
Elia mira el río.
Patio soleado. Y repatio. Baldosas azul cielo claro. La parra laberinto acompaña. Sentado en la mitad del patio. Sillita de paja. Un extrañado. Este no salta al Paso del Noroeste. Ya está. Se queda ahí. Patio. A repatio, ida y vuelta. No irá. Polaco misionero. Vive de sus ecos. Se habla en murmullo. Se escucha apenas. Cada tanto pone un poco el oído. En el hartazgo. Alguna vez, tiempo de maricastaña, conversábamos. Ahora nos miramos. Yo lo miro. Mucho silencio. Rasca la pata izquierda de la silla. Acomoda el solitario. Familia en la provincia. Hermano embarcado. No se queja. No llora. Pero me advierte seco: ni narrativo ni descriptivo. Está ahí. En el paisaje. Le digo que escribí cincuenta páginas Ángeles de la Desolación. Que solo leyeron tres personas. No insisto. Carácter burton. Medio monje. Me dice que soy un llorón. Vive tiempo de recule. De la noche a la primera claridad. Y ausencia a media mañana. Irene nos pasa el mate. Bruja teñida despeinada. Viene del mundo sesenta, quiere justicia y plata, las dos, y no, no Irene, o justicia o plata, no hay salida Irene, en el bolsillo está el ser, vinilo, estridencia, grupos, charlatanes de feria, no existió ni existiendo ese mundo. Tabaco, lo nicotinizado en sí, y progreso. Más alcohol más poesía más novela realista más teatro de vanguardia más gesto estudiado más departamento con póster.
Irene trae bandeja, azucarera, cafetera, dos tazas. Destellos de la tarde en septiembre. La perra de cola corta y durísima olfatea. Pausa de la voz, sueños de destierro, buñuelos rellenos de membrillo. Tacitas que tintinean. Cierta bohemia impostada que me resiente. La conversación sigue en reflotamiento de palabras atrancadas que llevan a frases. De ahí fábula. Rasque del olvido. Como siempre: en el desorden. Fantasma del atardecer que mete al trío en el clarísimo desoville del tiempo. El viento se aquietó, y se quedaron en la geografía del patio.
Todo eso que va a leyenda. La no inalterable leyenda.
Y el pueblo y el molesto olor a pueblo, ahí está, ya lo conté, no comíamos el asadito argentino. Rasco y rasco el silencio de ese tema. Herida. ¿Qué me envidian? ¿El traje color té con leche? No. No sigo. Es un poco sociológico. Lo abandono. El que lee mucho está perdido.
¿Acaso no podré escribir otra cosa? ¿Estos abandonos? ¿Estas vidas chuzas?
No. Porque no tengo tema, solo escenas, motivos en el aire, hay un grito de tero. Y ese grito de tero que parece que ya fue, vuelve en otro capítulo. Porque es de otro jardín. Son los teros del malhumor. Así que no hay trama. Hay tero. Pero las escenas se mueven. Es lo mismo, y arranca otra vez, y no es lo mismo, no es historia, es leyenda. Es la vida de Enriqueta que le clava un tenedor en un ojo a la madrastra. Una cenicienta italiana que fue a comadrona. Francisco, mata a un vecino y emigra. El abuelo paterno le pega un palazo a un matón mientras hacen zanjas viales y va preso. Así se hizo un oído.
Lo dijo alguien: «La Edad Media agarra fuerte a sus hijos, no los entrega así nomás al Renacimiento.» Citas de libros un poco infinitamente enroscados.
Hay viejas invisibles de Avellaneda que iban al mercado y llevaban en la cabeza a esas balas perdidas de hijos. Viejas tironeadas por hijos. Viejas con monederos.
Uno era chico de los mandados en el culo del tiempo de Avenida Córdoba y Reconquista. El culo del tiempo del estigma trabajo más odio.
Las viejas italianas vestidas de negro hasta los tobillos son vagabundas gregarias, viven en los rincones de sus casas y solo conectan con sus nietos. Las viejas vagabundas entran en el cuento de hadas infinito. Le llenan la cabeza a sus nietos y se los arrancan a sus madres.
