi tipo de escritura.
¿Cuál es ese tipo de escritura, ese criterio?
Bueno, es largo. Yo tengo un primer ciclo que cerré con cuatro libros y que llamé “escritura como instrumento del conocimiento”. La base primordial sería que no hay diferencia poesía-prosa, es experiencia vivida, no hay que contar nada que pueda contarse por teléfono. A mí me preocupan líneas que han aparecido en esta segunda mitad del siglo y que desorienta, en cierta medida y por fortuna, el encuadre casi diría maldito que fue el facilismo en la escritura. Es decir, la novela no como poema de aliento, que es lo que asumo, sino la novela como una especie de prostituta, la televisión del siglo diecinueve.
¿Usted siente que la novela fue invadida, como género, por falsos novelistas?
Sí, claro. Es más fácil. El ensayo requiere mayor esfuerzo, arrancando por un pensamiento sistemático. Es más fácil invadir a la prostituta famosa, la novela, y estructurar una teoría política, o establecer una crítica a los militares.
Sin embargo no es algo sencillo. Hay escritores de todas las alturas, siempre los ha habido, pero sólo algunos escriben bien, desarrollan una idea, hacen crecer personajes, se crean un espacio y un tiempo propio y real.
Yo le diría, de acuerdo a mi experiencia, que la escritura poemática, la escritura de ideas, tiene que producir un estado de gracia, como puede producir el jazz, la improvisación en la música. Tiene que tener un detonante, y es un estado de pregunta. La invención de historia hace a una falta de certidumbre de escritura, la escritura se niega. No le demos una importancia desmedida a la escritura poemática: es lo mismo que el ajedrez o el golf. Es uno de los tantos instrumento con que el hombre cuenta para encontrarse consigo mismo, y para que ese encuentro con sus verdades fundamentales, por resonancia y jerarquía, le sirvan al otro.
Es tomar la literatura como una fatalidad, como un destino de vida. Pero hábleme de su segundo ciclo.
Sí, escribir es una fatalidad para mí. Este segundo ciclo se llama “escritura como disyuntiva ética”, y esta disyuntiva ética ya me permite pensar un poco en mi escritura. Me inquieta mucho el sentido profundo de los tipos humanos, lo que comúnmente llamamos astrología, y las predominancias y los dones. Le diría que la palabra, y la relación fundamental de la palabra con la emocionalidad, posiblemente tiene que ver con un don que a su vez tiene que ver con determinados tipos humanos. Esta es mi sospecha que estoy desarrollando. La literatura es tierra de nadie, es un lugar que está tan bastardizado, y por otro lado es el lugar de la superación de un fracaso.
¿Por qué el lugar de la superación de un fracaso?
Porque es tan sencillo, un muchacho no sabe qué hacer con su vida, agarra una servilleta de un bar, un lápiz, sube a un colectivo y cuando baja ya es un poeta.
Sí, pero se puede ser Ezra Pound, Roberto Alrt, Poldy Bird…
Así es, pero lo que quiero decir es que la posibilidad de invasión del instrumento escritura es muy significativa, porque la palabra es de todos. Por eso mi sospecha del don, de destino, de finalidad. La escritura es un lugar donde confluye la patología, nutre, también una cantidad enorme de defectos en el hombre. Si el instrumento se perfecciona hacia una verdad interior empieza a sospecharse una jerarquía expresiva. El instrumento se niega a la facilidad, y el lugar de la historia, esa que hasta podría llegar a contarse por teléfono, es el problema que plantea la novela. No así el poema, este tiene otro defecto, al revés. Lo que no debe hacer el poema es filosofía.
¿Cuál es la función del poema?
Así estamos. Si le dijese que es el estado de gracia, ¿estoy exagerando?
Usted habla de las jerarquías, de la jerarquización, de la búsqueda de una verdad interior. ¿Se trata de un camino de enriquecimiento?
No. El instrumento está dado no para acumular conocimiento, sino para establecer una pregunta única. La jerarquización es un proceso de pérdida. Le propongo un ejemplo en el tango, del que me considero un conocedor profundo y que me ayudó mucho a discernir. Si partimos de la jerarquía angélica que tiene el primer tango de Di Sarli, con Roberto Rufino a los diecisiete años, si se valora esa jerarquía de esa primera etapa, uno se va quedando con muy poco después. La jerarquía es un proceso de pérdida, yo lo vivo, lo padezco.
Yo diría que usted tiene o aplica una rigurosidad implacable para con usted mismo.
Hay un libro que leí hace muchísimos años, antes de irme de la Argentina, que es “El arte de los arqueros japoneses”. Está escrito por un alemán de formación típicamente académica, que viaja a Japón y tiene una experiencia de cinco años con un maestro zen. La experiencia es la relación con un instrumento que es el arco, y la cantidad de conocimiento de sí mismo y del mundo a partir de esos impulsos, es asombrosa.
Comprendo, pero me sigue preocupando su rigurosidad. ¿En qué medida le alcanza, le es suficiente, la palabra?
