Apuntes de cuarentena / Claudia López Swinyard

 

MUTACIONES

crónica, día 2

Los últimos cuatro días fueron todos domingos. Hoy, miércoles, amaneció lunes: no hay sol, una lluvia leve a la hora pico (alrededor de las 7 y cuarto, según mi gato) y algunos sonidos arriesgados de movimiento. La cuarentena es en sí misma una estafa: no se trata de cuarenta días ni de 10 ni de otra semana más luego de las cadenas nacionales o los mapas del virus. De manera que han mutado las claves situacionales básicas: derrocado el rey Cronos, el lenguaje se come a los hijos. Las repeticiones son hiperbólicas y continuas. Ser domingo es la vocación del tiempo y Saturno se lleva ancianos como comadrejas desorientadas ¿quiénes cuidaran de sí pasados ya los 60 años? Se nos protege con distanciamiento y de Egipto y su prosapia mortuoria sólo se conserva algún que otro tatuaje que desborda los crematorios. Somos de la generación de de lxs hijxs de las Madres, aquí en el cono sur descongelándose en poliedros que desembocarán en el mar del norte hundiendo a Londres. Somos las que no morimos en Malvinas. Un reverso conveniente del patriarcado es el ejército concebido para que sólo mueran atenienses. Ariadna está fuera de cuadro y Teseo tiene la obligación de ser la mano armada. Como quedar al margen del tiro de gracia que no sé qué gracia tiene. El lenguaje se come a las hijas y ya una confabulación de amazonas me increpa en el lóbulo frontal derecho. Ayer nomás suena en el cráneo y una melancolía sin colores me obliga a recalcular mi vida cotidiana. Aviso que el gato es imaginario y que me gusta acariciarlo tomando café con leche en el borde suicida de mi balcón. Ayer nomás desayunaba siempre en bares aledaños, aquí o en Madrid o en Bristol sin pandemia. Aunque quién sabe.

 

 

SIN RITUAL

cuarentena, día 6

 

La mujer acerca la cámara demasiado, quisiera que entremos a sus ojos, que vayamos detrás para ver desde allí los corredores, el marco de la puerta, el aislamiento vertical de las batas. No se entiende muy bien el revoltijo de dolor que se agolpa; no sabemos qué irá tomando cauce y qué se hará tumor cerrado, incomunicación radical. Muere su marido, nace un número. Ningún despido, ningún tacto; hacia atrás, los trabajos y los días sin ese eslabón amoroso pierden irreparablemente su consistencia, sus músculos y achaques, sus resplandores. Los médicos tampoco se acercan. Ni un vaso de agua. Nada que nos haga proclives al hombro desarreglado y el lugar común. Ella habla a su camarita en un lenguaje humano que cierra el círculo de la cultura. Pide, balbucea, reza. El cuerpo se impone en la cifra, han sido sustraídas sus replicaciones, sus temblores. La esposa hurga dentro de su bolso hasta dar con un permiso de permanencia, mientras sigue buscando palabras demasiado cerca y la pantalla se humedece en el frote. Una operación global de vaciamiento hace de la escena una pequeña sonatina de escarnio. La imagen se craquela, fluye y se estanca al ritmo de la respiración entrecortada. Los últimos pixeles borronean una mano sin guantes apretando el permiso, el hilo de la vida.

 

 

PANTALLA PARTIDA (o la soledad de Mario)

cuarentena, día 7

 

Mario en contrapicado habla. La posición hace que mire el cielo o ángeles sobrevolando Bérgamo. Una especie de Cristo de Milán nos cuenta que no recuerda el momento en que se lo llevaron. Habla de saturación baja con una orfandad que me estrangula. No hubo padre madre ni espíritu santo. Se percibe en su desasosiego una soledad nueva, opuesta a la soltería despreocupada de estudiante burgués y extranjero. Casi no se ven las pestañas y el desconsuelo que lo acompañará para siempre lo transforma en un retrato de los países bajos. Habla argentino pero está desterrado. El hogar se circunscribe a un pequeño balcón al que no puede asomarse. Escucha con melancolía las campanadas que anuncian una muerte cada treinta minutos, contabiliza e informa. A su izquierda, él no lo sabe, la avenida 9 de julio transcurre dentro de un móvil de A24. Mientras avanzamos sobre la línea media Mario sigue buscando palomas y palabras. En la otra pantalla del tríptico el periodista nos mira de frente mientras Mario desaparece de un golpe y aparece una infectóloga de mirada estrábica.    

 

INTIMIDAD

crónica, día 11

 

Entre un click y el siguiente, una brevísima pausa para enfocar (aún en modo automático la cámara debe medir; el ojo, seleccionar). La cacería, al ansia, se hunde infinitamente en el negro. Allí ya no está el virus, no hay recuento.

Ana está sentada al borde de una cama siguiendo con desmesurada delicadeza la respiración, el sueño, el posible despertar de su hermana. Esta imagen es una foto que construyo para mí porque no puedo, justamente, tomarla. Vive conmigo como contrapartida de las que saturan mis pantallas.

Ana es lo que se dice “una ferviente admiradora” de 1984. Y entonces sobreimprimo otra: Ana detallándome la escena donde Winston descubre, en el vano de la ventana de su departamento, un pequeño territorio negado (por la perspectiva) a la mirada del Gran Hermano. Recuerdo la picardía en su mirada que se corresponde con el imperceptible festejo de intimidad del señor Smith. Muchos años después, Ana me conmina a Netflix “no te podés perder Black Mirror”.

La fácil referencia a la ciencia ficción en estos días señala, justamente, sus límites: la literatura apenas puede acercarse de puntillas y dejar entrever algo que no comprende y no le pertenece. Lo real la confina a sus juegos precarios. Y así debe ser, descubro en la impotencia de poder estar allí, en estos momentos, con mi amiga.

En los mensajes desde el borde de la cama, cuando puede dejar por un momento su puesto de vigía, mi amiga me escribe “no puedo ver televisión… no sé nada…” Sabe que tiene que llevar un permiso para llegar desde Bernal hasta el sanatorio de la calle Lavalle y que una la lógica amorosa inquebrantable define su lugar allí, al borde de esa cama. “El cuerpo es sabio”, diría mi abuela.

Una pausa para enfocar hacia adentro. El dibujo de un círculo de espera y de silencio, como quería Sontag, frente al dolor de lxs demás. “Quedate tranquila; yo sé que estás”, me dice Ana en un intercambio de mensajes y la dimensión de su consuelo me confirma en mi noche de insomnio.

 

Claudia López Sinward, 2020

ph / Jorge Macchi, Vidas paralelas, 1998