Le puse por nombre a esta lectura, «¿A quién le importan nuestras cositas?» que es el cruel interrogante que me hago siempre, porque es la pequeña tragedia de los que escribimos este realismo cercano, por tristeza, por desazón, por abandono, porque sí, porque creemos que así estas cosas no se pierden pero ¡¿a quién le importan!?.
Y escribí como epígrafe: “Ser artista no es nada serio, ni es una profesión ni una posición social; además una obra de arte posee casi siempre un carácter confidencial, es en cierto modo una especie de confesión, lo cual hace difícil que pueda ser asimilada por los familiares y amigos del autor. Aparte de eso, un artista incipiente siempre resulta ser un fenómeno bastante pretencioso, es un poco como si alguien propusiera su propia candidatura para ser un gran hombre”.
Gombrowicz, Recuerdos de Juventud
Y además de lo que Gombrowicz dice de lo pretencioso que es ser un autor nobel o primerizo, Gombrowicz, lo vengo pensando hace un tiempo y se lo dije a los polacos en el 2017, digo que Gombrowicz le trajo alegría a la literatura argentina, que en una de sus variantes más conspicuas es una literatura letrada, seria, durazna, tesista, schollar. Y el libro de Candelaria, igual que Gombrowicz, nos trae “la alegría de los santos”. Y pocos le traen alegría a nuestra literatura… también se la trajo Aira, no hay que olvidarlo mal que le pese a algunos amigos…
En la contratapa de La alegría de los santos escribí:
“Candelaria Ramales pone nombres. Nombres reales. Vitales. Hace literatura que sirve para vivir y los santos ayudan. En el relato que le da nombre al libro dice: “Todo lo que te haga falta pídeselo a los santos y ellos proveerán. Ellos todo lo pueden…. Confieso que al principio de esta historia yo no sabía para qué servían los santos.
El primer cuento habla de estos cuentos. Los da a leer. Los ofrece en voz alta. Así la literatura va pasando. Un padre y la madre. Con sus cosas. Comunes. Con sus voces. Pequeña historia. Lengua directa. Un espacio chico y así el mundo propio. Al alcance de la mano. Aunque sabemos que son las calles de Buenos Aires y los retazos de Oaxaca. La última frase del libro, habla también del libro, del escribir, del dar a leer.
Candelaria Ramales en sus cuentos anota la vida. La que verdaderamente tenemos. Esa vida chica, chiquita. Las palabras rancias con que nos tratan, las palabras con que nos consolamos, las que nos decimos como cantinela para seguir. Lo que nos queda en la cabeza cuando nos maltratan. Cuando se van. Es una voz sola que mira y cuenta. Como las historias que no terminan. Candelaria hace relatos que caminan, que siguen, que van, un modo de hacer literatura. Hoy que todos escriben, anotar una historia vista, retratar una escena y dejarla ir solita es bueno.”
Luego de escribir la contratapa seguí pensando y releyendo el libro de Candelaria Ramales vi que ella anota certera diálogos reales. Por ejemplo: “No exageres, tanto recuerdo, me dice. Te leyó y ya.” Eso está en el primer relato y luego leemos: “Exageramos en tener una vida convencional. Tanto que me aburre pensar que la vida va a ser siempre así. Hablamos del clima, qué calor hizo y qué calor va a hacer mañana. Parece que nos cortan la lengua en tajitos.”
Candelaria Ramales tiene y pone sus saberes, esos que va viendo y escribe frases justas con esos dones chicos que trae. Les leo algunos: “La distancia me borra, y esa distancia me consuela.” O, escuchen esta frase: “Mi papá dice que un día nos vamos a volver todos locos, y lo dice como si volverse loco fuera un tema sencillo. La gente no tiene tiempo para esas cosas. La locura es para los que son capaces de soportarla, y no cualquiera. Están repletas las calles de blanditos.” Candelaria sabe que los locos sufren un exceso de real y que algunos escribimos para controlar eso un poco.