Los remiendos del tiempo. Y andaba por la vida reclamando su novelista. Como Lola. Una malicia inocente reclamaba esa novela.
Los que no derrapan se oscurean durante el día en la mazmorra del trabajo. Chancleta de confort paño escocés, único lujo.
Solo con fondo serenata de gallos en el culo del tiempo evocado.
En mis oídos los viejos nombres de cuna de estos cosos que esperan en el puerto de salida. El fondo de aire de la tarde se puso frío, de repente, así son estos vientos de Avellaneda.
Más oscurear de la tarde.
Paso del Noroeste: ensoñación. Una posible huida. Nombres: el estrecho de McClure, el estrecho del Príncipe de Gales.
Y ya estaba instalada la idea del norte. Hubo en el comienzo dos chicos: un chico fenimore cooper y un chico twain en Avellaneda. Y pronto la idea del Norte. Explorador. Viajero. Los libros de Roque Juan leídos en la tarde. De ahí sale todo.
Notas – solo anotar – novela de notas y de líneas.
La espera del viento.
¿Desde dónde evoco esas viejas piezas de conventillo porteñas? Las oigo desfilar en mi oído, es algo que se escribe en mi cabeza, no las puedo olvidar, ¿no sería mejor?, no puedo y no puedo tres veces no puedo. Sí, se escribe en mi cabeza. Solo. Va solo. Viejos refugios donde nadie te encontraba. Estabas ahí, a la vista de todos y nadie te veía.
Va apareciendo parte de la gente, repentinos y mañaneros: llega desde Barracas un judío que ya tendrá nombre, judío fauno, ojos azules, mira de frente lo que será la belleza de su nostalgia, ¿raro no?, lo vi el otro día desde la ventana de un colectivo. Caminaba remoto en el paisaje de negocios y ruido de la bajada del puente. Hijo del tendero. Ropa avda.patricios de verano. Su rutina tendera se despliega en Avellaneda. Atiende sucursal. Tipo que vende retazos y sedas por metro. Siempre entra en Avellaneda empujado por el viento. No está reducido a su paquetito de ración. No. Eran épocas en las que se comía.
El motivo: buscar el paso en este muro de aire y río y puente. Y evitar ceder a los encantadores de serpientes que envía el vencedor.
Ahí entre las nubes del rincón. Miraba ese crepúsculo y soñaba. Solo eso. Ah– las influencias de la mañana.
Volví años después, todos los cafés escalonados, rejuntos, pegados uno al de otro habían desaparecido. Los telares de Alpargatas colgaban en mi cabeza del silencio de la noche sin viento. Se terminó el turno noche y el bosque de luces remotísimo de Barracas. Hay familias que viven del rascar para ganarse la vida, es una herencia del realismo. Pasa por la noche sin bares, siempre con esa cartera liviandad pluma donde lleva todo lo que tiene y tuvo en la vida. Va a su cena marido amarrete pero último recurso. Pero hubo otra. Esa se compraba un cuaderno por mes.
Hay una cierta sed de venganza en algunos de estos tipos que se andan buscando un paso del noroeste imperceptible en esta muralla medieval. Una especie libro de la ensoñación los mantenía en estado de fuga. No todos se conocían, pero todos o esos pocos, estaban hartos repodridos del encierro, de este medioevo aburrido de pocas cuadras donde tedio y aburrimiento eran las enseñas.
Un porcentaje de los que andan por esta punta del puente están en instancia secreta de fuga. Sueño: dejar la conejera.
El jugo de naranja y la limonada eran para el hijo del sindicado.
La ligereza, la variedad de tonos, los toques y retoques, nos estaban prohibidos. La ley de los colores, su mezcla eran un codex de otra educación. Éramos el ejemplo maldito de los parásitos lúmpenes. Prohibida (para cada uno de nosotros) la impresión por pinceladas, o el verde intenso de Malharro o un puerto Lacámera y menos que menos una educación visual. Por eso, la ligereza del toque será clandestina.
