
Raigambres
I
Hubo, que se elevó, un habla sagrada. Pero el poema, entonces el poema, engendrado de sí, comenzó a ser reconocido.
Así ha de haberse pronunciado, tal vez, en las prehistorias de todas las literaturas del mundo, el mismo comienzo. Tal encabezamiento indicaría un primer y oscuro compuesto de la intención de los lenguajes, mucho antes de que las brutas claridades de las historias dividan los espacios y los ecos de las voces. Fue antes de toda humanidad. Las glyserias furiosamente surgidas se agrupaban en orillas desgarradas que divagaban entre gargantas de fuego, los colores apenas se distinguían unos de otros y los arcoiris torturados aún no eran más que masas sin halo requiriendo sus líneas en rededor. Eternidades más adelante, lo que surgió sobre las inclinaciones oscuras de las grutas no era la sombra engañosa de una realidad del afuera, sino el signo mismo de la fusión por completo: las humanidades no habían sustraído aún sus diferencias a golpe de amputaciones sangrantes y lo que estaba allí grabado sobre las rocas de las cavernas, ni mano divina ni trazo hechicero, era también la memoria de este poema originario, venido de sí mismo, y el eco de este habla sagrada, nacida ya de todas las cosas en el mundo. Poema, vaho, eco, que exhalaban y acompañaban el estupor sagrado.
El mito, o esta leyenda o este sueño, crecido de los reales inconcebibles de los orígenes y recompuesto en las primeras historias de las humanidades, no tenía el valor acabado de una ocasión histórica, en razón de que se repetía con cada poeta que, desde aquellos tiempos ofuscados, había remontado nuestros tiempos evidentes para encontrarse con semejantes revelaciones. Escribir un poema o cantarlo o soñarlo era aceptar esta verdad indemostrable, que el poema en sí es contemporáneo de las primeras brasas de la tierra. Por eso mismo nos complace que el pretexto del poema permanezca tan oscuro, cada uno renuncia a ponerse de acuerdo sobre sus claridades, este poema todo-vidente no presume de ninguna necesidad visible, los más confiados poetas lo dicen, y este poema regresa cada vez a lo que fue un episodio o una necesidad de presciencias de las humanidades, y renueva, con los poetas más inesperados, en sus necesidades de habla, ese recorrido que ha llevado del oscuro origen del canto a sus trémulas evidencias. El tejido del poema es turbio, indiscernible, el poema hace su camino por debajo, manifiesta sus fulgores en todas las lenguas del mundo, grito o palabra, es decir en todas las direcciones, donde quizá nos hayamos perdido, se expande de verdad de un paisaje en vivencia de otro, el poema nómade, rueda de tiempo a tiempo.
La elevación había hecho que la palabra se extrajera de sí misma mientras era borrada de todo lugar posible, como un pájaro incalculable, aquello que sucedía antes de que las razas y las lenguas y las posturas se hubieran diferenciado y más tarde opuesto, y el poema hubiera desaparecido en los derrumbes de la tierra, en oscuridades ignotas, y con él todas las posibilidades de las lenguas, que entonces hubo que recomponer como raíces rotas.
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Este amanecer, abismal e inexplicable.
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Las herrumbres de las hablas, los grafos del poema, nuestras humanidades los han recomenzado indefinidamente. Ellas buscaron lo que había sido reconocido, ellas iban, por todas estas lenguas poco a poco redescubiertas. La escritura no brotó primero de este conocimiento, pero he aquí que, sí aquí, el apilamiento de las voces en crudo y de las estrofas bien alto declamadas, la precipitación de los raras originarios, que habían prefigurado las campanas antes de reemplazarlas cuando ellas se callaron, que dan vueltas y vueltas, y el chicheo en cascada de las raíces levantadas aquí y allá, y todos los barros que resisten la remontada de las palabras, y la germinación de los cantos que, en sus lenguas y lenguajes de semillas y filamentos, intentan precisar nuevamente el poema, por completo hundido, que es obra suya también y que pareció haber surgido de sus simientes salvajes. Las raigambres, lo habíamos olvidado. Después los pueblos con escritura triunfaron orgullosamente por sobre los pueblos de la oralidad, estaba cantado.
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¿Qué quería esta palabra de lo sagrado (hablo del mundo en su totalidad), aparte de confirmar tantas oscuridades inevitables? Supuso, en un primer impulso, prevenir (o luchar) contra la partición de las diferencias que parecía imparable, después, cuando los caminos y las inspiraciones del mundo fueron efectivamente divididas, se ocupó de reunir una vez más estas diferencias a lo largo de una misma y misma respiración para que el sonido divergente que resultara de ello hasta los horizontes pareciese sereno y tranquilizador.
Lo sagrado representaba entonces una resolución benéfica para las amenazantes diversidades, no obstante el poema no encontró lugar para ser conocido, se había escondido bajo los primeros derrumbes de esta tierra. Retengámoslo bien: el poema se hundió en un derrumbe de la tierra. La unidad y multiplicidad de las cosas se presentaron, por costumbre más que por comodidad, según el orden de un reparto por parejas y dualidades, antes de que se descubrieran los géneros y las especies, y esta cadencia permitió distinguirlas mejor (aún pensamos y reaccionamos de esta manera dual, a veces es un placer desconcertante), esperando también que las diferencias renovadas se confiesen como tales y que surja una vez más el poema. Pero los pueblos ya se habían separado, las dominaciones proliferaban y todos los papayos en flor, los machos llamados bouarengues porque son estériles y los papayos hembras que asumen el peso de reproducir la especie, habían fecundado a la vez, y por separado. Lo hemos visto, un male papaye cargado de frutos. Era una reminiscencia de las antiguas indistinciones. Habiendo atravesado lo oscuro, y habiéndolo expresado, antes de entrar en las inciertas claridades de nuestras historias.