La alegría de los santos puede decirse: “El techo húmedo es mi pedazo de realidad, digamos. Ver la humedad me tranquiliza. Me hace recordar que seguimos siendo tres con nuestra vida normal y su aburrimiento.” O “la playa y la venganza llenan a mi mamá de una vitalidad que envidio” o “Tenemos el sol cuando queremos, de tanto imaginarlo, también nos pertenece.” Y les leo más: “Estoy aprendiendo a nombrar las cosas por su verdadero nombre. Cuál es el lugar de lo que escribo entonces.”
En este libro hay muchas afirmaciones preciosas: “Tenemos que mirar cómo nos parten el tiempo y la vida con impecable sencillez.” O: “Yo escribo todo sobre ellos en forma de venganza”. Con ´preciosas´ quiero decir bien escritas, líricas, pequeñas, no pretenciosas y por eso literarias.
Candelaria Ramales nos cuenta escenas de estos años acá, sucesos breves, trabajos, infortunio o más bien pequeños infortunios cotidianos. Ella dice: “Cuando vi por primera vez al profesor, pensé que si bien la vida da muchas vueltas, la mía estaba zigzagueando.” Y continua en otro lugar: “Ahora estoy desgraciada. Cada vez que termino de leer esas hojas grises del tamaño de mi brazo, pienso que no me reconozco en este mundo que habito.”
Candelaria junta cosas, mira una planta que hereda raramente, aprende sola. Piensa lo que le ha pasado, define con precisión pequeñas situaciones. Como ésta: “En un lugar con piso de tierra la gente se estanca.” Y son esos lugares pequeños donde la literatura se hace grande, buena, como cuando escribe: “un acto muy simple. Me esforcé en comprender que cada uno se echa a perder con el placer que quiere.” Candelaria Ramales pinta hombres y mujeres que andan, que hablan, que pueden volverse brutos, hacer payasadas chicas y puede levantar vuelo en frases como: “Soy una deudora que camina.” ¡Si hasta parece Carlos Correas, un realista urbano genial!
Candelaria Ramales también cuenta sucesos literarios: tratar de enseñar Literatura, escudarse con un libro: “Hay que tener libros para toda ocasión -escribe. El que uso como escudo es uno que habla sobre gauchos políticos, para recrear una atmósfera de quien está leyendo en serio. Un libro que no me importa que se estropee en las orillas; un libro para impresionar. Me lo regalaron en un cumpleaños, también para impresionar. Algún día, quizá, lo voy a leer para darle el gusto a esa gente que persiste.” Candelaria puede afirmar también: “De todos los trabajos escribí y por eso considero que todo es absolutamente literario salvo dar clases de Literatura.” En otro relato dice: “No, yo quise ser una buena escritora de la que alguien dijera: mira, mientras presentan su libro, ella está comprando caramelos.” ¿Dónde está Candelaria ahora, compra o no caramelos?… Y sigue en otro lado registrando: “Ahora bien. Hay algo que le regresa la decencia a mi vida: poder escribir inicios de historias que, aunque no llegan demasiado lejos, tienen una influencia de carne y hueso en mi cabeza. Mientras camino, pienso en mis personajes, en sus nombres, en lo bien que me siento de ser dueña de mis historias. Amo ayudarlos a salir de sus propias crisis. Soy buena con mis personajes: detesto verlos sufrir en su propio barro. Aunque tienen vidas mediocres les doy un poco de aliento cuando puedo.”
Además el libro se detiene en cucarachas y ratones. Una lucha desigual, como la que emprende antes con la humedad de una pared o el tener que cambiar de domicilio por una muerte inoportuna. Digamos, “se entusiasma hablando de cada tema mínimo que se le ofrece” (y la estoy citando).
Repito que Candelaria anota sus pequeñas cosas. Ella escribe: “Mi tío se fumaba el primer cigarrillo, hamacándose en el bochorno de la mañana, mezclado entre mosquitos. Me acordé de cuando había ido a despedir a la estación, hacía cinco años, me dijo que yo iba a llegar lejos porque tenía patas para gallo. Yo, quizá, era el héroe de mi tío y él para mí, sin embargo, no era nadie”. Candelaria sabe y afirma: “No nací para inquisidora. Ya es suficientemente ingrato tener que enseñar Literatura. La Literatura no se enseña, por eso no puedo desaprobar a nadie.” También puede registrar algo quebrado, yuxtapuesto: “Los árboles de limones nunca han de faltar. Por falta de creatividad los chicos son señalados en forma lamentable” y recordar que “Cuando vivía en Oaxaca, con mi familia, la playa nos quedaba muy cerca. Las vacaciones, en nuestro caso, hubieran consistido en irse a la gran ciudad a fotografiar el tránsito de coches… (para terminar el segmento diciendo) Viéndolo así, vivo permanentemente de vacaciones.”