Austerísimos vecinos descarnados de amabilidad tejían sus costumbres monosilábicas. Sopa y gruñido saltaban por la pared del medio. Elia había empezado a leer. Pero no haré cronología. La perdí.
Madres costureras puede ser fuente de emoción o chica que sabe coser y bordar y que queda al borde de realismo de cuadro. Los árboles pueden ser menos sordos que algunos.
Yo nací del lado de esos a los que se les organiza fiestas y juegos artificiales. La idea es que de aquí no salga ningún destino individual. Solo mansos en mameluco. Solo algunos, solo unos pocos, pero queríamos escapar, no fui niño de juegos, me costaba aceptar el examen detallado, exigente y pegajoso de mis profesores.
Cuento todo ese pasado con toques que me invento, bajada de puente, esquina de puente, palomar de seis pisos con balcones ropa tendida en diagonal al Café Maipú, vida del palomar, vida del café, la relojería, entre la lechería y el cine Roca, a lo lejos el riachuelo, ninguna navegación, solo remolcadores y los remeros del club.
Estaban, y yo estaba, y Orlando ya había pasado, él se iba por Avda. Mitre hasta Plaza Alsina, la otra punta, la elegante, los ricos. De este lado, la lechería, cadena de martonas, un mostrador y taburetes. Tomar y seguir. La caminata ruido de tacos iba por la vereda de enfrente de Avda. Pavón. También venía del otro lado del puente. Casi seguro. Ella estaba en el teatro de la timidez, caminaba y miraba siempre sus zapatos, era del tipo orgullo zapatos nuevos. Entraba en la media mañana, desde una casa vaguísima y misteriosa. Yo trato de quedarme aquí, en el límite sur de Avellaneda. Todos estos ya vinieron, lo conté, en camiones y rastrojeros, es la misma cosa, pero no es la misma cosa, si lo digo de nuevo no es lo mismo.
Pero, insisto, no hay un tribunal para estos perdidos. Nadie se toma el trabajo de pasarlos por un estrado. Que se encuentren o desencuentren solos. Estos no pertenecen. La aureola del barrio es un relato del poder. Mordidas y rapiña. La aureola es para filósofos rentados. Sigo. Un poco de descripción. Este límite era la esquina más grasienta del barrio. Negocios con carteles descascarados, además de esa martona, una pizzería también con taburetes pegados al mostrador. Nada que anuncie poesía. Lo siento. Todo era lórico, verborrea, mezcolanza, menos Orlando, un conjunto de catholicones, o sea, charletas, candidatos a encantadores de serpientes. Era una pelea de lista de palabras y lista de cosas. Interminable. La pelea de algunos era contra la magia. Recontra turros toques del miedo. En la punta del puente lado Avellaneda bajando desde Barracas, a la izquierda, hacia la orilla del riachuelo, había una planta trepadora jazminoide, ahí. Y basta. Orlando es el único que puede intuir que el realismo termina en la alegoría. Puede y ya está. Ahí, en esa concentración de perdidos en una esquina había una locura, la locura de un recorrido circular de todos los recorridos del mundo. O de los conocimientos. ¡Qué melancolía!
Orlando Romano, nacido en el barrio límite Barracas con Constitución fue al Templo Or Thora de la calle Brandsen. Abre la lista.
Gloria también nació en Barracas, en la otra punta, casi en el puente. Fue a la Iglesia Santa Felicitas. No al Templo Escondido como se pretende. Vendedora en una relojería. No habrá biografía universal. Apenas unas referencias. Nunca aceptó los penosos lamentos buena conciencia de sus clientas. Se autoeducó. Entró en la lechería, tomó café. Sacó su Nadezhda, el tomo II, leyó un rato.
La recomendación para la novela moderna es no abusar de los elogios y no incurrir en injurias. Elogios no habrá, solo panegíricos. Injurias, no lo puedo evitar. Lo repito, herida trabajo sin defensa. Resentimiento para siempre o sumisión para siempre.