Le diría que hay una experiencia a la inversa en el problema de la palabra. Si usted tiene una vivencia profunda, que la conmocionó mucho y tiene que contarla, o escribirla, la vivencia siempre superará a la palabra. El lenguaje castiga, no es fácil encontrar palabras para algo que la ha excedido, a mí en mi poética me excede la vida. Como sentido, como misterio, y evidentísimamente, la muerte, como problemática irresoluble. Esa es mi poética. Frente a esas dos palabras siempre fue una especie de mendicidad.
La escritura como instrumento de conocimiento, como búsqueda, ¿dónde ubica variables como la crítica especializada, el negocio editorial, las modas literarias, la cultura oficial?
Son imponderables…
Vivió muchos años en Francia, muchos en Estados Unidos. ¿Por qué se fue?
Yo tengo una relación muy prolongada con las enseñanzas de Gurdjieff. No lo conocí a él, lamentablemente, pero tuve experiencia directa con la mujer en la que él depositó toda la estructura futura de su trabajo, en París. Mi instructor personal fue su hijo.
El camino en búsqueda de la verdad interior que plantea Gurdjieff tiene, en algunos aspectos, algo de mística. ¿Cómo se juntaron la escritura y esa experiencia?
Yo tuve una experiencia de corte iniciático muy difícil, y la escritura era, entonces, casi un estado de pecado, frente al conocimiento objetivo. Fue un conflicto inesperado en mi propia vida. Apareció un instrumento de mayor jerarquía, mi arco zen. Y me sometí rigurosamente al silencio durante catorce años.
Después de catorce años de no escribir, al retomar la literatura ¿qué piensa que le dejó tal experiencia, o cómo se instala ella en su escritura?
En esos catorce años se cumplieron relaciones imponderables, el núcleo de escritura mío ahora es la disyuntiva ética. Estoy en una encrucijada.
¿Le resultó difícil volver a conectarse con la escritura?
Bastante. Paralelamente a mi experiencia yo enviaba, todos estos años, por correo, a casa de mi madre en Buenos Aires, anotaciones con la instrucción de que las guardara en una caja. Ahora me reencontré con esos cincuenta y ocho sobres y no los puedo ni tocar.
Usted se fue a París para vincularse con el trabajo de Gurdjieff, ¿por qué viajó después a Estados Unidos?
Porque es uno de los centros importantes de ese trabajo, pero la experiencia fue muy diferente. Las condiciones son muy distintas en Nueva York y en París. Yo cumplí dos ciclos de experiencia personal, bastante difícil, bastante riesgosa, que estoy todavía asimilando.
¿Cómo fue la llegada a la Argentina, y la adaptación, o no, a una nueva realidad?
¡Muy dura! Realmente muy dura, además estoy viviendo en casa de mi madre, acompañando los que fatalmente son sus últimos años ¡y eso me ha perturbado tanto! La ciudad me desconcertó, tuve satisfacciones en los encuentros sobre todo con la generación que está ahora entre los treinta y los cuarenta años. Hay en ellos una valorización grande, una incidencia, de mi escritura. Recién ahora estoy empezando a ubicarme; la llegada fue dolorosa.
¿Cómo se nos ve llegando desde esa experiencia que usted vivió?
Es raro cómo se los ve. Sobre todo ese fenómeno alocado de la inflación, que no lo viví nunca en ninguna parte del mundo. Descubrí que el dinero es una segunda irrealidad. Creo que hay expectativas bien encauzadas en un momento de gran desconcierto.
Usted ha hurgado en la profundidad de su alma, ha indagado en lo más profundo del ser humano. ¿Cuál es el destino del ser humano?
¡Que pregunta! ¡Que pregunta tan extraña! Mi relación con la muerte no hace más que agudizarse. La estafa biológica es irreversible, incluso en el sentido del mejoramiento interior. Esa inminencia de muerte, esa perentoriedad, esa leucemia fatal que todos padecemos, hace al drama que, en mí, ya a esta altura de mi vida tiene un reclamo ético insoslayable. Siento que hay un elemento en el drama humano que no tiene reparo, no tiene descargo. Hay una correlación de conciencia de sí y de conciencia de muerte, de destrucción. Habría que encontrar el consuelo o una trascendencia de tipo místico. Yo coincido con las palabras de Don Juan de Castaneda: “somos polvo en el camino”. Coincido con mi poética, porque yo soy viejo adherente a la condición lumpen. A la profunda, a la marginal, a la de Charlie Parker, a la de Pichuco, fatalmente Dillinger también.
La condición lumpen de la novela negra…
Sí, me gusta la novela negra. Ese tipo de escritura. Lo admito. La condición lumpen conquistada impecablemente, uno no se puede equivocar, porque lo matan. Cuanto más se equivocan, más salen en los diarios.
¿Raymond Chandler de Hammet?
Hammet influyó a todo el objetivismo francés, y éste, que no dio grandes resultados –los franceses piensan bien y hacen mal- dio al escritor no Dios, no al escritor demiurgo, el que lo sabe todo. Hammet es un escritor de rigor terminantísimo en su instrumento, por eso la eficacia. Por eso lo respeto sin adorar esa corriente.
Selva Echagüe, Diario El Cronista, 1988