Candelaria, realista atenta y alegre, sigue como murmurando en voz alta. Les leo: “Otra hipótesis del por qué mis compañeros del trabajo me ignoran es que quizá no soy buena contando historias, no tengo esos típicos movimientos de los porteños que mueven las manos y ejecutan caras y pucheritos como mandando besos sin parar. Soy demasiado parca. Tengo gestos regulares en la cara.” Y luego sigue reflexionando: “Hablo tan en serio que les causa gracia, eso es lo que entiendo. No cuento chistes, pero prefiero no aclarar.”
Y mientras ella anota sus días va diciendo algo de cómo lo hace. Por ejemplo: “Me predispongo al viaje de vuelta a lo tonto, como los ratones que dan vueltas en sus jaulas. Repaso en mi memoria lo que hice desde que me levanté, para ahorrarme este teatro de mí, y no volver” y se mira hacer en: “Estoy caminando por todos lados porque trabajo de cartera. Los carteros vamos y venimos buscando direcciones, sólo eso.” Y se reconviene: “Basta de esas costumbres tan ningunas.”
Un realista atento pasea los ojos por la alacena, mira el humo por la ventana, sigue una silueta de lumbre, quiere llorar y no ser mirada, no busca significado a lo que dice, pone “gente que viene y se exhibe” y define: “Con saquitos, con la mejor sonrisa después de emborracharse sólo un poco con el vino. A nadie se le mete la comida entre los dientes. Se ríen con perfección, comen y ríen. (Y Candelaria sentencia) Reideros deberían llamarse los restaurantes. Vamos a cenar al reidero tendría que decir la gente.” (¡Y así Candelaria inventa la palabra que acaba de traducir Fulvio Franchi para Jlébnikov confirmando el “pinta tu aldea y…”!)
Y entre esas marcas pequeñas que Candelaria anota está San Juditas al que hay que “agradecerle con mucha alegría porque cuando agradecemos a los santos, ellos se ponen muy alegres también” –así dice el relato.
La alegría de los santos es un modo de escribir lo pequeño que nos pasa, allá o acá, alguien que le habla a las paredes de un convento, un ser débil que puede ser “un reclamo nacido de las piedras” o “un amasijo de caprichos”. Las historias de los que seres comunes no son, de una u otra forma, parecidas como las familias alegres de Tolstoi. La alegría de los santos es “fotografiar los pisos, a la gente y tocar las paredes a ver si en tierra extranjera las paredes sí (le) me hablaban”. La alegría de los santos sabe que “El amor es a veces una cortesía”, un “conservar los objetos que traen recuerdos”. Es juntar aburrimiento, distorsiones menores como la de Martín, un barrio con algo de zoológico, un domingo vacío o una sociedad de caras -como dijo Carlos Correas.
Candelaria va escribiendo y va sabiendo, como cuando dice: “Empiezo a atar los hilos” o “Uno pide un favor y parece que se borran las distancias” o “una palabra necesita de las otras”. Candelaria anota la espera, las cosas que se ponen rancias, “los comportamientos paranoicos de los vecinos”, el reconocimiento o su falta que pueden ser “tan intercambiables a fin de cuentas”.
Candelaria se ve entre esas cosas “repleta de soledades”, “nunca estancada en nada” y pierde “el tiempo que tenía de sobra”, un pequeño “patalear el corazón”. Y la describo con sus mismas proposiciones porque en ellas queda claro que esta literatura es una forma de vida vuelta una forma de decir cercano.
Su realismo atento mira todo pero escribe lo propio, porque somos siempre lectores de lo universal y escritores de lo local -como repetía Nicolás Rosa. (Buen cierre para presentar a una mexicana, a una oaxaqueña, en Buenos Aires).
Laura Estrin, 10 de octubre de 2019