Acá ni paraíso perdido ni balance objetivo, solo ajenos a la causa. Por lo menos ese ridículo fue ahorrado. Nunca ropa del estado.
Pero es cierto que decir que uno nació en barrio pobre y todavía más abajo por padre no sindicado es aburrido y soporífero para este ambiente de carmelitas de la poesía, de la novela. Del prestigio. Gourmets del vino.
Pero hago saltos y de repente huelo el pasto que está abajo de los Siete Puentes. El contraste alucinado con las casas mal pintadas, amarillo gastado. Un día fue un barrio. Pero no había tiempos inmemoriales. Ni familias conectadas a trabajos inmemoriales.
Entretanto recibo un llamado que me dice que de la pequeña edición de Viento del noroeste quedan ejemplares de sobra, que de la minimísima y hermosa edición de La mañana sol de limón queda casi toda la edición. Informe: fracaso de ventas. Me siento ladrado, archi-paranoico de desconocido total. Todos los tipos del decoro, de la buena conciencia, quieren que pidas perdón, me hablo, me susurro, te predican una suerte de humildad poética. O que pase a la traducción normalizada, algo se gana ahí.
Todas las mañanas tiene su pasado dorado, solo hay que transcribirlo.
Elia se educó entre cachivaches, todo medio fané, una especie de otoño de muebles en la casa de Barracas. Un eterno otoño de muebles. Sumado a su inutilidad para el detalle descriptivo de esos arrumbacos.
Y supo que no se puede escapar de la mística del educador de algo: te pasan por la guillotina tarde o temprano. Es una mística como cualquiera. Pero que se ofrece como espejo del alma, gratuita y zapatillescamente herida de la infancia.
¿Con quién hablar? Mejor dejar hablar.
Ahora, en el momento en que escribo estas fábulas lafontaine, adónde fueron a parar todos aquellos destinados a nada. Yo incluido. No esperaban nada. Ya lo dije en La mañana sol de limón, nos mudaban de una limosna a otra.
Luis Cardoso: siempre ahí donde está la policía. Un día tuvo una familia.
Hay un anotar Gloria. Hay un inicio. Un mecanismo de la mano que busca los libros que la ayuden, es algo incierto, una intuición, una línea leída en una contratapa, una alusión en un suplemento, después hace salto mata y lee, lee ese pasado de libro, y lo trae, lo recrea en su nota. Todo será registrado aquí. Hay un vivir Gloria que sale de sus lecturas. Si no toma alcohol ni fuma, es fácil saber qué novela le creó ese refugio anti-comunidad. Si se salva de ser una mujer de generación es porque leyó las mejores memorias del siglo XX. La manera Gloria exige solo un sentarse cara a cara con alguien, sin moscardones, sin farsantes de la lectura. Sabe, sabe que están los que te arman una inexistencia tenaz si no te sumás. El decorado de opereta de la generación. Relee su pasado ancestralísimo de nada, esos de los libros que la reciben bien, se aferra a ellos, la policía es inevitable, y ahí no, ahí no te culpan por inconclusiones.
Todos estos tipos futuros peregrinos estaban en la orilla, en la orilla del Riachuelo, en la punta del puente Pueyrredón dirección Barracas. Escuchan el agua pesada que pega contra los remolcadores, fumata de zarzaparrilla. Hay que registrar ese pasado en la orilla de este lado del puente.
Se equivocaron de océano. No de hemisferio. Algunos se empacaron mula casera en Avellaneda.
Los vientos de este verano, calurosos, invasores, van y vienen. Y como nací en casa conventillada y no tuve a un tío Richie perdí tiempo yendo a donde no tenía que ir. Me junte con los que no debía juntarme. Anduve con ellos. Y, es verdad, ahí no había nada. Y ahí lo mío no valía nada.
Y también hay que cagarse en la no-educación de picapedrero poeta, puede terminar en una carrera, te pueden invitar, se puede devenir atracción de jaula, o flujo de escritura. Charlatán de la no-educación. ¿Y? ¿Cómo evitarlo? Oído en el detalle imposible.
