
El sol de limón de Hugo Savino requiere que se lo comente, no que se lo elogie; escribo pues mis reflexiones sobre su libro. ¿Pero cómo? No como escriben los críticos que se ponen en jueces exclusivos de los textos de otros ni con el tono cómplice de quienes se ponen en el mismo nivel del escritor, como si fuesen su otro yo y entendiesen todo lo que el hombre escribió y lo comprendiesen desde un conocimiento superior. El crítico que se pone en el rol del progenitor sentencioso, juicioso y solemne que todo lo conoce, de dónde lo conoce todo no lo sé. El típico estúpido ensoberbecido por cierto tipo de conocimientos seudocientíficos. ¿Pero entonces cómo? ¿Qué criterio seguiré? El mío. Un método que denomino restrictivo. Prescindo de los giros de rigor, me empeño en eludir los senderos llenos de pies yendo y viniendo, voy por donde no veo signos de dirección. ¿Esto tiene como fin exhibirme como ingenioso? No. Es un método que uso siempre que quiero escribir sobre cuestiones de mi exclusivo interés, sobre cuestiones que merecen el esfuerzo de eludir, de omitir, de decir de otro modo, de huir de lo obvio, en honor del libro sobre el que escribo. Debo decir que mi exclusivo interés es eso mismo, no son cuestiones de orden público y es dificilísimo que despierten el interés de otros. No se me hubiese ocurrido escribir sobre un libro que no me gustó, no hubiese sentido el impulso porque por lo común no critico. Puteo solo, es cierto, rezongo, me enojo con los textos estúpidos, con los novelones de estío, los versos dulzones y ese tipo de expresiones pero no destilo veneno por un sueldo, no sé si me explico.
Seguro que no me expliqué muy bien, pero ese no es el punto. El punto en discusión, o mejor dicho en reflexión, es el libro de Hugo sobre lo diurno y su bendito sol de limón. En uno de mis escritos inéditos describí mi discusión con un pintor sobre su modernismo de bijouterie. Le dije que los movimientos estéticos son meros ejercicios estilísticos. El tipo no me entendió pero lo mismo discutimos sobre los que ninguno de los dos comprende muy bien: el sentido estético. Me propuse, fingí, exhibir conocimientos que no tengo por el solo hecho de discutir un poco, y con esto en mente le dije que ellos (“ustedes los pintores modernos”) conciben el sol como un limón borroso. Eso dije. Increíble porque me surgió sin motivo. Surgió porque surgió, como todo lo que me surge de repente, porque sí. Y, sorprendido yo mismo y el hombre, de mi insólito ejemplo, le dije que un buen pintor debe reproducir en su lienzo el espíritu de un limón, es decir el intenso estremecimiento y el fresco temblor que nuestros cerebros perciben de sólo oír el término limón. Un insólito vínculo que me une con Hugo, este repentino ejemplo del sol como un limón, escrito inédito que precedió en meses el hecho, doblemente fortuito, de leer el libro de Hugo. Pero dejémonos de joder con los textos propios. Hoy quiero escribir sobre lo que ví en el libro que comento.
Los libros que se vierten en otros léxicos requieren de un escritor que los reescribe según su percepción y sus conocimientos. Este es un oficio, dice Hugo, que se muere o mejor dicho, se murió (p.130). Lo liquidó el súper negocio del best seller. El rezongo de Hugo es doloroso pero él no quiere comprensión y por eso me detengo en este punto y prefiero no comprenderlo. Los que viven de su oficio sufren el deterioro que les infieren los que imponen sus condiciones. Tome o deje. Y como uno tiene que comer, no tiene otro remedio que ceder. Es cierto que los libros que uno quiere verter en nuestro léxico no tienen el soporte de los editores. Ellos sólo quieren lo que vende y no todo lo que vende es bueno. Lo mismo sucede con los textos que uno propone. Los editores ni los leen porque no leen escritores criollos, excepto los dos o tres que venden y el resto no existe, por decreto.
¿Cómo resuelve esto el escritor? ¿Es posible escribir hoy? Escribir siempre es posible. Es el deber del escritor, escribir siempre sin morder el freno desoyendo los consejos que le proponen los gerentes que no leen porque no tienen tiempo ni escriben porque lo de ellos es vender. Entonces, si escribir es posible, uno debe escribir y conseguirse los medios que requiere producir un libro e imprimirlo con el fin de que circule. Distinto es si uno pretende vivir de lo que escribe (p.70). Eso sí que es difícil, vivir, escribir y ser genuino y honesto con uno mismo. Muy, pero muy difícil. Vivir no es sencillo, ser genuino es complejo, ser honesto con uno mismo es menos difícil que serlo con el prójimo. Porque no tenemos testigos y por lo común cedemos. No concibo el hombre que pierde un póker enfrente del espejo. Conociendo como conocemos los trucos solo obedecemos leyes que son de sencillo cumplimiento o cuyo incumplimiento es imperceptible o tiene un costo ridículo. Entre el Yo y el Yo, siempre vence el Yo. En este mismo segmento de su libro, Hugo nos dice que no bebe vino, que descree del vino como signo. En esto coincido y no coincido, el vino me lo tomo (¿debo decir bebo?) pero descreo como él en lo del signo. Como en los lentes redondos de los filósofos peludos, el lujoso desorden de los pintores y los bohemios verseros. Filloy fue juez y no se tiñó el pelo de verde ni, creo, fumó opio. Los gestos, los guiños y los signos son propios de tilingos.