II
En el morro de Bezaudin, en Martinica (el vínculo con las brasas originarias, el volcán Pelée no queda lejos), y en este año 2008: el verde pálido de los bancales de jóvenes cañas cede ante lo oscuro de la subida. Hay que abandonar nuestras certezas después de todo este tiempo lejos: brillos que nos subyugan, noche de ramajes, desnudos, ¡que nos arrancan de ese otro lugar! El camino gira y vira y arrastra. De pronto, uno de sus troncos más gruesos, con frutos que relucen, como transparentes y frágiles, y sin embargo olvidado o antes desconocido, frutos tan frágiles en ramas salvajes. Flotamos a gran velocidad bajo sus capas. En lo alto, un amplio y neto claro todo rodeado de sol y unos jóvenes bajo una galería de barro rojizo agachados, como tranquilos revendedores de hojas, no quieren arriesgarse a un decir falso a propósito del lugar incierto de esta choza, nos mandan entonces con la parentela, cerca bajo otro refugio, el hermano de la madre y el padre del padre cuyas voces de repente trepidan en la tarde seca. Reaprendo de un golpe la lengua de lo alto, un criollo por chorros que se desliza y machaca a la vez. ¿Dónde yace esta casa primordial, nuestra caye, cuyas paredes de tierra y encañizados habían dado paso en estos tiempos a chapas oxidadas, haciéndola parecer menos que un galponcito? Doce años atrás, había acompañado allí a uno de mis hijos cuando todavía era un niño. Prendido a mí, asustado por esta imagen de vacío y abandono, se había girado hacia el ruido ya aplacado del arroyo ahí abajo. Yo había intentado también adivinar a través del encañado los contornos de aquellas sombras en el interior, pero no resultó más que un grueso de tinieblas asolado probablemente de insectos, con mil patas, insectos largos, saciados de rocas de volcán. Acá es sin embargo donde nací. Hoy no encuentro el camino, esas voces discuten las direcciones de la choza, el agudo despotricante del padre del padre, la minuciosidad empecinada del hermano de la madre, más joven y retenido, el mayor más patético y afable y vehemente, como de vidrio que estalla, nos decidimos por la minuciosidad, seguiremos su dirección, pero ya se hizo tarde.
III
No encontrarás la choza, esta vez, entre los brotes y las raigambres de cemento nuevo, ya roto, como esas yolas inclinadas, impulsadas a remo. Nunca más encontrarás.
Vamos a la deriva, por más de una hora, entre los dameros de noche y sol y las rasgaduras de las sombras bajo el ramaje, recogemos los chicheos de hierba y barro que se alternan en lo que queda de los viejos caminos. Creemos perder nuestros cuerpos en este bochinche de vegetación donde el calor bulle, como adentro de una vasija sobre el fuego, tapada por tres rocas. Estoy tan aturdido que no oigo el fluir antes persistente del ruido del arroyo más abajo: no es que me haya acostumbrado, sino que no hay más ninguno de esos quiebres de aguas, ellos también fijados a las rocas para escalar el morro con nosotros.
Los caimitos azules (enormes) y los duraznos cuya piel se pela como corcho ablandado, los mangos y las pamplemusas indestructibles se han entremezclado en un nuevo comienzo de tiempo y tierras, recubiertos ya de lianas suaves y un aspecto ininterrumpido de plantas casi malolientes, la tierra en ese lugar se desmoronó y está como vuelta sobre sí misma, y las enormes raíces siempre destripan cargamentos de ramas, barcos hundidos que parecieran transportar aún su cargamento de víveres. El olor a marchito reemplazó el ruido del agua. Cordones de troncos y amontonamiento de tierra taponan accesos improbables, las casas de cemento alrededor han sido evacuadas, la familia entera, la mía, que había circulado allí (acá) fue distribuida hacia los alrededores y en el centro la choza desapareció en ese derrumbe de la tierra, como un poema de los primeros días.
Pero el poema es en realidad la única dimensión de verdad o permanencia o desvío que religa las presencias del mundo, conquistadores y pueblos arrasados, sabios y comunidades elementales, cantos y llamados, diálogos apacibles con los bosques y las aguas y los fuegos de la extensión y brotes salvajes en lo desconocido de las sombras, graves poetas de servicio y griots sin límites, improvisadores de las pampas y cadenciadores de remo, comunidades estridentes y pueblos sin palabra audible, técnicos de máquinas de aturdir y vulgarizadores impúdicos, bajo todas las formas, empezando por la frecuentación insospechada que tenemos de nuestros entornos, un piripipí de acacia que ahora se fija y comienza a soñar su canto.
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Este decir de las antiguas Áfricas que declara «solo la ruta conoce el secreto», o más secretamente, «solo la ruta conoce el camino».
El imán del mundo nos lleva por direcciones desconocidas.
Édouard Glissant / Filosofía de la relación
Título original: Philosophie de la relation. Ed. Galimard, 2009
Traducción: Sol Gil
Ed. Miluno, Buenos Aires, 2019 / Prólogo de Walter Mignolo / Posfacio de Manuel Rebón
Ph / Édouard Glissant , 1958