La pajarera persiste en la memoria. ¿Rescatarla o darla por perdida? Perdida está. Rescatada no se sabe.
Es un olvidado que no olvida, arrinconado, atado, amasijado en su no olvido de historias que no le interesan a nadie. Peleando con esos mitómanos que cantan marchitas patrióticas con el bolsillo lleno. El otro anclado, Honorio, chueco y laberíntico se suma al patio baldosas azules.
Escribir escenas instantáneas.
Literatura argentina – ramas de Mansilla, Wilde y Macedonio – de ahí nace esa posibilidad de no llevarle manuscritos a la institución. Para mí es mucho, es mi sistema, lo pongo en mi bolsillo. Contra nadie.
Solo escribo en la roca pelada de ese pasado.
Entrada por Avda. Mitre, veredas y dos callejones antes de llegar a la entrada del puente donde los peregrinos chirrían las palabras, es el incansable Luis Cardoso, instalado en ese refinado rincón de barrio acceso al Puente, del lado de Avellaneda, caras con luces en los ojos.
No es a veces, es siempre que los pájaros murmullan en la mañana.
Muchos meses de ese paisaje eran gris plomizo, lluvias y radio en todo el patio. No me extiendo. Pero todos los descarriados salen de aquí. Fondo de olor a pis, alcanfor, kerosene. Limosna pública. La Estigia de los limosneros de patio. Candidato a ser tutelado.
Y Luis Cardoso en su teatro de descarriado junta las palabras que más lo lastimaron.
No me tocaron zapatos usados. No. Subo por Avenida Belgrano. Hasta Obelisco. ¿Hay fotos con ese traje? ¿Lo hago protagonista, como se dice?
Sí, me repito, es verdad. Un poco. Pero gratis. Soy tempranero. Mañaneo en las changas de traducción.
¿Irma tuvo la tentación griseta?
Me perdí – me perdí en los trabajos mendigos. Tenía unas notas y las perdí. Para ustedes. Era una lista de trabajos mendicantes. Me invitan a escribir en una revista ínfulas arte y literatura y política. Mundanos. Los dejo ahí. Es una banda de mancos, escriben en traducción, ahora intoxicados de filósofos italianos de instituto. Tipos que reflexionan sobre la tecnología. Una sucursal francesa de la policía del pensamiento. Pero sangro por la herida, es ese odio que viene del culo del tiempo.
Departamento mal pintado, paredes violeta descascarado. Grietas. Vacío. Otro perdido. Ramón. Ido. Locura de soledad. Vino barato. Realismo desaforado. Muy difícil traerlo desde esos años. Lo escribo transocéanicamente. Crónica de los perdidos. (¿Desaparecen hasta el punto de dudar de su existencia?)
¿Hago o no hago esa lista de perdidos? Es casi un museo de fantasmas. Lo cuento y los recuento en mi memoria, frágiles, ruinosos, ropa vieja de humedad Avellaneda. O joven y aéreo de futuro roto. Les cuento esto para que se duerman, no hace falta que lean todo. Pueden abandonarme. Escribo inconcluso, como mi maestro Carlo Emilio Gadda. Solo dejo escrito que muchos de estos atravesaron el puente Pueyrredón y se metieron en el vacío del tiempo, negro agujero de los astrónomos, y no vinieron más. Busco en el vacío de lo que se fue. Vi mucho y no creo en nada, ni en esto ni en aquello, lo loro en sí se rearma por generaciones, en las comidas, en las conversaciones, en los relatos. Miro el cielo, me vuelvo un poco lírico, pero el lirismo es la voz que no se pierde en el seguidismo, no quiero perder la voz con M. Homais, miro las estrellas, salgo de mi trama y calculo el vacío, lo mido, lo calculo, se escapa. Vuelvo a mis preocupaciones sobre ganarme la vida. Me la gano mal.
La vieja era tímida y bigotuda, esperpéntica. Blanca de talco en la noche estrellada.
Trato de contarlo exactísimo. ¿Me paso al relato eficaz? ¿Me paso? ¿Quiero que me lean?