Hugo se enfurence con los imbéciles, duro epíteto, que sugieren no leer los libros de Joyce (p.55) Estos, dice Hugo, permiten que se ignoren los libros de Joyce porque dicen que son simples ejercicios de estilo, ilegibles y presumidos, que nutren un vigoroso comercio de eruditos que viven de congreso en congreso. En principio es un poco duro el epíteto que usó Hugo, pero es propio de su espíritu belicoso. ¡Ojo con el tono comprensivo! Lo cierto es que Joyce tiene un público, que no es mejor ni peor que otro. Sobre gustos, dijo un viejo comiéndose los mocos, no existen escritos que fijen un criterio único. De todos modos coincido en que no se puede pretender ejercer el oficio de crítico sin leer todo el libro que se quiere destruir y eso sucede y puedo decirlo con testimonios directos.
¿Qué ficción? Yo no escribo ficciones. ¿Es sordo ese tipo? Intempestivo, Hugo, nos dice (p.88) que no escribe ficciones. Lo dudo. Todos escribimos ficciones porque somos seres ficticios. De otro modo no se puede vivir, Hugo. Todos fingimos. De un modo u otro, todos nos mentimos. Poco o mucho. Pero mentimos y decir lo opuesto no es sino seguir mintiendo. Entonces reivindico lo ficcioso, término muy poco ortodoxo pero entendible, entre bomberos no nos pisemos los conductos gomosos. Pero como concepto polémico es legítimo. Hugo no escribió este libro con el fin de que le froten el lomo y es lógico que provoque. El que piense que el poncho es suyo, que se lo lleve.
Yo me repito, él se repite, tú te repites y ellos se repiten. Todos nos repetimos, Hugo, no te excuses. Escribimos sobre lo único que podemos escribir, siempre sobre nosotros mismos, ficción o no ficción, en el fondo del pozo todos vemos en lo que escribimos, nuestros propios reflejos. Morbos, vicios, miedos, sentimientos efusivos, odios, perversiones, todo lo que ponemos en otros nos pertenece. Escondido o evidente. Por lo menos en su espíritu, ¿dijo Goethe?, todos los hombres cometieron –cometimos- todos los crímenes, ¿o no? En otro sentido, ¿De quién es el hueco del tiempo? (p.97). Mío no. Yo, como dice Hugo (p.108) registro todo lo que sucede. Con este mismo método, el de Hugo, escribí un texto cuyo título es El tiempo es suizo. Oigo un nuevo sonido que describe muy bien lo que uno pudo ver en los viejos velorios nocturnos en los que el muerto siempre tuvo sus fieles custodios: en otro rincón, zumbido de mujeres en el murmullo (p.123). De no creer. Hoy los muertos son rescoldo en diez minutos o duermen en un frigorífico.
Hugo nos dice (p.161): Sueño con un toco de dinero que me dé un poco de sosiego, lejos de todo, viviendo en un islote. Un gol épico. Coincido con vos, Hugo. Ese gol en el último segundo, ese gol épico es el sueño de todos los que escriben, creo. Pero el primero que lo consigue consigue el desprecio del resto. Esto es propio del hombre. Si el que consigue el toco de dinero es uno, eso es legítimo, si lo consigue otro, entonces ese se vendió. Y ojo que soy yo mismo quien lo dice, ¿eh? Porque no puedo con mi cretinismo. Lo disimulo todo lo que puedo, pero en el momento menos oportuno, surge como un escorpión. En un tiempo no estuve muy lejos de obtener un premio de renombre por un novelón que escribí. Quedé entre los diez que un grupo de jueces seleccionó. Estuve en el evento muerto de nervios, escuché los nombres de quienes obtuvieron el tercer premio, después el segundo premio y en el momento de oír otro nombre, el del tipo que recibió el primer premio, hice un medio giro y me fugué en medio de los vítores que no fueron en mi honor y sin el cheque que me hubiese producido un enorme sosiego. Y me fui convencido de los nulos méritos del feliz vencedor. Esto lo confieso sin orgullo por supuesto. Pero no es de mí, qué cuernos, que quiero escribir. Me excedí en el Yo hice. Yo hice esto, Yo hice lo otro. Perecdón. Oh, qué error, qué no. Perdón.
Es cierto que todo se dijo pero no por eso dejemos de escribir. ¿El tono? ¿El registro? ¿Los tiempos de verbo? ¿Pretérito imperfecto, presente histórico, futuro ficticio? No existen los métodos prohibidos. Uno escribe sobre lo que puede y se repite como un loro, como los viejos repiten lo que comen. Y esto no es correcto ni incorrecto, puede ser que el lector tire el libro en el indoro o que lo queme, pero como eso no lo vemos no existe. No estoy presente y si lo estoy, no quiero ser visible (p.174) Coincido con Hugo pero, pero, pero, todos queremos ser visibles, es propio del hombre. Es un decir, entiendo, pero uno de esos decires que nos mentimos y nos desmentimos. Mujeres y hombres, niños, jóvenes y viejos quieren un poco de reconocimiento. Un pobre se ve en los pies (p.175). Luminoso. Otro dicho espléndido: No existe eso de mono y mono y medio, lo mono es todo y se extiende por el universo (p. 182). ¡Glorioso! Lo incorporo, como todo lo precedente porque lo que leo me nutre.
El libro de Hugo es un continuo ir y venir entre el continente europeo y el culo del tiempo o el culo del mundo. Es un flujo y un reflujo entre lo consciente y lo inconsciente, el recorrido por un exilio que no concluyó, un recorrido por los recovecos de los suburbios porteños, por los sentimientos de los inquilinos pobres que se reconocen por el olor de los pulóveres húmedos y los botines deformes. En el libro de Hugo vemos los roperos cubiertos por el reflejo del sol de limón que nos devuelve un río enorme, bruno y perezoso, olemos los tilos y oímos los silbidos melodiosos del tren. Hugo S1vino, como pidió Gombrowicz, muevo mi oído derecho en tu honor.
Marcelo Zabaloy