Paisaje árboles pelados del otoño.
Y estuvo ese crimen de fabriquera a fabriquera, pasional. El diario local lo registró en segunda página.
Todo esas historias culo de botella distorsionadas que llegan por zurcidos no las quiero contar como esos que son sabios después que todo pasó que franelean con el acontecimiento me cago tres veces en el acontecimiento de los filósofos lo adornan lo pintan se comen el crimen las masacres.
Y está mi rumiar porteño. ¿Solo tengo palabras porteñas? ¿Efecto del rumiar mis secretos? Me veo forzado a ser cronista de un pasado.
Y después están todos esos que te dan consejos de trabajo. Cómo hacer, cómo vender tu saber de mierda, difícil explicarles que no vale nada, que todo eso que te suponen es nada. Y te culpan. ¿Y cómo les explico que finalmente ya sé que ahí donde lo mío nada vale nada quiero, que llegué a ese lugar? Sí, estamos en orillas diferentes del lenguaje.
Sé que me disperso. Trato de retomar el hilo para ustedes. Todos estos errantes se pasaban el tiempo juntando documentos de identidad papeles sellados que hay que presentar a la autoridad, su única épica era desprenderse de la cédula del DNI de la libreta de enrolamiento inacabable odisea de dónde venimos quiénes éramos nosotros silenciosos de documentos vencidos la primera frontera era el Puente Pueyrredón. Había que irse. No había alma en ninguna casa. Perdida.
El puente Pueyrredón estaba en La mañana sol de limón, pero era una frontera al refugio, ahora se invierte en puerto de salida, papeles sellados, exigencias, nos metieron ahí recontraconventillo hacinado fuera de gesta no pude educarme en mitos revolucionaristas de mierda. Y tengo amigos que quieren ser reconocidos, aspirantes, no saben el valor de ser olvidados, ignotos, recontra ignotos, no saben
¿Por qué me negué al autismo del entusiasmo por una causa? Crucé el patio, solo, nadie se dio cuenta y terminé del otro lado.
Pero me rescato en esa mañana de luz intensa que merezco que conquisté esa en la que salí del barrio los gorriones de Paláa y Berutti me despedían en un revoloteo de trinos y trinares de ese enero mañana fresca un lirismo de pajarracos cantantes de mi partida. Desorden desde el aire mientras dejaba a los extraviados del futuro. Gorriones que arañaban el aire. Todo en el desorden de ahora. Es que me acerco y me alejo. Zigzag burton, lo reconozco. ¿Estoy siempre de regreso? No tengo respuesta. Me arrechucho en la cronología de lo que cuento y no en la de los hechos.
¿Y Ramón Hermida? ¿Dónde está? ¿Me responde desde algún lugar? ¿Y las ruinas? ¿Qué ruinas? No quiero que me teoricen ruinas, me las sé de memoria, sopa, olla de puchero, alcanfor y camiseta. Desde donde escribo solo escucho esa cosa chirle de las voces, porque de ellos no sé nada por su propia boca, se fueron por la salida del Puente Pueyrredón, lo dije y lo repito, la crónica es redecir y volver sobre ese redicho. No lo inventé yo. Yo lo que invento es otra manera, porque me aburre, hace años que me aburre, la frase hilada y los lugares comunes de la frase sentimentaloide argentina. Hay que llegar a escribir que uno no existe. Te chorean la existencia del bolsillo más recóndito. Pero hay que sostenerlo, el no existir, somos mendicantes de reconocimiento, subimos al primer colectivo. No existo. Ya no existo. Solo se existe con el bolsillo. Y te lo vaciaron. Soy cronista del medioevo, del patio inquilinato del medioevo. ¿Están hartos? Vayan al alma que canta. Así que tengo mis citas, como quien tiene sus notas, un poco Ayler, pongamos, esa cima, porque siempre escribo desde ese patio, desde el odio de la indefensión, ahora, a esta distancia, veo que no teníamos nada, carnada de ideólogos viajeros internacionales sometidos a provectos filósofos a-literarios, ayúdame Arno Schmidt a quedarme solo en mi cueva.
Pero tengo que interrumpirme, cada tanto. O me interrumpen, mejor esto ultimísimo. Me tientan a editar, y nada. Solo quieren curiosear. Me sé toda la cantilena: no vendo, no tengo público joven, los universitarios no me invitan, no me leen, no me conocen, sobre todo no me conocen. Mis viejos amigos aconsejan no editarme. Soy un fracaso literario crónico, como dice el monstruo. No, él dice fiasco.
Y todo esto lo escribo en porteño mío, las posibilidades de edición son más complicadas, todo se academizó, palabras declamadas, grandes preocupaciones. Me aburre el idioma porteño, ese porteño no es mi idioma, yo me escribo palabras que me dan otra frase, y otras imágenes. Lo rehago como quiero.
Las familias engendran facciones. La facción italiana, como es de suponer, es vengativa. Impresentables en la saga famélica novelesca moderna. Tipos viajados por mar destino emigración rústicos y gritones, oliváceos y caídos hasta del realismo más rancio. Sótano tercera clase. En fin, lejos de ser «un sueño de poesía». Lejanísimos viajeros.
Así que solo puedo escribir este universo cerrado.
Qué insiste qué se dice qué rumores entre esos perdidos del puente queda la fuerza ronca de este poema.
Desde el fondo del silencio de los años todos estos escuálidos italianos andan en zigzag. No conocen otra manera de andar. La vida en zigzag, esquifes del siglo XIX que nunca sentaron cabeza.
Elia tuvo que recurrir a otros libros. No soportaba el achuchamiento sonámbulico de sus amigos.
Los viejos tienen perros. La distancia se impuso por sí sola. Bastó con leer lo que nadie lee. Y escribir lo que nadie escribe. Se verá. Voy por Paláa, y me meto por Maipú, culo del tiempo otra vez y me cruzo con alguien que viene del club. Amago de saludo. A lo sumo sonrisa.
Todos están en la punta del Puente. Todavía hay ausencia de confianza.
Luis Cardoso me dice: Educación, abajo, o en la cima, la que se hace en la cima, no es la misma que la que se hace abajo. Abajo es revoque sobre revoque. Descascarado suma descascarado. Hay un abismo de cronología. Hay que anotarlo. Gaddísimo recoveco, no recurso.
Hay calles de Barracas, el aire y la luz y la escena y las voces, y la única manera de escribirlos, es directo en su inmediatez. Esos árboles verdísimos de la calle Herrera. En la rememoración inmediata.
Y en ese tren acunante a Constitución.
Elia delira en los rincones. Cronista de lo que solo él ve.
Ruso Orlando – caminante solitario, pisa fuerte la vereda del puente, no viste ropa del teatro idish, no, eso era para su primo, Orlando va pantalón azul, camisa blanca cuello ancho, toda ropa avda.patricios, sin barba, cantor de tienda, fauno de las Irmas compradoras, es un judío infinito al que todos miramos caminar. Ya lo dije, empujado por el viento llega al Café Maipú.
Andá a explicarle a un crítico social belga o a un novelista inglés educado en el rock que estos perplejos no están en la caravana de lo que ellos llaman «el verdadero proletariado». Estos no tenían nada. Boedo nunca se ocupó de ellos. Lamento no ser un artista. Trato de evitar el sentimiento recontraesencializado, pero hay pretensión artista hasta en el que hizo trabajo sin defensa. Hay aspiración a poeta. La retórica de la distinción.
La única casa con el frente color caramelo daba al puente. Estaba del otro lado de Avda. Mitre. Inquilinato que mira al río. Seis pisos con balcones. A Pavón. Al cine-teatro Colón si uno mira a la izquierda. A la relojería, a la sastrería, al cine San Martín si uno se asoma un poco más y al infinito de Avda. Mitre. Mirada al frente y a la izquierda: riachuelo, club Regatas, Avda. Pavón, viaducto y Estación Avellaneda. A la derecha: riachuelo, remolcadores que van y vienen, gente que va y viene por el puente.
No se sabe cuándo ni cómo nació esa idea de fuga no colectiva. Avda. Pavón iba a escombro, Avda. Mitre a clausura, el nuevo puente serpentino le pasaba por arriba. Esto es la arquitectura nueva. Luis Cardoso era un desheredado, no el príncipe de los desheredados, como quien dice esencialmente hablando el príncipe de los poetas, esa alemanada no. Tres veces no. Desheredado a secas. Padre no sindicado como el mío. La arquitectura popular y las vacaciones populares, esa cajita de música, no eran para nosotros. Allá más allá del puente había un eco entre los árboles de Herrera e Iriarte. Las calles magnéticas. Acá todo estaba en un desorden a-artístico. Pero algo se hizo leyenda antes de cruzar el Puente Pueyrredón. Recuerdo que nadie tenía botines. Y el riachuelo todavía no era una pista resinosa. No teníamos ser, otra alemanada, solo el decir mugriento del baño del sábado en tachos de zinc. No quiero que los tutores del pueblo pongan las garras acá. Por ahora no hay puente exit para nadie. El peaje es carísimo. Todos ahí, Cardoso lee diarios, libros e historietas. Tiene marcas o huellas de un idioma porteño tempranísimo heredado del abuelo. Vive con el amor en la cabeza. Son pocos los que curten capital – destino taconeo de calles desconocidas. Pero esa deserción, hay que hacerla en la boca. Este proyecto de la deserción, todos estos nombres, este conjunto vive agarrado al clavo de la escasez – no lo tengo catalogado, tampoco reagrupado, no tengo nada, suena afectado, pero solo tengo lo que viene. Pongo la pava macedonio y espero.
Elia, trancos en la mañana transparente. Mira de reojo la salida. ¿Cruza o se queda de este lado? ¿Cautivo del irse por las ramas en círculos? Elia embarcado en ilusiones. Elia y sus espejismos. Y la orilla del riachuelo pasto y olor a petróleo. La mira desde la mesa del café. La orilla es un refugio. Elia hace mate amargo, no contra mate dulce, no, mientras le da vueltas a la opinión quimérica, sabe que es noria pero no puede soltarla. Todavía sigue obediente al perro que sale y vuelve a casa. Elia está ahí, perplejo en diálogo con el chucho. Sagradísimo en su encierro barrial. Perro desteñido y mate de calabaza. Estado de pura soñación o ensoñación cluecas. En un rincón del ropero guarda sus libros.
Gloria, en la vereda de enfrente, sale de la lechería y huele tilos de la mañana primaveral y entra en la relojería. El Nadezhda en la cartera. Una hora y media antes se miró en el espejo antes de salir. Ella no está en el ritual de la ensoñación esclava. Siguiendo clandestinamente el punto de la lectura del día, La memoria, quiere algo más que «el análisis del olvido». Gloria, anti-bruja, no quiere que de una novela solo «quede polvo». Anota la divisa de Nadezhda que hoy llevará en el bolsillo : «Yo, por ejemplo, siempre he mentido… Evidentemente nunca subí a una tribuna, pero mentí y escondí mis pensamientos cada día y a cada instante: en clase, en el auditorio, en casa, en la cocina… ¿Cómo hubiera podido no mentir? Una sola palabra sincera, y – entonces como ahora – me habrían tocado diez años de cárcel…» Gloria no se dejaba hablar en tercera persona. En el gran barullo de la avenida, intercambios de saludos mudos o ruidosos de los empleados salidos de algún cuadro pintado ayer, Gloria recompone cabeza y prepara sus mentiras. Sabe que «oveja esquilada puede ser oveja degollada». Libro en la cartera, libreta de apuntes en el mostrador. Es media mañana en Avellaneda.
Hugo Savino
Ph / Otto Steinert, Lampen der Place de la Concorde 3. (Farolas de la Place de la Concorde 3). 1952. Estate Otto Steinert, Museum Folkwang, Essen.